viernes, 29 de septiembre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": territorio húngaro, primer día (21-IX-2017)


Un aeropuerto siempre ofrece sorpresas y cavilaciones. Nos llaman por megafonía debido a un retraso que inyecta emoción al comienzo del viaje. Iberia es diferente y cumple con los horarios. Nosotros somos los mismos: dos profesores angustiados y un grupo de adolescentes embelesados con las colonias de los aeropuertos. Trabajar un año en la elaboración de un periódico no enseña a que las puertas de embarque no están abiertas hasta que uno deja de contemplar las cerraduras de los baños. Por fin en el avión. Las ventanillas muestran unos Alpes majestuosos, nevados y sosegados casi tanto como los dos profesores en sus asientos. Viajamos hacia la tierra de los húngaros, aquellos bárbaros que se trenzaban las barbas con los huesecillos de los enemigos. 
Llueve a jarras en Budapest. La tarde se presenta difícil para el paseo y la contemplación, pero se intenta, a pesar de una iluminación callejera de bujías gastadas. Kebabs y cervecerías, peluquerías antiguas y fachadas desconchadas, no da tiempo ni luz para más. Los bares de Budapest nos alegran el bolsillo y, está comprobado, Hölderlin es demasiado bucólico para engullirlo en los aviones. Las chicas achispadas del IMSERSO inglés alegran el vestíbulo del hotel. Los bárbaros se han rapado las barbas, pero presentan la altura y la corpulencia de sus medievales antecesores. El Danubio no es azul y Centro Europa no se explica en una tarde lluviosa, esperaremos a mañana.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Comienzo de curso en la Consejería de Educación de Toledo


Comienzo del curso escolar. Finales de agosto en la Consejería de Educación de Toledo. Cantina.
-Bueno, qué, ¿se os va ocurriendo algo para comenzar el curso con alegría?
-Espera que nos tomemos dos más y ya verás cómo fluye.
-¡Juanito, otra ronda!
...
-¿Qué os parece que les digamos a los interinos que se incorporen a su centro nuevo el 1 de septiembre, aunque el curso anterior hayan estado en otro?
-¡Hostia, tío, eso va a estar bien! Ya verás qué lío: sin profesores para corregir las pruebas de septiembre, sin tutores en las evaluaciones, sin miembros en las juntas de evaluación para que se vote, reclamaciones desatendidas.. Sí, sí, de puta madre.
-¡Pon otra, Juanito! que ya van saliendo ideas.
...
-¿Y si les decimos que van a ir este año a 20 horas?
-Joder, no sé, ¿eso no es darles facilidades?
-Sí, pero hacerlo en septiembre tiene su gracia. Ahora, cuando en muchos centros ya están hechos los horarios y el reparto de grupos. Ya verás la que se monta. Lo mismo hasta tienen que reunirse en fin de semana para organizarse.
-Eso ya lo hizo la Cospedal, ¿no es repetirse?
-No, porque lo hizo al revés. De 18 pasaron a 20, aunque es verdad, también en septiembre. No es malo alimentarse de la tradición.
-¿Y de dónde sacamos el dinero para los nuevos cupos de profesorado?
-Ahí está la gracia. Si no montamos revuelo, esto es muy aburrido. Tenemos que agitar el cotarro desde el principio, que no se aburra esta gente, que vea que no se nos acaban las ideas.
-Yo estoy de acuerdo. Nos tendrían que pagar un suplemento porque sorprender a los claustros un año sí y otro también tiene mucho mérito. ¡Ronda de cañas y pon tapa!
...
-Se me ha ocurrido otra: y si decimos que vamos a eliminar el cuerpo de inspección.
-Ya no le sirvas más cerveza al nuevo. Vamos a ver, se trata de causar problemas en los claustros para ver cómo los resuelven, no quitárselos todos de golpe. ¿Qué quieres, acabar con la diversión? ¡Cuánto tienes que aprender!

"Matadero Cinco: un soldado perdido en el tiempo" por Grace Morales



Alemania, febrero de 1945. La ciudad de Dresde era un gigantesco hospital de campaña, sus edificios, convertidos en refugio para los heridos del frente oriental. El abastecimiento de comida, cada vez más escaso. Muchas fábricas ya habían sido destruidas por las bombas aliadas. Pero Dresde mantenía un nudo ferroviario que podía dañar los intereses soviéticos, cuyo ejército ya se encontraba a las puertas de Silesia. La inteligencia británica decidió reabrir la Operación Thunderclap del 44, rendir por aire los enclaves del oeste, pero esta vez solo las ciudades más importantes. Para acelerar en el tiempo el final de la guerra, decidieron bombardear Dresde, conocida como la Florencia del Elba por la enorme cantidad de museos y monumentos, una ciudad repleta de belleza. La noche del 13 de febrero, los pathfinders británicos arrasaron Dresde en dos oleadas de bombas incendiarias. Dejaron casas y seres vivos consumidos por una lluvia de fuego gigantesca que succionó el oxígeno e hizo explotar todo lo que había debajo. Al día siguiente, los cazas norteamericanos dejaron caer otras tantas toneladas de bombas sobre diversos objetivos en la ciudad y sus alrededores. A causa de la nube de humo y las condiciones climáticas, algunas bombas se desviaron, llegando hasta Praga.

Durante mucho tiempo, este episodio del fin de la Segunda Guerra Mundial quedó oculto por los acontecimientos de Hiroshima y Nagasaki del verano del 45. Pocos datos se ofrecieron con precisión, especialmente el número de víctimas. Eran casi todos civiles o soldados heridos y la ciudad, su centro urbano, un lugar de gran valor histórico que no poseía interés militar alguno, salvo la venganza del mando británico por los raids alemanes. Los libros hablaron de ciento treinta mil personas muertas, mientras que las cifras oficiales oscilan entre las veinticinco y las sesenta mil. Las pocas imágenes que hay de Dresde tras los bombardeos son terribles, y cuesta imaginar la reacción de los escasísimos supervivientes.

Por puro azar o broma del destino, uno de esos supervivientes fue un soldado norteamericano. Dejémoslo más bien en un crío de diecisiete años, sin la más mínima habilidad militar, que había sido hecho prisionero por los alemanes en Bélgica y trasladado a Dresde para trabajar en una fábrica de jarabe para preparados de vitaminas. Se salvó de morir en estos pavorosos ataques porque corrió a esconderse con sus compañeros en un enorme almacén de carne del antiguo matadero de la ciudad, donde los alemanes los tenían confinados, excavado en la piedra bajo la ciudad. El Matadero n.º 5. El prisionero se llamaba Kurt Vonnegut y venía, sí, de una familia de inmigrantes alemanes que se habían instalado y prosperado en Minneapolis. Ya convertido en escritor, tardó veinte años en llevar a una novela lo que había vivido aquellos días en Europa. Sobre todo, lo que vio nada más subir del improvisado refugio, entre el telón de humo que tapaba el sol. Lo que quedaba de Dresde. Según él, no había mucha diferencia entre la superficie de la Luna y aquello, salvo que el suelo estaba caliente y los pies se hundían en una papilla de cenizas.

Un escritor con semejante experiencia a sus espaldas podría haber aprovechado para formar parte de la lista de autores que han retratado estos acontecimientos, aunque desde distintas posturas ideológicas, siempre con una mirada épica sobre la batalla y sus trágicos desenlaces (desde Jünger a Hemingway). Pero Kurt Vonnegut no era un escritor como ellos. Sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial suponían un peso que le resultaba imposible de reproducir con palabras. En el primer capítulo de Matadero Cinco, que sirve como asidero explicativo de donde parte esta increíble historia, Vonnegut expone la dificultad que le supuso describir lo indescriptible, la contemplación de una ciudad destruida hasta los cimientos, confundiéndose el polvo de los edificios con el de los huesos de los muertos, o cómo antes de llegar a Dresde pasó unos días infames en un campo de concentración para soldados, donde se alumbraban con velas hechas de sebo humano. En el estilo satírico que le hizo mundialmente famoso, el autor explica que él quería hacerse rico con un libro en esa tradición de la literatura bélica, pero tras escribir cientos, miles de páginas, no le salía. ¿Cómo era posible escribir sobre una matanza de este calibre? En sus propias palabras, «No se puede decir nada inteligente».

