sábado, 21 de enero de 2017

Nacimiento de Donald Trump


Donald Trump vino al mundo envuelto en llamas y jaleado por los chillidos de los roedores. Si en aquel tiempo hubiera habido evangelistas, habrían pregonado su nacimiento como el del Mesías porque esa misma noche se incendió el corral de Manolo y su colección de hurones asoló el pueblo. Eran sin duda señales de un advenimiento singular: el fuego, los hurones deambulando sin rumbo por las calles, las ratas huyendo de los predadores y el comadrón de Utiel detenido en medio de la carretera por un grupo de mujeres que lo asaltaron al grito de “¡Nitrato de Chile!”
Trump, por supuesto, no es su apellido original. A su padre le llamaban “Tales de Águilas” y a su madre “Atenea de Jumilla”, originarios de una pedanía de Murcia. Hasta la llegada de Constantín y Larissa fueron los únicos inmigrantes de la comarca. Lo registraron en el padrón como Donaldo Zurita Pleguezuelos, así consta.

El corral donde nació Trump estuvo iluminado casi toda la noche porque era paredaño al de Manolo. Las llamas no se apagaron hasta que amaneció. El parto fue liviano. De caderas anchas, la “Atenea de Jumilla” se asomó al vano de la puerta para decirle a su marido que volviera pronto de la taberna cuando, de repente, notó cómo se le humedecían. Al bajar la vista, vio salir al engendro como si no fuera suyo. El pequeño Trump se golpeó la cabecita con la piedra del umbral antes de que su madre lo atrapara por el pescuezo. La criatura lloraba a pulmón rajado, pero el golpe no dañó ningún órgano vital. En el establo no había mula ni buey, pero sí que aparecieron por allí tres esquiladores que buscaban trabajo y ayudaron a apagar el fuego. Cuando entraron en el corral donde había nacido el señalado, la madre roncaba sobre un jergón de paja y el engendro había hecho callar a las ratas con sus berridos. Despertaron a Atenea y le ofrecieron tabaco de picadura, anís del Mono y migas ruleras…

