domingo, 12 de marzo de 2017

"La encrucijada lingüística" por Carlos Mayoral


El lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Eso, tan simple, uno lo empieza a comprender más tarde. En mi caso, ocurrió el primer día de instituto. En algún barrio de la periferia, muy lejos de los días azules de antaño. El colegio, atrás ya, se mantenía intacto en mi memoria, no lo niego. Con esos muros que nadie quiso saltar y esos jerséis de cuello picudo. Sin embargo, el edificio que ahora ocupábamos invitaba a la fuga y desabrochaba las camisas, cochambroso, como en un régimen penitenciario de primer orden. Qué tiene que ver esta extraña introducción con un texto lingüístico, habrá de preguntarse el lector. Nada, contestaría el autor, si no fuera porque la primera asignatura que cursó dentro de aquella cárcel grisácea fue de Lengua.
En la escuela habíamos asistido a las clases de Literatura de la mano de Teodosia, profesora burgalesa de verbo áspero y seguro, con una preceptiva férrea que aún hoy recordamos. Era el camino oficialista. Sin embargo, aquella mañana de octubre apareció por el aula una mujer joven (al menos, con los parámetros que maneja hoy mi memoria). Marisa, así dijo llamarse, vestía con unas medias negras y unos zapatos que todavía hoy me parecen de cristal. No diré que su verbo fuera menos ajustado que el de Teodosia, quizás todo lo contrario. Digamos que lucía un desparpajo lingüístico que no se averiguaba en las arrugas del rostro siempre serio de Teo.
Entonces aprendimos que no se habla una lengua sino un código marcado por una situación, por un lugar, por un instante. Que hay tantas y tantas formas de corrección. Por eso, decíamos, el lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Han pasado los años y las puertas lingüísticas siguen abriéndose tanto como cerrándose las de mi memoria. Por eso, y en honor a ellas, me he propuesto enumerar casos ambiguos, de los que saldremos por donde decida nuestra intuición. Opciones lingüísticas que pueden resolverse por varios caminos. Me pregunto cuál hubieran tomado ellas.

Comillas españolas / comillas inglesas
«Comillas españolas» o “comillas inglesas”. En este apartado, la marea parece imparable. El escritor puede decantarse por unas o por otras a la hora de enmarcar un texto o de reproducir una cita. Pero lo cierto es que la jerarquía de las comillas inglesas dentro de los teclados informáticos parece condenar al ostracismo a las siempre dignas comillas latinas, que se pierden entre caracteres ASCII y textos de otro tiempo.

Según la RAE, la marea de hablantes cultos de «ciertas zonas de España» que prefieren utilizar la forma «le» cuando el referente es un hombre ha conseguido que, solo para el masculino singular, el uso de «le» en función de complemento directo sea aceptado. Por tanto, es tan válido «ayer le vi» como «ayer lo vi».

Participio regular / Participio irregular
Hay tres verbos que en la actualidad pueden utilizar tanto el participio regular como el irregular. Así, has freído las patatas tanto como has frito, has imprimido tantas páginas como has impreso y te has proveído de tantos plátanos como te has provisto.
Ir por / ir a por
Otro camino que la RAE tiene la elegancia de dejarnos elegir. Detrás de un verbo de movimiento (ir, venir, salir), el hablante podrá inclinarse por omitir o incluir la preposición «a» siempre con el sentido de «en busca de» («ir a por pan», «ir por pan»). 

Saludo español / saludo inglés 
Esto parece Trafalgar, y es que el dominio del idioma inglés comienza a notarse en distintas fórmulas del lenguaje. Esta, en concreto, tiene que ver con el encabezamiento en cartas y correos. 
La fórmula española consta de dos puntos y mayúscula.
Querido Juan:
Te escribo esta carta…
Mientras, la inglesa elige la coma:
Querido Juan,
Te escribo esta carta...
*Nota: la fórmula inglesa aún no ha sido aceptada por la Academia, pero domina el escenario práctico.

De 2000 / Del 2000
Otra disyuntiva lingüística. En caso de que alguien prefiera referirse a este milenio que nos ocupa, podrá referirse al año con o sin artículo delante. Así, este texto está escrito tanto en el marzo del 2017 como en marzo de 2017.

Septiembre / setiembre 
Ambas formas están aceptadas por la RAE. Gracias a o por culpa de la relajación progresiva que la p cuando esta forma parte del grupo consonántico [pt]. Este grupo, heredado del latín (ejemplo: aptare > «atar»), tiende a morir de la mano de términos como «séptimo» o «corrupto».

Octubre / otubre
Mismo caso que el anterior pero con el grupo consonántico [kt]. Esta relajación también se refleja en evoluciones como pictor > «pintor».

Masculino / femenino
Hay sustantivos que pueden ser utilizados tanto en masculino como en femenino sin cambiar por ello su grafía. Es el caso de la maratón y el maratón, la azúcar y el azúcar, el mar y la mar.

Alrededor / al rededor 
Según la RAE, tanto el adverbio como la locución son correctas. Todo viene del sustantivo rededor (contorno o redor). Eso sí, la Academia etiqueta la locución como «poco usada».

Enseguida / En seguida
«Inmediatamente después en el tiempo o en el espacio». Para referirnos a este significado, la RAE nos sugiere dos grafías: en seguida y enseguida. No obstante, también nos indica que la preferencia ha de ser la escritura en una sola palabra.

Extranjerismo adaptado / extranjerismo no adaptado
Hay quien se toma un güisqui en lugar de un whisky, como hay quien vive en un chalet antes que en un chalé. La adaptación de extranjerismos es un proceso tedioso y largo, cuya aceptación depende exclusivamente de la voluntad del hablante.