También deja clara la intención en estas primeras páginas. La novela puede y va a ser muchas cosas, pero por encima de todo es un desesperado alegato antibelicista, una narración que mostrará un mensaje mil veces repetido, pero no por ello escuchado lo suficiente: el absurdo, más trágico que la propia muerte, de las campañas militares. La sucesión de hechos espantosos y situaciones ridículas, a la que vez que idiotas, no exentos de comicidad que rodean a cualquier enfrentamiento de esta clase. Los seres humanos lo sabemos, pero volveremos a la guerra una y otra vez, en un ciclo imperturbable de locura y desgracia.

Matadero Cinco tiene otro título: La cruzada de los niños, en referencia a la edad de los soldados que, como Vonnegut, participaron en la batalla de las Ardenas. En ese primer capítulo nos muestra otros ejemplos de fanatismo loco, por ejemplo, la «cruzada» medieval en la que se embaucó a miles de niños que creían que iban a luchar en Tierra Santa, cuando en realidad, y después de un viaje penoso, serían vendidos como esclavos en África. A lo largo del libro aparecerán mencionados títulos de novelas muy célebres ambientadas en una guerra y más casos de traumas, como el del escritor Ferdinand Céline, quien, tras ser herido en la Primera Guerra Mundial, quedó perturbado, obsesionado por el tiempo y la muerte. El autor también se detiene en la historia de Dresde y repasa sus etapas de esplendor artístico, así como anteriores episodios de destrucción, como el incendio de la guerra de los Siete Años, en el que también quedó reducida a escombros. Igual que fueron devastadas Sodoma y Gomorra, con una lluvia de fuego. Vonnegut incide de esta manera en el aspecto cíclico de la historia, en la incansable e imbatible estupidez humana y la inevitabilidad de los acontecimientos. Las tres ideas sobre las que está construida Matadero Cinco.

Pero esa novela convencional sobre la guerra termina en el capítulo primero. A continuación se despliega una historia que tiene más que ver en el tono con crudas narraciones picarescas, tipo El aventurero Simplicíssimus(Von Grimmelshausen, 1668), o sátiras contemporáneas de Matadero Cinco, como la novela Trampa 22, de Joseph Heller (Catch-22, 1961). Esto es algo totalmente diferente. Vonnegut describirá las penalidades del soldado adolescente desde que es lanzado en paracaídas sobre algún punto de Luxemburgo en el invierno de 1944, pero no se limita a estos hechos, sino que pondrá delante de nosotros la vida entera de su protagonista, porque esta experiencia resonará y volverá a lo largo de todos los días, para que intentemos comprender con él de qué manera ha cambiado su percepción del mundo, cómo se ha trastocado su mente y la realidad. Y nos lo narra de forma no lineal sino a saltos temporales, tal y como los vive Billy Pilgrim, el alter ego de Kurt Vonnegut en la novela. El autor se desdobla en este personaje, muy típico de su literatura, un pobre hombre sobrepasado por las circunstancias, pero además se reencarna un par de veces a lo largo de la narración, apareciendo como él mismo y como el veterano escritor de ciencia ficción Kilgore Trout. Trout, uno de los más celebrados personajes de Vonnegut, está inspirado tanto en él mismo como en su amigo el escritor Theodore Sturgeon(llevando al límite la broma, el autor Philip José Farmer publicaría en forma de novela del espacio uno de los títulos que Vonnegut atribuye a Trout en su novela Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965), con ese mismo seudónimo: Venus en la concha, en 1975). El personaje del señor Rosewater, por cierto, también aparece en Matadero Cinco, un recurso habitual. De esta forma, escritor y personaje recorren un ciclo de realidad-ficción congruente con el de espacio-tiempo.

El soldado Pilgrim (‘peregrino’) experimenta en plena batalla un extraño fenómeno. Es capaz de ver su vida pasada y futura, puede sentirse y verse antes de nacer, saber cuándo y cómo va a morir, qué pasa después de la muerte, así como revivir episodios de su pasado o contemplar con todo detalle experiencias de su futuro. Una explicación racional a estos viajes en el tiempo la daría cualquiera, aludiendo a una herida de guerra o un profundo shock traumático, pero eso es lo de menos, porque la capacidad de Billy Pilgrim de ver el tiempo y ser consciente de que todo está escrito es la filosofía de Vonnegut que subyace en Matadero Cinco. Un determinismo fatalista del que solo cabe aprovechar los escasos momentos felices.

Desde la batalla de las Ardenas, Billy Pilgrim entra y sale de diferentes épocas de su vida con un parpadeo. Lo hace de tal forma que puede presenciar el momento de la muerte de su padre o volver a un instante de sus días como bebé. Así, vuelve a repetir de forma infinita todos los instantes de su vida. En un contrasentido humorístico, se dedicará profesionalmente a la gestión de una cadena de ópticas (un cargo millonario que recibe, de forma totalmente casual, de su yerno) y está empeñado en hacer que sus compatriotas obtengan una visión clara del mundo. Él, que ve las cosas de esta forma tan peculiar. Y si lo de los viajes en el tiempo ya es extraño, cuando Pilgrim es un hombre maduro, casado y con dos hijos, van y aparecen los extraterrestres. No aparecen de forma casual: es durante la fiesta de aniversario de su boda, y en un instante que hace saltar la emoción que el protagonista ha estado guardando desde los días de la guerra, cuando Billy es abducido por una nave espacial y es trasladado al planeta Tralfamador. Allí, los extraterrestres, unos seres de medio metro que parecen desatascadores puestos al revés, pero de color verde, encierran a Pilgrim con una famosa actriz de Hollywood, ambos desnudos, en una cúpula geodésica del zoo, para que los tralfamadorianos se entretengan observando las curiosas costumbres de los dos terrícolas, y a cambio le ofrecen información acerca de su mundo y la sabiduría que han acumulado tras recorrer el universo. La cúpula fue un invento de Buckmisnter Fuller, el arquitecto visionario que desarrolló soluciones para un planeta sostenible y creía que la guerra desaparecería. Será uno de los pocos lugares felices donde viva Pilgrim, que desde los episodios de la guerra vagará por su biografía sin tener conciencia de lo que hace. Se casa con una mujer a la que no quiere, sus hijos serán dos extraños y los acontecimientos del mundo habrán dejado de tener el menor interés.

La novela se desliza por la ciencia ficción, no como simple recurso cómico para aligerar la terrible experiencia del soldado Pilgrim, sino como la única salida que el escritor y también protagonista de los acontecimientos de Dresde encuentra para dar sentido a una vida absurda que culmina en la muerte. En el psiquiátrico donde es recluido tras volver a casa, Billy Pilgrim canaliza sus pesadillas en la lectura de las space operas de Kilgore Trout, el veterano escritor de sci-fi que no ha logrado el éxito comercial. Las historias de robots e invasores del espacio se mezclan con los acontecimientos de la vida de Pilgrim, que son, a su vez, los hechos de la biografía de Vonnegut. Como otros compañeros de generación (Robert Sheckley), el autor escribió la mayor parte de sus libros en clave de ciencia ficción, con un profundo mensaje crítico sobre la sociedad estadounidense. Los mensajes religiosos del cristianismo se subliman en relatos pulp sobre máquinas del tiempo, sus experiencias en Tralfamador se convierten en un novela de Trout titulada El gran tablero, los marcianos devienen en dependientes de librerías de revistas porno, y los militares son constantemente ridiculizados, por ejemplo, a través de Joseph W. Campbell Jr., el histriónico jefe de los Free American Corps, un desertor que se ha pasado a los nazis para luchar contra los comunistas y quiere devolver a sus compatriotas el orgullo perdido. (Salvo en el uniforme y una fantasía como de superhéroe entre cowboy y mando de las SS, el discurso recuerda y mucho al actual presidente de los Estados Unidos. Recomiendo vivamente la novela de Vonnegut donde Campbell es el protagonista absoluto, Madre noche [1961]).