jueves, 19 de enero de 2017

"Entrecuentos: Darío y Valle-Inclán" por Rafael Narbona


Los mitos suelen basarse en confusiones, mentiras o paradojas. Al evocar su experiencia como librero, George Orwell relataba que los lectores siempre le pedían novelas, subrayando que no les interesaban los cuentos. Esta historia desmonta la ficción según la cual los anglosajones suelen estimar un género que el lector español menosprecia en la mayoría de los casos. No entiendo por qué la novela suscita más interés que el cuento. Quizás porque despliega una secuencia más dilatada que un relato, urdiendo una usurpación de lo real más duradera. Leer una novela se parece a realizar un largo viaje. En cambio, el cuento se asemeja a dar un paseo. Estéticamente, no hay ningún argumento que vincule la excelencia con la duración, pero es cierto que un viaje nos proporciona una prolongada ensoñación y un paseo solo nos permite alejarnos brevemente de nuestra rutina. La literatura inglesa y la norteamericana contienen una deslumbrante galería de cuentistas: Poe, Stevenson, Melville, Chesterton, Oscar Wilde, Hemingway, Lovecraft, Faulkner, Carver. Salvo en el caso de Borges o Juan Rulfo, la resonancia de los autores de relatos en lengua castellana es mucho menor, pero eso no significa que escasee la inspiración y el talento. No se habla mucho de los cuentos de Rubén Darío, pero las piezas incluidas en Azul (1888) representaron una renovación del género que preparó el camino hacia una nueva forma de narrar, donde el lenguaje adquiría un relieve artístico desconocido hasta entonces, desempeñando un papel esencial en la creación de personajes y ambientes. Dentro del conjunto, El fardo es un perfecto ejemplo de innovación, ruptura y rebeldía, que postula una libertad ilimitada para un género presuntamente menor.
El fardo nos traslada al crepúsculo de un muelle, incendiando nuestra imaginación con los reflejos dorados del sol sobre un mar con aspecto de lienzo recién pintado: “Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas de los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente”. La poderosa imagen adquiere sonido y su movimiento simula un balanceo perpetuo, con una pincelada fresca, libre, suelta: “El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo balanceo”. De inmediato aparece el protagonista: el viejo tío Lucas, un lanchero que se ha lastimado un pie al subir una barrica a una carreta. Con la pipa en la boca, contempla el mar con melancolía. El narrador entabla una amistosa charla con el marino, un hombre rudo, bravo y sencillo, que “se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña”. No tarda en averiguar su pasado como soldado heroico, que nunca conoció el miedo, pero su entereza se tambalea cuando relata la pérdida de uno de sus hijos, que falleció en un accidente de trabajo. El tío Lucas era padre de una ingente progenie, pues “su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad”. En su hogar, “había mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío”. El hijo malogrado intentó aprender el oficio de herrero, pero su cuerpo desnutrido no soportó el esfuerzo. Volvió a casa y, milagrosamente, se recuperó, pese a vivir entre cuatro paredes mugrientas, soportando un hacinamiento inhumano. Allí pasó un tiempo, acompañado por los gritos de las alcahuetas, las prostitutas y los ladronzuelos, que se refugiaban en la penumbra hedionda de las callejuelas cercanas para hacer su negocio.
Cuando cumplió quince años, su padre compró una modesta embarcación. Faenaban al alba y volvían a la playa con el remo en alto, chorreando espuma. La alegría duró poco, pues un mal día sufrieron “la locura de la ola y el viento”. Naufragaron tras chocar contra una roca. Lograron salvarse y, desde entonces, se dedicaron a descargar mercancías de los grandes buques, empleando una modesta lancha. El reumatismo y la artrosis obligaron a Lucas a guardar cama. Su hijo continuó trabajando, pero “un bello día de luz clara, de sol de oro”, un pesado fardo, “ancho, gordo y oloroso a brea”, se soltó desde lo alto y lo aplastó. El narrador se despide del viejo, “haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta”, pero una brisa glacial procedente de mar adentro hiela sus pensamientos, pellizcándole cruelmente las narices y las orejas.
El fardo no es el cuento más célebre de Azul, felizmente prologado por Juan Valera, pero sí un perfecto ejemplo de una manera de narrar. Sin renunciar a la denuncia social del realismo y a la crudeza del naturalismo, Darío despliega una delicada sensibilidad para captar un ambiente, donde convergen el trabajo físico agotador, el misterio del mar y los cambios de luz, que transforman sin cesar los objetos y los rostros. El viento helado labra la carne y el alma, mientras un bosque de mástiles y jarcias parece avanzar sobre el mar. Esta fórmula influirá en autores como Valle-Inclán, Juan Rulfo o García Márquez, que logran crear mundos complejos en pocas páginas mediante un alto grado de elaboración literaria. La prosa rehúye la inmediatez para dramatizar las situaciones, incrementando su credibilidad –paradójicamente- mediante el artificio. En Rubén Darío, la prosa opta por una sintaxis musical y pródiga en adjetivos. Su estilo refleja la crisis material y espiritual del siglo XIX, que ha perdido la confianza de los ilustrados en un progreso indefinido hacia lo mejor. Más tarde, el Modernismo evoluciona hacia una estricta depuración, que selecciona lo más esencial y significativo, sin perder su vena inconformista. No hay menos artificio, pero el mecanismo que lo articula es diferente. Sin ese proceso, serían inimaginables los cuentos de Juan Rulfo, que introduce lo fantástico en lo cotidiano, cuestionando la filosofía de la historia del positivismo, basada en un empirismo dogmático.