Quixote / Quijote
Hasta los albores del XIX, el sonido de j o g antes de e o i podía representarse con x. Las formas que han sobrevivido al holocausto, sobre todo en nombres propios (Texas, México), se consideran hoy más adecuadas bajo el paraguas del arcaísmo.
La Argentina / Argentina
El Perú, los Estados Unidos, la Argentina… Algunos países permiten que su nombre propio sea acompañado por un artículo. Será decisión del hablante utilizarlo o no. Eso sí, no dependerá de su voluntad colocárselo a los que no lo aceptan (España, Portugal) ni a los que lo llevan indivisiblemente consigo (La Habana, Las Vegas).

Post / pos
Ahora que la posverdad está tan de moda, es de justicia recordar que será el hablante el encargado de decidir si el prefijo mantiene la «-t» final o no. Se considera hoy más adecuado suprimirla, excepto si el núcleo empieza por «s» (postsociedad).

Quizás / quizá 
Este adverbio solo recogía en un principio la forma que prescinde de la «-s», aunque por analogía con otros adverbios se decidió añadir al final la consonante, que hoy es igualmente válida y, como en todos los casos anteriormente descritos, será el hablante el que decida la adecuación de cada forma.


sábado, 11 de marzo de 2017

"Los vencedores" por Antonio Muñoz Molina


A las cinco de la madrugada me despertó un mal sueño y para distraerlo leyendo me sumergí en una pesadilla. Pero es que hay libros infecciosos que uno no puede dejar de leer, aunque, si lo hace antes de dormir, es muy posible que después de haberle alterado la vigilia le siembren de terrores los sueños. No estaba leyendo una novela de miedo. A estas alturas el miedo de los libros o de las películas con muchas vísceras y cubos de sangre demasiado roja ya no asusta a nadie. Drácula y la criatura del Doctor Frankenstein y hasta Freddy Krueger son ya figuras recortadas de cuento infantil. Hannibal Lecter deleitándose con casquería humana y con las Variaciones Gold­berg es un personaje ridículo. En el miedo, como en casi todo lo demás, las invenciones de la imaginación son muy limitadas y tienden a la repetición y al aburrimiento de lo previsible. Para sentir terror, en esta época, en esta era de Trump y Putin y El Asad y Marine Le Pen y Geert Wilder y Kim Jong-un, no hay más que consultar el periódico o poner la radio por la mañana. El pánico de un titular o de una información dura minutos como máximo. El de un libro permanece durante días, y como la mente humana, y más aún la mente lectora, puede tender al masoquismo, el resultado es un agobio que se hace más grave según progresa la lectura y que, buscando cuanto antes llegar al final, exagera su daño.
El libro que me ha quitado el sueño y el poco sosiego que tenía es un ejemplo admirable de periodismo de investigación, de la máxima calidad informativa y narrativa. Se titula Dark Money, y lo publicó hace algo más de un año Jane Mayer, una escritora en The New Yorker. Como pasa con cierta frecuencia, el libro tuvo su origen en un largo artículo que Mayer había escrito hace ya siete años para la revista: la crónica escalofriante de cómo dos hermanos, Charles y David Koch, dueños de la segunda empresa más poderosa de Estados Unidos, llevaban más de treinta años financiando el activismo de la derecha más radical en Estados Unidos a través de una fundación que les permite grandes ventajas fiscales y un grado de anoni­mato que tiene mucho de impunidad. Cuando las leyes imponían limitaciones a las cantidades de dinero que empresas o particulares podían gastar en campañas políticas, los hermanos Koch se las saltaban encubriendo como filantropía lo que era tráfico de influencias y compra directa de candidatos, casi todos ellos republicanos. En 2010, el Tribunal Supremo suprimió esas limitaciones legales, argumentando, no sin gran cinismo, que una empresa tiene el mismo derecho a la libertad de expresión que un ciudadano individual, y que por tanto poner límites al dinero que quieran gastar apoyando a un candidato es como quitarle ese derecho.
Las cantidades de ese dinero oscuro que detalla Jane Mayer son inconcebibles. Los hermanos Koch reúnen la tercera fortuna más grande de Estados Unidos, después de Warren ­Buffett y Bill Gates. Su compañía, Koch Industries, posee pozos de petróleo, refinerías, oleoductos, empresas madereras, minas de carbón, papeleras. En los años setenta, alarmados por la presión fiscal sobre los ricos y por las trabas que empezaban a poner a su dominio despótico las primeras leyes de protección del medio ambiente y los avances hacia un mínimo de equidad social —­los derechos civiles, las políticas contra la pobreza, las garantías sindicales para los trabajadores—, los hermanos Koch emprendieron una batalla primero ideológica y luego directamente política. Era una época en la que había ciertos consensos básicos entre republicanos y demócratas en torno a algunos logros heredados del new deal de Roosevelt y de la gran sociedad de Johnson. Se asocia a la derecha con el conservadurismo y la conformidad ideológica, pero los Koch aplicaron la fuerza inmensa de su dinero a un proyecto literalmente revolucionario: desguazar el Estado para que no hubiera ninguna interferencia pública en el funcionamiento del capitalismo; reducir o eliminar los impuestos a los ricos; suprimir la asistencia médica gratuita a los viejos, los niños y los pobres; desmantelar la Seguridad Social. Y, desde luego, desactivar cuanto antes las nuevas leyes aprobadas en los primeros setenta —algunas durante la presidencia de Richard Nixon— para remediar la contaminación del aire, de la tierra y de las aguas que habían llevado a cabo impunemente durante más de un siglo las empresas mineras y petroleras. Los Koch crearon una especie de club de multimillonarios dedicado a una tarea doble de adoctrinamiento y descrédito. Empezaron a financiar cátedras universitarias en las que se propagaban las ideas ultraliberales más extremas. Fundaron publicaciones y patrocinaron a autores de libros que desacreditaban todo lo que tuviera que ver con la acción del Gobierno, y que calificaban cualquier norma protectora de los trabajadores o de los débiles como una intromisión totalitaria en el albedrío de las personas, en el funcionamiento libre de la sociedad y del mercado. Cuando la alarma sobre el calentamiento global empezó a difundirse, contrataron a las mismas agencias de relaciones públicas que en los años sesenta habían trabajado a sueldo de las compañías tabaqueras para esconder el peligro mortal del tabaco. Para conseguir el máximo beneficio, prescindían en sus minas y en sus refinerías de cualquier medida sanitaria para proteger la salud de los trabajadores o de la gente que vivía en las inmediaciones.
La enumeración documentada de horrores, extorsiones y abusos que hace Jane Mayer lo deja a uno sin aliento. Pero más aún asombra el éxito de la manipulación ideológica promovida por los hermanos Koch y sus células subversivas de multimillonarios: no solo multiplican su riqueza y garantizan su impunidad, sino que además convencen a una parte considerable de las víctimas del expolio de que sus enemigos no son ellos: el enemigo es la gente liberal y elitista que quiere subir impuestos, extender la sanidad accesible, imponer leyes medioambientales, todo lo cual traerá pobreza y eliminará puestos de trabajo.
A las cinco de la madrugada, lo primero que leí al abrir Dark Money fue una cita de Warren Buffett, ese abuelete chispeante que tiene más dinero que varios países medianos juntos, pero que, según propia confesión, paga menos impuestos que su secretaria. Un periodista le pregunta si cree en la lucha de clases, y Buffett responde: “Por supuesto que sí. La hemos ganado nosotros”. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

