domingo, 23 de octubre de 2016

"Pastoral americana" de Philip Roth


Una familia americana modélica estalla por dentro a raíz de un atentado cometido por la hija a finales de los sesenta, en plena guerra de Vietnam. La prosa de Roth disecciona los órganos dañados de una sociedad enferma y se los presenta al lector en toda su crudeza.

"No hay engaños más habituales que los inspirados en los mayores por la nostalgia", Philip Roth, Pastoral americana.

martes, 18 de octubre de 2016

"Los libros perdidos" por Nuria Azancot


Existe una biblioteca imposible que hace soñar a los letraheridos de todos los tiempos, nostálgicos de tantas obras maestras perdidas en incendios, robos o por la voluntad del autor o de sus familias.

La componen, entre otros, el libro segundo de la Poética de Aristóteles, el centenar de volúmenes arrasados de Ab urbe condita de Tito Livio (de los 142 que la componían, solo 35 han sobrevivido), el Cardenio de Shakespeare, o el primer borrador de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde: al parecer Stevenson escribió más de 30.000 palabras en tres días de escritura febril y consumo de drogas, pero su mujer, Fanny, quemó ese borrador alucinado. También los ocho títulos cuya huella rastrea el editor y ensayista italiano Giogio van Stratren en Historia de los libros perdidos, fascinado por el tema tras descubrir que la viuda del novelista Romano Bilenchi había quemado el manuscrito de una novela inédita, Il viale, que estaba entre los papeles del muerto, “como prueba de amor”. 
Las memorias nefandas de Byron
En realidad existen tantas causas y razones para destruir un libro como autores, familias y amigos. El caso de los diarios de Lord Byron lo demuestra. Tras su muerte en Missolongui (Grecia), en mayo de 1824, en el despacho del editor del poeta, John Murray, se reunieron su albacea, su hermanastra (y antigua amante) Augusta Leigh, y su amigo Thomas Moore. Todos (menos Moore) querían quemar el manuscrito de las Memorias que Byron había escrito años atrás, y que cedió al editor por un adelanto de 2000 libras. Nunca sabremos qué escondían, pues Leigh pagó de inmediato para evitar el escándalo, pero Straten sospecha que más allá de la historia de su desgraciado matrimonio o sus amores incestuosos, lo que el libro confirmaba era su homosexualidad, en una época en que el “vicio nefando” era castigado con la horca.

El caso Hemingway. París, 1922
Muy distinta es la historia de los manuscritos perdidos de Hemingway. A finales de 1922, en la estación de trenes de París, una mujer abandona de repente su compartimento para comprar una botellita de Evian. Cuando sube de nuevo al tren, su maleta ha desaparecido. El problema es que se trata de Hadley Richardson (la primera mujer de Ernest Hemingway) y en la maleta están los primeros experimentos narrativos del escritor. Una tragedia porque, con las prisas, Hadley “arrambló con todos los papeles sin hacer ninguna selección”, copias incluidas.

La pérdida fue tal que Hemingway ofreció una recompensa a quien encontrara su maleta. De los escritos perdidos nunca se supo nada, aunque Hemingway logró recuperar un relato, devuelto por un editor que lo había rechazado. Se sabe que Gertrude Stein pudo leer otro, y que no le gustó en absoluto, lo que quizá confirme que no siempre perder un manuscrito supone una tragedia, sino un comienzo mejor.

El mesías y el holocausto
También hay libros extraviados que se convierten en fuente de inspiración para otros, como la legendaria novela El Mesías, de Bruno Schulz ((1892-1942). Perdida en 1942 en el campo de concentración de Drohobycz, donde Schulz fuese asesinado por un SS, David Grossman especuló en Véase: amor sobre su contenido y Cynthia Ozick narró en El Mesías en Estocolmo su recuperación. Se sabe que Schulz estuvo trabajando en el libro por unas cartas escritas entre 1934 y 1939 de las que se desprende lo importante que era la novela. También que un amigo leyó su comienzo, que rezaba, según Van Straten, más o menos así: “Sabes, me dijo una mañana mi madre, ha llegado el Mesías, y está ya en el pueblo de Sambor”.