Matadero Cinco se cierra en uno de sus numerosos círculos. Las últimas páginas son las más duras, un viaje a un planeta de sabios tralfamadorianos que conocen la cuarta dimensión. En ellas se revela el corazón de las tinieblas de este viaje del soldado Pilgrim. No se encuentra al final de su vida, sino justo al principio, cuando él y los supervivientes de la destrucción de Dresde tienen que cavar entre las ruinas y encontrar a los muertos, miles de cadáveres reunidos bajos refugios inútiles. La muerte es un absurdo inevitable que solo pueden controlar ciertas entidades extraterrestres con conocimientos superiores a los nuestros. Los seres humanos podemos sobrellevarla de diversas formas —con la religión, el amor a los semejantes, la locura, los tebeos de ciencia ficción o el existencialismo filosófico—, pero lo que no se puede superar son los efectos de la guerra.

Así es la vida

La novela se publicó en un momento crucial de la historia. Kennedy y Martin Luther King habían sido asesinados y la guerra de Vietnam era duramente contestada en la calle. Un relato sobre un episodio tan espantoso, que la opinión pública no conocía, escrito con la mirada sabia y humorística de su autor, en el mejor estilo de escritores como Mark Twain o Cervantes, le convirtió en un ídolo de la contracultura. Por ser «antiamericana», «ofensiva en el lenguaje» y posiblemente también «comunista», Matadero Cinco fue y sigue siendo perseguida por la censura (en algunos lugares de Estados Unidos han llegado a quemarla en público), pero es una obra a la que hay que volver, por el valor literario y por el testimonio personal. Kurt Vonnegutmurió hace diez años, pero yo también creo en la noción del tiempo tralfamadoriana. Las ideas e imágenes de su obra son momentos únicos que permanecerán siempre y al mismo tiempo. And so it goes…

miércoles, 30 de agosto de 2017

"Ruido de fondo" de Don Delillo


Demasiado americano para mis tragaderas. No digiero bien esa obsesión en creer que la vida cotidiana del estadounidense medio es la de todos y que nos vamos a interesar por el relato simplemente contando las rutinarias vacuidades de una familia burguesa americana, con escasa originalidad en la prosa. Sin ningún otro afán que una pretendida gravedad: todo gira alrededor de la obsesión por la muerte de los dos protagonistas. El episodio del investigador que pretende eliminar el miedo a la muerte con una pastilla y todo lo que genera en el relato es tan grotesco como inverosímil. Los diálogos atraen de vez en cuando, pero caen constantemente en un exceso demasiado evidente de falsa trascendencia. Una pretenciosidad antipática que simula una profundidad que no tiene la novela. No la he abandonado a mitad porque siempre espero más de este autor. De estilo cautivador y de prosa mágica ni hablamos. Extraigo, no obstante, tres fragmentos:

-"Para la mayoría de las personas, solo existen dos lugares en el mundo. El sitio en el que viven y el televisor."
-"Incorporarse a una multitud equivale a mantenerse apartado de la muerte. Separarse de ella es arriesgarse a vivir a morir como individuo, enfrentarse a la muerte en solitario."
-"¿La gente era tan estúpida como ahora antes de que existiese la televisión?"

martes, 29 de agosto de 2017

"Creí que Umbral era Dios" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



Los escritores han perdido tanto espacio en la vida pública contemporánea que para que alguien se fije en ellos tienen que hacerse hueco recurriendo a pequeños escándalos y desplantes de salón, en forma de ataques contra la mojigatería intelectual dominante o exhibiciones de músculo conservador y rancio. Esa es prácticamente la única oportunidad que el escritor actual tiene de que se le preste atención, lo que también significa que se le compre, claro. Javier Marías y Pérez Reverte llevan ya tiempo en esto de las provocaciones y las salidas de tono, y no se puede decir que les vaya mal. No pongo en duda lo que ambos valen como escritores, que es mucho, pero tampoco dejo de pensar que salen a odiador por comprador, de manera que al final les salen las cuentas.

Eso ya lo descubrió hace años Francisco Umbral. Se dio cuenta de muchas cosas, pero la primera y más importante es que llegó a entender que en España ser odiado interesa. La técnica le funcionó en vida, y a lo largo de su trayectoria creó una especie de escuela de germanía para escritores, a la que ahora intenta subirse todo el que puede.

Sin embargo la técnica de Umbral tiene un grave problema, y es que, fallecido el escritor y pasado un tiempo, esa estrategia de vida puede perjudicar al recuerdo de tu legado. Se cumplen diez años de la muerte de Umbral, y me aterra calcular cuántas personas siguen leyéndole. Ya hay distancia suficiente para que busquemos las grandes luces de su producción, que son muchas, y hablemos de él como del gran escritor que fue. Es tiempo de encontrar la excelencia en sus más de cien novelas y cien mil artículos de prensa.

El de Umbral es sin duda un caso más del riesgo —tan contemporáneo— que corren los escritores de personalidad de que el anecdotario de sus peripecias vitales acabe por sepultar su obra. Digo esto porque si es grave que un conocimiento superficial y no lector se quede exclusivamente con el recuerdo de Umbral como el de aquel personaje excéntrico y malhumorado que se enfrentó a una diosa de la televisión trash como Mercedes Milá, preocupa que pueda contaminar también la estimación de su legado, y por tanto alejar a futuros lectores de su obra. Dicho con otras palabras: hay que gritar al mundo que el autor de Amado siglo XX es mucho más que el tipo de la voz profunda que dijo aquello de «Yo he venido aquí a hablar de mi libro».

La fecha exacta de la muerte de este enfermo perpetuo que fue Francisco Umbral es el 28 de agosto. Ese día de 2007 se extinguió su voz de autor sin que se hubiera agotado lo que uno podía saber de él. Muchos de los que reían con la terrible tempestad de su carácter no conocían hasta que punto su biografía fue desgraciada. Vivió dos de las circunstancias más dolorosas que uno pueda imaginar en una persona: la orfandad y la muerte de un hijo. Ausencia por arriba y muerte por abajo.

Si uno lee en cualquier manual de literatura la entrada dedicada a Francisco Umbral, encuentra que se le define como un escritor memorialista, biográfico, un redactor de memorias de corte poético. Lo que no se suele decir en las biografías rápidas es que esa memoria supuestamente autobiográfica, en su mayor parte, es pura ficción. Cuando habla de su madre no habla de su madre, sino de la madre que hubiera querido tener. Tituló uno de sus mejores libros El hijo de Greta Garbo, en el que nos grita que se siente más hijo de cualquiera que aparece en una pantalla que de una madre verdadera. Cuando cuenta su infancia, habla de un niño que no es él mismo, sino quien él hubiera podido ser. Si habla de su padre no habla de nadie, directamente, sino que el autor lucha en cada frase por definir una ausencia. Cuando habla de su hijo, entonces relata la mayor de las pérdidas de su vida y con su llanto cimienta ese Mortal y rosa que constituye una de las joyas literarias en español del siglo XX.

He dicho antes que murió sin que su biografía fuese totalmente conocida. Eso, para alguien que fallece en el 2007 de la furia de lo digital y la información permanente, es bastante inusual. A su muerte, ni siquiera se tenía muy claro cuál era su verdadero nombre. Francisco Umbral era en realidad Francisco Alejandro Pérez Martínez, un nombre sin poética alguna, gris y seco, como las circunstancias en las que nació. Manuel Jabois, en un artículo de 2015 para El País cuya lectura les recomiendo, completó parte de una historia con la que Umbral, sus seguidores y biógrafos andábamos jugando a gato y ratón desde hacía muchos años. Los datos añadidos a su biografía ofrecen ese argumento electrizante y lleno de peripecia que uno espera encontrar en las buenas novelas.

Umbral pasó los primeros años de su vida pensando que era huérfano, recibiendo de cuando en cuando las visitas de la tía May, sin saber que aquello de la tía May constituía el primer y quizá más doloroso fingimiento de su vida, pues aquella señora era en realidad su madre, Ana María Pérez Martínez. Se trataba de una chica de provincias que se refugió en 1932 en el anonimato de una gran ciudad como Madrid para dar a luz al hijo de un hombre casado. Como en una de esas fábulas familiares profundamente grotescas que Dickens adoraba, cuando encontró el momento apropiado entregó el niño al cuidado de una familia y volvió a Valladolid a continuar su vida sin el hijo.

Umbral, en sus inolvidables columnas, se rio mucho de aquella España de ponerle un piso a la querida en Chamberí, esa España rancia y paticorta del amor oculto y el café con leche. Ignoro si cuando escribía esas cosas conocía la historia completa de su familia, y también en qué momento Umbral supo quién era su padre, porque aquí viene la sorpresa más novelesca de esa biografía que no quiso compartir con nadie quien escribió miles de páginas sobre sí mismo, según dicen los que no le han entendido.