Los logros novelísticos y teatrales de Valle-Inclán han eclipsado su faceta como cuentista. En su obra, se identifican dos épocas, a veces sin advertir que hay una indudable continuidad entre su etapa modernista y la de los esperpentos. En ambos períodos, palpita una tensión poética que se distancia claramente del realismo y su correlato literario: los modernos sistemas parlamentarios. Valle-Inclán opina que la realidad no se captura mediante un espejo convencional, sino con uno deformado. Podemos modificar la curvatura del cristal, pero no podemos prescindir de ella, salvo que nos conformemos con una visión plana y achatada de las cosas. El estilo no es una pirueta innecesaria, sino una interpretación del mundo, que postula lo absoluto. El arte siempre busca lo sublime, la plenitud que trasciende lo cotidiano. Del mismo modo, el sistema parlamentario actúa como un espejo tradicional: reproduce la realidad, pero no consigue llevarla a la perfección. Carlismo y anarquismo responden en Valle-Inclán a un mismo impulso: la insurrección violenta contra la burguesía. El escritor gallego se rebela contra la moderna sociedad industrial, exaltando un mundo primitivo y rural, donde la justicia no procede de las instituciones, sino del coraje de los espíritus indomables. Ahora que la Biblioteca Castro ha editado por primera vez su narrativa completa en tres hermosos volúmenes, no está de más rescatar Mi bisabuelo, un relato de Jardín umbrío, obra que apareció por primera vez en 1903 y que conoció sucesivas ampliaciones hasta 1928, cuando el autor ya había expuesto la estética “sistemáticamente deformada” del esperpento. El cuento refiere un episodio de la vida de Don Manuel Bermúdez y Bolaño, un caballero “orgulloso, violento y muy justiciero”. Alto, cenceño y de ojos verdes, su mejilla derecha algunos días mostraba una roséola, que los aldeanos atribuían al beso de las brujas. Su bisnieto le recuerda como “un viejo caduco y temblón”, que paseaba bordeando la iglesia. Sus descendientes le consideraban “un loco atrabiliario” y se rumoreaba que había pasado un tiempo en la cárcel de Santiago, quizás por un delito de sangre. Micaela la Galana, una vieja aldeana que ejerce de cronista de la familia, recuerda un incidente que revela su carácter fiero y paternal. Cuando una tarde volvía de cazar perdices, se reunió con Serenín de Bretal, un campesino ciego que caminaba guiado por una de sus hijas. Su voz temblaba de pena.
El caballero le preguntó qué le sucedía y el ciego contestó que el escribano Malvido había peregrinado de puerta en puerta, mostrando una escritura que prohibía apacentar el ganado y recoger las hojas secas de las encinas en el monte. Las mujeres se quejan de la cobardía de los hombres y piden justicia. Don Manuel Bermúdez les aconseja matar al escribano como a un perro rabioso, pero el miedo paraliza a los aldeanos. La aparición de Águeda del Monte, antigua nodriza de Don Manuel, aviva los lamentos de rabia y desesperación. Es una mujer casi centenaria, muy alta y de ojos negros. Aunque está encorvada por el peso de los años, su estatura aún supera la de muchos hombres. Al contemplarla, la indignación de Don Manuel se convierte en ira. Ofrece su escopeta a los labriegos, pero nadie se atreve a empuñarla. De repente, aparece Malvido en lo alto de una cuesta, montado un asno. Águeda la del Monte, con el regazo lleno de piedras, se prepara para hacerle frente, pero Don Manuel llama al escribano, que acude confiado, y le desmonta de un tiro en la cabeza. Todos huyen, menos Águeda, que se arrodilla con los brazos abiertos a los pies del caballero. “¡Buena leche me has dado, madre Águeda!”, exclama Don Manuel, posando su mano en la cabeza de la anciana. El narrador nos cuenta que su bisabuelo fue a prisión, pero no por ese hecho, sino por acaudillar una partida carlista. Finaliza su relato, confesando que heredó el temperamento orgulloso de su ascendiente. Muchas veces, las viejas se santiguaban al verlo y comentaban sobrecogidas: “¡Otro Don Manuel Bermúdez! ¡Bendito Dios!”.
De nuevo, el estilo nos acerca al sufrimiento de los más humildes, pero falsificando la historia. Don Manuel Bermúdez es un rico propietario y Serenín de Bretal uno de sus cabezaleros o recaudadores de tributos. Según la fantasía del Valle-Inclán modernista, los mayorazgos protegen a los campesinos, con un paternalismo secular. Águeda llama a Don Manuel “amo”, pero el reconocimiento de su autoridad no implica una humillante esclavitud. De hecho, el “amo” les cobra un diezmo liviano y les permite utilizar el monte en su beneficio. En cambio, los impuestos que impone la corte son verdaderas exacciones y su forma de administrar las propiedades no contempla ningún gesto de generosidad. Se trata de una visión utópica que no se corresponde con los hechos. La generosidad de los amos consistía en limosnas o pequeños privilegios ajustados a una leal servidumbre. La sociedad industrial mantuvo las desigualdades, pero su dinámica de progreso incluyó la aparición de movimientos reformistas. Valle-Inclán nunca simpatizó con las reformas. La renuncia al carlismo no implicó una aproximación al liberalismo, sino al milenarismo anarquista, con su mística de la violencia, no muy alejada de las tácticas guerrilleras de los partidarios de Don Carlos. Valle-Inclán, un mitómano desinhibido, no pretendía comprender o explicar la realidad, sino subvertirla para obtener una gratificación narcisista. El narrador de Mi bisabuelo descubre que su carácter reproduce el temple de su abuelo justiciero. Dado que se habla en primera persona, puede deducirse que Valle-Inclán escribe un nuevo capítulo de su “novela familiar”, de acuerdo con la terminología de Freud. No pretende engañarnos, sino sortear la decepción que le produce la realidad. Incapaz de renunciar a su perspectiva utópica, que identifica el paraíso con una Arcadia feudal, elige vivir en un mundo de ensoñación.
El fardo Mi bisabuelo expresan ese subjetivismo radical que marca la crisis de 1885, cuando la cultura europea advierte el carácter problemático de la razón, incapaz de establecer un modelo de referencia para la sociedad y el arte. El fardo expresa la impotencia del individuo ante el orden establecido, apuntado que la revolución formal puede constituir el umbral de una sociedad más fraterna e igualitaria. Mi bisabuelo refleja la concepción de la literatura como lujo, como “divina libertad” (Bataille) con el poder de impugnar la realidad, planteando alternativas utópicas. Se trata de piezas menores, pero que evidencian la creatividad de un género que aún lucha contra los prejuicios de los lectores, reacios a internarse en las pequeñas dimensiones del cuento. Sería absurdo rebajar los méritos de la novela, que moviliza infinidad de recursos en una larga secuencia, pero –al igual que el haiku o una miniatura flamenca- los cuentos poseen el encanto de una flecha que hace diana después de un corto vuelo.