El remate de esta historia parece un relato de Le Carré: a principios de los años 90 un supuesto ex agente del KGB aseguró que en los archivos de la policía política estaba el texto mecanografiado de El Mesías. Tras examinar una página del manuscrito, el diplomático sueco que hacía de intermediario recibió el dinero para rescatar el libro en Ucrania. “Puede que recogiera el manuscrito y puede que no -explica Van Stratren-. En el viaje de regreso tuvo un accidente de automóvil, el coche se incendió y murieron tanto él como el chófer”.

Entre copas y llamas
Cuenta la leyenda que Malcolm Lowry perdió entre copas el manuscrito de su primera novela, Ultramarina, aunque el amigo que había pasado a máquina la última versión de la novela le devolvió la copia al carbón que había recuperado de la basura de casa del escritor. Peor fortuna corrió la única copia existente de In ballast to the White Sea, novela en la que Lowry había trabajado durante nueve años y que ardió en el incendio de la cabaña en la que vivía desde 1940, sin luz ni agua corriente. 

Incapaz de comenzar de nuevo tras casi una década de trabajo, se conservan algunos fragmentos, custodiados como “santas reliquias”, según Von Straten, en la Universidad de la British Columbia: pequeños pedazos de papel con los bordes quemados, como los mapas de un tesoro.

Sylvia Plath, la poeta de cristal
La suerte de los inéditos de Sylvia Plath, mitificada tras su suicidio, quedó en manos de su marido Ted Hughes, del que se estaba separando. Abrumado por la culpa, Hughes se encontró con los Diarios de la poeta y decidió destruir sus últimos meses, para no hacer sufrir a sus hijos. No resolvió, en cambio, el misterio de la novela Double exposure, perdida, según Hughes, “en algún lugar en los años setenta”, pero sí preparó la edición de Ariel, el libro que asentó la fama póstuma de la poeta.


Su caso confirma algo que también apunta Van Straten: los libros perdidos tienen algo único, “nos dejan a nosotros, los lectores, la posibilidad de imaginarlos, de contarlos, de reinventarlos”.

domingo, 16 de octubre de 2016

"PJ Harvey: réplica a Telémaco" por Alejandro Basteiro


(...)La historia de Casandra, registrada en las epopeyas de Homero y Virgilio, también alimenta la idea de que nuestra cultura es intolerante a la intervención de las mujeres en política y misógina desde la raíz. El dios Apolo concedió a Casandra el don de predecir el futuro, pero después de que ella le diera calabazas la maldijo para que nadie creyera una palabra suya. Lo hizo, atención, escupiéndole un salivazo en la boca. Los troyanos, incluida su familia, empezaron a tratar a Casandra de orate y no hacían ni puñetero caso de sus predicciones, ni siquiera cuando advirtió que la yegua que los griegos habían dejado en la puerta estaba preñada de catástrofe. La consecuente destrucción de Troya también desencadenó el final de Casandra, empezando por su violación y secuestro. No conviene olvidar que la caída en desgracia de un héroe de la mitología clásica rara vez obedece al azar. Hablando rápido y mal, Casandra fue castigada por lenguatera.