El giro sorprendente es que su padre era escritor, un poeta. Imagínense qué ironía, paradoja, predestinación, o como quieran llamarlo. Su padre era Alejandro Urrutia, cordobés afincado en Valladolid, para quien su madre ejerció de secretaria. También era escritor su medio hermano, porque ser hijo de Alejandro Urrutia suponía ser hermanastro de Leopoldo de Luis (*), poeta de trayectoria con el que Umbral entabló cierta amistad en sus años de formación literaria en Madrid. Leopoldo de Luis está retratado en su obra La noche que llegué al Café Gijón como un habitante más de ese friso de artistas que componen la primera familia real de Francisco Umbral, porque al final él consiguió rellenar todos los huecos vacíos de su biografía con lo que su escritura le iba aproximando. La técnica de Umbral para escapar de ese universo de ausencia y muerte que era su vida fue crearse una existencia paralela, la de la literatura.

Umbral siempre quiso ser poeta, pero sabía que de eso no se podía vivir. Él necesitaba dinero y un nombre, porque tenía demasiado odio dentro como para ser pobre. Entendió bien que hasta para odiar hace falta dinero, así que se pegó al calor de la novela y el columnismo porque se dio cuenta de que los novelistas comen y los poetas no. Después creó novelas sin argumento que eran pura poesía, y columnas de periódico que tenían poco de periodismo y mucho de aliento lírico. Destrozó los géneros como venganza y para vivir mejor, y yo se lo aplaudo. Es posible que se labrara toda una carrera literaria como ejecución de una venganza privada, íntima, una apuesta negra contra su biografía, contra esa gente que le había abandonado cuando era niño.

Ganó todos los premios que le dejaron y estuvo en todas partes, con todo el mundo. Hubo una época en la que sus columnas tenían tanto eco social que mucha gente del espectáculo se hacía la encontradiza con Umbral en los saraos que compartían o forzaba una frase ingeniosa delante de él con la esperanza de convertirse en uno de los nombres que aparecían en negrita en su próxima columna. Llegó a ser el Dios de su universo privado, el universo Umbral.

Mi artículo es, por encima de todo, una invitación a que vuelvan a leerle. Muy al contrario de lo que se piensa, la prosa de Umbral es generosa, abierta al mundo y permeable al resto del arte. Su producción es antes que nada una celebración entusiasta del poder de la literatura en el individuo. La leyenda del César visionario es la mejor novela-parodia que se ha escrito sobre la figura de Franco. Los helechos arborescentes plantea unos juegos de tiempo y espacio que hacen palidecer a los jefes del realismo mágico.

Él era consciente de que la literatura le había salvado de la pobreza y quizá la locura, y comparte ese sentimiento con el mundo en cada texto. Amó la literatura por encima de todas las cosas y, lo que era más importante para él, se sentía querido por ella. Como todo niño abandonado, solía mostrar en público su perpetua necesidad por sentirse querido, y si uno lee bien sus artículos de prensa, especialmente los de la última época, verá que da las gracias en cada artículo, en cada frase, reitera sus gracias a la literatura por lo que le ha dado. Habla continuamente de los clásicos, de los lectores, de los amigos artistas. Quiere estar siempre rodeado de nombres porque uno intuye que tiempo atrás pasó mucho tiempo solo. Incluso se podría decir que agradecía la compañía de los escritores que odiaba, que eran legión y también tenían espacio en sus textos, quizá porque le permitían seguir vivo intelectualmente, ofreciéndole motivos para estar plácidamente enfadado.

La mayor (y quizá única) humildad de Umbral era que tenía un respeto profundo por el oficio de escritor, por la dificultad de este arte, por la complejidad del hecho literario. Desplantaba, sí. Tenía mal humor, sí. Hablaba mucho de sí mismo, sí. Pero reverenciaba la palabra escrita, era consciente de lo difícil que resulta el oficio de las letras. Por eso lo que más odiaba en este mundo era a los escritores que, porque tuvieran en la calle una novelita que funcionaba medianamente, fuesen por ahí pensando que ya conocían el principio y fin de ese arte extraño que es la literatura.

Umbral, en su universo de libros y artículos, se sentía dueño de su destino, y eso le tranquilizaba. Cuando le hacían una pregunta incómoda, normalmente dirigida a esclarecer sus primeros años, solía contestar con un «Eso yo ya lo he escrito». Al menos fue feliz en la letra impresa. Otra cosa es lo que sintiera fuera del mundo aterciopelado de las letras.

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(*) Leopoldo de Luis no utilizó su verdadero nombre, Leopoldo Urrutia, por temor a represalias durante la dictadura a cuenta del pasado político de su padre.

domingo, 27 de agosto de 2017

"Un hombre doble" por Fernando Aramburu



Estos últimos años no me han faltado dificultades para encontrar libros de Francisco Umbral en las librerías. El que dedicó a Cela, tras la muerte del amigo y valedor, a quien no me parece a mí que Umbral vituperase tanto como se ha dicho, lo encontré tras larga búsqueda en una librería de lance. Tampoco me acompañó la suerte en visitas sucesivas a la sección de libros de las grandes superficies. El hijo de Greta Garbo lo tuve que encargar. Se diría que Umbral está actualmente un tanto desaparecido del debate cultural. Su fama, que fue mucha y cotidiana y del litoral español hacia dentro, se me antoja hoy un cadáver arrumbado en el pudridero a la espera de obtener un hueco en el panteón de los clásicos. Una Fundación, presidida por María España Suárez, su viuda, vela por la vigencia del nombre de Paco, como ella lo llama.

Este hombre consistía en dos, cosa nada insólita. En ambos invirtió las grandes reservas de talento de que disponía, no siempre sustentado en conocimientos procedentes del estudio concienzudo. Con el primero de dichos hombres (que no tienen por qué coincidir con dos personalidades distintas, sino con dos máscaras o dos atuendos), Umbral acudía a la fiesta social, a la polémica y el éxito, donde se manejó con variable destreza. Es la figura pública, familiar entonces incluso para quienes se abstenían de cultivar el hábito de la lectura, con la que se me hace a mí que los jóvenes actuales quizá no tengan modo adecuado de vincularse.

Es la figura del escritor que mastica una manzana y bebe leche en el transcurso de una entrevista televisada, el que le monta un pollo de niño maleducado y con canas a Mercedes Milá, el que se hace fotografiar desnudo y piloso o intercambia requiebros con Lola Flores ante las cámaras. Es, en definitiva, el hombre marcado por sus orígenes humildes que reclama un sitio en la parte soleada de la sociedad, aun a costa de dejar tras sí un reguero de enemistades. Lo consigue con holgura, sin preparación académica y sin estudios en el extranjero, y exhibe el botín de celebridad con un ojo puesto en Valladolid y en la España triste y gris de posguerra.

En el área pública opera el personaje de la bufanda y los botines, el de la voz engolada de quien a fuerza de mundanidad y de trabajo desmedido ("escribe como mea", dijo de él Miguel Delibes) se protege del frío sempiterno de la infancia. Umbral se refugió en Madrid y en la escritura para salvarse de la provincia, sin percatarse tal vez de que Madrid es otra provincia y la escritura, la suya asentada en una firme voluntad de estilo, también, lo cual no entraña demérito alguno. Tengo entendido que en privado era un hombre tierno. Por lo visto, algunos escándalos son directamente debidos a su timidez. En la esgrima dialéctica se le veía inseguro o en todo caso incómodo, sin los puños que suelen inclinar en favor propio las riñas de café. Alguno de sus incontables damnificados estuvo a dos dedos de partirle la cara. Pérez Reverte le amagó verbalmente años después. Sentado a la máquina, en la soledad de su casa, Umbral ignoraba la compasión, si no es que el torrente continuo de su escritura rebasara a cada instante las esclusas de la cautela y la diplomacia.