domingo, 15 de enero de 2017

El paraguayo, mi tío, la muerte y diez ovejas


Con los labios arados por la intemperie, así lo recuerdo.
El paraguayo nos relata la muerte de Toni con delicadeza. Se remonta a la hora de la madrugada, cuando el ya difunto despertó y se levantó de la cama con lentitud.  No debía alterar a los cinco bypass que esperaban cualquier agitación para enclaustrarlo de nuevo en el hospital. Toni odiaba los centros médicos, a pesar de las enfermeras. Los odiaba porque olían a sacristía y a linimento de futbolista.
Se remansa el paraguayo en la narración. Es muy importante para él no olvidar ningún detalle. Los hombres solo mueren una vez y los amigos también, aunque parezcan más veces. El paraguayo cuida con esmero las palabras. Algo que en esta parte del océano hemos olvidado. Le cuesta componerlas porque su lengua natal es el guaraní, pero para él contar los hechos de ese día supone algo tan importante como pronunciar una conferencia en la Sorbona. "Toni me llamó para que sacara el tractor. Yo le dije que hacía mucho frío, que la siembra podía esperar al día siguiente, pero él se empeñó. Anunciaron lluvias en el parte y si llueve no se puede sembrar. Desde que abandonó la escuela, Toni siempre se levantó con el sol, ustedes ya lo saben. Eso decía. Yo también me levanto con el sol, aunque no sé de escuelas". El paraguayo es pequeño, moreno, con las mejillas sonrosadas y los ojos pequeños, achicados por la honda tristeza. Cuando habla, saca las manos de la cazadora para que acompañen como se debe a las palabras. Unas manos de labrador, aún con restos de muerte y semillas. "Así que nos subimos al tractor y fuimos hasta el comercio del pienso. Allí cargamos tres sacos de simiente. Le dije a Toni que no tocara ninguno, pero aún me ayudó con el último. Cuando salimos a la calle, se quejó: Paco, ahora sí que tengo frío. Pero él estaba bien. Se reía de buena gana. Paramos a almorzar. Toni embolsó (comió) muy bien. Tenía muy buenas hambres. Se embolsó un buen bocadillo y se bebió casi un litro de zumo, pero seguía lamentándose del frío. Cuando terminamos, cargamos la tolva y fuimos al campo a sembrar. Yo iba delante, a pie. Preparaba el terreno. Toni conducía el tractor, como siempre. Las diez ovejas que nos quedaron, después de vender casi todo el ganado, seguían al vehículo. De repente, vi que se le volcaba el cuerpo sobre el tractor. Fui hacia él y lo frené como pude. Después lo cogí de los sobacos y lo incorporé. No me respondía. Intenté reanimarlo. Yo hice primeros auxilios en la mili, allá en Paraguay. Seguía sin responder. Llamé por teléfono a su hermano, que no andaba lejos, y entre los dos conseguimos bajarlo del tractor con mucho esfuerzo. Había cogido muchos kilos después del último ataque al corazón. Enseguida llegaron los muchachos de la ambulancia. También intentaron reanimarlo, pero ya estaba amoratado y no había nada que hacer. Se fue en un momento, sin despedirse y sin dar molestias. Así, con el frío metido en las entrañas".
Ni siquiera dio un ¡ay! al expirar. Vivió solo tanto tiempo que apenas hablaba.  Bueno, solo no. Lo acompañaron siempre sus ovejas. Ellas, y en sus últimos años, una familia de paraguayos le aliviaron la desolación. Desde siempre trabajó en el campo, desde niño. Él era el sol: salía de amanecida y volvía a casa con el crepúsculo. El viento de solano le avisaba para recoger los hatos. Solo conoció a una mujer, la paraguaya con la que entabló una relación que duró apenas una semana. La arrolló un tren en un paso a nivel sin barreras. Después del primer infarto, comprobó que era peor estar encerrado en un hospital a que se te parara el corazón. No había tomado nunca ningún tipo de medicación. Por eso posiblemente cuando le dieron aquellas pastillas para descansar mejor, después del primer infarto, le provocaron alucinaciones. Salió a la calle, sonámbulo, a las cinco de la mañana, en calzoncillos y descalzo. Se cruzó todo el pueblo de esta guisa. Un panadero se lo encontró tiritando los cinco grados bajo cero, agarrado a una reja. No sabía quién era ni cómo se llamaba. Al día siguiente no recordaba nada.
Si hubiera guardado reposo como le ordenaron los médicos tras el primer bypass, habría muerto sin remisión. No habría habido ocasión de que le insertaran el segundo. Y así, de surco en surco, hasta cinco. Toni era hermano de mi madre. Ella lo quería como a uno de sus hijos. Era tan inocente y tan sencillo como la tierra que sembraba. Yo no hice nada por él. Solo este relato de su último día.    

sábado, 14 de enero de 2017

"La risa de Eça de Queiroz" por Antonio Muñoz Molina


Hay paraísos practicables, paraísos inesperados y accesibles, paraísos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las horas o los días que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo dónde, que no hay día en que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso. De joven, uno tiene una predilección literaria y a veces insensatamente literal por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad, de júbilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones contemplativas favorecen mucho esas epifanías. (Procuro eludir la palabra “experiencia” porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).
Un contemplativo no es un místico. Es alguien que se queda extasiado de pura atención ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un río, la gente que pasa tras las ventana de un café, un cuadro, un árbol, una pieza de música, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad desplegándose en la ventanilla de un tren, la tipografía de un cartel, el reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afición por la lectura favorece más todavía el descubrimiento de los paraísos accesibles. Dice Don DeLillo que la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en cualquier sitio y con los materiales más usuales y más baratos, una hoja de papel y un lápiz. En este mundo de complicados paraísos tecnológicos, la lectura es más llevadera todavía. En cualquier ciudad civilizada hay no solo bibliotecas públicas y librerías abundantes, sino también puestos callejeros en los que por uno o dos euros o dólares se pueden conseguir las obras más raras, las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas extraordinarias de inmersión en un mundo que será todavía más deslumbrante y más saludable para ti porque te forzará a prestar atención a historias que no tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu época, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del tiempo, y que desde esa posición puedes mirar con condescendencia, con lástima, incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que tú, lo mismo tus padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos paraísos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian también de los paraísos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado: el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta ser mucho más estimulante que el de lo premeditado.
He tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de Eça de Queiroz
Cuando Stendhal era un niño de luto porque acababa de morir su madre y su padre era un sombrío integrista que lo llevó a vivir con él en una casa lóbrega, descubrió por casualidad, entre los tomos severos de la biblioteca paterna, una edición ilustrada de Don Quijote. Sin saber lo que era aquel libro, guiado solo por las ilustraciones, se puso a leerlo. Toda su vida recordó con gratitud que la primera vez que soltó una carcajada después de la muerte de su madre fue leyendo Don Quijote.
Me he acordado de esas carcajada de Stendhal imaginando, escuchando, la que suena en un momento de La ciudad y las sierras, la gran novela póstuma de Eça de Queiroz. El protagonista, un aristócrata portugués que vive en París ensombrecido por la depresión y la hartura de tenerlo todo, de poseer y manejar todas las novedades del lujo y la tecnología de entonces, se ríe a carcajadas por primera vez hacia la mitad de la novela leyendo un Don Quijote que ha encontrado también por casualidad, porque un contratiempo de viaje lo ha privado de todos los libros que traía preparados consigo.
Yo he tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de Eça de Queiroz, que me han gustado siempre tanto, y a las que hacía mucho que no regresaba. Estaba en otras lecturas muy lejanas. Pero una tarde, en el invierno suave de Lisboa, en la biblioteca de un hotel muy recogido, lo bastante anacrónico para tener una biblioteca y no tener música ambiental, he encontrado una hilera con las obras de Eça, en volúmenes de bolsillo, de tapa dura, antiguos, con las tapas de tela azul, con páginas de tipografía clara y anchos márgenes. La biblioteca tenía una terraza que daba al río y a los muelles de Alcántara. También tenía unos sillones de cuero perfectos para la lectura, con los brazos muy rozados por generaciones de huéspedes lectores. Algunas mañanas, el río y los tejados de la ciudad y el horizonte desaparecían en la niebla. Otras, el aire limpio y el sol lo volvían todo transparente y exacto, como recién lavado. Yo pasaba horas leyendo La ciudad y las sierras, estremecido por esa maestría a la vez jubilosa y ácida de Eça de Queiroz, un novelista que tiene la alegría del joven Dickens de los Pickwick Papers, la desmesura cómica de Cervantes, la agudeza quirúrgica en la observación social de Flaubert y Zola; y además una desvergüenza erótica y una irreverencia religiosa que no tiene equivalencia en el siglo XIX, y que viene más bien de los enciclopedistas y los libertinos del XVIII, de Diderot y Choderlos de Laclos, con un amor idéntico por los placeres terrenales y por la libertad de espíritu.
Vuelvo en el avión para Madrid, acordándome del paraíso lector que he dejado en esa biblioteca de Lisboa, donde terminé de leer La ciudad y las sierras con esa rara melancolía de despedida de un mundo con la que se cierran las mejores novelas. Pero una parte del paraíso la traigo conmigo, porque vengo leyendo La reliquia. No hay un novelista que se haya reído tan libremente como Eça de Queiroz del beaterío católico y de las ridiculeces de una religiosidad mezquina y milagrera. 

