lunes, 30 de abril de 2018

"Clavícula" de Marta Sanz


Clavícula es como un largo poema en el que se nos descubre nuestro pequeño mundo burgués de pequeños ridículos. El detonante del dolor, de un dolor quizá imaginario, quizá hipocondríaco, quizá real, descubre el mundo íntimo de la narradora, que es menos suyo cuanto más nuestro es. Nos identificamos enseguida con esa mujer de mediana edad que acaba de llegar a la menopausia y disecciona su vida con la originalidad y la profundidad sarcástica de un ser doliente. La introspección de la autora en su cotidianidad no es píldora indigesta ni bolo egotista imposible de tragar, todo lo contrario. La autoficción se resuelve con naturalidad y se presiente la sinceridad y el buen oficio de una narradora lírica, sencilla, sin oropeles, aunque bien armada de cargas de profundidad. 
Desde santa Teresa  ("estoy condenada a pensar con retruécanos como santa Teresa de Jesús") hasta Zenón de Citio pasando por Nietzsche ("Nietzsche afirmó que no existe dolor más intenso que el referido por una señorita burguesa bien alimentada y bien educada") son objeto del rodillo irónico y humorístico de la autora. Para ella la creación es algo como esto: "Escribir para que no me vea, como si hiciera algo malo, como cuando me masturbaba siendo demasiado niña, me estimula." 
El pasar feliz de una occidental con éxito se ve contrariado por un dolor agudo sin diagnóstico, un dolor necesario. Un dolor que convierte la mirada sobre sí misma en un arma de distancia cáustica, un arma con la que herir al occidental bien alimentado. El poema sobre su viaje a Manila sirve para reflexionar sobre la consternación y la idiotez burguesa que provoca el aterrizaje en un mundo desvalido e inseguro: "Cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un pederasta, un patriota, un hipocondríaco, y un ministro de Dios o del Interior (...) cada occidental, cuando va de viaje, guarda en la cartera un sommelier, un meteorólogo, un futbolista y un bardo (...) Al otro lado, nos aguarda la frescura del aire acondicionado, el sushi y los siberian husky que caminan con patuquitos de perlé (...) Guardamos en la cartera. un pediatra, un futbolista, un ingeniero de caminos, un cantante muy apenado, un quesito de "La vaca que ríe" light, un solidario, un compulsivo, toallitas perfumadas y un contador de historias." La experiencia en un crucero le sirve para lanzar un mensaje cosmopolita que da cuenta del clasismo: "Las nacionalidades se anulan en la alianza crucerista. No somos españoles, italianos, rusos, franceses, ingleses o alemanes, somos gente zafia, que está por encima del servicio." 
Y finaliza con una serie de alegatos estoicos contra la banalidad del mundo posmoderno: "Soy una clienta perfecta a la que quieren vender pastillas para todo. Pastillas porque no quiero y pastillas si quiero demasiado." "Mataré al vendedor a domicilio que me venda un deseo que siempre será una emulación. Impostura. Falsedad." 
Descubro a Marta Sanz y me relamo con su voz doméstica. Frescura narrativa y autoficción no impostada. Lirismo, al fin y al cabo, tan carnal como distante del instinto suicida de los románticos: "Quejarse y patalear no se parece nada al deseo de desaparecer. De hecho, yo no deseo desaparecer y me encantan las explicaciones materialistas de las psicofonías."  

domingo, 29 de abril de 2018

"La hija del sepulturero" de Joyce Carol Oates


Verdadero novelón (en el buen sentido) casi decimonónico que se lee con avidez. La historia de Rebecca Schwart, luego Hazel Jones, plasma las vicisitudes de una mujer que recorre los últimos casi 70 años del siglo XX (de 1936 hasta el 2000). Los obstáculos casi insalvables con los que se encuentra son los hombres de su vida. Entre otros, primero su padre, Jakob Schwart; luego su primer marido, Nile; y su propio hijo (Niles o Zacharias): los ama, la aman, la violentan, la ignoran, la desprecian, la humillan y, a pesar de todas estas vicisitudes, ella sale adelante. Es una verdadera heroína moderna que pasa por encima de las neurosis y frustraciones del padre (exiliado alemán con su familia desde 1936, sepulturero en EE.UU. y profesor de Matemáticas en Alemania), por encima del desprecio social: es judía, pobre y alemana. Se salva, junto a su hijo, de la locura violenta del primer marido, recorre la América profunda en su huida y, con identidad falsa, rehace su vida y la de su hijo. Lo que podría ser un culebrón melodramático, lo convierte Joyce en una historia angustiosa, siempre interesante y con el estilo cuidado de los grandes novelistas tradicionales.
Después de leída, podríamos hacer un dibujo psicológico minucioso de la personalidad de Hazel / Rebecca, de sus temores, vergüenzas y neurosis; de sus patologías y frustraciones. Y también de la América profunda de los años 40 y 50. Parece un personaje de Zola al que le hubieran inyectado una fuerza especial con la que superar el terrible determinismo social que no termina de destruirla, pese a los esfuerzos de unos y otros. Solo el recuerdo de su madre, el instinto materno y una prima que nunca verá (o sí) impulsan la vitalidad de Rebecca. Judía en una sociedad antisemita; mujer, en una sociedad patriarcal y violenta; pobre, en una sociedad capitalista.   

"La vuelta de mi abuela Lola" por Javier Marías

QUE ME DISCULPEN los memoriosos, porque sé que esto lo he contado, aunque no seguramente en esta página: mi abuela Lola era una mujer muy buena, dulce y risueña, lo cual no le impedía ser también extremadamente católica. Y recuerdo haberle oído de niño la siguiente afirmación, dirigida a mis hermanos y a mí: “A ustedes les hace mucha gracia” (era habanera), “y quizá la tenga, pero yo no voy a ver películas de Charlot porque se ha divorciado muchas veces”. Hasta hace cuatro días, este tipo de reservas pertenecían al pasado remoto. Mi abuela había nacido hacia 1890, y desde luego era muy libre de no ir a ver el cine de Chaplin por los motivos que se le antojaran, como cualquier otra persona. Lo insólito es que esta clase de argumentos extraartísticos y pacatos hayan regresado, y que los aduzcan individuos que se tienen por “modernos”, inverosímilmente de izquierdas, educados, aparentemente racionales y hasta críticos profesionales.

