Sergio se viste de choni, peluca rosa y minifalda de vuelo. Mario, de mascachapas, gorra con la visera en la nuca y camiseta por el ombligo. Sergio es Julieta. Mario, Romeo. Ella no es Capuleto, sino de los Moya de toda la vida. Él no es Montesco, sino de la rancia estirpe de los Ramírez. Si Shakespeare los pudiera ver (él, en el descansillo de la escalera de acceso a los servicios y ella, en lo más alto, apoyada en la barandilla) mientras Romeo requiebra a Julieta, escribiría una comedia nueva. No reconocería su obra, pero se habría divertido tanto como nosotros ante la declaración de amor plagada de ripios y obscenidades. Y se habría descacharrado con las resueltas respuestas de Julieta, la del cabello sonrosado. No han respetado el espíritu dramático de la obra, tampoco la personalidad de los personajes, ni el devenir trágico del argumento. Todo es parodia, sorna y chascarrillo. Todo es júbilo adolescente en los graves pasillos del instituto. Todo es desmesura y buen humor. Y si Shakespeare se hubiera detenido para analizar el verdadero sentido de su representación, habría apreciado que ellos, la choni travestida y el mascachapas, pese a la parodia grotesca, veneran la obra del bardo, la sienten en lo más hondo de su voracidad adolescente
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miércoles, 15 de febrero de 2017
Romeo y Julieta, de los Moya y Ramírez de toda la vida
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Crónicas desde la "indocencia"
domingo, 12 de febrero de 2017
Adolescens IV
"H., F. y la policía municipal"
Por el pasillo de jefatura veo acercarse a una pareja de
policías municipales. Él y ella son de la misma altura y, aunque miden casi lo
mismo que nuestro alumno F., estos dos sí que han terminado de crecer. Llevan una
libretilla en la mano donde veo escritos los nombres de algunos alumnos que
conocemos muy bien en los despachos de jefatura: F., H. y otros dos
personajes secundarios. Me explican que han sacado de un parque a estos cuatro
chicos de 1º de ESO y les han obligado a volver al instituto. Dos lloraban sin
consuelo, pero los otros ni se han inmutado ante las advertencias de la
autoridad. No necesito saber quiénes son "los otros". Lo adivino a la primera,
como lo haría cualquiera de ustedes. El parque está en construcción y, por
supuesto, precintado para que nadie sufra ningún accidente. Los chicos se han
saltado los precintos y se los han encontrado en lo alto de los columpios y los
toboganes todavía sin desembalar. F. y H. son intrépidos por
naturaleza. No temen al calor, ni al frío, ni al profesor de Educación Física,
ni a Jefatura de Estudios, ni al Director, ni tampoco a la pareja de policías.
Les explico su involución en el centro. Los otros dos muchachos estaban muy
asustados por la reacción que tendrían los padres al conocer los hechos. F. y H. no tienen ese problema. Prácticamente viven solos, aunque el padre de
H. acaba de volver de su país, vende en los mercados y apenas para
por casa. Espero que esta aventura no se la hayan inspirado las lecturas de Tom Sawyer y el Lazarillo. De esto no digo nada a la policía.
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Crónicas desde la "indocencia"
lunes, 6 de febrero de 2017
"Pecado y expiación en el año 1000: el lado cómico de la Edad Media" por Kiko Amat
Milagros y milagreros:
Si uno examina los milagros expuestos en ambos Testamentos y en
las vidas de los apóstoles durante los primeros años del cristianismo, es
inevitable concluir que a la milagrez de la Edad Media le quedaba solo una
barrita de batería. Como si entre Cristo y sus mágicas huestes la
hubiesen desgastado por el sobreúso, vaya. Ese milagreo en reserva llega al
Medievo en un estado renqueante y francamente exiguo, por lo que cuentan las
crónicas de la época. Un tal Bernardo, «maestro de las escuelas de Angers»,
relata cómo el relicario de la Santa Fe en (algún culo de mundo de) Aquitania
resucitó a un mulo que había caído derrengado en un camino, y que su caballero
había mandado desollar. Ni panes ni peces a capazos, ni ciegos que de repente
leen letra muy pequeña ni céreos semitas que abandonan su cadavérica
horizontalidad: un puto borrico. Un asno que se había pegado tal susto al
escuchar la palabra «desollar», el pobre, que del julepe había regresado al
mundo de los vivos. Ese es el milagro espectacular de la era. Bernardo, quizás
sospechando que su audiencia distaba de haberse quedado impresionada por la
gran saga del burro cataléptico, añade en sus crónicas que la estatua
antropomórfica de san Benito en Taury (Troyes) fue la causante de que un «perro
negro, totalmente rabioso» atacase a un procurador injusto de la zona llamado Godofredo y
le desgarrara «la nariz». O sea: los menesterosos anarquistas de la época
atizan a un perrazo asesino para que le mastique la cara al vil Godofredo
El-Ahora-Desnarizado, y tenemos que agradecérselo a un cacho-madera con vaga
forma de santo fanfani. Bah. Como evasiva ante la policía política de la
época me parece excusable («¡No hemos sido nosotros, que ha sido el San Benito
este!»), pero como intervención divina no cuela. Para mí que los santos de
entonces debieron ser parecidos al mago chapuzas aquel de la clase de Harry
Potter, cuya varita solo suelta decepcionantes chispazos y llufas de
diversa consideración.
Reliquias y relicarios:
El asunto de las reliquias de santos hacia el siglo XI debió
de ser un mercado más nutrido y lucrativo que el de las figuras articuladas de
una franquicia Pixar, o el merchandising de una gira mundial de U2.