El pintor inglés Solomon Joseph Solomon ofreció su visión de esta historia en el lienzo La violación de Casandra (sugiero que se acompañe la lectura de los siguientes párrafos con el corte 12 del disco Rid of Me de PJ Harvey, titulado «Me-Jane»). El cuadro de Solomon recrea el asalto de Ajax el Menor sobre la princesa de Troya, que hace un intento desesperado por no perder contacto con la efigie de Atenea para permanecer bajo su protección. La obra es espectacular, aunque algo disparatada desde el punto de vista de la física: tanto el asentamiento de los pies del soldado griego como el del brasero volcado de la parte inferior son deficientes. El escorzo del paño enganchado al pie de la estatua tampoco es muy verosímil. Pero lo más interesante de esta pintura es el contraste entre el físico de Ajax y su cara de pánfilo irredento. La pose se adelanta varias décadas al estereotipo superheroico de los comic-books americanos: el tórax erizado y el ángulo del puño derecho, junto con los pies mal anclados y el remolino de la capa, le dan ese aire clásico (ahora, no entonces) de Superman aparcado en gravedad cero. Su gesto, sin embargo, es de aburrimiento, como el de una mula que ha pasado el día allombando sacos de cemento. Sorprende esa distensión burocrática, casi oligofrénica, pero sobre todo ofende que la obra sirva para glorificar la anatomía masculina cuando sabemos que esta viñeta se resuelve con una violación. Curiosamente, la mise en scène se repite en otra obra principal de Solomon, que años después pintó un san Jorge en plena faena, rejoneando al dragón con la mano derecha mientras aúpa a una mujer, otra princesa, con la izquierda. A pesar del paralelismo, podría parecer que no hay lugar para una comparación moral entre los dos cuadros: en uno sale un héroe, en el otro un villano. San Jorge está rescatando a Sabra mientras que Ajax se dispone a abusar de Casandra en presencia de su diosa, pero os animo a observar la actitud idéntica de los dos supermachos y el papel de bulto transportable de ambas damiselas, y después a buscar similitudes entre uno y otro desenlace.
El riff de «Me-Jane», contundente y flexible como una fusta, es uno de los mejores que ha escrito PJ Harvey. El color tribal de la percusión y la voz que aparece por detrás del último estribillo son solo dos de muchos elementos memorables que adornan la canción. La letra relata los esfuerzos de una mujer doblada de dolores menstruales por mantener a raya a su correspondiente Tarzán, un Maciste sobreexcitado e incapaz de ensillar sus instintos. Mientras Tarzán se columpia («Aparta de ahí, ¿no ves que estoy sangrando?») Jane dibuja una línea en la arena: no intentes domarme como si fuera un animal. No soy un potro de gimnasia para que me saltes encima («Estoy intentando encontrarles sentido a tus gritos»). Hace tiempo que asocio el gesto de desconexión del Ajax de Solomon con la pesadez machuna del Tarzán de PJ Harvey, y ambos con la retribución de humildad debida a la mujer por una afrenta tan vieja como la palabra escrita (mínimo) y la responsabilidad que tienen músicos, escritores y artistas contemporáneos de hacer aportaciones cabales en favor de una narrativa popular más equilibrada. La Jane de PJ Harvey es un recordatorio muy eficaz de que la oposición activa es necesaria para que el privilegio se haga visible incluso ante los ojos de necios y tarzanes.
Desde algunos frentes se defiende que la militancia feminista no es cuestión de carné sino de conciencia, pero PJ Harvey siempre ha rechazado de forma explícita su adhesión. En consecuencia, hay gente que se ha sentido inspirada por su personaje y su obra para criticarla a continuación por sus palabras. Es interesante, sin embargo, considerar su aportación desde fuera del perímetro ideológico, como alfa de una generación de músicos en la que la visibilidad, como casi siempre, estaba muy cara para las mujeres. Ella fue el talento natural que cortó el nudo gordiano sin romper a sudar, la aspirante que se ganó el derecho a reinar sacando la espada de la piedra como si fuera un cuchillo hincado en un melón. «Prefiero hacer cosas en vez de pensar en ellas», decía durante aquellos primeros años. Con el paso del tiempo se ha convertido en una figura de culto, con una puesta en escena mucho más sobria y un discurso más sosegado, pero su muthos sigue siendo claro y preciso. Hace poco lo demostró recitando el poema Ningún hombre es una isla, de John Donne, como comentario personal a la salida del Reino Unido de la Unión Europea. A pesar de lo engañoso del contexto (caben muchos matices), no son tantas las oportunidades que tenemos de ver a una mujer siendo ovacionada por un statement de contenido político. El miasma sexista todavía es una realidad y las afecta a todas de una u otra forma, pero en el contexto de una industria especializada en banalizar todo lo que toca pocas voces demandan tanta atención y respeto del público como la de Polly Jean Harvey. 

sábado, 15 de octubre de 2016

Sánchez Ferlosio dixit

Nadie como Ferlosio ha sabido escrutar las entrañas de las tradiciones:

“Predicar una nueva fe entre practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego, ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento, porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa indignación”