Este Cousins es tan libre como mi abuela, y lo que haga me trae sin cuidado. Pero, claro, no es un caso aislado, ni el único primitivo que abraza esta visión retrógrada del arte. Constituye toda una corriente que amenaza no sólo el oficio de crítico, sino la libertad creadora. ¿Qué es un “comportamiento íntegro”, por otra parte? Dependerá del criterio subjetivo de cada cual. Para los cuatro ministros de nuestro Gobierno que hace poco cantaron “Soy el novio de la muerte” en una alegre concentración de encapuchados, el concepto de “integridad” será por fuerza muy distinto del mío. Y luego, ¿cómo se averigua eso? Antes de ir a ver una película —de “visitar la imaginación” de un director, como dice Cousins con imperdonable cursilería—, habrá que contratar a un detective que examine la vida entera de ese cineasta, a ver si podemos dignarnos contemplar su trabajo. En algunos casos ya sabemos algo, que nos reducirá drásticamente nuestra gama de lecturas, de sesiones de cine y de museos. Nada de “visitar” a Hitchcock ni a Picasso, de los que se cuentan abusos, ni a Kazan, que se portó mal durante la caza de brujas de McCarthy, ni a Caravaggio ni a Marlowe ni a Baretti, con homicidios a sus espaldas, ni a Welles ni a Ford, que eran despóticos en los rodajes, ni a Truffaut, que cambió mucho de mujeres y algunas sufrieron. Nada de leer a Faulkner ni a Fitzgerald ni a Lowry, que se emborrachaban, y el tercero estuvo a punto de matar a su mujer en un delirio; ni a Neruda ni a Alberti, que escribieron loas a Stalin, ni a García Márquez, que alabó hasta lo indecible a un tirano; no digamos a Céline, Drieu la Rochelle, Hamsun y Heidegger, pronazis; tampoco a Stevenson, que de joven anduvo con maleantes, ni a Genet, que pagaba a chaperos, ni a nadie que fuera de putas. Ojo con Flaubert, que fue juzgado, y con Cervantes y Wilde, que pasaron por la cárcel; Mann se portó mal con su mujer y espiaba a jovencitos, y no hablemos de los cantantes de rock, probablemente ninguno cumpliría con el “comportamiento íntegro” que exigen el pseudocrítico Cousins y las legiones de policías de la virtud que hoy lo azuzan y lo amparan. Leo en un artículo de Fernanda Solórzano un resumen de otro reciente de un conocido crítico cinematográfico británico, Mark Cousins, titulado “La edad del consentimiento”. Cuenta Solórzano que en él Cousins anuncia que a partir de ahora “dejará de habitarla imaginación de directores como Woody Allen y Polanski”, a los que “negará su consentimiento”. Compara ver películas de estos autores con visitar países con regímenes dictatoriales, o aún peor, con contemplar vídeos del Daesh con decapitaciones reales. “Aunque sus ficciones no muestren violencia, son imaginadas por sujetos perversos”, explica. Se deduce de esta frase que las películas que sí muestren violencia —ficticia, pero el hombre no distingue— serán aún más equiparables a los susodichos vídeos del Daesh, por lo que, me imagino, Cousins tampoco podrá ver la mayor parte del cine mundial de todos los tiempos, de Tarantino a Peckinpah a Coppola a Siegel a Ford a todos los thrillers, westerns y cintas bélicas. Lo absurdo es que no haya anunciado de inmediato, en el mismo texto, que renuncia a las salas oscuras y por lo tanto a su labor de crítico, para la que es evidente que queda incapacitado. Al contrario, entiendo que asegura, con descomunal cinismo, que su adhesión a “lo correcto” no afectará su juicio estético. Un disparate en quien se propone juzgar desde una perspectiva moralista, “edificante” y puritana. Ojo, no ya sólo las obras, sino la vida privada de sus responsables. Siempre según Solórzano, “en adelante Cousins sólo visitará la imaginación de artistas de comportamiento íntegro”.

Ya es hora de que toda esta corriente reconozca su verdadero rostro: se trata de gente que detesta el arte y a los artistas, que quisiera suprimirlos o dictarles obras dóciles y mansas, y además conductas personales sin tacha, según su moral particular y severa. Es exactamente lo que les exigieron el nazismo y el stalinismo, bajo los cuales toda la gente de valía acabó exiliada, en un gulag o asesinada, lo mismo que Machado y Lorca en España. No a otra cosa que a la represión y la persecución está dando su consentimiento esta corriente de inquisidores vocacionales. Al menos mi abuela Lola no ejercía el proselitismo, ni intentaba imponer nada a nadie. 

"Los pantalones de Zidane" por Álex Grijelmo


Cuéntase entre periodistas el chascarrillo de que el arzobispo de Canterbury arribó a Nueva York en un viaje oficial, y que un reportero le pidió su opinión sobre la notable presencia de prostitutas en aquella ciudad estadounidense. El primado de la iglesia anglicana se sorprendió por la pregunta y, quizás con la intención de tomarse unos segundos para pensar una contestación, respondió: “¿Ah, pero hay prostitutas en Nueva York?”. Al día siguiente, un diario local publicó: “El arzobispo de Canterbury pregunta si hay prostitutas en Nueva York, nada más llegar a la ciudad”.

La anécdota se suele datar unas veces en 1905 y otras en 1911, pero cabe la posibilidad de que jamás ocurriera. Sin embargo, ilustra muy bien lo que sucede cuando se ofrece al público la contestación de alguien y se silencia la pregunta que se le formuló, porque esta omisión altera ante el lector el sentido de la respuesta a pesar de que se reflejen con toda fidelidad las palabras pronunciadas.

Algo muy parecido sucedió esta semana cuando diversos medios españoles (radio, televisión, Internet y prensa) reprodujeron unas declaraciones del entrenador del Madrid, Zinedine Zidane, en las que afirmaba durante una rueda de prensa previa al partido de ida ante el temible Bayern Múnich: “Nosotros no nos vamos a cagar en los pantalones, no existe eso, nos gusta jugar estos partidos”.

Muchos telespectadores, radioyentes y lectores se habrán extrañado de que un entrenador que suele expresarse con corrección y buenas maneras usase palabras tan vulgares, cuando le habría bastado señalar con mayor elegancia: “Nosotros no vamos a tener miedo al Bayern Múnich”.

Seguramente el público habrá interpretado que la expresión “no nos vamos a cagar en los pantalones” fue pronunciada por Zidane de repente en la rueda de prensa y por propia iniciativa, lo que constituiría una vulgarización repentina del diálogo, quizás una falta de respeto a sus interlocutores. Porque con ella descendía varios escalones en el registro formal de toda rueda de prensa.

Sin embargo, no fue él quien introdujo esa locución en el diálogo, sino un periodista. Y éste, a su vez, lo hizo citando lo que había declarado 16 años atrás Hasan Salihamidzic, jugador bosnio del Bayern, quien dijo tras el partido disputado en Múnich ante el Real Madrid en abril de 2002: “En el segundo tiempo mostramos que si se les presiona se cagan en los pantalones”. A Zidane le hizo gracia la expresión recordada por el periodista, se rio con ella y la repitió en su respuesta.