Por no decir el efecto pacificador que toda aquella casquería de mártires
troceados tenía sobre el famélico vulgo. «Sobre el respeto que [las reliquias]
inspiran descansa de hecho todo el orden social; puesto que todos los
juramentos que intentan disciplinar el tumulto feudal se prestan, en efecto,
con la mano sobre un relicario», nos ilumina Georges Duby. Tiene
cachondeo, entonces, que todo aquel «tumulto feudal» se apaciguara con solo
posar las manos sobre el equivalente medieval de un Lego Star Wars y mascullar
un par de latinajos de genuflexión servil. Lo de las reliquias era un chanchullo
espectacular, en fin, una de las supercherías mercantiles más exitosas de la
cristiandad. Como en la carn d’olla catalana,
de los santos se aprovechaba todo: fragmentos del prepucio del Mesías (no
bromeo), huesos metacarpianos en salmuera, el cerumen de las orejas de san
Chindasvinto y el sagrado esfínter de santa Matilda. Todo era susceptible de
ser adorado. Los testículos de san Malaquías también, en efecto. Y ni me hablen
del Lignum Crucis (o reliquia del madero con el que crucificaron a Jesús de Nazaret):
si uno unía todos los cachillos de leño santo que había desperdigados por
Europa y Oriente, el volumen de maderaje habría servido para armar toda la
flota imperial británica dos o tres veces. Por supuesto, el pedazo más grande
de Lignum Crucis está en España, pueblo de renombrada fiabilidad histórica e
innata aversión nacional al timo. ¿Que cuál es mi reliquia favorita, escucho
que preguntan? Es una decisión injusta, pero creo que me decanto por la cabeza
ENTERA de san Juan Bautista (aunque hay una veintena repartidas por ahí,
incluso en el Nuevo Mundo; seguro que con un Made in Taiwan en la
base del cuello), quizás por la euforia generalizada y «vivo regocijo» estilo
MDMA que inundaba la cristiandad cada vez que lo sacaban de paseo. O porque me
recuerda a las cabezas en frascos de Futurama.
Los ocho pecados
capitales. No, espera, te lo dejo en siete:
Es bien sabido que Gregorio Magno, papa romano del siglo VI,
fue el primer piernas en hablar de siete pecados capitales: los
mundialmente conocidos gula, avaricia, lujuria, vanagloria (hoy orgullo), ira,
pereza y envidia. Poco antes eran también pecado la ebriedad y la tristeza.
Ahora que lo pienso: quizás incluso más atrás (en el siglo iii, pongamos)
existían seiscientos cincuenta y un pecados capitales, y era un endiablado
tormento llevar la cuenta de todos tus actos pecaminosos. ¿Tener sabañones?
Pecado. ¿Silbar fragmentos de Annie? Pecado. ¿Agarrar mal el lápiz?
Pecado, y encima mortal. Supongo que por sentido común y falta de inquisidores
se irían reduciendo los pecados hasta llegar a los siete que conocemos. Pero
volvamos por un instante al asunto de la ebriedad y la tristeza. O sea, que si
tu damisela te había dejado por culpa (tal vez) del musgo micológico que
alfombraba tu dentadura y decidías matar las penas echándote un par de
lingotazos de hidromiel al gollete, ibas de morros al infierno, y por partida
doble. Triple, si todavía almacenabas en tu corazón algo de ciega ira contra
aquella golfa abandonante (triple life,
como en la legislación estadounidense). Un borrachín con tendencia a la
melancolía, así, podía abandonar para siempre toda esperanza de ingresar en el
reino de los cielos (en mi pueblo no se habría salvado ni un alma, empezando
por mí mismo). De forma muy sospechosa, además, la mayoría de esos siete
pecados dejaban de serlo mágicamente si quien los practicaba era un señor
feudal, un caballero andante con acceso a montura y mandoble o el prelado
pederasta de algún burgo dejado de la mano de Dios. Lo opuesto a como es ahora,
vaya.
Satanás y el Anticristo:
Tratándose de tiempos impíos como aquellos, no es extraño que el
demonio anduviera a su bola por todo lo ancho y largo del año 1000. O al menos
eso era lo que afirmaban los monjes del momento, que en apresurada exégesis
atribuían cualquier nadería (un quítame allá ese sarpullido sobaquero, un
orzuelo de la parienta, un ataque de ventosidades mortíferas) a la presencia
del Maligno. Los llamados oráculos sibilinos, best sellers de la
época, anunciaban que la llegada del Anticristo vendría precedida por unas
cuantas señales inconfundibles. Según la tradición profética, esas «señales»
incluirían «malos gobernantes, conflicto civil, guerra, peste, sequías,
hambres, cometas, muertes repentinas de personajes importantes» y también la
invasión de hunos, mongoles o cualquier otra horda de bigotudos alfanje en
ristre. Ya pillan el turbador hándicap de los oráculos: en la Edad Media, todas
esas «señales» eran el pan de cada día. De ahí la atmósfera
apocalíptico-genocida reinante. En todo caso, por ahí iba Satanás, sin escolta
ni bigote postizo ni gafas de folclórica, sufriendo encontronazos constantes
con cualquier hijo de ramera. Raoul Glaber, monje y cronista de la época,
relata en el libro V de sus Historias que una noche despertó para
hallar a un «enano horrible de ver» al pie de su camastro. No, no era yo. Se
trataba de un ente «de estatura mediocre, cuello menudo, rostro demacrado, ojos
muy negros, frente rugosa y crispada, nariz encogida, boca prominente, labios
hinchados…». He dicho que no era yo, leches. Glaber, que tenía la grabadora a
mano, continúa su informe forense durante varias líneas, el muy latoso, para
concluir que aquel demoníaco adefesio lucía también inevitable «barba de
chivo», «dientes de perro» y, de forma más inquietante, «nalgas temblorosas».
Aciago fin, pues, para Lucifer, el ángel más hermoso de las huestes
celestiales, a quien hacia el año 1000 parecía que las cosas del amor y los
negocios le iban peor que nunca. De Querubinísimo Mayor de Dios a chaparro
noctámbulo fumador de crack con culo temblón. A eso llamo yo caer en
desgracia, Lu.
Y es que la tradición juanina (del Apocalipsis de san Juan) estaba completamente obcecada con la
figura del Anticristo, siervo e instrumento de Satán, un «monstruo con cuernos
que mora en las profundidades», una «formidable personificación del poder
destructor y anárquico». Lo chungo de todo esto es que el sambenito de esa
personificación podía caerle encima a cualquier imbécil; los monjes y súbditos
no se mataban recopilando pruebas, y definían como «Anticristo» al primer
monarca incompetente que se cruzara en su camino. Norman Cohn nos dice que
«cualquier gobernante que pudiera ser considerado un tirano se consideraba apto
para recibir los atributos del Anticristo». De forma asaz artera, si las
profecías fallaban (y siempre fallaban) y aquel rey solo era un
cantamañanas sifilítico y catavinos que no sabía hacer la O con un canuto en
lugar del «dragón, esa antigua serpiente» que habían predicho las más cenizas
admoniciones de los frailes, se le degradaba fulminantemente y pasaba a ser
solo «precursor» del Anticristo, el cabo chusquero con trompetica que avisaba
de la llegada del gerifalte. Método científico estilo año 1000, como ven. Se
parece un poco al sistema «JUSTIN BIEBER DENIES
SMOKING BASE!» típico de la prensa amarilla. Primero suelta el rumor, que
siempre hay tiempo de desmentirlo (aunque tizne), y luego ya veremos qué pasa.