Luego está el otro hombre, el friolero de por vida, el que compone en el espacio privado su mejor literatura, con frecuencia nacida de recuerdos penosos y de heridas internas que nunca logró curar, sobre las que aplicó la guata incesante de su prosa. Este Umbral maltrecho de biografía, perseguido por pesadillas reales (la antigua pobreza, el padre incógnito, el temor a enfermar, la vejez, la vecindad de la muerte), asoma en las mejores páginas de sus libros. A ellas nos convoca el lírico meditativo que deja a un lado la frivolidad y la ocurrencia cínica, y hunde en su dolor personal la mano del buen poeta a rachas que había en él. Así, por ejemplo, en Mortal y rosa, su libro más celebrado. Un libro de mero lucimiento literario hasta la página en que el autor declara la muerte de Pincho, su hijo de seis años. Lo que sigue merece figurar entre lo más grande que se ha escrito nunca en lengua española.

Me es imposible leer una línea de Umbral sin escuchar el eco de una máquina de escribir. El tac tac de las teclas se me figura un ruido de viejos tiempos, como tantas páginas de Umbral atadas a la actualidad de la época, hoy apenas interesantes ni comprensibles. En el invierno del tiempo se le han caído mucha hojas al tupido bosque de su literatura; pero algunas quedan adheridas a las ramas por las que este autor prolífico ocupará, en mi opinión, un lugar en la memoria colectiva, lo mismo que Baroja, otro llegado de provincias a Madrid, al que tanto se parecía y al cual, reiteradamente, negó.

El reconocimiento expreso de un ingrediente de placer, incluso de placer físico, en el ejercicio de la escritura, suscita en mí una vibración identificativa. Umbral fue un desfavorecido social que se abrió camino en la vida escribiendo. En otro de sus grandes libros, Un ser de lejanías, donde llora en párrafos de intensa melancolía el ingreso en la vejez, se pregunta si la ingente tarea que despachó no le habrá impedido vivir. Pues es posible; pero este es el típico problema humano del que no se conoce la solución.

jueves, 24 de agosto de 2017

"Sobre el estilo elevado" por Javier Gomá Lanzón



¿Qué es el estilo elevado en la prosa? El sujeto a las reglas del arte. Pero ¿qué arte? El retórico. Como el verso se ajusta a los preceptos del arte poético, así la prosa —hablada o escrita— se acomoda también a los del arte retórico. La retórica es, pues, el arte que establece las reglas de una prosa elocuente.

Nacieron las lenguas vulgares en la Edad Media como corrupción del latín para satisfacer las nuevas urgencias vitales de un pueblo que desconocía el idioma oficial de cancillerías, universidades y conventos. En el siglo XVI, las modernas lenguas romances, al principio excluidas de las reglas del arte, consiguieron elevarse después a una perfección semejante a las antiguas mediante el estudio y la imitación de sus modelos y se constituyeron en las nuevas lenguas nacionales en sustitución del latín.

En torno a 1300, Dante había señalado la dirección a este proceso en su tratado latino De vulgari eloquentia. Se trataba de la creación colectiva de un volgare illustre, una lengua vulgar… ilustre. Vulgar porque el pueblo la produce como fruto espontáneo de su naturaleza; la aprendemos, señala Dante, “sin regla alguna, imitando a nuestra nodriza”. Pero, además de vulgar, también ilustre, porque aspira a participar de la dignidad de las lenguas clásicas.

La ocasión histórica que encontraron las lenguas romances para constituirse en lenguas nacionales de estilo elevado fue la traducción de la Biblia instada por la Reforma protestante. Esa traducción obedecía a hondas motivaciones teológicas y políticas, porque, al permitir la lectura de la Biblia por un pueblo no versado en el latín y llevarla por primera vez a la escuela y el hogar, se democratizaba la palabra de Dios esquivando la secular mediación del magisterio romano. Lutero tradujo la Biblia al alemán en 1522; la primera traducción inglesa, la Biblia de Ginebra, se publicó en 1560, y la segunda, la célebre King James Version, en 1611.


Un proceso semejante tuvo lugar en algunos de los países católicos fieles a Roma, pero en España fue abortado por el Concilio de Trento y la Contrarreforma en esa modalidad rigorista impuesta por Felipe II a sus reinos. Aquí el inquisidor general, Fernando de Valdés, aprobó en 1559 un Índice que prohibía leer la sagrada escritura en lengua castellana, con gravísimas consecuencias para la religión popular —tutelada por la autoridad política y eclesiástica— y para la maduración de la lengua nacional. Destinada a la edificación de la comunidad creyente, la traslación debía servirse de una lengua romance de sabor popular que cualquier sencillo devoto sin muchas letras pudiera comprender. Pero, por otro lado, la seriedad del asunto narrado en la Biblia —la revelación de Dios y la historia de la salvación de la humanidad— exigía una elevación del estilo que sólo la imitación de los clásicos estaba en condiciones de proveer. Y de este modo se conformaron el alemán y el inglés modernos, lenguas al mismo tiempo populares y cultas, que congregan al pueblo llano en oración tanto como inspiran, años después, el estilo de los escritores más excelsos de la gran literatura de uno y otro país.

Sólo un poco después de aprobarse el Índice, en 1561, un fray Luis de León de 34 años, quién sabe si por juvenil insumisión o por descuido, inicia su tardía carrera literaria componiendo una Traducción literal y declaración del Libro de los Cantares de Salomón, obra deslumbrante donde las haya, “adorable, prodigioso cántico”, en palabras de Jorge Guillén; “uno de los libros eróticos más bellos del mundo”, según dictamen del profesor Valbuena Prat. No lo publicó pero circularon copias y, andando el tiempo, debido al atrevimiento de haber traducido el Cantar de los Cantares bíblico desde su original hebreo al romance y de salirse de la letra de la Vulgata de san Jerónimo, traducción oficial de la Biblia al latín, fray Luis, desposeído de la cátedra, sufrió prisión casi cinco años en la cárcel de la Inquisición en Valladolid. En cautiverio inició la redacción de Los nombres de Cristo, que terminó fuera del presidio y, por mandato del superior de su orden agustina, publicó en 1583.

En la dedicatoria se lamenta de que, “por la triste condición de nuestros siglos”, haya venido ahora a ser ponzoña lo que siempre había sido medicina para el devoto cristiano (la lectura directa de la Biblia en su lengua materna). Comoquiera que el vulgo ha sido apartado del conocimiento directo de las escrituras sagradas, suele ahora apetecer de otras lecturas vanas pero gustosas por su estilo, por lo que se le impone a fray Luis, con miras pastorales, la urgencia de escribir sobre asuntos bíblicos con una elegancia que se atreva a rivalizar con la de esos libros perniciosos y por ahí atraer al mayor número a la consideración de las verdades de la religión católica.

Los nombres de Cristo constituyó un resonante éxito editorial y ya en 1586 salió una segunda edición, en cuya dedicatoria el autor aprovecha para contestar dos clases de reparos que entretanto se le han dirigido, ambos relacionados con el uso de la lengua vulgar.


Quien se mostró tan comedido en la presentación de sus poesías calificándolas simplemente de “obrecillas” que se le cayeron de sus manos casi sin querer durante la mocedad no se retrae ahora de afirmar con marcado énfasis que él, con este libro, ha abierto para la prosa castellana un camino “nuevo y no usado por los que escriben en esta lengua”, “levantándola del decaimiento ordinario”. Y para este levantamiento estilístico de la lengua nacional, a la que querría ver alzada a la misma dignidad que las lenguas clásicas, fray Luis de León, el primero que en España trabaja la prosa con la ambición de una obra de arte, recurre por descontado a las reglas del arte de la prosa, componiendo la suya a imitación de los modelos latinos de elocuencia, singularmente de Cicerón. Todavía en el siglo XVI se concedía al romance el campo menor de la novela y los amores, mientras que las materias graves, como la teología o la filosofía, seguían reservándose al latín. El mismo fray Luis de Granada, en el llamado prólogo Galeato de 1583, defiende el uso de la lengua común para enseñar a vivir conforme a la religión, como él hizo en sus libros doctrinales, pero la excluye para “cosas altas y oscuras” y “cuestiones de teología”. Para fray Luis de León, en cambio, esta exclusión es un engaño que “ha nacido de lo mal que usamos de nuestra lengua, no empleándola sino en cosas sin ser”. Así, Los nombres de Cristo diserta ampliamente sobre negocios de la mayor sustancia —la persona del Hijo de Dios— y lo hace en romance castellano, demostrando que esta lengua popular, entendible por todos, es apta para tan alto cometido. La elevación del contenido reclama una pareja elevación formal del estilo, en suma, la transformación del castellano de la calle en una lengua igualmente vulgar pero ilustre, estilo desconocido y nuevo en aquel momento, circunstancia que explicaría la sorpresa de algunos objetores que, escribe fray Luis, “hallan novedad en mi estilo” y dicen “que no hablo romance porque no hablo desatadamente y sin orden”.