Muchos trabajos periodísticos se basan en tomar declaraciones de alguien y exponerlas (tras cortar y pegar) como si formaran parte de un discurso decidido y estructurado por el entrevistado. Sin embargo, a menudo esas expresiones no responden al deseo del personaje de abordar un asunto, ni determinadas palabras han sido activadas por él, sino que se relacionan con las interrogantes planteadas. Se trata de una técnica legítima si se aplica con talento y con respeto ético, pero en ciertas ocasiones favorece la manipulación, sea ésta inconsciente o voluntaria.

Gabriel García Márquez, que llegado cierto momento decidió no conceder más entrevistas, se quejaba de los redactores que preguntan y preguntan a un personaje con la sola intención de que acabe diciendo lo que no piensa. Es muy probable que conociera la anécdota del arzobispo de Canterbury.

sábado, 28 de abril de 2018

"Contra el miedo y la vanidad" por Juan Arnau

Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de trasmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.

martes, 17 de abril de 2018

Historias de amor IV: "Amor depravado"


En un lugar de La Mancha, vivía no ha muchos años un depravado de los de moto Guzzi en el garaje, calzón largo en invierno y puro retorcido después de las comidas. El caballero solía, muy de mañana, arrancar su máquina y lanzarse a la puerta del instituto de bachillerato en busca de aventuras no del todo santas. Era de complexión menuda, mejillas hundidas y pilosas, y de una edad más propia de partida de dominó que de botellón de explanada. Había que verlo en la cancela del instituto a la espera de que las muchachas salieran de estampida hacia la libertad de los patios y veredas. Allí plantado, junto a su Guzzi trucada y a su puro retorcido de media mañana, con la digestión en ciernes y el regüeldo en el pico de la boca, esperaba la salida de las púberes con la esperanza de que alguna se rindiera a sus proposiciones. 
Cuando las veía, con la pernera suelta y el canalillo rendido a las reverencias, se le deshacía en ríos el paladar y el puro se le remojaba hasta caer de la boca como soletilla empapada en chocolate. Agarraba entonces la cornamenta de su Guzzi y caminaba al husmeo del rastro de las "lolitas" filibusteras que le habían robado el corazón, la digestión y el puro. Regoldaba restos agrios de coliflor hervida y sesos de cordero, se relamía la rebaba y continuaba tras ellas con la vista prendida en unas medias de rejilla o en el borde carnoso de una cintura. 
Las chicas lo conocían, sabían de sus extravagancias y se reían de sus propuestas cuando las abordaba entre los troncos firmados de una alameda. Nunca se les ocurrió llamar a la policía, ni a la guardia civil, ni siquiera a sus padres, para que detuvieran a ese viejales que se recreaba con sus carnes bullentes; en parte porque nunca habían percibido ningún peligro, en parte porque les divertía reírse de un pirado de bragueta rendida y cabeza sin norte. 
Se sentaban ellas en un banco de granito que recogía con solidez y recato sus confidencias y desvelos. Gritaban, reían y observaban con disimulo el acercarse ruinoso de la Pantera Rosa. Así lo llamaban, por su arrastre de suelas y por su afición a no abrocharse los botones de la bragueta."¡Eh, niñas, niñas!" Ellas ignoraban las primeras llamadas de atención de la Pantera, pese a haberlas escuchado con toda claridad y ¿quién no?, con ese chirrido lastimoso de la Guzzi que avisaba de su reclamo. 
Cuando las chicas tenían ganas de chanza se le acercaban y le preguntaban qué quería. Él, con los ojos perdidos en las lozanías, les proponía siempre la misma extravagancia: "Si me enseñáis una tetilla, os doy veinte duros". Ellas fingían escandalizarse y asustaban al de la Guzzi haciendo ademán de avisar a los cuadrilleros. Al oírlas gritar y pedir ayuda para que las salvaran de quien las desnudaba con la vista y les proponía zorrerías, él se apresuraba por arrancar la Guzzi, saltaba sobre el pedal y se desmedraba ante la posibilidad de que un hombre de su talla acudiera al aviso. Se divertían las púberes viendo cómo el hidalgo salía haciendo eses hacia un destino incierto: quizá su casa; quizá el amparo de una inocente desgraciada, incapaz de advertir su chochería malsana.

domingo, 15 de abril de 2018

"Limónov" de Emmanuel Carrère


En el epílogo de Limónov, la biografía novelada del escritor y político ruso Eduard Veniamínovich Savenko, Emmanuel Carrère afirma que este personaje, por su trayectoria personal y política, es un doble de Vladimir Putin; con la única diferencia de que Eduard Limónov ha fracasado en todos sus intentos por llegar al poder. Hoy más que nunca está de actualidad esta biografía porque, si hacemos caso a las palabras de su autor, nos podría servir para analizar la mente autoritaria y destartalada de un hombre poderoso que amenaza con una nueva guerra fría, Vladímir Vladimirovich Putin. Incluso para comparar, desde un punto de vista patológico, una afición común: enseñar el torso musculado a todo el mundo. 
La biografía de Limónov no puede ser más novelesca, ni más estrafalaria. Carrère cuenta con estilo ágil y distante (a veces no tanto) cada una de las peripecias en las que se ve envuelto el autor ruso, desde sus experiencias en la indigencia y en la prostitución masculina, hasta las de su encarcelamiento por terrorismo, pasando por su participación en la guerra de los Balcanes del lado de Miloseviç y Karaciç. 
Limónov nos ayuda a comprender desde dentro la rápida desintegración de la URSS y la entrada de Rusia en el más feroz capitalismo; así como el conflicto de los Balcanes. Es curioso cómo dibuja la subida al poder de Putin: en un principio elegido por los magnates de la economía rusa para que les sirviera como un títere fiel, se rebela contra ellos hasta el punto de encarcelar a dos de ellos a los tres meses de ser elegido. Las contradicciones de Limónov, los excesos de Limónov, los bandazos ideológicos de Limónov, las aventuras literarias y periodísticas de Limónov..., todo ello lo trata Carrère con agilidad y buen oficio; aunque adolece la novela, como El Reino, de la intromisión excesiva y poco justificada de la vida personal del propio autor. 
De todas formas, Limónov podría ser, sin ninguna duda, la novela que nunca pudo escribir Javier Cercas; aunque lo ha intentado ya varias veces con Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor. Así como Prohibido entrar sin pantalones de Juan Bonilla, donde se cuenta la vida de Maiakovski (otro ruso excesivo), sería la versión mejorada de la historia de Carrère desde el punto de vista literario.  

sábado, 14 de abril de 2018

"La inmortalidad a la vuelta de la esquina" por Manuel Vicent


La Pascua cayó en pleno equinoccio de primavera en 2008. Ese año los cristianos celebraron la Resurrección el 23 de marzo y a la mañana siguiente de gloria, entre aleluyas y campanas, también pasó a la inmortalidad Rafael Azcona. Los amigos lo supimos unos días después porque había dejado escrito que no se diera a nadie la noticia de su muerte hasta que su cuerpo hubiera sido incinerado. Fue una elegante manera de esfumarse de este mundo por la puerta de atrás, ya que nos ahorró contemplar destruido aquel rostro, que tantas carcajadas albergó. Cuando Azcona supo que su enfermedad era un morlaco imposible de lidiar, dejó de ver a los amigos y solo atendía por teléfono o email con el humor y la generosidad de siempre. Su retiro de preparación para abordar la barca de Caronte duró un año. Estuvo bien, sin sufrir demasiado, revisando sus primeras novelas, escribiendo algunos guiones. “Le sobraron solo ocho días”, me dijo su médico. Se despidió de la vida con estas dos palabras, las últimas, bien sencillas. “Ya está”, dijo y a continuación se largó sin más.