Penitencias y
mortificaciones, o los sutiles encantos de la flagelación:
«Alguien tiene que lavar todo el mal creado», que cantaban Los
Canguros en 1988. Y en la Edad Media, ya lo dije, el «mal» campaba a sus
anchas por la cristiandad y allende los mares, y con él la necesidad universal
de purgarlo. Lo de la obsesión por la penitencia era en el año 1000 una cosa
tan generalizada y popular como lo es hoy la fijación por la firmeza de glúteos
o cada nueva serie interminable de HBO. Dejando de lado lo de organizar
cruzadas locatis cada dos por tres —que terminaban invariablemente como el
rosario de la aurora— la forma más célebre de mortificación era la flagelación
o, mejor dicho, autoflagelación (si flagelabas de esquinillas a otro incauto no
contaba como penitencia). Lo del autoazote redentor se inventó en el siglo XI en
algún monasterio perdido de Italia —nadie había sido tan gilipollas como para
ponerlo en práctica hasta entonces— y prendió como la pólvora entre los
frailes, que siempre andaban necesitados de tormento BDSM carno-rectal. Al poco
tiempo ya era un dance craze que
había infectado al pueblo cavernario, como la zumba, y todo el mundo procedió a
arrearse con el látigo como si no hubiese un mañana (y nunca mejor dicho, desde
el punto de vista escatológico-milenarista, pues la población creía de
veras que no llegaría a ver un nuevo amanecer).
La cerril masa al principio se infligía esa severa tortura con la
humilde esperanza de que Dios, juez castigador, «depusiera su ira, les
perdonara sus pecados» y punto, pero en un santiamén ya había entrado en juego
la chifladura redentora típica del periodo. Norman Cohn define a los
flagelantes como «una élite de redentores por la autoinmolación»; o, dicho de
otro modo, peña que no solo creía que se estaba salvando a sí misma a latigazo
limpio, sino también que su salvación afectaba a toda la comunidad. Sí, esas
nuevas procesiones de flagelantes, en su tosca imitatio Christi colectiva,
se veían a sí mismas como supermártires que cargaban con los pecados de todo el
mundo y no, como uno estaría tentado a pensar, como una panda de julays
histriónicos y ensangrentados que montaban más escandalera que un cantante emo
de los noventa. Y, sin embargo, la ciudadanía se los tomaba al pie de la letra.
Cuando los veían aparecer con sus estandartes y velas encendidas, y los tipos
—ya casi en cueros— procedían a aplicarse leña fustigante durante horas delante
de la iglesia del pueblo, «los criminales confesaban, los ladrones devolvían
sus botines, los usureros renunciaban al interés de sus préstamos, los enemigos
se reconciliaban y las querellas eran olvidadas». Hay que admitirlo: la cosa
era espectáculo en estado puro. El movimiento flagelante fue, junto a los
cruzados, el primero de la historia en poseer algo parecido a un uniforme
(vestidura blanca con cruz roja delante y detrás y capucha o sombrero a juego),
y entre la pinta ku-klux-klanesca, aquel «sembrao» de antorchas y el consiguiente look Núremberg,
y todos los TCHAKS TCHAKS y cantos y berridos («¡Virgen santa, ten piedad de
nosotros!») y lamentos, y las caras de raver pasadísimo a las seis de
la mañana en mitad del mix largo del «Higher State of Counciousness»… En fin, cualquiera no se arrepiente
de algo. Yo habría confesado hasta aquel asunto de las canicas del Peláez,
en 1979. Lo único condenable del asunto de los flagelantes revolucionarios es
que al cabo de un tiempo de andar vergajeándose los omoplatos por esos mundos
de Dios empezaron a aburrirse de la rutina, y entonces procedieron a instaurar
pogromos de cariz antisemita en cada villorrio donde iban a caer. Lo que nos
lleva a:
Plagas, pestes y
matanzas a gogó:
Alguien tenía que tener la culpa de todo aquello, y los
judíos, hacia 1348-49, pillaron lo que no está escrito y un poco más. Háganme
el favor de recordar que fue en aquel lapso de tiempo cuando tuvo lugar la
terrible peste negra, la mayor epidemia de fiebre bubónica que ha visto la
humanidad, y que se llevó por delante a un tercio de la población. Un tercio,
que se dice pronto. Ya pueden imaginar que, siguiendo una honorable costumbre
medieval, la plaga fue interpretada como «castigo divino por las transgresiones
de un mundo pecador» y, una vez efectuadas las ansiadas demostraciones
público-nudistas de purgación con gran derramamiento de hemoglobina, procedió a
buscarse a algún «pasmao» que pudiera cargar alegremente con el resto de pecado
insostenible (y derramar también algo de su hemoglobina, a poder ser). Si se
trataba de un tío con acento raro, barba forestal y yarmulke, mejor que mejor.
En efecto: como volvería a suceder innumerables veces en la
historia (en España también), los judíos fueron los hombres que serían culpados
por TODO. A principios de 1349, alguna mente preclara —de las más brillantes de
su generación— anunció que la causa de la peste negra era el vertido de veneno
en las reservas de agua, y la jauría procedió a apiolar, en este orden, a «los
leprosos, los pobres, los ricos y el clero, hasta que se centraron
definitivamente en los judíos». El populacho se cansó de la matanza hacia marzo
(tres meses seguidos de pogromo, la madre que los parió; supongo que al
menos debían parar para las comidas), pero en julio sobrevino una segunda horda
genocida promovida por los cada vez más chiflados flagelantes. Los judíos
llegaron a considerar a todos aquellos ceporros zurriagantes encapuchados como
«sus peores enemigos», y con razón. Nadie tuvo la presencia de ánimo para
recordarles a aquella panda de ultranazarenos chillones que la peste, ese
instrumento igualitario sin par, no hacía distinciones entre judíos y gentiles,
ricos o pobres, genios o ñus. Pero daba igual, y ya era demasiado tarde para
consideraciones intelectuales de ese calado: la gran farra, el gran impulso, la
última raya de speed a hora
desaconsejable, el inmenso drama escatológico debía seguir hasta su consecución
lógica: el Fin de los Días, el cumplimiento de la Tercera Edad y el
advenimiento del Apocalipsis. Cuando todos nuestros pecados serían purgados y
los puros de corazón ascenderían como un solo hombre al reino de los cielos.
Bla, bla.