"Lázaro: cien padres" por Raúl del Pozo

El Lazarillo de Tormes, de autor desconocido, tiene cien padres. El padre auténtico era molinero y le achacaron ciertas sangrías en los costales por lo cual fue hecho preso. La novela se publicó en tiempos del emperador Carlos V después de ser prohibida y luego expurgada por la Inquisición. Se le ha atribuido a Diego Hurtado de Mendoza, al fraile jerónimo Juan de Ortega, a Lope de Rueda, a Pedro de Rhúa, a Hernán Núñez de Toledo y hasta a Fernando de Rojas. Como es imposible hacer una prueba de paternidad con los vocablos y los estilos o lograr que intervenga la Fiscalía, tendremos que dejarnos trajinar por la pandilla de catedráticos que se inventan hijos ilustres pagados por el patriotismo de campanario. Me envía una de sus Hojas volanderas desde Cuenca mi amigo José Luis Muñoz para decirme que cobra fuerza la tesis de que el autor del Lazarillo es el conquense Alfonso de Valdés. La catedrática Rosa Navarro ha publicado una nueva edición de su obra -Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo- en la que insiste, frente al silencio y sátiras de los del canon académico, con 600 notas nuevas, en que Alfonso Valdés fue el verdadero autor y no escribió la autobiografía de un pícaro, sino una sátira erasmista contra los clérigos bulderos y pederastas que daban cebolla al pobre Lázaro.

Pero enseguida surge otro posible padre: Luis Vives, que tenía motivos para atacar a la Iglesia y a la Inquisición. Francisco Calero, otro catedrático, le tira sus libros a la cabeza a Rosa Navarro negando que el padre biológico fuera Valdés. Para probarlo aporta un argumento chusco: "Si se le preguntara a Lázaro que quién preferiría como padre, seguro que elegiría a Vives". Luis Vives es un gran candidato y una víctima del brazo secular. Enseñó y aprendió en las universidades de Oxford y Lovaina. Nació en un año áureo, 1492 -tal día como ayer hace 525 años-, cuando Antonio de Nebrija publicaba la Gramática castellana y Cristóbal Colón, antiguo corsario, iniciaba la travesía del mar tenebroso. Pronto levantó el vuelo hacia el destierro, siempre con el temor a que lo quemasen. Fueron judíos sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos. Cuando enseñaba en Oxford, Enrique VIII y Catalina de Aragón asistían a sus clases. Su estilo duro, pero sobrio, grave y notable, por la claridad, corrección y limpieza, bien pudiera ser el del Lazarillo. "Vives -piensa José Ortega y Gasset- no ejecutó ninguna hazaña monumental, como en sus días Gonzalo de Córdoba, Colón, Vasco de Gama, Magallanes y Elcano, ni organizó una magnífica fuerza religiosa, como San Ignacio de Loyola. No fue un divino poeta que en su andar levantase el vuelo del faisán verbal, de la expresión imprevista y maravillosa, vívida, dinámica, que se sostiene en el aire por la magia de la gracia o la precisión. Pero Vives es precisamente lo contrario de todo eso y -bajo cierto ángulo- algo más sutil que eso". Procuró pasar inadvertido, pero le dijo a Erasmo: "No se puede hablar ni callarse sin peligro". La Inquisición quemó a su padre, arrebató los bienes a su familia y Vives fue un exiliado constante; nunca volvió a Valencia.

martes, 28 de febrero de 2017

"La literatura -y alguna que otra vaga pasión- al acecho de un asfalto demasiado seco" por Alberto Masa