Han pasado 10 años de su muerte. La Academia de Cine acaba de celebrar un homenaje en memoria de este guionista genial y en el acto han hablado los amigos, sus compañeros de oficio, sus admiradores. Durante un tiempo en los almuerzos los amigos inclinábamos su silla contra la mesa para tenerle presente. Solo faltaba ponerle plato, cubierto, servilleta y llenarle el vaso de vino. Lo hacíamos a veces. Con ocasión del décimo aniversario de su muerte la editorial Pepitas de Calabaza ha publicado una recopilación de sus primeros escritos (19521959), dispersos en varios diarios y revistas, Viaje a una sala de fiestas, que contienen todas las semillas del genio de este escritor, el humor ácido, el ingenio irónico, la percepción lúcida, la literatura pegada a la vida de los seres subalternos que se mueven en la parte sumergida de la historia. Es un Azcona puro con el oído ya desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras.En las vacaciones de Pascua del año anterior a su muerte, cuando todo Madrid huía hacia las playas, le pregunté: “Rafael, ¿tú no sales?”. Me respondió: “Yo ya salí de Logroño”. En efecto, un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajeron a Madrid en 1950. Después de realizar la visita obligatoria al café Gijón y calentar el peluche sin más esperanza de gloria que soñar con un imposible pepito de ternera, se empleó de contable en una carbonería, luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte, y vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos de donde sacó su novela Los ilusos, una obra maestra del realismo social. Su padre era azconiano, sastre y cojo, cantaba fragmentos de zarzuela en el taller y las oficialas hacían los coros, había fundado una cuadrilla de toreros, afición heredada por su hijo, que un día soñó con ser novillero con más miedo que arte. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos en las justas poéticas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. De esa bohemia lo rescató Mingote para llevarlo a La Codorniz.Yo admiraba mucho los artículos y dibujos de Azcona de esa revista de humor, que siendo adolescente recibíamos en casa. Uno de mis propósitos al llegar a Madrid era conocer a este personaje. Alguien en el café Gijón me dijo que solía andar por el Comercial. Empecé a merodear por allí hasta que un día después de comer descubrí que en el local casi vacío un tipo repantigado en uno de los peluches dormía la siesta con la cara cubierta con una servilleta blanca. Le pregunté a un camarero si por allí caía alguna vez el famoso humorista y dibujante Rafael Azcona. El camarero me dijo: “Es ese señor que está debajo de la servilleta”. No me atreví a despertarlo, pero después de varias consumiciones, viendo que no arriaba el paño para mostrar su rostro, abandoné el establecimiento. Me consolé pensando que, al menos había visto qué jersey y pantalones vestía, qué zapatos calzaba mi héroe.Como a muchos hombres enteros, a Rafael Azcona lo definían sus zapatos. Usaba un calzado resistente, cómodo y apropiado para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en aquella Ibiza prehippy cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las estrellas y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las constelaciones en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas. Puede que el mundo de Azcona haya pasado, pero su genio seguirá siempre en pie.

martes, 10 de abril de 2018

Historias de amor III


"Amor de madre"

Chocolate y María se casaron con muy poca convicción, por inercia, sin apenas mirarse, sin mediar siquiera un interés económico. Chocolate era asiduo a los bares, tabernas, cafés, cantinas y urinarios. Tenía el talante de un gato de cámara y una sola afición, la pérdida de dientes. Durante el noviazgo, no se besaron. No porque ella se negara (debería haberlo hecho), sino porque para él un beso era un acto absurdo de gente de otra especie. Él solo perseguía la penetración de la hembra y para eso no era necesario andar mezclando labios, lenguas, dientes y salivas. 
Desde muy joven, Chocolate perdió el pelo y con él, lo poco que tenía de cromañón. Pertenecía a una especie más antigua. Era pendenciero, intrigante y del Real Madrid. Le gustaba hablar mal de unos y de otros, sin tener en cuenta las ofensas ni la verdad. Tenía mal vino, no reparaba en diplomacias de ningún tipo. Le solían partir la cara, aunque menos frecuentemente de lo que era de esperar.
Si el noviazgo de Chocolate fue triste, el matrimonio aún lo fue más. Al principio, ella también se tuvo que dar a la bebida para aguantar las arremetidas del neandertal. Llegaba a casa Chocolate dando tumbos y con ganas de penetrarla como a una vaca o de golpearla como a un televisor estropeado. Ella intentaba evitarlo, primero bebiendo más que él; luego, refugiándose en casa de su madre, la única mujer a la que Chocolate no era capaz de ponerle la mano encima. No por nada, sino porque era una señora leída, racional y de carácter: se rumoreaba que había matado a su marido de un sartenazo en la cabeza cuando él le puso la mano encima. 
María nunca pensó en separarse de Chocolate. Corrían tiempos en los que apartarte de tu marido no era de ley (en un pueblo menos). Las mujeres soportaban a cualquier energúmeno con tal de no aguantar las afrentas que la comunidad guardaba para las que no respetaban la convención. María quería a su madre con delirio, con arrobo: como un beato adora a la virgen del pueblo o un hooligan, al equipo de sus amores. La madre de María era su protectora, su refugio, el vientre al que volver. Su ermita, su campo de fútbol.
Cuando murió su madre, María quiso, desde ese mismo instante, caer muerta con ella. El día del entierro, Chocolate lo celebró con una tremenda curda. Se plantó en casa más descompuesto que nunca. Ella no sabía dónde esconderse. Su madre vivía al lado, pero ya no estaba. María salió por la ventana, perseguida con torpeza por el bulto calvo, deforme y maloliente. Él era un tentetieso con halitosis; ella, un personaje de Dickens. Corrió por la calle, a oscuras, sin saber dónde parar. El berrido del marido al fondo. Sus pies la conducían al cementerio. Una vez allí, se dirigió hacia el nicho donde habían encerrado el cuerpo de su madre. Todavía no habían colocado la lápida. En la pared enlucida que ocultaba el cadáver, el sepulturero había grabado el nombre y las fechas de nacimiento y muerte. 
María se quedó ante el nicho, sudorosa y desconcertada. Oyó el crujir de unos pasos titubeantes y, al poco, el bramido vinoso de Chocolate agrió el silencio de los muertos. Sin saber qué hacer, María, sin resuello y sin sentido, comenzó a picar con un trozo de mármol el murete de yeso, que cedió enseguida. Abrió el ataúd y allí estaba su madre, rígida, pero reconocible. Se tumbó junto a ella, la abrazó y la besó. El cuerpo largo y lánguido de María no cabía en aquel hueco, era bastante más alta que su madre. Sus piernas revoloteaban en el aire fuera del agujero. Cuando Chocolate llegó frente a la tumba de la suegra, vio unos pies agitándose con desesperación. Asustado, por la posibilidad de que la madre de María hubiera vuelto de entre los muertos, salió corriendo, tropezó con unas coronas y cayó a una fosa que el sepulturero había dejado a medio cavar.
Ya no se oía el resuello de aguardiente de Chocolate y remitió el pataleo de María. El cementerio recuperó el canto del autillo y la madre, de nuevo, amparó entre sus brazos a la hija que nunca había sido besada.      