"Ante la santa indignación" por José Andrés Rojo


Algo hay de voz que truena en los artículos periodísticos de Rafael Sánchez Ferlosio, pero solo algo. Porque también hay humor y esa actitud, un tanto traviesa, del que va a entrar en distintas materias para hurgar en sus recovecos y molestar. Ferlosio parte habitualmente del enfado que le produce el mal uso de las palabras y de toda esa parafernalia de la que se sirven cuantos se afanan en poner en circulación mercancías fraudulentas. Le molesta que se llame encuentro a lo que, en todo caso, fue un encontronazo entre culturas cuando se produjo el descubrimiento de América. Le molestan los nacionalismos que sostienen sus diferencias en la imposición de los rituales que las consagran (abomina de la identidad). Le molesta que el terror pretenda exhibir unos objetivos cuando se sostiene en el culto de los medios, las gestas del terrorista. Le molesta el victimato que se engalana de medallas postizas. Le molesta que se exhiba la cultura como un escaparate mientras se mutilan los medios para que se difunda. Le molesta toparse una y otra vez con los ortegajos de Ortega. Así que esa voz truena, pero luego cuando va entrando en materia es la escritura la que marca el paso, y es esa escritura la que va incorporando —en sus largas frases llenas de subordinadas— observaciones, referencias, hallazgos, bromas o sugerencias que convierten cada pieza en un lugar donde la batería de argumentos termina por desnudar todas las astucias con las que se van levantando los falsos ídolos de nuestro tiempo.

Salvo acaso en lo que se refiere a ETA y a los GAL, que han dejado ya de ocupar las primeras páginas, las reflexiones de Ferlosio siguen retratando con agudeza e inteligencia las miserias —políticas, sociales, ideológicas y culturales— de este país. Pero ni siquiera vale la salvedad: sus apuntes sobre la naturaleza del terrorismo resultan hoy indispensables para entender mejor esta época de terror. Ferlosio, sin embargo, no se engaña, y reconoce con una lucidez melancólica la inutilidad de su trabajo: “Predicar una nueva fe entre practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego, ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento, porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa indignación”. Los dioses patrios son de distinta especie, pero ese fervor infantiloide con que en estos días se celebran las posiciones propias como la mayor conquista permanece intacto, si no exacerbado. Haber convertido la corrupción en uno de los grandes espectáculos políticos y televisivos ha venido a confirmar lo que ya criticaba en 1990: “El escándalo, lejos de ser estímulo liberador que incite a los particulares a irrumpir hacia los negocios públicos, funciona justamente como un opio que les permite conformarse, sin saberlo, con su privacidad”. Luego está esa manía de convertir la actividad política en una “huera y redundante contienda entre sujetos” mientras, como afirmaba en 2002, “su genuino objeto, el trato con las cosas, quedaría abandonado a la incompetencia y al azar”. Y, bueno, Ferlosio no oculta el malestar que le produce todo aquel que “bramando enardecido en santa ira” no duda en apurar “hasta la última gota la ocasión de cargarse de razón".

Gastos, disgustos y tiempo perdido recoge las colaboraciones periodísticas de Ferlosio (las hay de 1962, pero cubren sobre todo el periodo que va de 1978 a 2012, algunas de ellas excepcionalmente largas) y muestra sus variados registros, sobre todo el de articulista, pero hay también crónicas políticas y taurinas, un reportaje y una entrevista; incorpora algún prólogo y algún pregón, e incluye su ensayo crítico sobre la conquista de América, Esas Indias equivocadas y malditas. Algunas expresiones afortunadas, como esa de “la santa indignación” o como las de “cargarse de razón”, “sentimiento justiciero”, “victimato” o “barniz de monumentalina”, van emergiendo a lo largo de sus aproximaciones a un puñado de cuestiones: los nacionalismos, el terrorismo, las fiebres identitarias, el fariseísmo político y social, el papel del Ejército y la policía en la naciente democracia española, la omnipresente razón de Estado, la concepción de la cultura como patrimonio, la corrupción. La época de Suárez, la llegada de los socialistas y su deriva posterior hasta aterrizar en la infamia del dóberman, el triunfo de Aznar, las cosas de Zapatero: Ferlosio va ofreciendo un sofisticado y brillante diagnóstico sobre la historia reciente de España. Nada le es ajeno, ni el caso Miró, ni las cuitas del GAL, ni el narcicismo abertxale, ni siquiera la bobalicona entrega de Nancy Reagan a la elección de su marido como presidente de Estados Unidos. Hay tantas joyas que solo vienen a confirmar que la mejor literatura está también en los periódicos.