El tratado ciceroniano que sigue fray Luis más explícitamente es El orador. Allí aconseja Cicerón a quien desee no sólo recte dicere, sino bene dicere, que procure combinar los tres estilos existentes —sencillo, medio y grande— conforme a un sentido del tacto que entre los romanos recibía el nombre de decorum.

El estilo sencillo de la prosa es aquel que, como la lengua coloquial, fluye suelto y natural, sin sujeción a medida, y del que apenas hay que esperar más que respeto a la gramática. Lo prefiere fray Luis cuando se ocupa de exponer didácticamente las escrituras y también en las escasas partes dialogadas del texto. La mayor parte del libro, sin embargo, discurre en ese estilo templado, de dilatados y simétricos periodos, que asociamos al clasicismo renacentista. La prosa entonces corre serena pero exacta, como si se recreara en la limpia armonía del mundo, y transmite ondas de apacible belleza al lector. Este estilo medio persigue persuadir al oyente y deleitarlo con elegancia, mientras que la finalidad del grande o sublime es conmoverlo con violencia de pasiones. El orador sublime, arrebatado por la embriaguez del momento, incurre en desór­denes estilísticos, incluso en inelegancias, pero a cambio logra suscitar una impresión de grandeza por medio de la gravedad de sentencias y de una vehemencia de palabras que arrastran los ánimos del oyente. Y, en efecto, hay algunos momentos en el libro —sobre la belleza de la naturaleza, los juegos y fuegos del amor humano y divino, la figura extática de Cristo— en los que la retórica se inflama por un súbito ardor vivencial y se despliega con una majestuosidad literariamente memorable.


—Pongo en las palabras concierto, y las escojo y les doy su lugar; porque piensan que hablar romance es hablar como se habla en el vulgo; y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio de particular juicio, así en lo que se dice como en la manera como se dice. Y negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide y las compone, para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir, sino también con armonía y dulzura. A continuación, Cicerón se ocupa de los elementos fundamentales del ornatus, adorno en el discurso, causante del deleite que produce en el oyente. Primero, el orador ha de producir su discurso practicando una cuidadosa selección de palabras entre aquellas que son de uso corriente en su lengua. En el castellano, Garcilaso había ya realizado, y de modo magistral, ese ideal ciceroniano de naturalidad y selección en la poesía. En la generación siguiente, fray Luis lo extendió a la prosa:

Esta alusión final al “componer” de las palabras sugiere que el ornato del discurso no se agota en la elección de palabras apropiadas, sino que comprende también, en segundo lugar, la artística combinación de ellas conforme a las reglas del arte: de un lado, el recurso a las figuras de dicción y de pensamiento más pertinentes, y de otro, la composición de periodos y oraciones de bellos sonidos y armoniosa estructura (en latín, concinnitas).

Un elemento portador de gran elegancia dentro de la composición es el numerus, término latino que se traduce por ritmo. Designa esa musicalidad emanada por la cuidadosa sucesión de sílabas largas y cortas organizadas en pies. Aunque este efecto melódico es propio del verso, algunos retóricos griegos, como Isócrates, lo aplicaron también al discurso creando así la llamada prosa rítmica, a medio camino entre el verso y la prosa ordinaria, una novedad que Cicerón importó al latín y fray Luis al castellano (cambiando el ritmo cuantitativo por el intensivo o acentual), de lo cual presume abiertamente en la dedicatoria. Ha sido destacado por la crítica el distintivo “metricismo difuso” de nuestro autor, “esa extraña musicalidad acariciadora que brilla en las principales páginas de la prosa del agustino, una fluidez fónica que deriva de una consciente y continua atención a los valores formales del lenguaje” (C. Cuevas).

En la construcción de una prosa romance artística, vulgar ilustre, empresa común a los escritores del siglo XVI, aventaja fray Luis de León a todos sus contemporáneos —incluido el gran precursor, fray Luis de Granada— en la particularidad de que él es, además, un excelso poeta, grave y elevado, provisto de un sentido único para la suavidad de las palabras, sus cadencias melódicas y la concentración simbólica de significado, y esa ventaja comparativa le confiere una posición aparte en la historia de la prosa española. Si fray Luis fue el Horacio de la poesía castellana, como se suele repetir, con igual fundamento puede afirmarse que fue también el Cicerón de su prosa.

Como hombre de religión, su tema de meditación fue siempre la Biblia. Como humanista y clasicista, dominó el arte de la prosa imitando los modelos retóricos latinos. Como poeta, ennobleció la prosa castellana con una elocuencia desconocida hasta entonces. Su obra representa para la historia de la literatura de España lo que la traducción luterana de la Biblia para Alemania o la King James para Inglaterra: la fundación del estilo elevado en lengua castellana.

“Tengo la sensación de que en la actualidad nuestra producción espiritual padece de cierta mediocridad, anemia y pequeñez”. Esta confidencia pertenece al libro En defensa del fervor, del poeta polaco Adam Zagajewski, último premio Princesa de Asturias, quien añade: “Me parece que uno de los principales síntomas de debilidad es la atrofia del estilo elevado y el predominio apabullante del estilo bajo, coloquial, tibio e irónico”.

En su ensayo La inspiración y el estilo, Juan Benet apuntó algunas singularidades de la idiosincrasia española en este proceso general de decadencia estilística. En determinado momento entre el Renacimiento y el Barroco, el literato español perdió el apetito de grandeza, salió del olimpo y cruzó el umbral de la taberna, donde permanece hasta ahora. En el ambiente tabernario, aquel primer estilo elevado, que merece sólo el menosprecio de los buscavidas, pícaros y golfillos que por allí pululan, es reemplazado por el casticismo y el costumbrismo, convertidos en estilo patrio. Al entrar en la taberna, el literato no pretendió otra cosa, según Benet, “que la embriaguez y la delectación en el rebajamiento”.

La modernidad europea, edificada sobre el principio de la autenticidad, despierta una insólita voluptuosidad por una vulgaridad tentadora transformada en objeto de fascinación. Porque, en los siglos anteriores, la cultura había propuesto al pueblo paradigmas de comportamiento virtuoso, dignos de imitación y generalización social, mientras que ahora una autenticidad exagerada alienta al yo a manifestarse públicamente, no conforme al antiguo paradigma de virtud, sino como uno realmente es, en su individualidad verdadera, con lo bueno pero también con lo malo. Y comoquiera que lo bueno ya había sido reiterado por una tradición literaria moralista, la nueva literatura acaba propiciando una transgresora apropiación de las delicias de lo vulgar en nombre de la sinceridad. La nueva religión moderna pone el ser sincero por encima de todo, incluso de ser virtuoso.

En el aspecto literario, nuestro héroe de la sinceridad ya no se preocupa tanto de escribir bien como de escribir verazmente, sin escamotear a la mirada pública nada, ni lo corrompido y abyecto de uno mismo, más bien al contrario, reclamándolo como territorio de exploración, lucha y autorrealización personal, dando pie a una literatura que presume de exhibir los aspectos más degradantes de la condición humana. Y en cuanto al estilo, las viejas reglas de la retórica, que sujetaban artísticamente la prosa a medida, estorban ahora el enérgico desen­volvimiento de un yo libertario, que desea sacudirse viejas servidumbres y busca una forma más suelta de expresión. La prosa se derrama por el papel como un chorro, obediente sólo a la espontaneidad de su autor. El ­anhelo de elevación, constantemente ridiculizado como afectación de pedantes y de “preciosas ridículas”, representa en la literatura contemporánea el papel de la impostura inverosímil, en suma, de la hipocresía. El entusiasmo por lo excelente se resfría y deja paso a nuestro actual escepticismo irónico y descreído. La vulgaridad triunfa y acaba constituyéndose, como se observa por todas partes, en el estado general de la democracia de masas.