"Barojiana: juventud, egolatría" por Rafael Narbona


Pío Baroja fue un artista del exabrupto. No se me ocurre ningún autor de nuestros días con un grado de ferocidad verbal semejante. Se puede afirmar sin miedo a equivocarse que el malhumor era su estado natural, pues casi todo le irritaba: el ejército, la iglesia, el nacionalismo, el socialismo, la música de Wagner, la filosofía de Hegel, la vida bohemia, el matrimonio, los toros, los cambios sociales, el Estado. En 1917, con cuarenta y cuatro años, estimó que ya era viejo y que podía escribir unos apuntes autobiográficos donde expresara una vez más sus antipatías y sus pasiones, sus fobias y sus afectos. Su pereza incurable le eximió de urdir un plan previo que evitara las divagaciones y los desbordamientos. Su mente era muy española, muy cervantina, y despreciaba el cálculo, el orden y el equilibrio. Pensó que escribiría quince o veinte cuartillas, pero el libro creció ligeramente, transformándose en un pequeño ensayo titulado Juventud, egolatría. Entendió que sería saludable para su vida apacible y rutinaria -que nadie se engañe, nunca fue un aventurero- escarnecer su vanidad, explorando el egotismo que alimenta la vocación literaria. De paso, podría despacharse a gusto con sus coetáneos, expresando sin disimulo el fastidio que le producían sus deplorables hábitos y sus ridículas ideas. Baroja no adoptaba una pose para la posteridad. Simplemente, tenía muy mal genio y, si las circunstancias lo justificaban, prescindía de la sensatez, la moderación y los buenos modales. “Yo tengo cierta fama de atravesado -admite-, y quizás lo sea”.

El mal carácter del escritor no era una máscara para ocultar su autocomplacencia o un cargante moralismo, sino una actitud vital y filosófica. Quizás por eso a veces podía ser amable y acogedor, franqueando las puertas de su casa a cualquier escritor en ciernes. Su ira solía reservarla para los hombres de éxito, rebosantes de vanidad y acostumbrados al halago. De entrada, Baroja admite que su vida no es ejemplar. No se cree mejor que los demás, pero tampoco se considera un caso de depravación. Su apego a las charlas de sobremesa con una manta sobre las rodillas constituye un sólido freno a cualquier clase de vicio. Su vida hogareña, casi ascética, no obedece al noble propósito de buscar la verdad, sino a un sincero aprecio por la tranquilidad y la rutina. Opina que es viejo, pero no sabio. Admite que no tiene grandes cosas que enseñar. Nunca ha soñado con crear escuela y atraer discípulos. Entonces, ¿por qué escribe sobre sí mismo? Simplemente por la misma necesidad que respira o suda. De hecho, define sus notas autobiográficas como “una exudación espontánea”. No obstante, pues sabe que la escritura a veces desemboca en lo inesperado, frustrando los ardides de la discreción: “Porque allí donde menos lo ha querido el hombre que escribe, se ha revelado”.

Pío Baroja esboza una semblanza de sí mismo en las primeras páginas de Juventud, egolatría. Cuando se instaló en el caserón de Vera de Bidasoa, adoptó como primera medida ahuyentar a los niños que jugaban en la huerta y el portal, cometiendo toda clase de tropelías. Los expulsados se vengaron, llamándolo “el hombre malo de Itzea”, una expresión que hizo fortuna entre los vecinos de la zona. Su mala fama se recrudeció con los comentarios de los curas de las parroquias cercanas, que le acusaban de impío, apóstata e inmoral. A Pío Baroja nunca le quitó el sueño ser difamado por clérigos y beatas. Eso sí, rehuía el engreimiento y la petulancia. Cuando le ofrecieron firmar en el libro de visitas del Museo de San Sebastián, prescindió de títulos y distinciones, escribiendo: “Pío Baroja, hombre humilde y errante”. Poco después, ironizó sobre sus palabras: “Yo de humilde no tengo ni he tenido más que rachas un poco budistas; de errante tampoco, porque hacer unos viajecillos de poca monta no autorizan a llamarse uno a sí mismo errante”. Desde su punto de vista, cualquier ejercicio de introspección es deshonesto, pues no es posible ser objetivo. El mero hecho de observarse a uno mismo deforma el juicio, alumbrando una imagen engañosa: “Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta”. ¿Es cierto que Rousseau abandonó a sus hijos o, simplemente, poseía un patológico sentimiento de culpa que inventaba pretextos para despertar el odio ajeno? ¿Acaso no hizo lo mismo Dostoievski, atribuyéndose la violación de una niña ante un asqueado Turguénev, que le apartó de su lado con violencia? Baroja no menciona estos hechos vergonzosos, pero valen como ejemplo de su desconfianza hacia el género de las confesiones, que abusa de una falsa sinceridad para deslizar -o encubrir- vivencias, cuyo significado último apenas puede atisbarse o descifrarse.

