domingo, 4 de septiembre de 2016

"El nudismo y los primeros anarquistas españoles" por Álvaro Corazón Rural


Lo normal es que una noticia o un suceso llamativo te lleve a buscar lecturas sobre las materias con las que está relacionado, pero puede ocurrir al revés. Toda la polémica de los burkinis de este verano a mí me pilló acabándome La pérdida del pudor. El naturismo libertario español (1900-1936) (La Malatesta Editorial) de Mª Carmen Cubero Izquierdo, historiadora que forma parte del grupo de estudios Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas.
El libro es un trabajo que estudia la importancia de la ideología anarquista en la aparición del naturismo en general y el nudismo en particular en la España de principios del siglo XX y su auge en los años veinte y treinta. Me resultó imposible no contrastar lo que se lee en estas páginas —detenciones, multas, persecución de nudistas y secuestro de sus libros— con las imágenes de la policía francesa en las que daba la impresión, así lo registró la prensa, de que a una mujer la estaban multando por ir a la playa demasiado vestida.
En la España de entonces la situación era bien distinta. Este libro recoge que la prensa hablaba de los nudistas en términos de «salvajes» y «primitivistas». El conspicuo Ortega y Gasset tachó esta actividad como una actitud «infantil», entre las risas de los presentes a una de sus conferencia. Gran parte de la prensa se echó encima de los que se desvestían. Y aunque ABC, por ejemplo, se llenó de artículos en contra, mofándose y criticando a partes iguales a la gente que hacía excursiones para quitarse la ropa, o se bañaba así en ríos o en el mar, también publicó algún texto muy valioso a favor de los nudistas, como un extenso artículo de Adolfo Marsillach y Costa en 1931 que venía a sostener todo lo contrario de lo que esgrimían los sectores más pudorosos y conservadores de la sociedad de entonces.
El periodista hizo una defensa que incluso a día de hoy no es frecuente leer o escuchar. Dijo que la «inquietud sexual» era la enfermedad del alma moderna y que no había otra forma de acabar con ella que no fuese el propio desnudismo. «El desnudo absoluto es casto», afirmó. Y puso ejemplos: «Hasta ahora no se ha registrado entre los desnudistas catalanes el más leve caso de impureza. No ha habido que lamentar la menor transgresión de los preceptos morales establecidos (…) no hay nada más inocente que sus juegos. Bailan la sardana y danzas rítmicas, juegan a la comba y a las cuatro esquinas».

La autora de este libro, Cubero, a continuación también cita otros artículos que se hicieron eco del de Marsillach y su punto de vista. Uno de ellos iba más allá: «El vestido es la causa, el origen de la inquietud sexual, hoy aguda enfermedad del alma. Con el vestido, el individuo toma para sí lo que no es suyo, imagina, fantasea, dibuja, siempre fuera de la realidad».
Pero estaba muy lejos de la intención de los poderes fácticos combatir la neurosis sexual que tanto y tan hipócritamente les molestaba si no era con tácticas medievales. Hasta el papa se pronunció sobre la oleada de nudismo que apareció en la España de los años treinta: «La vida pagana de hoy ataca a todos los actos habituales de nuestra actividad: los placeres, los divertimentos e impudicia superan, en mucho, a los de la antigüedad pagana: pues se rinde culto al desnudismo». Advertencias que no cayeron en saco roto; la autora, para ilustrar las reacciones, recoge un caso en el que unas alumnas de Barcelona denunciaron a su profesor de gimnasia, que era naturista, por proponerlas hacer gimnasia nada menos que en mallas.
Estos movimientos que habían puesto en estado de histeria a los sectores conservadores de la sociedad venían originalmente de Alemania, cuenta la obra. Durante el siglo XIX, con la revolución industrial, fueron surgiendo tendencias higienistas que pretendían «regenerar» a la especie humana, la cual entendían que estaba amenazada por el avance de la industrialización.
La vida moderna era «artificial». No solo por la industria, también por el auge de las tabernas y vicios como el café, el alcohol y el tabaco. Ellos proponían dietas vegetarianas, baños de sol al aire libre y alejarse de las ciudades, madres de la degeneración, y sus antros oscuros llenos de humo.