Cualquier intento de elevar hoy el estilo requiere un programa completo de reforma de la vulgaridad triunfante. Se dice reforma de la vulgaridad y no su negación, porque, ahora lo mismo que en tiempos de fray Luis de León, cuando humanistas como él fundaron ese vulgar ilustre de las literaturas nacionales, la elevación presupone siempre selección pero también, no se olvide, naturalidad, y el criterio selectivo se ha de aplicar sobre el caudal vivo de la lengua popular y de uso común, si no quiere perderse el contacto con su fuente de vitalidad y producir una prosa de laboratorio, artificiosa. El escritor que se proponga recuperar el estilo elevado en este siglo habrá de arreglárselas para que ese lenguaje selecto, por mantenerse siempre dentro de los límites de la naturalidad, suene creíble y convincente a un oído como el nuestro, estragado por un mal gusto dominante que el auge de lo audiovisual ha convertido en normativo.

¿Cómo reformar la vulgaridad democrática para peraltarla a una posición más elevada? Un empeño de esa naturaleza tendrá que ver con una recuperación de los grandes temas de siempre últimamente olvidados —la metafísica, el ideal moral, la estética sublime—, pero tratados a nuestro modo, evitando buscarlos en las espectaculares figuras del mito o la historia de antaño y privilegiando, en cambio, una grandiosidad sorprendida en la vida cotidiana del ciudadano vulgar y corriente de las sociedades masificadas, llevados por la convicción de que no existe asunto más elevado que la historia de la mortalidad humana, que concierne por igual a todos sin diferencia de clases; ni hay tampoco narración más sublime que la de las aventuras del aprendizaje por cada hombre de su condición mortal. ¿Habrá cantado la literatura universal alguna vez cosa mayor que el drama de nuestra mortalidad doliente, con su dignidad de origen y su indignidad de destino? No: es el asunto elevado por excelencia, superior a todas las tragedias y epopeyas que se hayan escrito jamás.

El actual estadio democrático de la cultura, que segrega una prosa envilecida y torpe, se halla a la espera de algún maestro del arte retórico que, cual León del siglo XXI, contribuya a refundarla devolviéndole la dignidad de gran estilo que un día tuvo y luego perdió.

miércoles, 23 de agosto de 2017

"Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy" de Laurence Sterne


Un libro genial y disparatado del autor irlandés del siglo XVIII, Laurence Sterne. Me pareció más acertada la traducción de José Antonio López de Letona que la de Javier Marías. Situada en su época (1759-1767), esta narración es desconcertante por su modernidad y desparpajo a la hora de saltarse prejuicios de género y de estilo. Como bien dice el narrador varias veces, hay que mezclar el disparate y la progresión narrativa para que todo funcione (él es el primero en no cumplirlo para ser fiel a su retórica estrambótica). Tristram Shandy comienza a contarnos su vida desde el vientre de su madre. Después todo cabe, desde detalles insignificantes sobre la indumentaria de la época o los utensilios de un ginecólogo, hasta sermones sobre la necesidad del bautismo prematuro. Sus referentes, Cervantes y Rabelais, a los que idolatra y sigue con fervor. Ejemplos del disparate en el que nos envuelve la narración:
PARTE I
CAPÍTULO IV. Nos explica cómo va a construir su narración: Horacio alabó a Homero por empezar ab ovo. Shandy no hará caso a Horacio y por tanto propone al lector (señora mía) que se salte parte del capítulo ("cierren la puerta").
CAPÍTULOS VIII Y IX: Su dedicatoria no se va a construir a uso y costumbres. Será una dedicatoria "virgen", que no ha sido ofrecida a nadie. La pone a subasta para quien quiera pujar por ella. 
X: Más guiños humorísticos metaliterarios. Uno de los personajes, Yorick, pastor protestante, se llama como el bufón de Hamlet. Se compara su jamelgo con Rocinante y se hace referencia al capítulo del Quijote de los yangüeses para aludir a su rijosidad e  incontinencia. Se elogia por primera vez al Quijote de Cervantes.
XI: Yorick, pariente lejano del bufón, es contrario a la seriedad, ingenuo e ingenioso. Un autorretrato del propio Sterne.
XII: Las humoradas de Yorick le pasarán factura, le avisa su amigo Eugenius, sobre todo entre necios y bribones. Yorick se ríe de su propia muerte, abrumado por los enemigos de su humor. "¡Ay, pobre Yorick!", como diría Hamlet.
XIV: A Shandy le resulta imposible contar las cosas según un plan previo, por eso se embarca en una narración plagada de digresiones, saltos temporales, páginas en blanco, etc.
XVIII: Mientras la partera y el médico disputan sobre cómo sacar a Shandy del vientre de su madre, su padre da un discurso político sobre cómo atajar la enfermedad social. Desarrolla una sátira sobre el absolutismo. El padre se sitúa del lado del médico (modernidad); la madre, a favor de la partera (tradición popular). Se apela al lector (señora mía) para aclarar que el autor no está casado.
XIX: Teoría extravagante del padre de Shandy sobre la incidencia que tiene en el niño ponerle un nombre u otro. A pesar de su ignorancia, el padre de Tristram es hábil en cuanto a la retórica se refiere. Siente aversión hacia el nombre "Tristram".
XX: Algunos fragmentos que podrían encabezar el tímpano de iglesias y universidades: "Es preciso acostumbrar a la mente a hacer sus reflexiones y a extraer curiosas conclusiones según avanza en la lectura". Reflexión extraída a propósito del bautismo por inyección. "Espero que esto sirva de lección para que las buenas gentes -hombres o mujeres- aprendan a pensar al tiempo que a leer". El padre de Tristram propone el bautismo de todos los "homunculi" (espermatozoides) de golpe para evitar la inyección bautismal de la parturienta. 
XXI: Disección de los tipos de argumentos, aunque muchos de ellos sean inventados.
XXII: El autor se echa flores por el carácter digresivo y progresivo de su obra, comparable a los movimientos de rotación y traslación de la Tierra.
XXIII: El tema del capítulo se elige al tuntún, como el dibujo de los caracteres.
XXIV: Se analiza el carácter de un personaje fundamental, su tío Toby. Determinado por su "hobby-horse" y por la pedrada que sufrió en la ingle durante el sitio de Namur. 
SEGUNDA PARTE
I: Su tío Tobby no consigue explicar el sitio de Namur y recurre a un mapa. El inicio de su "hobby-horse" para librarse de los dolores de su ingle.
II: El discurso de su tío no se entiende por la propia naturaleza ininteligible de las palabras que usamos y de cualquier discurso. Metafísica para locos.
III: La locura de su tío Tobby cuando explica la batalla de Namur es similar a la de don Quijote. 
V. Deciden construir maquetas para escenificar las batallas. Sofisticación del "hobby-horse" de tío Tobby.
VI: Fin de la digresión. Se vuelve a la disputa entre llamar al ginecólogo o a la matrona. La madre de Tristram no dejará acercarse a un hombre a su trasero.
VII: Explicación inconclusa del padre de Tristram.
VIII: Reflexión absurda acerca del espacio y el tiempo en la narración.
IX: Descripciones cervantinas del ginecólogo Slop y de su caída del caballo en el barro. 
XIII: Sermón de Yorick, leído por Trip, criado de Tobby.
XIV: Reflexiones de Walter Shandy sobre dónde reside el alma. Para él es fundamental el nombre que se pone al nacer, el momento de la fecundación y no dañar el tejido sensible del cerebro en la operación del parto. Por eso hay tantos tejidos intelectuales defectuosos por el mundo, porque han sido sometidos a una presión horrorosa en el parto. Elogia la cesárea (así nacieron Julio César, Trimegisto y Escipión el Africano). Se lo propone a su esposa, pero a ella le parece horroroso someterse a una cesárea.
TERCERA PARTE
I: ¿El niño nacerá con cabeza o sin ella?
IV: "El cuerpo y la inteligencia del hombre son como la ropilla y el forro: si se arruga el uno, se arruga también el otro".
Varios capítulos sobre el ruido que hace la bolsa del obstreta.
X: El doctor Slop perdió sus dientes al intentar extraer los fórceps de manera errónea. Manual de imprecaciones recomendado al doctor Slop (cómo blasfemar a gusto para desahogarse) porque acaba de cortarse en un dedo.
CUARTA PARTE
XXV: "Escribir un libro es para todo el mundo algo así como tararear una canción, no hay que perder el tono -señora mía- independientemente de lo alto o bajo que se haga".
QUINTA PARTE
XLII: "Una de las mayores calamidades de la república de las letras es que aquellos a los que se ha confiado la educación de nuestros hijos y cuya tarea consiste en abrir sus mentes para llenarlas pronto de nuevas ideas, al objeto de dejar libre entre ellas a la imaginación, hagan tan mínimo uso en esa tarea de los verbos auxiliares". Parece que se va a dar una sentencia muy sesuda sobre la labor de la enseñanza, pero no.
SEXTA PARTE
XVII: "Los godos mantenían la saludable costumbre de debatir todos sus asuntos de Estado dos veces: una borrachos y otra serenos. Borrachos, para que sus consejos no carecieran de vigor; serenos, para que no les faltara discreción".
    

sábado, 19 de agosto de 2017

"Informe misántropo sobre Twitter" por Íñigo Domínguez



(Nota previa: Por su interés, comparto con los lectores este documento de un amigo escritor, de cierta fama, con el permiso de su autor y bajo la promesa de anonimato. Aduce que no quiere líos, que criticar hoy Twitter te crea problemas y la gente se ofende).