jueves, 12 de enero de 2017

"No me convenzes, ni con Z ni con C" por Sergio del Molino


Había leído y escuchado a tanta gente cabreada por Convénzeme, con Z de Zweig, el programa de libros de Mercedes Milá en Mediaset, que me vi tentado de comprobar si era tan irritante como decían. Y la verdad es que no lo es, y eso no es bueno para el programa, si se hace caso a su manifiesto fundacional, expresado por la propia Milá: “No queremos escritores, ni editores, ni críticos: han tenido su tiempo, han hablado de todo lo que han querido y a los lectores nunca nos han hecho caso. Jamás nos han preguntado por qué leemos, por qué nos gusta tanto un libro o por qué nos disgusta otro. Ha llegado nuestro momento”. Hay una beligerancia contra los escritores, editores y críticos, entendidos como un establishment sordo y ciego a los gustos y pasiones del pueblo oprimido. Es decir, es un programa contra mí, o debería sentirlo contra mí. Debería enfadarme, hacerme retorcer en mi sillón de orejas y provocar que se me cayesen la pipa, el monóculo y la copa de brandy. Y, sin embargo, me quedo como estoy. El programa me deja indiferente. Si acaso, si lo pienso un poco, algo triste, pero esa tristeza viene por mi propia reflexión, no es culpa del programa en sí.
Digo triste porque sé de sobra lo dificilísimo que es abrir ventanas en la tele y en la radio (incluso en la prensa, cada vez más) para hablar de libros. Sé (porque me lo han dicho mientras tomaban un vino conmigo, no son suposiciones) de tres o cuatro prestigiosas presentadoras, y algún presentador, que llevan años suplicando que les dejen montar un programa de libros o de contenidos culturales, y no hay manera. Incluso en televisiones públicas, que llevan en su razón de ser el encargo de divulgar la cultura, el tiempo dedicado a los libros es rácano y sus responsables trabajan siempre con una espada de Damocles porque sus jefes tienen pánico a dejar hablar a un escritor más de cinco minutos, no sea que se esfume la poca audiencia que se tiene. Hay tan poquita cosa y es tan improbable que un libro arañe un ratito de tele, que cuando se consigue, hay que hacerlo muy bien. Un programa como Convénzeme podría tener sentido en un panorama audiovisual donde fuera cierto eso que dice Milá de que “han tenido su tiempo” y “han hablado de todo lo que han querido”. ¿Dónde? ¿En qué cadena? ¿Cuándo fue eso? ¿Por qué me lo perdí? Si hubiera una oferta de programas culturales decente, se podría complementar con todas las tonterías y boutades que se quieran, pero, que yo sepa, Convénzeme es el único espacio que Mediaset dedica a los libros en todos sus canales, que suman muchísimas horas de programación. Es también el único programa dedicado a los libros emitido por una televisión privada. Si ese es el compromiso de la tele con la literatura, sólo puedo tomármelo a broma. Mediaset nos quiere contar un chiste, nada más.
Un programa grabado en una librería (propiedad de la presentadora) con teléfonos móviles en lugar de cámaras. Ahora se llama innovación lo que antes era cutrerío, hacer las cosas con el presupuesto de un Bollicao y con el espíritu de unos alumnos haciendo prácticas para aprobar una asignatura. Cuando un medio de comunicación apuesta por algo, se nota principalmente en que tiran la casa por la ventana. En plató, recursos, gente, técnica, lo que sea. Convénzeme parece más una concesión contractual para retener a una estrella, como si pide cerezas y champán en el camerino. ¿Que quiere media horita para sus cosas de libros? Pues se compran unos iPhones y se apaña, que caprichos más raros se han concedido. Luego se coloca en la parrilla de uno de esos canales de la TDT que nadie ve y que no se sabe qué hacer con ellos. Mínima molestia para Mediaset, y Mercedes Milá, tan contenta con su juguete nuevo.
En cuanto al contenido, el enfoque populista, marca registrada de Milá en casi todos sus productos, causa más risa que indignación. Tiene que ver con esa creencia totalizadora, fermentada en las redes sociales, de que el pueblo ha tomado la palabra, arrebatándosela a los sacerdotes que la tenían secuestrada. Yo creo, de nuevo, que es simple pereza y chapuza: a los lectores espontáneos que salen no hay que pagarles. Buscar colaboradores cualificados que sepan de lo que hablan no sólo cuesta dinero, sino que requiere tiempo y esfuerzo para seleccionarlos, y ni Mediaset ni Mercedes Milá están para recoger currículos ni hacer pruebas de cámara. Llenar el programa con aportaciones espontáneas libera también la partida de guionistas del presupuesto. Cuando una cadena presume de dejar participar a la audiencia o incluso le dice que ella forma parte del equipo es porque quiere que la audiencia le haga el programa gratis.
Cabe preguntarse qué interés tienen los juicios literarios de lectores que pasaban por allí, de quienes no sabemos nada, ni su bagaje cultural, ni de dónde vienen, ni adónde van. A los críticos, escritores, periodistas y escritores se les podrá tener en cuenta o no, pero se trabajan su credibilidad. Ustedes podrán tomarse en serio las recomendaciones que dejo aquí cada semana o pensar que soy un idiota iletrado, pero no soy un misterio: si ponen mi nombre en google averiguarán un montón de cosas sobre mi trayectoria, mis libros, mis artículos, mis intervenciones, mis conferencias, etcétera, y esa información les servirá para poner en contexto mis juicios y decidir si merece la pena perder el tiempo con ellos. A mí no me interesan las recomendaciones que trae el viento. A usted, tampoco. ¿O valora por igual los consejos de todos sus amigos? Cuando necesita una guía, una recomendación o una pista, ¿pregunta al azar a la primera persona que se cruza por la calle o procura acercarse a alguien que sabe del asunto que le preocupa? Cuando se va un fin de semana a Londres, ¿a quién le pregunta por un restaurante? ¿Al amigo que ha vivido diez años en Londres o al que nunca ha salido de su pueblo? Que un completo extraño, cuya relación con la literatura ignoro, me diga que hay que leer o que desleer tal o cual libro, ¿qué me aclara?
Hay en España periodistas, escritores, guionistas y presentadores con enorme talento y oficio, capaces de producir contenidos culturales para un público generalista que no den vergüenza ni parezcan el trabajo de fin de curso de unos alumnos de segundo de periodismo. Convénzeme es una burla a la vocación y el trabajo de toda esa gente. Una burla tan gratuita como el coste del programa. Una burla que sólo se consiente en el ámbito de la cultura, porque no veo que se hagan programas de deportes o de política con intervenciones de tipos espontáneos. Las cadenas no consentirían que entrase cualquiera a hablar de esos temas. Para eso sí que hay selección y profesionalización. Para los libros… Total, si sólo son libros, ¿qué más da? Rellena como sea y termina rápido.


miércoles, 11 de enero de 2017

Un profesor pirata: Alberto Sacido

Un profesor pirata, un colega de veras que propone unos métodos de enseñanza distintos que sirven para  enseñar y no para adocenar.