Como ya sabemos, no sucedería así. Lo único que acarrearía todo
aquel insensato derramamiento de sangre sería un montón de charcos que fregar y
una pila enloquecida de cadáveres que carbonizar. Y todos aquellos hábitos
hechos jirones, malaguanyats. Con los años sí caería sobre nosotros la ira
de Dios con máxima potencia exterminadora, pero no vendría en forma de plagas
croantes o reptiles lacustres que emergían de las simas miasmáticas del Hades,
sino de series de TV españolas (Gym Tonic es
el puro Anticristo, por supuesto), libros pueril-eróticos que se tornan
superventas mundiales, hipotecas subprime y
redes antisociales. ¿El 1000, los años oscuros? No me hagan reír.
sábado, 4 de febrero de 2017
Adolescens III
H., H. y otra vez H.
Desde que H. cumplió su pena de expulsión, ha rectificado su
comportamiento: en vez de verlo por jefatura una vez a la semana, lo recibimos
una vez al día. Lo manda el profesor de Educación Física porque le impide dar
la clase. H. dice que solo ha pateado un palo. Lo trae personalmente el
profesor de Lengua porque tampoco le deja dar clase. El muchacho dice que no ha
hecho nada. Lo manda la profesora de Inglés porque molesta constantemente a sus
compañeros. H. alega que solo ha pedido un lápiz. Lo trae el profesor de
Geografía e Historia porque ha llamado al móvil a otro compañero y a este le ha
sonado su aparato en clase. H. dice que ha sido al revés. Lo comprobamos:
revisamos el móvil del compañero. H. ha dicho la verdad, es posible que por
primera vez. Me pide clemencia para el compañero cuando hacía un instante
estaban a punto de pegarse. Pasa horas y horas en mi despacho. Su actitud es
muy extraña. A veces llora; otras, apoya la cabeza sobre la mesa y se la tapa
como si quisiera hacer desaparecer el mundo; otras, no se atreve a mirarme
cuando le hablo. Al poco de estar en el despacho, me pide siempre tarea. No
aguanta la inactividad. Ya se ha leído los mitos griegos en versión actualizada
y ha empezado Las aventuras de Tom Sawyer
y el Lazarillo de Tormes. Después
de cada lectura, nos hace un resumen oral. ¿A ver si su problema es que ama la
literatura tanto que desea ser expulsado para leer a los clásicos? Bueno, no
sé. También se dedica a pellizcar la esponjilla de la silla y a tirarla por el
suelo y no creo que quiera se tapicero, o sí.
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Crónicas desde la "indocencia"
"En las ruinas del Romanticismo" por Ramón Andrés
En las cabinas de popa, en las vigas de las goletas y bergantines,
en esos veleros que anclaron en los crepúsculos de Caspar David
Friedrich empezó a inscribirse, en el último tercio del siglo
XVIII, el lema de Pompeyo: “Navegar es necesario, y no es necesario vivir”.
Retomar esta antigua costumbre de navegantes es una alegoría de la conciencia
romántica, la visión de una existencia concebida como viaje a lugar alguno.
Azar, tempestad. Un periplo sin término: así es el mundo, así es el Yo que lo
contempla. Europa, los acantilados, la bruma y una ermita lejana, un cielo de
Philipp Otto Runge, la noche de marzo de 1797 en la que Samuel Taylor Coleridge
leyó en casa de los Wordsworth La
oda del viejo marinero. El albatros que cruza por aquellos versos es, en
realidad, una veleta, la necesidad de un viento norte. Por entonces el cuerpo
de Mozart,
cubierto de cal viva, se había deshecho en no se sabe qué fosa de Sankt Marx,
el cementerio vienés, a 15 minutos del Danubio. Era el tiempo en que Beethoven, todavía muy
joven, había dado a su editor Artaria las Sonatas para violonchelo op. 5. Una de ellas, la escrita en sol
menor, la tonalidad que, según Johann Mattheson, servía para expresar tanto el
lamento como una alegría moderada, es extraña, problemática. Un augurio.
Nada que construir, la historia vivía
de sus vaticinios. Las premoniciones se estaban cumpliendo, sobre todo una: la
llegada del peor huésped, el más incómodo, como Nietzsche llamaría al
nihilismo. La Razón, su lógica objetiva, parecía algo ajeno a quienes habían
oído gritar en la Bastilla y más tarde respirado la pólvora napoleónica. El
Romanticismo fue un tejado a dos aguas: todo conducía a precipitarse; el único
asidero estaba en lo más alto, en lo más peligroso también. Estar arriba
significaba hacerse visible, obligarse a ser un espectador de sí mismo, como
hacía Goethe,
todavía joven, cuando subía al campanario de Estrasburgo para sentir el vértigo
de su existencia. En una de las pinturas rojizas de John Martin, que ilustró El paraíso perdido, un bardo, en lo más
áspero y peligroso de un abismo, clama con el arpa en la mano; puede caerse en
cualquier momento, una ráfaga, un traspiés devolverlo a su conciencia, es
decir, a su certidumbre de “ser para la muerte”. Pero en un cuadro de Friedrich
encontramos una figura todavía más inquietante si cabe: en los Acantilados blancos en Rügen, un
hombre está echado, como gateando. No podría estar de pie, su idea de destino
se lo impide; se acerca al precipicio, se asoma cauto, mira el cortante, un
cosquilleo en el vientre. Así es su estar en el mundo: ingravidez y
presentimiento, el mismo que sentían los lectores cuando abrían las primeras páginas
del Werther. El Romanticismo
está hecho de caídas y de quejas, de asombros y de melancolías.
Pasado el entusiasmo de los ilustrados,
se hacía difícil entender aquella lección que Hegel repetía
cada mañana: aprender a decepcionarse. Así tomaba cuerpo la subjetividad, así
empezó a despertar un individualismo que debía mucho, también, a la supuesta
inocencia rousseauniana y a su cultivo de una mirada gótica convertida en
interior, sólo en interior; lo demás era escenario y hostilidad, oposición.