Han pasado unos cuantos años, quizá seis, probablemente siete. Uno iba en la parte de atrás de un Citröen gris conducido por padre, perdido entre la autopista, el Lawrence Durrel de turno y, ante todo, dejando emerger la imaginación que cabía en medio de estas alternativas. Uno imaginaba, de cara a un post de bloguero, al Reinaldo Arenas de Celestino antes del alba poseído ante el teclado por la enajenación polifónica de las notas de una pieza de Conlon Nancarrow (no digamos al Céline de Muerte a crédito o de Guignol´s band). Intervenía la velocidad con la que mi padre, en su manera, arriesga en las autopistas. El cielo era primaveral, pongamos, una ausencia plena con apenas alguna figura de nube rondando los raros virajes en los vuelos de algunas golondrinas. Venían ellas a tropel a comer de mis sesos, metidos en figuraciones que uno se pensaba, al menos, contenían algo de lirismo al que se prestaba, de caber y a ser posible, alguna sutilidad en ese manejo que tiene la imaginación embebida para crear imágenes, para achuchar frases frente a la velocidad con que las ruedas de ese coche gris, uno suponía, giraban. Apenas mediaba palabra con padre ¿Has quedado con alguna? Hoy voy a pasar por la biblio, no sé muy bien a qué. ¿Reconoces los números de esa matrícula? A ti lo que te pasa es que no ves bien de lejos y te niegas a ponerte las gafas etc… sobre todo, ya digo, silencio. De vez en cuando las voces de la radio irrumpían en mis pensamientos sobre teorías que en ese momento percibía acabadas, pongamos de un Eliot aún joven, puro estilo, kilates de aquel dicho que le es perteneciente que venían a hablar de convertir en algo mejor lo que un poeta -maduro, añadió- acierta a robar. Uno leía al Genet de turno encontrándolo imaginado ante un papel higiénico y una pluma, reescribiendo de nuevo una vida de la que él, lírico precoz del siglo, era asiduo. Excentricidades, uno pensaba, de un hombre que siempre se encuentra en el borde de una muerte que le es esquiva. Ya llegando a la ciudad, a la altura del municipio de Alcorcón sucedió aquello que hizo terminar mis idas blogueras de la mente, centradas en los grandes círculos literarios, vagamente concéntricos, que uno viene a querer para su biografía, que nunca acaba de escribir. A la altura de san José de Valderas, un hombre estaba caído de espaldas sobre el asfalto. De su casco roto emanaba un inacabable charco de sangre. Me apresuré a centrarme en los detalles. La motocicleta estaba en el suelo a unos diez metros de su cuerpo, el cual unos trabajadores de urgencias se acercaban a tapar con una manta. Visualicé, presunciones aparte, quién debía ser. Lo que fue ese hombre. Vi en el reloj del coche las 16:21. El tamaño de su cuerpo, la ropa que vestía. Es bien probable que se dirigiera al trabajo. También lo es que apenas hacía hora y cuarto se encontrase comiendo en el salón de su casa rodeado por esposa, de tenerla, e hijos, de tenerlos. Creo estar de nuevo usando en demasía la imaginación. Uno percibió la sangre como algo que podía ser suyo, figurar tal cual dentro de la gratuidad medio varonil de su cuerpo, definitivamente agotado debido a ciertos excesos, como pudieran ser el tabaco, alguna noche de frula, los excesos con los licores y alguna que otra mujer -no muchas- que saben crear heridas que uno aprende a borrar de sí, dicen, cada vez con mejor facilidad. Mi padre se cago en la puta (a saber a cuál de ellas se refería), yo le dije que correr e incluso no hacerlo era peligroso. Le dije que gastábamos demasiado tiempo discutiendo. Él cambió de tema. Hoy me conviene más dejarte en Vilumbrales que en Cuatro Vientos. Añadió que le hacían una prueba del estómago a las seis, cosa que uno ya sabía. El cuerpo del hombre, a estas alturas, debía andar kilómetro y medio atrás. Uno siguió dándole vueltas. Llamadas del Samur a su probable esposa y familiares o, quién sabe, amigos, inclusive de la infancia. Uno imagina el bar. Adivina a ese hombre jugando al mus con un palillo en la boca y siguiendo con el ojo vago el fútbol de la pantalla. Uno quiso empezar a verse blogger estrictamente literario y acaba allí, tendido sobre una nada que llegará, derrochando sangre que, ya dije, me es también medio propia. Sangre roja que se hace marrón en un asfalto. Sangre que se queda dejando una marca que apenas perdura y quién sabe si las flores en el arcén de alguien que lo quiso. Eliot no dejaba de sonreír mientras Céline y Reinaldo Arenas usaban la imaginación de uno de almohada. Conlon Nancarrow, mientras, paseaba sombrero de ala ancha por una ciudad pordiosera. En la radio hablaban del futuro incierto de un lateral izquierdo del fútbol club Barcelona. La vida continuaba. O quizá no. Creo que era martes. Puede ser, sin embargo, que lo esté equivocando por un jueves. 

domingo, 19 de febrero de 2017

Adolescens V


"H y su padre"


Comienza el nuevo año con los mismos protagonistas que terminó el anterior. Mi compañera de jefatura asiste a la reunión para expulsar a H. Esta vez sí está su padre. La primera reunión social a la que se le ha invitado tras desembarcar en España está motivada por la expulsión de su hijo. El hombre habla con mucha dificultad el castellano y anda con más dificultad aún. Su cuerpo apenas entra por el hueco de la puerta del despacho. Los disgustos los resuelve con comida, sin duda alguna, y lo van a hacer reventar, según él mismo lamenta a media lengua. H llora al ver llorar a su padre. La silla ha desaparecido bajo su inmenso cuerpo y nos cuenta que no puede más. Su esposa de España trabaja desde las 7 de la mañana hasta las 9 de la noche. En su país ha dejado otras tres mujeres que le hacen la vida imposible, según se lamenta. Tuerce la cabeza a un lado y eleva la mano, con un gesto inequívoco con el que representa su próximo ahorcamiento. Una vez finalizados los trámites administrativos, el padre de H se levanta con dificultad, golpea el pescuezo de su hijo con la mano abierta y salen del despacho lamentando sus desgracias en árabe moderno (padre e hijo). Mis compañeros guardan silencio respetuoso ante la escena de costumbrismo magrebí.