sábado, 7 de enero de 2017

"La verdad sobre editores y autores" por Juan Bonilla

Kurt Wolff pensaba que había dos clases de escritores: los que se presentaban al editor mediante una carta en la que trataban de defender lo que habían escrito y los que se presentaban directamente en el despacho del editor convencidos de que su presencia era indispensable para que se produjera el encantamiento. Robert Walser pertenecía al primer tipo: sus cartas eran maravillosas descripciones de los libros de relatos que enviaba (y Wolff sabía que aquellos relatos no alcanzarían a más de 100 lectores, pero se convenció de que merecía la pena poner en mano de esos 100 lectores los cuentos de Walser, que hubieron de esperar muchos años, a una reedición de Suhrkamp, para merecer una tirada de 1.000 ejemplares).
Gustav Meyrink era el capitán de los escritores del segundo tipo: se presentó en el despacho del editor y empezó a vender las bondades de su obra y, luego de media hora de monólogo, dio por hecho que Wolff estaría encantado de ocuparse de la edición de sus novelas. Todavía faltaría un tercer tipo de escritor: lo representaba Kafka, también en esto un adelantado, aunque involuntariamente. Sin que tuviera precedente en la experiencia del joven editor Wolff, Kafka les llegó por una tercera persona: Max Brod. Algo así como un agente. Lo que Brod contaba de los textos de Kafka tenía tal convicción que los editores le insistieron en que les llevase al genio o les mostrase sus fantasías. Un genio que, en persona, parecía muy poco seguro de su genialidad, o más bien poco seguro de que su genialidad pudiera despertar el menor interés en nadie, a pesar de lo cual Wolff publicó Contemplación, una brevísima gavilla de textos que necesitó de amplios márgenes para lograr dar el grosor de un delgado volumen.
Wolff -que dio a conocer no solo a Walser y Kafka sino también a autores como Karl Kraus, Georg Trakl o Heinrich Mann- pensaba que había dos tipos de editores: los que editan los libros que merecían ser leídos y los que editan los libros que la gente quiere leer. Los de la segunda categoría, como nuestra afamada folclórica, «se deben a su público». Los primeros se aventuran en la empresa de crear un público. Naturalmente para Kurt Wolff, los editores de la segunda categoría apenas merecían el nombre de editores.
Pero ¿no podía darse en alguna ocasión la circunstancia, todo lo dichosa que se quiera, de que lo que la gente quisiera leer fuera precisamente aquello que merecía ser leído, por utilizar los dos rangos de Kurt Wolff? Y en cualquier caso, para detectar en la gente ese deseo de leer algo y ofrecérselo, ¿no era necesario asimismo un talento, un olfato, una capacidad que sí que hacía merecedor del nombre de editor a quien lo ostentara? Maxwell Perkins tenía ese olfato y ese talento. Cuando llegó a sus manos la primera versión de la primera novela de Scott Fitzgerald (A este lado del Paraíso, 1920) enseguida vio que aquel muchacho desconocido conseguía captar la atmósfera de la época y que una legión de jóvenes iban a sentirse reflejados en aquellas páginas en las que el cuidado verbal se daba la mano con una asombrosa capacidad para retratar personajes e indagar en ellos a través de sus hechos. La novela lanzó al, acaso, más formidable novelista americano del siglo XX, en cualquier caso a uno de los indispensables («To Maxwell Perkins in apreciation of much literary help and encouragement», se lee en la dedicatoria de Hermosos y malditos, 1922). Perkins venció toda reticencia para que aquella novela viese la luz y para empujar a Scott Fitzgerald a una vida de escritor -de la que sacaría grandes réditos tanto económicos como literarios, pues sus artículos recordando la época en la que pagaban muchos dólares por un relato, escritos cuando el negocio estaba en quiebra y su talento se apagaba, son una delicia: pueden leerse en Mi ciudad perdida, libro del que Scott entregó a Perkins un índice, aunque no llegó a editarse en vida del autor, entre otras cosas porque Perkins consideraba que lo que mejor convenía a Scott era publicar ficción-.
Otro de los autores con los que Perkins trabó una consolidada amistad que fue más allá del negocio literario fue Hemingway, a quien, cuando éste se recluyó en Cuba, le escribía largas cartas pidiéndole que dejara de preocuparse de si sus libros funcionaban o no, de si subían en la tabla de los más vendidos. Tenía la intuición de que Por quién doblan las campanas iba a devolverle a Hemingway la fortaleza y el prestigio que se habían ido diluyendo entre las élites sin que perdiera por ello la atención de los miles de lectores que le tenían por el novelista americano más notable del siglo.