Hablamos del mundo y de las consecuencias que debían pagarse por la religiosa
aspiración a la verdad que fue anunciada a guillotinazos en el Siglo de las
Luces. Este anhelo, de imposible cumplimiento, acabó corroyendo a las
generaciones de Kleist. Nada era como había sido prometido; nada respondía,
sino episódicamente, a esa adicción a la vitalidad, al entusiasmo que se dice
tuvieron los románticos. La utopía se redujo a renacer de lo perdido, a bracear
por las aguas del Rin corriente abajo como hacía Robert Schumann cuando,
en medio del delirio, se arrojó a ellas. Decía que un “la” le torturaba los
oídos, una nota, un solo e insistente sonido ponía música al pesimismo que
había desencadenado —oh, Prometeo…— aquella enseñanza kantiana que nos reduce a
ser siempre modestos alumnos, a reconocernos como miembros de una sociedad
endémicamente inmadura, dependiente de ilusiones, autoalentada a golpes de
poder, es decir, de destrucción. De ahí la necesidad, pueril y continua, de
volver a casa, de ahí los caminantes solitarios y su afinidad con la niebla,
tan abundantes en la pintura y la poesía: en realidad habían enfermado de
nostalgia, querían regresar y no podían; esto explica su amor a las canciones
populares, a las letrillas y los Volkslieder, a la nación, a la Edad
Media y su lumbre cristiana. Este retorno a las ruinas del espíritu fue el que
Nietzsche jamás perdonó a Wagner. No consintió
aceptar de nuevo el pecado original, y dijo, de una vez por todas, no a la
imploración. La necesidad de encontrar sentido como
fuerza ordenadora; la metafísica que sólo era el testimonio del cuerpo de un
dios todavía caliente, aunque muerto hacía mucho; el idealismo que hoy ha
quedado reducido a la idea de supervivencia, son las secuelas de aquella época
saciada de sí misma que se articuló entre los siglos XVIII y XIX. Su bisagra es
la imagen del tejado a dos aguas del que hablábamos que no ha cubierto lo
suficiente; los días eran y son intemperie. Es aquel un legado que entendemos
muy bien. Mejor no vivir engañados.
Quizá no sea casual que en poco espacio de tiempo hayan aparecido
tres libros a través de cuyas páginas quien lo desee puede “reconstruirse” y
reconocerse como herencia de aquel nihilismo que estaba a punto de estallar: su
deflagración nos ha manchado de totalitarismos, fobias y narcisismo. El de
Richard Holmes, Huellas. Tras
los pasos de los románticos (Turner, 2016), cuenta con un índice que
no puede resumir con más acierto el trayecto mental de aquel momento, y por
este orden: “Viajes”, “Revoluciones”, “Exilios”, “Sueños”. Floreced
mientras. Poesía del Romanticismo alemán (Galaxia
Gutenberg, 2017), obra de Juan Andrés García Román, es un cuidado y valioso
ejemplo de cómo articular una antología y una sensibilidad que, al igual que
sucede en el poema final de Heinrich Heine, canta a unos dioses declinantes de
Grecia, desposeídos ya de sus dones, como nosotros cantamos a una modernidad
desmantelada. El tercero explica de la manera más nítida lo que dejó tras de sí
el pincel negro y último de Goya, el exilio de
los intelectuales españoles, el fusilamiento de Torrijos, el pistoletazo de
Larra: vendrá la soledad sentida como asilo en el poema de Martínez de la Rosa;
el preferir “el daño a la ventura” de Ros de Olano; el odio a la vida y al
mundo que se resuelve en tedio de Gómez de Avellaneda: es la edición, exacta,
de Ángel L. Prieto de Paula, Poesía
del Romanticismo. Antología (Cátedra, 2016).
Lo que deja ver la filosofía del
Romanticismo, también su literatura y su música, su arte, es el pulso, la
tendencia a la totalidad, el continuado cultivo de ideas irrealizables —para el
bien de todos, la complaciente explotación del fracaso y hacer de eso una
insignia—. A menudo sintieron la marginalidad, como solemos hacer nosotros, sin
moverse del centro, o mejor, de su centro. Como nunca antes se elaboró un
victimario del que somos herencia todavía. Los románticos —al menos una parte
de ellos— tuvieron una gran permisividad con el infierno, pensaron que en sus
llamas estaba Mefisto, y que el arrojo de Lérmontov las combatía mientras
cabalgaba Un héroe de nuestro tiempo.
Fue una proyección sin fin; no sabían, o no quisieron saber, que en ese averno
solamente estaba la familia de siempre, la de los sordos polvorientos, que es
como Chateaubriand
llamó a los muertos.
Memorias, ultratumba, descenso. Pero en ocasiones la ascensión es
bajar al fuego. Hölderlin escribió hasta tres versiones de La muerte de Empédocles; cada una de
ellas, y de manera progresiva, muestra una mayor condensación, una senda mejor
trazada hacia la subida que conduce al cráter del Etna, donde se dice que el
filósofo presocrático desapareció entre la humareda. No sabemos si se arrojó
por orden suprema o por la voluntad de ser dios, como sostuvo Giorgio Colli. En
cualquier caso, ese camino de ascenso describe el “deseo de perdición”, la
atracción romántica por la destrucción, lo contradictorio de una mentalidad que
concibió desde el individualismo lo universal. Esto debería hacernos pensar,
bien arraigados como estamos aún en aquella tierra recorrida por gentes que a
cada paso creían dejar un paisaje abandonado. Los versos de un poeta menor,
aunque de interés, Gabriel García Tassara, resumen el problema que todos
podemos entender cuando hablamos de Romanticismo y de su prolongación: “Que
nuestro mundo sea / el círculo no más de nuestra sombra”.
Reseña crítica de "El pensamiento crítico de Rafael Sánchez Ferlosio" del amigo Juan Antonio Ruescas
En este artículo de la Revista Claves de Razón Práctica nº 250 Ernesto Baltar analiza el libro de Juan Antonio Ruescas sobre el escritor y pensador español Rafael Sánchez Ferlosio. Ruescas ha sabido compendiar las principales obsesiones que han nutrido el pensamiento de Ferlosio, aclara sus conceptos fundamentales y elabora una síntesis iluminadora sobre su trabajo y aportación al pensamiento contemporáneo.
[Comienzo del artículo]
Por fin un libro se atreve a analizar las claves del pensamiento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos. Lo hace además con seriedad y finura, ofreciendo una excelente introducción -sencilla, rigurosa, ordenada- a un pensamiento en extremo complejo; complejo no tanto por la dificultad de sus conceptos o presupuestos filosóficos (coincidentes en gran parte con la Escuela de Fráncfort) sino sobre todo por las peculiaridades estilísticas del autor, entregado a una escritura concienzuda y laboriosa que podríamos caracterizar como "pasamanería de la sintaxis".
Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) comenzó su andadura creativa como novelista de éxito con Alfanhuí y El Jarama, pero enseguida quiso huir del "grotesco papelón del literato" y decidió recluirse en su casa para dedicarse por entero al estudio de la gramática, centrando desde entonces su escritura en el género ensayístico y en los artículos de prensa. Precisamente en el último año la editorial Debate ha reunido estos trabajos de no-ficción en dos gruesos volúmenes, bajo el título de Altos estudios eclesiásticos y Gastos, disgustos y tiempo perdido, respectivamente. La novela El testimonio de Yarzof, publicada en 1986, fue una milagrosa excepción a esa decisión tajante, categórica, de no escribir más ficción.
martes, 31 de enero de 2017
"El ingenio y la hondura de Juan Bonilla" por Martín López-Vega
La brillantez de la obra de Juan Bonilla
(Jerez de la Frontera, 1966) repartida por su obra en prosa y verso, ha
planteado a menudo a sus lectores una pregunta de difícil respuesta: ¿qué
tal conviven el ingenio y la hondura? En sus mejores pasos, la respuesta de la
obra de Bonilla es contundente: de maravilla. En la memoria de cualquiera
de sus lectores están esos versos suyos que han hecho que sepamos lo que pasa
cuando a la rutina se la cae la t o que la verdad ya no es más que un periódico
de Murcia. Como con casi todo, el problema está en dar con la justa medida, en
elegir, de todas las ocurrencias, solo aquellas que trascienden el chiste.
Poemas
pequeñoburgueses (Renacimiento) es el nuevo libro de poemas de Juan Bonilla
tras recopilar sus versos anteriores en Hecho en falta (Visor). La primera parte, titulada igual que
el libro, nos devuelve al Bonilla que no renuncia a buscar una sonrisa en el
lector, pero no solo una sonrisa: “Oh Insolvencia, tú sí que sabes / el nombre
exacto de las cosas”, termina el primer poema, titulado “Herencia”. Ese tono
convive con otro más grave, el de poemas como “Ya no más”, que arranca: “El
futuro pasó como una guerra / de antepasados parlanchines, / condecorados por
no ser valientes, / por no haber entrado en el combate, / no haber muerto / y
poder inventarse alegremente / la guerra en la que no estuvieron nunca”.
“Desiderata” enumera los libros que no cuenta con encontrar en librerías de
viejo: “Me moriré sin conseguirlos”. “Apuntes de bachillerato” es una
serie de poemas cuyos títulos remiten a asignaturas. “Belleza es todo
aquello / que te la ponga dura”, dice “Historia del arte” (para señores, habría
que añadir). De lo grave a lo leve transita Bonilla usando siempre un tono
llano y conversacional que deja todo el riesgo en manos de su ingenio. Todo lo
demás tiende a la contención: ni en la sintaxis, ni en la elección del
vocabulario, ni en la estructura de los poemas hay nada que se salga de lo que
uno esperaría de un poeta de aquellos que llamábamos de la experiencia. Salvo
el talento que salva con una pirueta final unos poemas que fácilmente podrían
haber acabado en lo banal.
Otra historia encontramos en la segunda parte
del libro, titulada “El día de regalo” y subtitulada “Borrador de un poema”, un
poema que volvería por sí solo a Juan Bonilla como uno de nuestros poetas
imprescindibles. El poema arranca hablándonos de alguien que inicia su día
haciendo todo aquello que detesta. ¿Por qué? “Digamos que es costumbre
familiar. / Cuando se muere un padre alguno de sus hijos / tiene que regalarle
un día, / hacer durante un día las cosas que el difunto ya no hará, / ponerse
en su lugar”. El poema avanza convirtiéndose en un entrelazado de biografía del
padre, reflexión sobre las relaciones paternofiliales y esas pequeñas
cosas que son nuestro autorretrato sin que nosotros lo sepamos. El poema es un
borrador porque espera que “algún día mi hijo lo descubra entre mis cosas, / y
piense: un día de regalo, vale, padre”, “y me regale uno de los milagrosos días
de su vida / cuando el milagro de la mía haya terminado / y corrija y termine
este poema”. Creo que ganaría limando algún exceso conversacional (“ya te
digo”, ese “qué cabrón” repetido) por su redundancia; el tono del poema ya es
conversacional, y cargar las tintas demasiado en eso reduce la tensión del
poema. Pero es un poema enorme, que no debería faltar en ninguna de las
antologías que de este tiempo se hagan.
“Cincuenta años de éxitos”, tercera parte del
libro, remeda en su título el de la primera entrega publicada de Bonilla
(entonces eran justo la mitad, 25). “Canicas en un bote de cristal”, primer
poema de la sección, es un borrador de autobiografía a base de recuerdos: “Cincuenta
años, Juan Bonilla. / Mi más sentido pésame. / Mi felicitación más fervorosa.
// A partir de este punto recomiendan / caminar siempre de espaldas / para que
el futuro se empequeñezca en el retrovisor: / tienes toda la muerte por delante”.
La ironía es un ingrediente peligroso en
poesía. Es un antídoto que impide al poeta ponerse estupendo, pero que tiene la
peligrosa contraindicación de volverlo superficial. Casi siempre Juan Bonilla
la administra con maestría, pero sin duda consigue sus mayores logros cuando usa
apenas unas gotas. Por eso poemas como “Caminas en un bote de cristal” nos
dejan una sonrisa pensativa y otros como “El día de regalo” nos conmueven y nos
cambian. Por eso Poemas
pequeñoburgueses es un título ingeniosillo, que no hace justicia a los
poemas enormes que contiene.
domingo, 29 de enero de 2017
"Viaje al fin de la noche" por Juan Arnau
Decía Platón que los seres se transforman unos en otros según
ganen en inteligencia o estupidez. Un hombre podía convertirse en planta por
pura pereza. A esa metamorfosis Dante añade el amor. Y concibe su inferno como
ese lugar, ese estado de ánimo, donde no cabe su acción transformadora (del
amor como actitud, pues el amor como sentimiento también puede ser infernal).
Un invierno eterno. El paraíso, su contraparte, es la armonía de inteligencia y
amor. Por la montaña inversa del averno desciende Dante, guiado por Virgilio,
hasta el noveno círculo (el número de Beatriz), itinerario ineludible para
llegar hasta su difunta amada. Un viaje al interior que es también un viaje de
transformación.
Todo esto no era nuevo en la época del florentino, existían
precedentes antiguos del viaje a través de los mundos: el vuelo chamánico, el
viaje de Ulises al país de los cimerios, el descenso de Orfeo a los infiernos o
las incursiones de bodhisattvas en abismos budistas. Como región
simbólica, el infierno era etapa de un camino espiritual y emblema de cierto
grado de iniciación, lo que emparenta a Dante con la cábala hebraica y el
misticismo sufí. Y esa hermandad va mucho más allá si consideramos que la Comedia, la gran joya del medioevo
cristiano, es una variación de ciertas leyendas islámicas, algo que probó, hace
ya casi un siglo, un estudioso español. Asín Palacios cotejó el sacro poema con
los hadices y la escatología
musulmana, concretamente con el viaje nocturno o isrá en el que Mahoma visitó las mansiones infernales. La
sorpresa fue que la arquitectura infernal de Dante era trasunto de la de Ben
Arabí, confirmando la procedencia oriental de relatos que se creían de origen
celta. Dante, al que todo el mundo (incluso él mismo) consideraba aristotélico
y tomista, resultaba ser neoplatónico e islámico. Pero ello no fue obstáculo
para que Dante pudiera haber pertenecido a una orden de filiación templaria,
pues está bien documentada la conexión entre el hermetismo y las órdenes de
caballería, siempre proactivas en los intercambios con Oriente.