En las primeras páginas de Juventud, egolatría, Baroja se define como agnóstico, pero estima que sería más exacto afirmar que profesa “una dogmatofagia incurable”. Detesta los dogmas políticos, religiosos y morales. Desearía masticarlos y disolverlos con su jugo gástrico. Se declara materialista e interpreta la religión como un engaño. Aventura que si los obispos recuperaran el poder de antaño, las hogueras crepitarían de nuevo con furor. La tragedia de Giordano Bruno se repetiría, evidenciando una vez más la tenaz oposición del clero al progreso. No le molesta ser acusado de ateísmo: “Eso de ateo, yo no lo consideré un insulto, sino como un honor”, replica a un periodista tradicionalista, que intentó ofenderle con ese calificativo. En el terreno político, Baroja se declara europeísta o, más concretamente, “archi-europeo”. Y no reconoce otra moral que las enseñanzas del epicureísmo. “Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro”, confiesa con regocijo. Piensa que el hombre no es malo, sino egoísta, pasivo, torpe. Desconfía de lo presuntamente excelso y sublime. No simpatiza con la Institución Libre de Enseñanza, donde sólo advierte “el optimismo de los eunucos” o, lo que es lo mismo, una anodina corrección. Admite que prefiere una canción popular a una ópera grandilocuente. Las cosas pequeñas siempre le han seducido más que las grandes. Prefiere los jardines de Bóboli a los de Versalles: “Los grandes Estados, los grandes capitanes, los grandes reyes, los grandes dioses, me dejan frío”. El europeísmo es una vigorosa objeción contra el imperialismo. A los europeos les gustan “los pequeños estados, los pequeños ríos, los pequeños dioses a los que podemos hablar de tú”. Baroja confiesa que no vendería su alma a Mefistófeles por un título o una condecoración, pero sí por algo sentimental, humilde, entrañable y pequeño, como una melodía de acordeón, un vaso de vino o una buena siesta. No se hace ilusiones sobre sus posibilidades de cambiar o mejorar como ser humano. Solo los genios y los santos protagonizan una segunda vida que rectifica los errores de la primera.

No le cuesta trabajo reconocer que de pequeño era tozudo y algo cazurro. Sus maestros le repetían: “Nunca llegarás a nada”. A pesar de eso, recuerda con cariño su infancia en las provincias vascongadas. Su aprecio por el terruño natal nunca implicó fantasías separatistas: “Yo quisiera que España fuera el mejor rincón del mundo, y el país vasco, el mejor rincón de España”. Baroja reconoce dos patrias regionales: Vasconia y Castilla la Vieja. Además, tiene “dos balcones para mirar el mundo: uno, de casa, en el Atlántico; otro, de cerca de casa, en el Mediterráneo”. Anarquista sentimental, no esconde su rabia contra la moral represiva de su tiempo, alentada por curas y carlistones: “…la odio cordialmente y la devuelvo en cuanto puedo todo el veneno de que dispongo. Ahora, que a veces me gusta dar a ese veneno una envoltura artística”. Eso no significa que sea un libertino. De hecho, opina que “el sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de pequeñas canalladas”. No sin cierta sorna, afirma que no le hubiera importado ser impotente. Se pregunta si tener hijos no constituye un crimen en un mundo dominado por el hambre y la injusticia. No le gustan las masas, brutales y ciegas como un animal herido.

Su concepción de la literatura es tan directa y desinhibida como su visión de la sociedad. Detesta la retórica cuando es simple afectación, pero entiende que se convierte en estilo si brota como una forma que expresa el mundo interior de un autor. Su estilo no se basa en la sintaxis, ni en la adjetivación, sino en “una manera de respirar que no es la tradicional”. Esa manera de escribir podría definirse como “retórica de tono menor”, con “un ritmo más vivo, más vital, menos ampulosa” que la “retórica de tono mayor” heredada del latín clásico, donde resuena “un paso ceremonioso y académico”. Para dejar claro su ideario estético, el escritor pone como ejemplo a Verlaine, con su “lengua […] disociada, macerada, suelta”. No le causa problemas admitir que los libros antiguos le suelen aburrir, cuando no le parecen ininteligibles. Nunca le ha sucedido con Shakespeare, ni con la Odisea, pero sí con muchos autores venerados como clásicos inmortales. No le pasa lo mismo con la pintura. Prefiere los cuadros de Velázquez, El Greco, Botticelli o Mantegna a los de los pintores modernos. Sin miedo a las posibles réplicas o reproches, Baroja dispara en todas direcciones: Cervantes le parece “vulgar y pedestre”; Molière, “triste”; Goethe, “antipático”; Flaubert, “estúpido”; Zola, “sudoroso”; Clarín, “pesado”; Larra, “un tigrecillo amaestrado”. Solo absuelve a Dostoievski, “uno de los acontecimientos más extraordinarios del siglo XIX”, Tolstói, “un griego”, con una prosa limpia y serena, Stendhal, un gran “psicólogo”, y Dickens, “hombre admirable que quiere hacerse pequeño y que, sin embargo, es tan grande”. En el campo de la filosofía, admite su deuda con Nietzsche y reconoce que se aburrió soberanamente con La República de Platón. Prefiere la metafísica a la teoría política y las ensoñaciones utópicas. No soporta el Antiguo Testamento. Salvo el Eclesiastés, sus libros se caracterizan por “una crueldad y una antipatía repulsivas”. Sabe que sus opiniones son extremadamente subjetivas y algo arbitrarias, pero una vez más airea su individualismo irreductible, descartando buscar justificaciones: “Yo no pretendo ser hombre de buen gusto, sino hombre sincero; tampoco quiero ser consecuente, la consecuencia me tiene sin cuidado”.

Su sinceridad se extiende a su San Sebastián natal. Su gente le parece “zafia, bestia y sin ningún talento”. La influencia de los jesuitas ha contaminado la ciudad y se ha propagado en todas direcciones. En Pamplona, cuando apenas tenía nueve años, un “canónigo gordo y seboso” abandonó el confesionario y le agarró del cuello por canturrear en la catedral poco después de un funeral. No le parece un incidente casual, sino el perfecto ejemplo de lo que representa la iglesia católica, con sus curas chabacanos, groseros y vesánicos. Su opinión sobre la escuela y la universidad no es mucho mejor: “En la Facultad, en mi tiempo, ni se aprendía a discurrir, ni se aprendía a ser un técnico, ni se aprendía a ser un practicón. Es decir, no se aprendía nada”. Ser hijo de un ingeniero liberal que combatió en las guerras carlistas, le eximió del servicio militar obligatorio, pero cuando por error le citaron para incorporarse a su quinta, apenas pudo contener las náuseas: “Yo soy un antimiltarista de abolengo. […] Yo siempre he tenido un asco profundo por el cuartel, por el rancho y por los oficiales”. La medicina no le repugna pero jamás tuvo vocación. Ejercer en Cestona solo le proporcionó una satisfacción: “tener una casa solitaria y un perro”. Huyendo de una profesión que no iba con su temperamento, probó suerte como pequeño industrial, explotando un horno de panadería. No sospechaba que esa iniciativa sería ridiculizada hasta el aburrimiento en el futuro, adjudicándole el sambenito de ser un escritor con “mucha miga”. Dado que no le marchó demasiado bien con la panadería, empezó a escribir a los treinta años, pensando que era un oficio entretenido y con un amplio margen de libertad. Al principio, no tuvo mucha suerte. Sus primeros libros apenas se vendieron, pero al menos conoció a Azorín, “maestro del lenguaje y un excelente amigo”, y a Ortega y Gasset, “el viajero que ha hecho el viaje por las tierras de la cultura”. Al mismo tiempo, se ganó la enemistad de Alejandro Sawa, Joaquín Dicenta y otros escritores, que no se tomaron de buen grado su carácter áspero y sarcástico.