Estimados señores:

Me siento muy halagado por la invitación de su compañía a abrir una cuenta en Twitter. No obstante, me veo obligado a rechazarla. Por los siguientes motivos, que después de pensarlo mucho se pueden resumir, en esencia, en uno:

—Por el qué dirán.

Este es el principal, pero me da pie a las siguientes reflexiones. Se las pongo en forma de tuit, que les será más fácil comprenderlo:

—Me gusta estar tranquilo. Esto te quita tiempo de no hacer nada.

—No me gusta vigilar, ni que me vigilen.

—Andas todo el rato con el teléfono. Estamos todos ya muy ocupados, alguien tiene que quedarse a mirar.

—Luego esas fotos de la gente. Las poses.

—Es incómodo saber algo privado de un desconocido. Incluso dónde está, o lo que come. Y más aún la cara que tiene.

—Se ha debilitado mucho la capacidad de guardar un secreto. «Reservarse opiniones es asunto de infinito alcance» (El gran Gatsby).

—Te obligan a pensar algo que decir. Y si no lo tienes, te lo inventas.

—Discutes.

—Si no tienes Twitter la gente no sabe dónde insultarte, y enseguida se le olvida y pasa a otra cosa.

—¿Por qué decir algo en ciento cuarenta caracteres cuando puedes decirlo en más? Solo para alimentar la prisa.

—Te enteras de más cosas de las que puedes enterarte sin llegar a sentirte confuso.

—Aunque digan que es muy útil para estar informado, lo cierto es que ya te enteras de todo, aunque no quieras. Ni sabes cómo sabes las cosas. Estoy empezando a creer que flotan en el aire y las adquieres por ósmosis.

—Hace tiempo que no sé si algunos recuerdos son de cosas que he vivido, que he leído, he imaginado, o soñado, o las vi en una película. Y con las noticias ya me pasa lo mismo. Vivimos en una sopa de datos.

—Algunos amigos me cuentan cosas realmente interesantes que han descubierto en Twitter. Es obvio: el mundo está lleno de cosas interesantes. El problema es descubrirlas todas a la vez cada cinco minutos mientras haces otra cosa y acostarte sin recordar ninguna.

—Las tonterías que digo, por suerte, se pierden en la nada y las escuchan mis conocidos. No quiero ni pensar lo que sucedería si las escribiera. Y algunas ya las escribo.

—Ya me como el coco por las noches pensando lo que hice mal o no debería haber dicho.

—Sí, supongo que en Twitter nada tiene importancia, se olvida rápido. Entonces, ¿por qué hacerlo?

—No es normal toda esta apoteosis de elogios y críticas, pero son casi peores los elogios. Te acostumbras a ellos por cualquier cosa y luego, es muy curioso, ya interpretas el silencio como una crítica.

—Prefiero el ritmo natural: un elogio cada muchísimo tiempo y críticas de las que raramente te llegas a enterar, porque las dicen a tus espaldas.

—Solo me interesan las críticas de los amigos, que te aguantan más porque te quieren y las miden mucho, solo cuando están muy seguros.

—Propicia el peloteo, ¿hay algo peor?

—Es muy interesado, y yo estoy en una cruzada por lo desinteresado, que es más interesante.

—Es autopromoción y, por lo tanto, publicidad engañosa.

—Creo que solo tiene sentido como herramienta empresarial. Así sí, y lo comprendo. De hecho, es así como se lo toma la mayoría de la gente que conozco. Como expectativa de negocio.

—Mucho es miedo a no parecer moderno.

—Creo que la gente debe aparecer y desaparecer, no estar siempre ahí.

—Tanto mundo paralelo es muy cansado. Ya me dan ataques de ansia viendo la tele, pensando que hay decenas de canales que quizá tengan algo mejor en ese momento.

—Me gusta estar a lo que estoy. Ya me distraigo mucho.

—Me recuerda a cuando te pasabas papelitos en clase y no te enterabas de la lección. Vivimos en una atmósfera infantil.

—No me interpreten mal: a mí también me gusta pasar un rato de vez en cuando viendo chorraditas, pero de ahí a tomárselo en serio…

—Cada vez es todo más compulsivo.

—Me imagino a Proust si tuviera Twitter: «Empezando mi novela. Ganas de terminarla». Y una foto del manuscrito.

—O a Van Gogh, en una de las cartas a su hermano: «Querido Theo, no soporto la idea de tener solo dos seguidores, tú y mi portera. A este paso me cortaré la oreja con tal de ser trending topic».

—Quizá no hubiéramos visto el careto de ese tipo diciendo aquello, sino un lacónico tuit: «Españoles, Franco ha muerto». Seguido luego en las redes sociales de un millón de «me gusta» y otro millón de «no me gusta», y hubiera sido peor.

—Tampoco tendríamos maratón, y ¿qué harían hoy todos esos adictos al running? Habría tuiteado un soldado ateniense tras la batalla: «Hemos ganado, volvemos mañana, o pasado».

—Moisés, colgando una foto: «El mar Rojo abriéndose AHORA MISMO».

—Lo podría decir Oscar Wilde: «Un tuit es como uno de esos rostros británicos que, una vez vistos, se olvidan siempre».

—Un conocido, un tipo bastante famoso, se metió hace poco en Twitter y topó con un individuo que lo machacaba. Miró quién era: un señor desconocido con veintiséis seguidores. Pasó toda la tarde preocupado. ¿Por qué le odiaba ese señor? Y, sobre todo, que no era nadie.

—No quiero saber lo que piensa la gente, te deprimes y te confundes. Me basta con las cenas.

—Cuando no sabías lo que pensaba la gente tenías mejor concepto de ella, tendías a creer que el nivel medio era aceptable. Ahora que sabes su forma de razonar y lo que piensan, y no callan, te das cuenta de que estás rodeado de cretinos. Pierdes la fe en la humanidad.

—Es más bonito el misterio sobre lo que nos rodea. Lo explícito nos está devorando.

—Me da miedo tener pocos seguidores. Y me da miedo tener muchos.

—Es un mundo de predicadores locos y cotilleo digital en masa.

—Empezaría a hacer cosas solo por sus consecuencias.

—Estaría todo el día viendo lo que la gente dice de mí. Supongo que hasta el día que me diera igual. Pero entonces no sabré para qué demonios tengo Twitter.

—Y díganme: ¿por qué a menudo es visto como un lujo no tener Twitter? Comenté una vez que estaba pensando meterme y me decían los que ya estaban dentro: «¡No lo hagas!». Da pena tanta gente que opina obligada.

—Mi amigo Íñigo dice que todo esto es mentira, soy un esnob y lo hago solo por llevar la contraria. Quizá ya es al revés que los escritores: uno no tuitea para que le quieran más.

—Como lo de la fiesta de la película de Nanni Moretti: «¿Se me nota más si voy o si no voy?».

—Y el argumento final: ¿Sabe la gente que ustedes, y otros, proponen a algunas personas pagarles por tuitear, como han hecho conmigo? Pues eso: ¿por qué hacerlo gratis si a algunos les pagan? Este es el secreto: la mayoría de las opiniones no valen un pimiento, pero eso hoy no se puede decir, y menos ustedes, ni Twitter, que ganan dinero con ello. Yo, ni aunque me paguen.

Suyo afectísimo. Grcs.