Conforme descienden los poetas, más
firme es la atadura de las sombras que encuentran. En los primeros círculos se
purgan los pecados de incontinencia, los más comprensibles para la justicia
divina (lujuria, gula, avaricia), mientras que en las profundidades se castiga
la bestialidad y la malicia. Los violentos contra sí mismos, los violentos
contra el prójimo y los violentos contra Dios. Los codiciosos de lo terrenal
están boca abajo, no pudiendo alzar la mirada a las estrellas, los suicidas se
transforman en árboles, los aduladores están recubiertos de heces, los adivinos
tienen la cabeza vuelta a la espalda, sombras que quieren llorar y no pueden.
Cada cual es hijo de sus actos y es trasmutado por ellos. Hay una escena que no
cede en horror a ninguna otra. En el segundo recinto del noveno círculo, un
gélido lago aprisiona el alma de los traidores. Helados en la misma fosa, el
conde Ugolino roe con furor el cráneo del arzobispo Ruggieri, que lo encerró en
vida en un torreón y lo dejó morir de hambre junto a sus hijos. El odio fabrica
desgraciados y de esta forma renuevan su dolor.
Toda la cultura europea está impregnada por la Comedia, por las emociones que
evoca, por su intensidad y exactitud. Borges recomendaba olvidarse de la
erudición y atenerse al relato. Poco importan las querellas entre güelfos y
gibelinos, la batalla de Montaperti, las alusiones míticas o escolásticas. La
poesía nació de la épica y la épica es narrativa. De ahí que si se desconoce el
toscano medieval, sea mejor leerla en prosa (en verso castellano resulta
agotadora, pese al magnífico esfuerzo de Ángel Crespo). De este modo es posible
seguir el hilo mágico de un relato que tiene una inteligencia oriental. El
proceso iniciático de Dante (de cualquier hombre) reproduce el cosmogónico,
idea recurrente en el pensamiento védico y neoplatónico. Realizar las
posibilidades del ser así lo exige. “¿No veis que somos larvas para formar la
mariposa angélica que a Dios mira de frente?”, dice Dante evocando a Ovidio y
anticipándose a Kafka. El hombre está destinado a la metamorfosis, y las hay
regresivas y evolutivas. Unos se convierten en planta o mineral, otros, como
Beatriz, en ángeles. El espíritu tiene una vocación ascensional, pero para
realizarla debe aligerarse. Los hombres, nacidos de la carne, no son sino
gusanos, pero gusanos que lo divino puede trasmutar en ángeles.
La tesis es simple: el infierno existe, pero es un lugar de paso.
El budismo planteó la cuestión en estos términos: ¿hay seres que por su ceguera
y terquedad están privados para siempre de la experiencia del despertar? Dicho
de otro modo: ¿hay pozos inexpugnables o existencias irremediablemente oscuras?
¿Tiene este universo seres a los que nadie podrá rescatar o siempre hay
oportunidad, por nimia que sea? Lo que para la imaginación era un infierno, es,
desde esta perspectiva, un tránsito purificador que lava el alma para vestirse
de lo divino. Hay que afinar la sensibilidad. Uno se convierte en lo que mira.
No todas las naturalezas pueden ver a Dios, pues verlo y crearlo es una misma
cosa. Ese es el secreto de la participación.
sábado, 28 de enero de 2017
Adolescens II
"F., H. y Á."
F. R. tiene nombre de emperador romano o de caballero
medieval o de grupo musical alternativo. En realidad, es un muchacho de doce
años que no ha empezado todavía a crecer. Se parece a Rocco - el de Rocco y sus hermanos-.
Su perfil no es tan perfecto como el de Alain Delon, pero hubiera dado mejor
como protagonista de la película que el propio actor francés.
En menos de un mes de clase, ha logrado la hazaña de ser expulsado junto a dos de sus compañeros. Es nuevo en el centro. Acaba de llegar del colegio de
primaria y no le ha intimidado el hecho de encontrarse con chicos mayores ni le
ha impresionado un ambiente desconocido. F. es agresivo. No controla su mal
genio y no conoce la frontera entre el bien y el mal. Golpea en cuanto tiene
ocasión, desafía al profesor de Educación Física (el más serio y fornido del
claustro) y se comporta con impasibilidad cuando se le reprende. Es el Clint
Eastwood de 1º de ESO. Aborda una bronca del Director como el actor americano
un duelo bajo el sol.
Hoy le ha pegado un puñetazo en la barriga a un compañero suyo y
unas patadas violentas en la espinilla porque el otro le ha golpeado
fortuitamente con el brazo durante una carrera. F. lo cuenta y se defiende
sin pasión, sin nervios, con absoluta naturalidad. Como si el papel de acusado
lo sufriera todos lo días. Como esos delincuentes habituales que están cansados
de declarar ante la policía y lo hacen con el mismo desparpajo que quien saca
dinero del cajero.
F. es bajito, peina la raya a un lado y su rostro redondo no expresa ninguna emoción: ni rabia, ni ira, ni desencanto, ni abulia, ni por
supuesto arrepentimiento. Su padre apenas para por casa y su madre parece
intimidada por la actitud indolente del muchacho. En la reunión de expulsión,
intenta disculparlo y él muestra el rostro de Rocco antes de la pelea o el de
Clint después de cargarse al malo.
Uno de sus profesores nos habla de los problemas que tuvo en los
tres últimos cursos de primaria, durante los cuales, las agresiones a
compañeros y los desafíos a los maestros eran continuos. No tomaron medidas
drásticas porque consideraron que un niño de nueve, diez u once años era aún
recuperable para las buenas prácticas ciudadanas. “Lleva el conflicto en los genes”, sentencia. Mientras tanto, F. atiende a las diatribas del director y a la defensa de la madre con la misma mirada
bovina. Como las putas de las rotondas ven pasar los coches.