"Los hermanos Karamazov" por Orhan Pamuk

Recuerdo muy bien la primera lectura de Los hermanos Karamazov a los 18 años, solo en una habitación de una casa que daba al Bósforo. Era el primer libro de Dostoievski que leía. En la biblioteca de mi padre había una traducción turca publicada en los años 40 a partir de la versión inglesa de Constance Garnett y el título de aquella novela, que de una manera misteriosa sugería todo el exotismo, la diferencia y la fuerza de Rusia, llevaba bastante tiempo llamándome a un mundo nuevo.

Como todos los grandes libros, Los hermanos Karamazov tuvo dos efectos instantáneos en mí: me hizo sentir al mismo tiempo que no estaba solo en el mundo y, por otro lado, que era alguien desamparado, solo en mi rincón. Al ir viendo complacido lo que la novela me mostraba poco a poco, sentía que no estaba solo porque, como me suele pasar cuando leo grandes libros, las ideas que tanto me agitaban ya se me habían ocurrido antes, y algunas escenas y entonaciones escalofriantes casi las recordaba como si las hubiera vivido. Por otro lado, mi primera lectura del libro también me daba la sensación de soledad puesto que me mostraba ciertas verdades básicas sobre la vida de las que nadie hablaba, que nadie mencionaba. Me daba la impresión de ser el primero que lo leía. Era como si Dostoievski me susurrara al oído cosas privadas sobre la humanidad y la vida que nadie más sabía. Esa información secreta tenía tanta fuerza y era tan inquietante que cuando me sentaba a cenar con mis padres o cuando, como siempre, intentaba charlar con mis compañeros en los atestados pasillos de la Universidad Técnica de Estambul, en los que siempre se hablaba de política, sentía que el libro se agitaba dentro de mí y que la vida ya no sería la misma; notaba que frente al mundo grande, amplio y sorprendente de la novela, mi propia vida y mis preocupaciones eran pequeñas e insignificantes. Me apetecía decir: “Estoy leyendo un libro que me agita, que está cambiando mi mundo entero y eso me asusta”. En alguna parte Borges dice: “Descubrir a Dostoievski es como descubrir el amor o ver el mar por primera vez, marca un momento importante en la vida”. El momento en que leí a Dostoievski por primera vez supuso para mí la pérdida de la inocencia con respecto a la vida.