"Baudelaire & Poe, Ltd." por Rafael Ruiz Pleguezuelos


Léeme y sabrás amarme. Así advierte Baudelaire a sus lectores. Lo hace además en uno de los libros mejor titulados de la historia de la literatura: Las flores del mal. Esto de léeme y sabrás amarme siempre me ha parecido una invitación mágica, desafiante y hasta valiente, pero sobre todo triste. Baudelaire fue por encima de todo un necesitado de amor. Desde su altanería de dandy, desde sus poemas retorcidos, desde su fama de despreciar a todo y todos, da continuamente la impresión de buscar amor en el artificio de las letras, en el juego de inteligencias de la palabra escrita. Igual ocurre con Poe, a quien uno aprende a amar como persona leyéndole. No leas su biografía, no bucees en su anecdotario y mucho menos en lo que sus contemporáneos afirman que hizo o dejó de hacer. Simplemente léele y sabrás amarle. Baudelaire y Poe demandaron un lector que pudiera entenderles, porque estaban seguros de que si alguien les leía adecuadamente les amaría de manera incondicional. Llevaban razón, y por eso cuentan hoy con una legión de admiradores.
El destino quiso además que fuese Baudelaire, el maldito de malditos, un poeta despreciado por todos en su época, ese gran lector que supo amar el trabajo de Poe y lo introdujo en Europa. No muchos recuerdan que Baudelaire fue el gran artífice del conocimiento de Poe en Francia y, por contagio, en el resto del continente europeo. Conoció sus textos por mera casualidad y quedó envenenado para siempre, dedicando buena parte de su tiempo a traducirle al francés. En algunos periodos de su vida estuvo tan obsesionado con la empresa de traducir y difundir a Poe que llegó a descuidar su propia obra. El autor de Las flores del mal parecía haber caído en uno de esos hechizos que ejercen un aprisionamiento mental que tanto gustaban al escritor de Baltimore.
Cuentan que Baudelaire leyó por primera vez a Poe en la traducción que el periódico La Démocratie Pacifique hizo de El gato negro. Era 1847, apenas dos años antes de que el americano muriese. Desde ese momento, la vida del poeta francés quedó transformada. Contó a sus amigos: «La primera vez que abrí uno de sus libros vi, para mi sorpresa y placer, que allí se encontraban no solamente ciertos motivos con los que yo había soñado, sino frases que yo había pensado, escritas por él veinte años antes». Ante la incredulidad de los que le oían, Baudelaire normalmente remataba la anécdota con un añadido que borraba su habitual espíritu egocentrista y chulesco y demostraba la sincera admiración que sintió por él: «Igual que lo que yo había pensado, pero mejor escrito».
Es una pena que Baudelaire conociera demasiado tarde a Poe, pues de lo contrario podríamos fantasear con un encuentro entre los dos malditos. Baudelaire publicó el primer trabajo serio sobre Poe el 15 de octubre de 1848, y el americano murió solo un año más tarde. De hecho, parece que esta profunda admiración solamente circuló en un sentido: se cree que el autor americano no llegó a saber nada acerca de aquel iluminado francés que había caído hipnotizado bajo el influjo de su literatura.
La obsesión de Baudelaire por Poe llegó a ser tal que tomó por costumbre perseguir y asaltar a cuantos americanos encontraba por París para pedirles información sobre su ídolo literario. En una ocasión, Baudelaire supo que un americano hospedado en un hotel del Boulevar des Capucines había conocido a Poe, así que no se lo pensó dos veces y se plantó en su habitación. El extranjero le recibió en calzoncillos, mientras se probaba algunos zapatos que pretendía adquirir en París. Baudelaire debió acribillarle a preguntas sobre el autor de La caída de la Casa Usher, hasta que el americano se sintió tan abrumado por la presencia de aquel fanático francés que explotó: «Sí, le he conocido. Y le diré que es un ser extraño y antipático».
Lo que no sabía el americano de los zapatos era que una afirmación como esa, hecha a una persona como de Baudelaire, podía provocar que creciera aún más su interés por el autor. Con el tiempo llegó a estar convencido de que Poe y él estaban unidos de una manera sobrenatural, y presumía de que se hubieran dictado palabras al oído entre ellos de algún modo maravilloso. También argumentaba que la explicación de que sus estilos se parecieran tanto (algo que prácticamente todo el mundo duda, pero que para Baudelaire resultaba evidente) había que buscarla en la similitud de sus vidas. A este respecto, resulta paradójico pensar que mucha de la información sobre Poe que Baudelaire manejó en su momento y que se dedicó a difundir era errónea: provenía de los relatos biográficos de Rufus Griswold, quien intencionadamente había alterado un buen número de sucesos para desprestigiar al autor de Los crímenes de la calle Morgue. Entre las informaciones inventadas por Griswold que Baudelaire recibió y difundió, se encuentran que Poe se marchara de casa para participar en la Revolución griega, que fuera llevado a Rusia por molestar al Gobierno ruso y que unos valientes compañeros americanos le salvaran in extremis de un exilio en Siberia. No era desde luego un material nada despreciable para la biografía de Edgar Allan Poe, incluso bastante mejor que algunos episodios reales de su vida, menos novelescos y sin duda más vulgares, pero nada de eso era cierto. La relación entre Griswold y Poe da para otro artículo: el biógrafo y crítico literario, responsable de la primera edición póstuma de la obra del genio de Baltimore, llegó a falsificar cartas del escritor en su obsesión por desprestigiar su figura.