H. viene de otro país. Pronuncia un español perfecto, sin
asomo de acento extranjero. Se ha criado en España y se cagó sobre la tapa del
váter del colegio cuando cursaba quinto de primaria (diez años). H. llora
cuando le afeo su conducta: delante del profesor, ha soltado un “hijo de puta de mierda” contra un compañero que, según él, le había arreado una bofetada.
Cuando vuelve a casa desde el instituto no suele encontrar a nadie. Su padre está en paradero desconocido y su
madre vuelve del trabajo a las diez de la noche. Eso nos ha dicho el muchacho, porque no
hemos podido hablar con su familia. A H. le caen lagrimones de plomo. Es de
la misma altura que F., pero no tiene sus hechuras. H. se
quiebra nada más recriminarle su comportamiento en el patio, cuando corrían en la clase de Educación Física. Se lían a golpes y a insultos ante el profesor y el director.
Ellos y otro alumno, más desconcertado que ellos dos.
A. es el más alto de los tres. También se muestra compungido por
lo que ha sucedido, como H., pero se excusa en las órdenes de su padre: “Me
ha ordenado que al que se meta conmigo le arree”. Según su versión, F. le ha
pegado una patada y él se ha girado y al primero que ha visto ha sido a H. Le ha dado una bofetada y luego, sin querer, ha golpeado a F. Las
versiones coinciden, pero de una forma extraña, todos son inocentes. Para
nosotros todos son culpables.
martes, 24 de enero de 2017
"Hay muchos Faulkner" por Juan Tallón
Hace algunas semanas, en una biografía algo
cascada, leí que William Faulkner trabajó durante tres meses en la fábrica de
armas Winchester, en New Haven (Connecticut). Me quedé de piedra, desconcertado
ante la clase de trabajos que tienen que acometer a veces los autores para
llegar a escribir algún día. Hasta ese punto aman la literatura. Por otra
parte, me sentí fascinado, pues en un momento de nuestra infancia, cuando la
televisión emitía wésterns a todas horas, los niños queríamos tener un
Winchester y un caballo. Solo años después, quizá queríamos escribir como
Faulkner. Me pareció que aquel empleo en la fábrica de rifles explicaba muchas
cosas, aunque no sabía cuáles. Tal vez que Faulkner sería un gran escritor, antes
o después. Un escritor, después de todo, no puede ser solo un escritor. En ese
caso no tardaría en dejar de serlo. Hasta alcanzar esa condición, a menudo
peregrina por otros empleos, incluso otras vocaciones. Hay muchos Faulkner en
uno.
En el Taller de Escritura de Iowa, en la
época en que Kurt Vonnegut impartía clases, una vez al año el autor de Matadero cinco daba una conferencia a
los estudiantes en la que «me gustaba hablarles de los trabajos que podían
hacer los escritores en caso de que se murieran de hambre». Los alumnos
aborrecían aquella charla, que sin embargo resultaba sugestiva, ya que
aprendían que para ser escritor a menudo había que ser cosas muy diferentes
antes de llegar a serlo, o incluso mientras eran ya escritores. Faulkner era el
mejor ejemplo. En Winchester Arms Company lo contrataron como oficinista entre
abril y junio de 1918. Tenía veintiún años y aún era pronto para convertirse en
un gran novelista. Entre tanto, cualquier empleo era bueno.
Solo unos días después de dejar la fábrica se
alistó en la Royal Air Force como piloto cadete, partiendo hacia Canadá para
recibir su instrucción, como si un novelista tuviese también que saber volar.
El armisticio llegó antes de que concluyese el entrenamiento. Según algunas versiones,
tuvo tiempo de sufrir un accidente aéreo. Años más tarde, cuando el profesor Henry
Nash Smith trató de conocer su experiencia con los aviones en una entrevista
para el Dallas Morning News, Faulkner contestó: «Yo solo los
estrello». En cierto modo, también eso conducía a la literatura, que no debía
conformarse con sobrevolar la realidad, sino entrar en contacto con ella.
En esa época, después de dejar la Royal Air
Force y matricularse en la Universidad de Mississippi, con gran hastío,
empezaron a armarse sus primeros poemas, que no se publicarían hasta 1924.
Faulkner paga en ellos la influencia de Shakespeare, Swinburne, Wilde, Yeats, Wilde,
Dowson o Verlaine. En contacto con la actividad universitaria, trabajó en la
edición de The Mississippian y el anuario
Ole Miss, en los que colaboraba con
poemas, artículos y dibujos. Antes de escribir las grandes novelas que
modificarían el rumbo de la literatura, y puesto que en esas fechas vivía con
sus padres, se sacó algo de dinero trabajando de pintor.
Phil Stone afirmaba que podía «hacer casi de
todo con las manos», destacando como «carpintero y pintor de brocha gorda». Su
hermano John cuenta que pintó la torre del edificio de la Facultad de Derecho.
En realidad, se pasó todo el verano de 1920 pintando, y con los cien dólares
que ganó, «partí a Nueva York, con sesenta de esos pavos invertidos en el
billete de tren». Una vez allí, su amigo Stark Young le encontró un empleo
—otro— en la librería Doubleday, dirigida por Elizabeth Prall, que años después
sería su benefactora. Lentamente se acercaba a los libros como destino. Pasados
algunos meses, sin embargo, «fui despedido porque era algo descuidado con los
cambios», reconocía el propio Faulkner, aunque Prall aseguraba que era un buen
vendedor de libros, si bien algo tosco. «“No lea esa basura, lea esto”, les
decía a los clientes que tomaban libros malos». Es cierto que «no mantenía su
contabilidad en orden», admitía Prall.
De vuelta al sur siguió escribiendo poesía, y
sus primeros relatos. No obstante, todavía aceptó un puesto temporal, que luego
se convertiría en permanente, como encargado de correos en la Universidad de
Mississippi. Estaba loco por la literatura, así que debía de seguir
sacrificándose por esa pasión. Era diciembre de 1921 y mantuvo el empleo hasta
1924, cuando compatibilizó con el puesto de guía de los Scouts. En octubre de
ese año se vio obligado a renunciar ante las quejas por su incompetencia. Años
después, Phil Stone le escribió a un amigo y se mostró franco: «Fue el peor
encargado de correo jamás visto». Después de esta etapa, en la que Faulkner ya
había escrito algunos de sus relatos, como «Love», «Adolescence» o «Moonlight»,
se fue a vivir durante algunos meses a Nueva Orleans, donde entró en contacto
con Sherwood Anderson, gracias a quien dirigió la atención hacia la novela. La
peregrinación había acabado. Encerrado en un apartamento en el número 624 de
Orleans Alley, William Faulkner empezó a escribir La paga de los soldados.
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