“Yo siempre he sido un liberal radical, individualista y anarquista”, afirma Baroja. Se trata de una declaración más retórica que real, pues su anarquismo consiste básicamente en odio a la autoridad, desconfianza hacia las leyes y desprecio por la clase política. No cree que el obrero sea mejor que el burgués. Cuando el obrero mejora su posición social, adopta las mismas malas artes que la burguesía. Baroja no lamenta hacerse viejo: “Siento que toco con el pie un suelo más firme que en la juventud. […] Es el momento de mirar las llamas en la chimenea. […] La puerta de mi casa está abierta de par en par. Que entre quien quiera, sea la vida, sea la muerte”. Pío Baroja no fue un hombre valiente. Su fama de energúmeno se basaba en sus frases tremebundas, no en sus actos. De hecho, Juan Benet lo evoca en su artículo “Barojiana” (1972) como un buen anfitrión en su piso de la madrileña calle Ruiz de Alarcón, más proclive a escuchar que a perorar. Como cualquier personalidad interesante, albergaba contradicciones, a veces muy acusadas. No se opuso a la dictadura de Primo de Rivera, se declaró amigo de la Unión Soviética, flirteó con el fascismo y el antisemitismo, criticó la Segunda República, se libró de milagro de ser fusilado por los requetés a causa de su anticlericalismo y, finalmente, se adaptó sin problemas al régimen franquista. Su meta jamás fue otra que disfrutar de una existencia plácida y sin sobresaltos. Sin embargo, finaliza Juventud, egolatría execrando la tranquilidad burguesa y fantaseando con echarse a la mar en un pequeño falucho con “la bandera roja revolucionaria”. Se objetará que corría el año 1917, pero la fecha no importa demasiado. Como escribió Juan Benet, Pío Baroja siempre vivió en “un castillo inexpugnable”, fuera del tiempo, sin otra convicción que el desencanto. No era un ogro, sino un burgués gruñón que hubiera deseado vivir en una novela de Julio Verne. “Mucho tiempo me resistí a creer que tendría que vivir como todo el mundo -admitió con pesar-; al último no hubo más remedio que transigir”. No creo descubrir nada, si afirmo que muchos hemos experimentado la misma desilusión.

sábado, 7 de abril de 2018

"Acerca de los clásicos" por Rafael Narbona


Los clásicos literarios son puntos de fuga hacia el infinito. Detrás de una página de Moby Dick, late el inmenso océano, con sus interminables abismos. Detrás de Madame Bovary, ruge el tedio de millones de vidas condenadas a una insípida rutina. Los clásicos no son meras expresiones de una subjetividad privilegiada, sino hitos de la memoria colectiva que labran poco a poco el retrato la humanidad.

Quizás los clásicos más perfectos son los que no pueden atribuirse con certeza a un autor, como la Ilíada y la Odisea. Homero, el improbable ciego de Quíos, encarna la maldición del aedo clarividente. Shakespeare, el joven palafrenero que “sabía algo de latín y menos de griego”, aviva el sueño del genio anónimo, cuyo furor creador convive con la infelicidad cotidiana y una refinada timidez. Aunque los clásicos proceden del talento individual, su virtud consiste en pertenecer a todos. Es absurdo creer que prolongan la vida de su creador. La muerte es irreversible e impersonal.

Los clásicos no son un simulacro de eternidad, sino un punto de inflexión en la memoria de las sucesivas generaciones. Nos obligan a mirar el mundo con otros ojos. El Quijote abunda en descuidos, digresiones y negligencias. Su estructura narrativa es primaria y reiterativa. Su prosa se despeña en muchas ocasiones por el prosaísmo y la confusión. Sin embargo, nada logra rebajar su credibilidad. Su carga de tristeza y desengaño nos apena tanto como la pérdida de un amigo muy querido. Alonso Quijano está dominado por la misma locura que el joven rabí de Galilea. Ambos desafían al poder por una ilusión tan necesaria como irrealizable. Mejor dicho: desafían a la realidad, incapaces de soportar sus límites, tristemente incompatibles con nuestros sueños más ambiciosos. Su final sólo puede ser la befa y el escarnio.

Es evidente que cada lengua posee sus clásicos. Sin embargo, las diferencias culturales no afectan a las preocupaciones esenciales. Todos los pueblos meditan sobre la muerte, el destino individual y los dioses. Los apaches carecen de tradición escrita, pero podemos comprender su valentía, su apego a la tierra, sus ansias de libertad, su resistencia a ser colonizados. Sus tradiciones orales han penetrado en la historia y han despertado en el ser humano la nostalgia de una vida nómada e incierta.

No sabemos cuáles serán los clásicos del porvenir, pero quizás podamos anticipar que redundarán en la desdicha del ser humano, inevitablemente derrotado por el tiempo y la historia. Quizás los clásicos solo son los testigos de nuestros fracasos, la sombra de nuestras ilusiones malogradas. La felicidad casi nunca es el destino de los héroes que perduran en nuestra memoria. Aquiles nos parece más grande que Ulises porque su final es más trágico.

Los clásicos ponen el infinito en nuestras manos. Podemos recorrerlos incontables veces, pero nunca llegaremos a conocer su verdadera extensión. En cada lectura, descubriremos nuevos pasajes, nuevos abismos. Un clásico puede confundirse con una zona de paso. Podemos experimentar la ilusión de atravesarla, pero en realidad quedamos atrapados en su interior. Cuando cerramos el libro, su historia ya se ha alojado en nuestra mente y, con menor o mayor intensidad, nunca dejará de fascinarnos, invitándonos a repetir la experiencia. Pero no nos engañemos. Nos atrae en la misma medida que un abismo. El infinito no es un milagro, sino una abominación, “una idea que corrompe a todas las demás”, según Jorge Luis Borges. El infinito es el martirio recurrente de Prometeo y Sísifo. O la interminable caída de Geoffrey Firmin por una sima volcánica, confundiéndose con un perro muerto. Malcolm Lowry escribió: “Todo es una maldita mentira”. Los demonios están en todas partes. En nuestro interior, en el exterior, en nuestros sueños. La dicha –continúa Lowry- se parece a “un pequeño tiovivo” que intentamos abordar una y otra vez, “perdiendo la siguiente oportunidad, y la siguiente, perdiendo todas las oportunidades hasta que es demasiado tarde”. Tal vez los clásicos son los libros que nos muestran lo que desearíamos no ver, revelándonos que hemos convertido el jardín que debíamos cuidar en un infierno del que es imposible escapar