miércoles, 12 de octubre de 2016

"Arthur Rimbaud, la voz total del poeta insaciable" por Antonio Lucas


Lo de Arthur Rimbaud es algo más que un enigma. Diríamos que pertenece al linaje de los indescifrables. No solo en su escritura sino exactamente en lo que da paso a la obra, que es la vida. Está su biografía tan fuera de lo común, tan sin cálculo posible, que al final sólo él se llevó la clave de esa parada salvaje. Arthur Rimbaud fue un niño que dejó de escribir siendo casi niño y una vez convencido de lo que ha hecho (o de lo que no ha hecho) rechaza entrar en el mundo grisalla de lo colectivo y desaparece.
Nació en Charleville en 1854 y falleció en Marsella en 1891. Hasta ahí, una muerte prematura y poco más. Lo interesante es que comenzó su obra poética adulta a los 15 años y remató su escritura poética a los 21, cuando había roto las costuras de la poesía moderna y cuando había deflagrado el límite de los excesos de la bohemia.
Antes y después de Rimbaud el verbo es otro. Él es otro. «Yo es otro». Y lo demás es un deambular por lo que este muchacho hizo con todo el hambre de extravío que un hombre acumuló cuando aún no era hombre. Hay decenas de ediciones de los poemas de Rimbaud. Algunas de las Cartas abisinias, la correspondencia que mantuvo con su familia desde África. Pero hasta ahora no existía una tan completa en un solo volumen en España.
La editorial Atalanta se propuso hace unos años reunir todo lo que se sabe de la obra de Rimbaud. Más de 1.500 páginas, en edición bilingüe, desde las primeras traducciones del latín realizadas como alumno en el liceo de Charleville hasta el último poema del que se tiene noticia, Saldo. Y junto a eso, material disperso que los estudiosos franceses llevan casi un siglo intentando componer como si el puzzle de este desafío tuviera sentido en el orden lógico del mundo.
«Para los lectores jóvenes Arthur Rimbaud sigue siendo un relámpago», sostiene Mauro Armiño, encargado de la traducción y que ha pasado años de convivencia con la obra del más extremado de los poetas franceses modernos. «En él asumen, como cualquiera de las generaciones que nos hemos asomado a su obra, el destello, la iluminación. Pero lo más interesante es la dificultad de fijar una sola interpretación de esta escritura. Cada poema tiene el sentido inexacto que cada lector le asesta. Es un poeta muy difícil de unificar».
La situación es esta: un adolescente que se enfrenta a su idioma desde un pueblo frío, que vuela las sienes a las palabras. Un adolescente a la conquista furtiva del París parnasiano y le ciñe a la poesía un cinturón de dinamita. Arthur Rimbaud es un arrapiezo cargado de modales vándalos, de juventud y de insolencias. El responsable de Atalanta, Jacobo Siruela, lo resume bien: «Representa como nadie la esencia de lo moderno, de lo nuevo, de la rebeldía del porvenir, y que arroja al mundo, con inusitada ferocidad, una poesía que nunca perderá su juventud. Ese es su misterio».
Hijo de una madre beata y comprimida en la devoción y el secreto de haber sido abandonada por un capitán del ejército que casi nunca aparece por casa, donde tres niños esperan de la vida algo más que la miseria estrecha que la familia le ofrece. Y Arthur se rebela. O Arthur es distinto. Está dotado de una fiebre inédita que estrella en decenas de hojas sueltas donde quiere fundar una nueva autonomía. Quiere sentar a la belleza en las rodillas y escupirla. Busca el desarreglo de todos los sentidos. Entiende al poeta como el vidente de una vida nueva.
«Es el misterio más grande de la literatura», sostiene Mauro Armiño. «Después de años fascinado con su trabajo, sigue siendo para mí un tipo indescifrable». Es decir, todo en él queda abierto, también inconcluso. Los primeros años de París son un desacato, una insurgencia, un deambular con Paul Verlaine al lado. Aquel que empezó como maestro y cayó fulminado ante el gesto cimarrón de aquel muchacho dispuesto a ser feroz. Verlaine dejó todo por enrolarse en la causa sin causa de Rimbaud. También a su mujer y a su hijo recién nacido. Juntos escandalizaron en las tertulias. Se amaron. Huyeron. Se odiaron. Vivían sin porqué, que es la forma más pura y letal de pisar la tierra. París, Londres, Bruselas, Stuttgart. La expedición consistía en malvivir, emborracharse, arrepentirse, ir y volver a la topera familiar. No eran felices, pero juntos eran salvajes.
Entre las aportaciones de esta Obra completa bilingüe está también el epistolario de Rimbaud. Desde los años de excitación a las cartas absurdas de su retiro africano, donde se enroló en el negocio de la venta de café, de armas y (quizá) de esclavos. «Estas misivas no tendrían ningún interés si no fuesen suyas», sostiene Armiño. «En ellas no hay ninguna referencia a la literatura. Ni rastro. Tan sólo pide a un amigo unos cuantos libros y son manuales de ferretería, de cristalería y de agricultura». Y es que a partir de 1876, después de un largo viaje a pie por Europa, el chico «de las suelas al viento» (como dijo Verlaine) se enroló en un barco a Chipre y después a Yemen, donde consiguió empleo en la Agencia Bardey. Y más tarde a Egipto. Y luego a Etiopía.
«La soledad es una mala cosa. Por mi parte, siento no haberme casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar, atado a una empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e incluso la lengua de Europa. ¿Para qué sirven estas idas y venidas, estas fatigas y estas aventuras en lugares de razas extrañas, y estas lenguas que llenan la memoria, y estas penas sin nombre, si un día, después de algunos años, no puedo descansar en un lugar que me guste más o menos, y encontrar una familia, y tener por lo menos un hijo para pasar el resto de mi vida educándolo según mis ideas, dotándolo de la más completa instrucción que se pueda dar... Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia». Lo escribió en una carta de 1883.
En vida solo había publicado un libro, Una temporada en el infierno (1873), cuya edición costeó en parte su madre. De los 500 ejemplares solo recogió cinco o seis. El resto quedó en el almacén de la imprenta M. J. Poot & Cía, donde en 1901 los descubrió el abogado Leon Lousseau. Nadie recordaba entonces al poeta de Charleville, pero el trabucazo de aquellos versos recobrados fue sideral. Los surrealistas le hicieron faro de costa de la poesía nueva. Y de la causa de ser poeta. A Verlaine le confió los poemas de Iluminaciones en el último encuentro que mantuvieron en Stuttgart para la edición de 1975 que este y otros ordenaron a su criterio. Algunos de los textos de este conjunto están escritos después de los de Una temporada en el infierno. «Rimbaud los llamaba poemas en prosa. Iluminaciones va a ser un paso más en el camino hacia una nueva armonía. Por la narratividad de estas composiciones el poeta se convierte en una significación encriptada». Aquí entramos en pleno enigma.
Y luego están los textos del Álbum zutista, que también recupera esta edición. «Son versos que hizo en los cafés junto a Verlaine y otros amigos del entorno. Suelen separarse de la obra completa, pero en aquella aventura Rimbaud firmó 18 y uno a medias (que se conozca hoy) con Verlaine, El ojo del culo. Están entre la grosería y la libertad total», apunta Armiño.
Este hombre fue un récord de abismos. También de soledades. Y, sobre todo, un generador de vértigos. No hay un poeta que en el alcance de su ambición (o de su intuición) llegue a las mismas cotas de fervor, estupefacción y delirio. Hizo de su idioma una nueva mercancía. Fue un sujeto tasado en la fábrica de Satán. Y qué hondo. Y qué frágil. Y qué rotundo. Alguna vez lo dijo: «Por delicadeza perdí mi vida». Anduvo entre la pobreza y el vagabundeo. Entre la suciedad y el desconsuelo. Pero sobre todo pisó las altas cimas de la inteligencia. Y los umbrales de lo insólito. Amó como sólo se puede amar lo que se odia. Y tiene algo de milagro. Y mucho quilate de imposible.