Ahora le han dedicado una película (mediocre) a Perkins. Se interesa en su relación de maestro con el novelista Thomas Wolfe, a quien prácticamente esculpe, disolviendo todas sus dudas, dirigiendo sus pasos, un poco como un director de orquesta que no sabe tocar el violín pero consigue que 10 violinistas saquen al aire la melodía que quiere escuchar. De los dos papeles de Perkins, aunque el más legendario sea el de tallador de escritores, el más útil, para hacernos idea de lo que fue, quizá sea el de amigo de sus autores, el que trata de igual a igual a Scott Fitzgerald y Hemingway, aquel cuyas cartas a sus autores pudieron recopilarse en un volumen lleno de detalles de vida cotidiana y consejos y también muchas dudas, pero, sobre todo, rebosante de una ciega confianza en la eficacia y belleza de lo que escribían sus autores. Naturalmente Kurt Wolff hubiera afeado a Perkins que estuviese tan pendiente del impacto de los libros de sus autores y, naturalmente, Perkins le hubiese respondido que había algo a lo que él, como editor asalariado que era, tenía que responder ante Charles Scribner's Sons & Wolff: la cuenta de resultados.
También T.S. Eliot tenía que responder a la cuenta de resultados: ésta no es un invento de las últimas décadas en las que todo el mundo da por bueno que vivimos en tiempos de literatura comercial, masticable, que necesita rendir beneficios para merecer salir a la luz (seguramente no ha habido otra época como la nuestra en la que tantos libros que salen a la luz sean deficitarios y haya tantos Kurts Wolffs buscando a 100 lectores para sus Roberts Walsers). Ciertamente, las opiniones de grandes editores como Jason Epstein en La industria del libro y Andre Schiffrin en La edición sin editores parecen inclinar la balanza hacia un panorama desastroso en el que «la edición de calidad» fue aniquilada en favor del libro comercial que satisface la demanda del día. Son testimonios tajantes que se proponen de alguna forma como algo más que un síntoma: la transformación del mundo editorial es resultado de los efectos de las doctrinas liberales sobre la difusión de la cultura, para lo cual el libro no puede ser más que una mercancía sobre la que obtener grandes beneficios.
Puede que esos días lleguen -o puede que no-, pero lo cierto es que basta darse un paseo por una librería bien surtida para darse cuenta de que ni el panorama es tan aterrador ni es tan verdad que la edición de calidad ha sido arrasada. Y, aunque sea cierto que la necesidad de producción es enloquecedora y las novedades apenas duran unas semanas en las librerías, también lo es que internet se ha convertido en una librería de fondo como las de los años 60 y 70, en las que era fácil encontrar libros publicados una década antes. Así que acaso el problema no esté en la calidad de las ediciones, ni en las decisiones de los Perkins de hoy, sino más bien en la curiosidad de los lectores, en sus necesidades o quizá en la peligrosa apuesta de la autoridad competente, que rige la educación, que parece empeñada en convencer a quien la padezca de que la literatura no es una necesidad.
Como se sabe, Pound hizo de editor de Eliot -como Kurt Wolff, empezó buscando 100 lectores para obras que creía que los merecían-. Aunque no firmaba con su nombre, sabía aliarse con pequeños editores para producir preciosos volúmenes. Eliot le mostró un largo poema que había escrito después de publicar Prufrock y otras observaciones. Pound aplicó una tijera salvaje sobre el poema. La tijera es la herramienta favorita de los editores americanos, piénsese en lo que hizo Gordon Lish con los cuentos de Carver, que luego salieron en su versión original para que podamos comprobar si acaso no se pasó un poco con aquellos trasquilones que, en efecto, añadían misterio: Barry Hannah llegó a declarar que Gordon Lish era un genio: tachaba de una página quince líneas y dejaba sólo cinco, y por mucho que le doliera al autor, Gordon Lish llevaba razón. "Era un genio", dijo Hanna. Genio es precisamente el título original de la película sobre Perkins.
En el caso de Pound y Eliot, el resultado es La tierra baldía. Las intervenciones de Pound transformaron un poema al que le sobraban datos y explicaciones en un misterioso artefacto que todavía hoy conmueve y pone en pie un mundo -el que empieza tras la Gran Guerra-. Después Eliot asumió labores de editor en la casa Faber & Faber y allí dio cobijo a nuevos poetas que renovarían la poesía inglesa: Auden y Spender, primero, a comienzos de los años 30, y Ted Hughes más tarde. También publicó en el año 39 ese cacao titulado Finnegans Wake con que se cerraba la obra de Joyce. Joyce tuvo también una editora colosal cuando nadie parecía interesado en su producción: Sylvia Beach, librera de la parisina Shakespeare and Company, en cuyas memorias brilla emocionante una página en la que tiene que ir a la estación de tren para recoger los primeros volúmenes del Ulysses, publicado con cubierta de azul griego. En su caso, la obra precede a la editorial: se hizo editora solo para publicar el Ulysses.
Pero ser editor es también una profesión de riesgo: hay leyendas que todos conocemos acerca de manuscritos de obras colosales arrojadas a la papelera por un editor. Y rechazos famosos como el protagonizado por Proust y Gide -el segundo era editor de la NRF cuando le llegó el primer volumen de la novela de Proust-. En su caso fue la pereza la que le empujó a echar a un lado el tocho que Proust acabó imprimiendo a sus expensas. 