"Días de pasión" por Antonio Muñoz Molina



En el retiro voluntario de la Semana Santa me gusta volver a las palabras y a las músicas del relato evangélico. Muchas personas se han ido de Madrid. En la tarde del miércoles va notándose gradualmente que se han ido y se siguen yendo en coche. La mañana del Jueves Santo tiene una santidad laica de recogimiento y silencio. No hace falta afiliarse a ninguna ortodoxia y a ningún credo para mantenerse alerta a la sensación de lo sagrado, que puede intuirse en la quietud de una calle sin tráfico a primera hora de la mañana, en la absolución de tantas obligaciones aplazadas por los días de fiesta. Ha llovido generosamente en las últimas semanas y los días de sol tienen una tersura de aire fresco. Ese es otro motivo de gratitud. En los senderos del parque, tan ásperos hasta hace muy poco, ahora se nota una elasticidad de tierra prieta y fértil bajo las pisadas. Los canales públicos de televisión transmiten procesiones sin descanso y en directo. Los telediarios informan de las procesiones de Semana Santa más extenuadoramente aún que de los partidos de fútbol. Una parte de la vida española parece varada sin remedio en la Contrarreforma, en las exhibiciones públicas de penitencias, de imágenes ensangrentadas de martirios. Como este año la lluvia no ha frustrado ninguna procesión, los informativos no muestran a penitentes llorando sin consuelo por no poder sacar los tronos de su cofradía. Lo que sí hay son testimonios espontáneos de asistentes a las procesiones que informan de la vehemencia de su fervor: “Esto no se puede explicar. Esto hay que vivirlo. Hay que sentirlo”.
Con vítores taurinos y caras arrasadas de lágrimas, chicas jóvenes que ya nacieron en un país descreído con las iglesias desiertas se rompen las manos aplaudiendo a los legionarios que sostienen en alto una imagen de Cristo en la cruz en una procesión de Málaga. Yo me acuerdo de cuando era niño y veía en las procesiones de mi ciudad los tronos escoltados por guardias civiles con mosquetones al hombro.
Pero todo vuelve. Todo vuelve porque nunca se ha ido. Vuelve la religión ostentosa y milagrera de la Contrarreforma católica, la de las exhibiciones públicas de ortodoxia que fueron obligatorias durante el franquismo. Vuelve porque nunca se fue la mescolanza de lo político y de lo eclesiástico, la ocupación irrespetuosa de los espacios públicos, la afirmación jactanciosa de una sola tradición por encima de todas las otras: el espectáculo católico como maciza identidad, unas veces española y otras veces andaluza, o castellana, o de donde sea. El ministro de Justicia y el de Educación y Cultura se persignan ante el Cristo legionario y alzan sus voces para cantar con desmayado entusiasmo Soy el novio de la muerte. La ministra de Defensa, que también participa en la celebración, ha ordenado que en los cuarteles españoles ondee a media asta la bandera como signo de luto por la crucifixión de Cristo.

Todo son recuerdos. Los peores recuerdos son los de ciertas cosas que se obstinan en no quedarse en el pasado. Me acuerdo de cuando era soldado y en las misas de campaña sonaba el himno nacional en la consagración y teníamos que arrodillarnos quitándonos la gorra y sosteniendo el fusil en un gesto de psicomotricidad tan complicada que se tardaba mucho en aprender, y que se llamaba “rindan armas”. Un soldado español solo rendía su arma ante la hostia consagrada. Hablo de 1979, 1980, otra época. Hablo de ahora mismo. El ministro de Educación y Cultura que se declara novio de la muerte con tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo de un país al que las castas dirigentes bendecidas por eclesiásticos y defendidas a mano armada por los militares mantuvieron durante siglos en una ignorancia tan infame como la pobreza. Mientras el ministro canta su pasodoble festivo y mortuorio, la investigación científica se hunde ante la indiferencia general y el sistema público de enseñanza cada vez puede cumplir menos su tarea ilustradora e igualitaria. Hay desolaciones españolas que no se curan nunca: melancolías civiles que atraviesan intactas las generaciones. La pesadilla de Juan Ramón Jiménez de hace un siglo conserva intacta su realidad, y su pavor: una mesa de campaña en una plaza de toros.

Por fortuna, Madrid es grande y descreída, incluso en la mañana del Viernes Santo. Un taxi para a mi lado en la acera y de él salen, con dificultad y pericia, dos señoras con altas peinetas de carey y mantillas de encaje negro. Allá cada cual. Yo voy escuchando en Spotify la Pasión según san Mateo. La escucho también en casa, con la opulencia sonora del amplificador y los altavoces, leyendo el libreto, que respeta en gran medida la simplicidad del relato evangélico. Es una costumbre que he mantenido desde hace ya muchos años, desde que compré una grabación histórica dirigida por Furtwrängler. Algún Jueves o Viernes Santo la he escuchado en directo, en austeras iglesias luteranas de Nueva York. Ahora la versión a la que vuelvo siempre es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena. Dirigida por Furtwrängler, la Pasión según san Mateo es imponente como una catedral gótica. La de Harnoncourt no es menos sobrecogedora, pero sí más cercana a la llaneza y el despojamiento del texto evangélico.

Vuelvo a esos capítulos finales a los que se atiene Bach. Hay un sigilo de drama que sucede entre sombras, en descampados nocturnos, un drama íntimo de miedo, de traición, de vergüenza, de huida, de debilidad ante la cercanía terrible del dolor, de incierta esperanza. El corazón de esa noche me ha parecido siempre la deslealtad del discípulo Pedro, que su maestro ha presentido con extraña agudeza: el que se declara tan firme y tan fiel cuando no hay peligro comete a la hora de la verdad una cobardía para la que tal vez habrá perdón, pero no consuelo. No hay otro momento así en la literatura. Tampoco lo hay en la música. En la pintura se ha representado muchas veces. Pero solo Caravaggio llega a lo más hondo de la negrura del miedo y el remordimiento, en una Negación de san Pedro que está en el Metropolitan de Nueva York, y que fue uno de los últimos cuadros que pintó en su vida. En el retiro breve de la Semana Santa, escuchando a Bach, leyendo a san Mateo, acordándome de ese cuadro de Caravaggio que he visto tantas veces, agradezco que el arte sea capaz al mismo tiempo de retratar el sufrimiento y consolarnos de él, y además refugiarnos de la intemperie pública.