Forzando algo la realidad, sí que podemos encontrar elementos biográficos comunes entre ambos escritores, aunque desde luego no tantos como Baudelaire afirmaba y dejaba por escrito: el punto de unión más evidente era que ambos habían crecido a la sombra de un padrastro al que detestaban. El padre del francés, François Baudelaire, fue un exseminarista que se ganaba la vida como profesor de dibujo, que se casó con su madre cuando tenía ya sesenta años, en un segundo matrimonio tardío y desigual. La madre del futuro poeta tenía entonces solamente veintiséis. Su padre murió cuando Charles Baudelaire tenía solamente seis años. El poeta, egoísta enfermizo, nunca perdonará a su madre que volviera a casarse, especialmente con alguien que él consideraba tan detestable como el mariscal Jacques Aupick, descrito como alguien de una arrogancia casi teatral. Baudelaire sintió la felicidad del mariscal con su madre como su propia desgracia, y su resentimiento será una llama melancólica que le acompañará el resto de sus días. Siendo muy joven fue enviado a un internado, hecho que entendió como un intento por parte de los padres de deshacerse de él para disfrutar de una vida libre de cargas. Con ello su rebeldía se desató definitivamente, y a partir de ese momento los centros en los que estudió pueden dividirse entre aquellos de los que escapó y aquellos de los que fue expulsado. La leyenda cuenta que en alguna ocasión Baudelaire se permitió una exclamación que haría las delicias de un freudiano interesado en estudiar un complejo de Edipo: «Cuando se tiene un hijo como yo, no es necesario que uno se vuelva a casar».
Lo cierto es que Baudelaire, la mayor parte del tiempo incapaz de obtener beneficios de la literatura, practicó un parasitismo constante de los bienes de la familia. La necesidad de sacar dinero a su madre le llevó a extremos profundamente inmorales como el de fingir intentos de suicidio para conmoverla y recibir más. El 30 de junio de 1845 escribió a uno de sus amigos una carta en la que decía: «Me mato porque soy inútil a los otros y peligroso a mí mismo». Para dejar más pistas sobre su aparente intención, consultó a Louis Ménard, un amigo poeta, acerca de formas sencillas y seguras de suicidio. Para que no faltara detalle, envió a Cousin, otro habitual de sus tertulias, unos manuscritos de sus obras acompañados de detalles para su publicación póstuma. Sus amigos, asustados por las supuestas intenciones suicidas, hicieron todo lo que estaba en su mano para localizarlo. Finalmente, le encontraron en un cabaret de la calle Richelieu, donde les explicó con cínica y pasmosa tranquilidad que todo era una estratagema para sacar dinero a sus padres. Delante de ellos se hundió un puñal en el pecho, aunque con cuidado de hacerse apenas una herida superficial: la suficiente para que su madre fuera avisada por la policía y lograr despertar en ella la ternura necesaria para atrapar el dinero.
La cuna de Poe era mucho más humilde que la de su seguidor francés: los padres del americano eran actores itinerantes. Nació un 19 de enero de 1809 y su padre, David Poe, se esfumó dieciocho meses más tarde. Elizabeth Arnold Poe murió durante una gira cuando él tenía dos años, de manera que el niño Poe pasó al cuidado de la familia Allan, de ahí el nombre de Edgar Allan Poe con el que firmaba. Nunca fue legalmente adoptado por esta segunda familia, y muchos de los desencuentros y sinsabores de su edad adulta fueron provocados por el hecho de que el señor Allan se negara siempre a reconocerle. Una de las mayores decepciones de John Allan al respecto de su hijo adoptivo fue el hecho de que Edgar decidiera dedicarse a algo tan turbio y poco reconocido como la escritura, despreciando un puesto en su negocio de exportación de tabaco.
En la búsqueda de la gloria literaria, Baudelaire y Poe padecieron pobreza y desprecio social, pero reaccionaron de manera muy distinta a la situación. Baudelaire intentó hacer del vicio virtud: su vida fue un continuo choque con la sociedad que despreciaba, y disfrutaba (como Wilde al otro lado del canal de la Mancha) sacando los colores a la hipócrita sociedad que le rodeaba con sus desplantes y exabruptos. Poe también se sintió siempre un outsider, alguien incapaz de encajar en la sociedad, pero lo llevaba de una manera íntima y taciturna, como una especie de triste apostolado.