viernes, 6 de enero de 2017

"Si una noche de invierno un viajero" de Italo Calvino


En la novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero, el autor reflexiona sobre la desaparición del tiempo y del lugar durante el viaje en avión:

"Te abrochas el cinturón. El avión está aterrizando. Volar es lo contrario del viaje: atraviesas una discontinuidad del espacio, desapareces en el vacío, aceptas no estar en ningún lugar durante un tiempo que es también una espacio de vacío en el tiempo; luego reapareces, en un lugar y en un momento sin relación con el dónde y el cuándo en que habías desaparecido.
Mientras tanto, ¿qué haces?, ¿cómo ocupas esta ausencia tuya del mundo y del mundo de ti? Lees..."

miércoles, 4 de enero de 2017

Don Quijote es de Lisboa


En esta teoría estoy: después de viajar a Lisboa y pasar cuatro días allí, me ronda la idea de que el hidalgo español que Cervantes retrató, el viejo melancólico que recorrió La Mancha armado como un caballero medieval, no era originario de un pueblo manchego, sino de una calle de Lisboa. La descripción inicial que nos da Cervantes de su personaje es una falacia, uno más de los muchos engaños que contiene la historia. No, don Quijote no estaba loco, ni mucho menos. Don Quijote padecía de saudade y tenía inscrito en su carácter ese espíritu desdichado y nebuloso que he podido observar en muchos de sus compatriotas allende las fronteras de la Extremadura. No es gravedad, ni antipatía, ni por supuesto misantropía. El Caballero de la Triste Figura es un taxista lisboeta callado, taciturno que quiere dejar su trabajo, desea abandonar el eterno asiento de su Mercedes sin suspensión para subirse a lomos de algo que se mueva, pero que se mueva de veras. Y no andar al lado de turistas, burócratas o adolescentes ebrios, aguantando sus lenguas ininteligibles y sus ínfulas del primer mundo. Don Quijote es un hidalgo de Lisboa, con el espíritu entristecido por una ciudad monótona, sin brillo y por una música que nunca anima al baile. Don Quijote vive junto a Pessoa en una calle empedrada por donde el tranvía circula atestado de turistas, salvando a los muchachos que se sientan al sol en el filo de la acera, sin nada que hacer, sin ningún juego entre las piernas. Don Quijote era de comer frugal, de vela y abstinencia, de mucho leer y poco reír, como los conserjes de los hoteles de Lisboa: amables, enjutos e impasibles. Arañados por la conciencia del morir, sus ojos siempre están traspasados por la guadaña de quien añora la vida. Ese es don Quijote, sin duda: un recepcionista de hotel o un taxista que trabaja y vive a orillas de un estuario y que se ha rebelado contra su destino.