La decepción de Atenea


La diosa Atenea abandonó, frustrada, aquellos territorios. Las gentes que allí moraban la habían despreciado y nunca más quiso saber de ellos. Quedaron sin su consejo y sin su protección. Deambularon durante siglos guiados por la brutalidad y la superstición. Caminaban a tientas por los caminos, tropezaban una y otra vez, caían y comían tierra, sin que la experiencia les sirviera de escarmiento. Hermes, el mensajero de los dioses, se apiadó de ellos. Los vio tan indefensos, tan expuestos a la ignorancia que les envió un televisor y un ordenador. Como Atenea, salió de aquellos territorios escaldado. En cuanto los objetos enviados por los dioses transformaron en manos de esos hombres, los convirtieron en instrumentos de violencia y de tortura. Convirtieron las palabras en colmillos afilados con que desgarrar la yugular del vecino y Hermes se avergonzó de su candidez.

sábado, 8 de octubre de 2016

La ausencia y la palabra (a Cristina)

La palabra como bálsamo,
como ambulatorio de la angustia,
contra el hachazo de la muerte joven.

Al fondo del aula
está vacía su silla.
Ha enmudecido su voz cargada de desgracias,
ha desaparecido el frágil perfil,
la sonrisa quebrada.

Nadie explica por qué
la muerte es tan impía, tan desalmada,
por qué desgarra carne nueva
a dentelladas.
Solo queda el estupor de la ausencia
que nos extirpa la saliva
para que no podamos escupirle
en la cara.
Porque a los pájaros les han arrancado las alas
y se estrellan contra el suelo.
Porque de las ubres los niños
solo extraen estiércol.
Porque pisamos cristales rotos
con los pies desnudos
y se hincan hasta el hueso.
Porque solo queda el estupor de la ausencia
y nadie explica por qué
la muerte se ceba con el despertar,
con el entusiasmo de los ojos brillantes.

Ha enmudecido la voz de la niña
al fondo del aula.
Ha desaparecido el frágil perfil,
la risa quebrada,
su voz cargada de desgracias.
Y nadie ha venido a explicarnos
por qué.

Solo el bálsamo de las palabras
sirve de parche a la angustia.
Sin adhesivo, poroso,
demasiado liviano para aguantar
el torrente de sangre
nueva
que ha desencadenado
ella,
la muerte.

Sube la cuesta con dificultad,
recupera el resuello
y las amigas le tienden su aliento
para llegar a la plaza.
Sube, sube y vive
en el recuerdo,
hasta la Plaza Mayor de Salamanca.
Solo el bálsamo de las palabras.