Baudelaire ha pasado a la historia como suelen hacerlo los verdaderos genios: mal. Todos los escritores de fuerte personalidad —y la de Baudelaire parece que fue verdaderamente infernal, por retorcida y grotesca— corren el riesgo de que se les recuerde más por su anecdotario que por lo que realmente ofrecieron a la historia de la literatura. Crépet, uno de sus biógrafos, escribió una frase brillante al respecto: «Su leyenda es mucho más intensa que su vida». Existen tantas anécdotas y tan disparatadas sobre Baudelaire que uno llega a pensar que la invención de proezas insólitas del poeta debió de ser un divertimento de la sociedad de la época similar a lo que en la América contemporánea constituyen las historias de Yogi Berra. Mi anécdota favorita de Baudelaire es aquella en la que Théodore de Banville, cronista de París, encuentra al poeta y, tras una charla intrascendente, Charles le dice: «¿No le parecería agradable, querido amigo, bañarse en mi compañía?». Banville no quiso que aquel dandy engreído le amedrentara, de modo que accedió con una respuesta aún más wildeana: «Precisamente iba a sugerírselo en este momento». El plan parecía tan claro y conforme que ambos se dirigieron a una casa de baños y pidieron una habitación con dos bañeras. Los dos escritores se desnudaron y metieron en el agua. Un instante después, Baudelaire le dijo: «Y ahora que no tiene posibilidad de defenderse o escapar, querido colega, voy a leerle una tragedia en cinco actos».
A Baudelaire se le recuerda como el autor de esa obra maestra que es Las flores del mal, y también en menor medida por esos Paraísos artificiales que pueden leerse como una especie de Divina comedia enferma, un descenso al infierno amortiguado por el consumo de sustancias. De la persona solamente se oyen los despojos: se le describe como el mayor egoísta que jamás pisó la tierra, y es muy probable que fuera así. No hay que olvidar que el dandismo de Baudelaire o Wilde ahora nos parece algo genial y llamativo, pero a sus coetáneos les resultaba francamente antipático, pueril. Poe tuvo un estilo que definitivamente no gustaba en América, condenado a las cunetas de la literatura, y que aún hoy tiene muchos detractores entre el establishment universitario, siendo a menudo calificado de demasiado extraño. Sin embargo, entre sus lectores incondicionales Poe sigue gustando más que cualquiera de sus contemporáneos, porque encuentra una fórmula perfecta en apelar tanto a la razón como a la emoción, algo que en Baudelaire está francamente descompensado hacia la emoción. Los malditos hacen avanzar la literatura porque siempre tienen otro estilo, una forma de escribir que nadie ha imaginado ni se ha atrevido a hacer hasta ese momento. Se encuentran más cerca que nadie de alcanzar la originalidad porque realmente tienen una mente única. Lo que verdaderamente une a ambos autores no es un padrastro ni un odio a la sociedad, sino que ninguno de los dos pensó nunca que una belleza normal o tradicional fuera suficientemente atractiva. Había que buscar algo más retorcido. La belleza pura, para ambos, se encontraba siempre ligada a la aberración, la anormalidad o la distorsión. Las flores del mal salió a la venta en 1857, e inmediatamente el libro fue juzgado por indecencia y se puso en marcha un proceso judicial contra su autor. Baudelaire fue condenado a retirar seis poemas del conjunto. El poeta obedeció, reelaboró y reordenó el material, e incluso reescribió algunos poemas para adecuarlos al mandato judicial. Nunca ha trascendido ni se ha podido reconstruir la organización original del libro, aunque se han hecho numerosos intentos. Paradójicamente, el mayor éxito económico del que gozó Baudelaire durante su vida literaria fue la traducción de las Narraciones extraordinarias de Poe.
Poe dejó que el alcohol le acompañara en el camino tortuoso de la literatura, y el alcohol le mató. Un 3 de octubre de 1849 apareció semiinconsciente en una taberna de Baltimore, y después de cuatro días de delirio fue declarado muerto. Baudelaire murió el 31 de agosto de 1867, con cuarenta y seis años, el cuerpo prácticamente paralizado por las secuelas de sus adicciones. Descansa en el cementerio de Montparnasse, curiosamente junto a la tumba de su padrastro, la persona que más detestó en vida. Poe está enterrado en Baltimore. Cuando se le dio sepultura, se hizo en una tumba anónima, que pronto desapareció entre la hierba. George W. Spence se apiadó de su memoria y colocó un pequeño bloque de piedra con un número grabado en él. Se mantuvo como una tumba sin nombre hasta que años más tarde Maria Clemm, una tía suya, supo del estado de la tumba del poeta y organizó una comisión para crearle una sepultura apropiada. Estando los dos ya enterrados y reconocidos, no sabemos si seguirán susurrándose líneas de escritura el uno al otro en alguna parte, buscando juntos esa belleza grotesca que tanto amaban. 

sábado, 18 de febrero de 2017

"Sesenta años de La cantante calva: un récord mundial para el teatro" por Borja Hermoso


“Anda, son las nueve. Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino, ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien, esta noche. Es porque vivimos en los suburbios de Londres y nuestro apellido es Smith”.
No estaría de más acudir a Freud para tratar de explicar por qué una obra como La cantante calva, de Eugène Ionesco, cuyo texto arranca con esta absurda declaración de intenciones, ostenta el récord mundial de permanencia en cartel en un mismo teatro (La ratonera, de Agatha Christie lleva más tiempo, pero ha pasado por tres teatros londinenses). El jueves, en el minúsculo Théâtre de la Huchette, en pleno Barrio Latino de París, responsables del local, actores, técnicos y espectadores celebraron juntos 60 años de programación ininterrumpida.
La obra, la primera de la treintena larga que escribió el francés de origen rumano Eugène Ionesco (Slatina, 1909-París, 1994), no se estrenó aquí, sino en el Théâtre de Noctambules en 1950. Pero desde el 16 de febrero de 1957 es representada cada noche (excepto los domingos) sobre el pequeño, encantador y desvencijado escenario de La Huchette, un teatro de bolsillo con capacidad para 90 espectadores bien apretados y situado en una de las calles más bullangueras y turísticas de París. Varias tabernas griegas de gama baja, tres o cuatro bocadillerías turcas, dos viejos clubes de jazz y tiendas de souvenirs rodean el local.
La versión y la puesta en escena a la que asiste el público es la misma que la de hace seis décadas, firmada por el actor y director teatral Nicolas Bataille, amigo íntimo de Ionesco. No se ha tocado ni un pelo. Los mismos biombos verdosos, el mismo vestuario raído, la misma lámpara de mesilla, los mismos 17 sonidos del péndulo… “anda, son las nueve”. Absurdo. Todo aquí carece de lógica, el sentido de tiempo del tiempo se diluye, todo huele deliciosamente a naftalina y cada noche, invariablemente, se agotan las entradas. Hay franceses, claro, pero sobre todo turistas extranjeros. Italianos, japoneses, estadounidenses, británicos, españoles (no muchos). Hay parejas de abuelos que vuelven cada cierto tiempo, se cogen de la mano cuando retumban los tres toques antes de descorrerse el telón, ríen con cada diálogo.
La cantante calva –que ni es calva ni cantante ni sale para nada en la obra- no empezó bien su biografía. La crítica de París vapuleó esta "antiobra" (como la llamó el propio Ionesco) en su estreno de 1950. El crítico del diario Le Figaro escribió: “Ionesco no tiene nada que decir. Dentro de ocho años nadie se acordará de él”. No tuvo buen ojo: Ionesco es hoy uno de los autores más representados en el mundo, si bien él era el primero que considera La cantante calva “irrepresentable”. Pero fue en febrero del 57 cuando se gestó la leyenda. Nicolas Bataille y Ionesco alquilaron el Théâtre de la Huchette para representar las dos obras durante un mes, y solo pudieron hacerlo gracias al préstamo que les hizo el director de cine Louis Malle, amigo del primero. El éxito fue instantáneo. La crítica, antes reticente o agresiva, se hizo unánime. Ionesco se puso de moda. Por las butacas de La Huchette empezaron a desfilar Raymond Queneau, Edith Piaf, Sophia Loren, Maurice Chevalier, Jean-Louis Trintignant (luego actor en varias obras de Ionesco), Jacques Tati, André Breton…
Ionesco empezó a escribir La cantante calva hacia 1943, en Rumanía, y la remató en París. Se le ocurrió mientras estudiaba inglés con el método Assimil. Su intención era clara: desmontar los mecanismos y rutinas del uso del lenguaje, reírse de su uso y abuso y, partiendo de ahí, masacrar las rutinas y convencionalismos puestos en marcha cada día por el ser humano. Tres ingredientes, la angustia, la risa y el sinsentido para contar el meollo de la cuestión: la soledad del ser humano, la insignificancia de su existencia. Ionesco no soportaba que algunos teóricos y críticos teatrales situaran el nacimiento de lo que se daría en llamar el Teatro del Absurdo en la obra Esperando a Godot, de Samuel Beckett, a quien no podía ver.
El teatro tiene su sede en la planta baja y los sótanos de una casa del siglo XVI. Entre la puerta de acceso a los camerinos y las oficinas y la de entrada al patio de butacas se sitúa el portal por el pasan los vecinos del inmueble. Hay cubos de basura y mucha humedad. Estamos en 2017. Nada ha cambiado desde 1957, excepto que desde 1965 los actores —tres elencos que se turnan en la función— funcionan en régimen de cooperativa.
Roger Defossez es el actor que más veces ha salido al escenario de La Huchette en toda su historia. Ha encarnado más de 6.000 veces al Señor Smith, uno de los personajes de La cantante calva. Es, además, el responsable artístico de la obra y heredero directo en ese rol de Nicolas Bataille, primer director artístico del montaje. Defossez sustituyó a Bataille a la muerte de este. Pero 6.000 funciones no parecen haberle sacado del camino de perfección que hace muchos lustros se marcó: cada martes a las cinco de la tarde convoca a la troupe de actores de ese día para un ensayo en el que se van limando detalles, incorporando otros, afinando y haciendo más absurdo —valga la expresión— el teatro de Eugène Ionesco. “El teatro es ante todo divertirse, y yo sigo divirtiéndome con Ionesco, quizá porque La cantante calva no es un texto cartesiano, es distinto cada vez, su margen de absurdo es abierto, ilimitado. La he hecho como 6.000 veces de un total de 18.500 funciones… ¡no está mal, eh?”, cuenta a sus 84 años.
Roger Defossez recuerda así a su amigo Ionesco, que solía llamar a la taquillera para preguntar cuánto dinero habían recaudado esa noche: “Eugène era un tipo muy complicado, inquieto, angustiado, pero adoraba venir a La Huchette. A menudo cruzaba la calle, entraba en uno de esos bares griegos y compraba dos botellas de raki que se bebía con nosotros en el camerino al acabar la función”.
Frank Desmedt es el director del Théâtre de la Huchette, que estos días celebra a lo loco los 60 años de Ionesco. El próximo 4 de marzo, el teatro acogerá la Noche absurda y un maratón de 24 horas de La cantante calvaLa lección. “Aquí en La Huchette todo es absurdo, los viejos son jóvenes y los jóvenes son viejos”, apunta, “los viejos llegaron aquí para desempolvar el teatro, que era burgués e inmovilista. Vieron en el teatro de Ionesco un viento de libertad, un teatro que al fin les permitía escapar de los manoseados códigos del género”.
El primer responsable del teatro acude a su vez al absurdo y a la broma para recordar a Ionesco. No cabe mejor tributo: “Es uno de los autores más representados en el mundo. Le hemos propuesto a Donald Trump hacer La cantante calva en la Casa Blanca, porque creemos que la obra iría muy bien con su programa político, pero aún no nos han contestado. Lo que suele decir Trump no se aleja mucho de lo que se dice en la obra de Ionesco… las dos están llenas de absurdo. Y Trump alimenta ese absurdo con la misma pasión con que lo hacía Ionesco”.
Ider Amekhchoun es el regidor de La Huchette desde hace 35 años. La noche del pasado martes, justo antes de empezar la representación, sale al patio de butacas por la puerta lateral. Dice lentamente: “La representación va a comenzar. Hoy tendrá lugar la representación número 18.491… por favor desconecten sus móviles. Que disfruten. Gracias”.

Empieza otra vez, se reanuda, inalterable al paso del tiempo, el fenómeno Ionesco. Más de un millón y medio de almas son testigos.