Aunque hubo socialistas alemanes que pusieron en práctica estas ideas, los higienistas fueron derivando hacia las ideas extremistas. Huir de la ciudad pasó a ser un ejercicio de admiración del campo, el bosque y las montañas ¡la patria! Y detrás llegó el culto a los cuerpos perfectos, esculturales, de proporciones basadas en el ideal grecolatino… Los hijos de la sagrada nación. Estos naturistas se fueron politizando, llegaron al extremo de exaltar la sangre alemana y cayeron en el nacionalismo, primero, y en la paradoja, después, ya que sus prácticas fueron terminantemente prohibidas por los nacionalsocialistas en cuanto tomaron el poder en 1933. No obstante, habían convertido el naturismo en una expresión ultraderechista.
En España, sin embargo, esto no fue así. Los viejos ideales decimonónicos naturistas fueron recogidos por la izquierda y muy en particular por el discurso cultural del anarquismo, explica la historiadora. Aquellos españoles no se desnudaban por la patria, sino por la emancipación. La desnudez simbolizaba la liberación del cuerpo y el rechazo a «un sistema de valores obsoleto e hipócrita». Se despreciaba la vida urbana de hacinamiento e insalubridad. En un artículo citado de Federica Montseny, la cenetista se quejaba de las condiciones de vida urbanas: «Vamos huyendo del sol para hundirnos en la electricidad».
La fecha de llegada «oficial» del naturismo a España fue la fundación en Madrid de la Sociedad Vegetariana Española en 1903 y en 1915 apareció en Valencia la revista Helios, que comenzó a difundir todas estas ideas. Hubo episodios aislados desde entonces relacionados con estas nuevas teorías, pero no fue hasta los años veinte que estalló el fenómeno por una razón muy sencilla: simplemente, se pusieron de moda.
Sin embargo, una de sus actividades, el excursionismo, sirvió a los grupos políticos para confraternizar y, también, durante el régimen de Primo de Rivera, para preparar acciones de protesta y ocultarse. Con todo, la CNT y las Juventudes Libertarias fueron las que más impulsaron el fenómeno.
No sin debates y polémica. Tal y como relata la autora, para sectores anarquistas antes que preocuparse por este tipo de actividades alternativas o contraculturales, había que realizar la revolución social y económica. Para otros, esa revolución no llegaría sin la liberación naturista. Hubo quejas del cariz que tomaban los acontecimientos cuando el naturismo, a juicio de algunos anarquistas, no era más que un pretexto para que un hombre estableciera e impusiera nuevas leyes creadas por él, por muy alternativas que fueran. Y cualquier deriva mística, las doctrinas espiritistas, o culto a la madre naturaleza también sufrieron enmiendas a la totalidad. No podía haber ningún tipo de deísmo, aunque estuviese dedicado al entorno, «un hombre que creía en un dios, fuera este el que fuese, no podía ser libre», explica Cubero. Y, por supuesto, también se cargaron las tintas contra todos los pseudodoctores que fueron proliferando que se servían de estas teorías para vender productos dietéticos o vegetarianos. Para mercantilizar el naturismo al fin y al cabo.
Las citas de los intercambios dialécticos en la prensa anarquista son de traca. Se quejó el articulista Julio Enrique de que sus compañeros se burlaban de sus ideas, y escribió: «Nosotros, los naturistas anarquistas, no queremos hacer la revolución con repollos y otras hortalizas como algunos camaradas nos echan en cara (…) la revolución no se hará comiendo alcachofas, pero tampoco bebiendo alcohol».
Con la llegada de la II República creció el fenómeno aún más y su eco en al prensa. Especialmente en el periodo radical cedista las autoridades se cebaron contra el nudismo. Hubo secuestros de publicaciones, encarcelamientos y multas. Una represión que no solo la ejercía el Gobierno y las autoridades, sino también grupos de fascistas. Pero en esta época el debate ya no solo se trataba de la liberación simbólica del cuerpo. También entraban en liza la liberación sexual y el amor libre. Explica la autora:
Los defensores de la liberación sexual y el amor libre denunciaban esa hipocresía manifiesta que existía dentro de una sociedad fuertemente arraigada a las costumbres católicas que reprimían el cuerpo y todos sus impulsos, así como también se criticaba insistentemente la doble moral y los prejuicios que aún permanecían cegando a los seres humanos, impidiéndoles emanciparse y rodeando el cuerpo y el sexo de un halo de obsesión casi neurótica.
Hubo anarquistas franceses, como Jean Grave, que vieron en estas teorías un espíritu «burgués, impropio y sucio». En Francia la oleada naturista tampoco se instaló en la sociedad sin conflicto. Cubero cita casos de nudistas tratados a latigazos en plena playa. Pero en general, para los anarquistas españoles fue un ejercicio de afirmación, de liberación, puesto que la ropa para ellos no era más que otro «marcador clasista». Entendían desnudarse como una muestra de sinceridad y forma de relacionarse con la naturaleza más estrecha y auténtica. Nunca vieron que el cuerpo desnudo pudiese ser una fuente de deseo sexual o lujuria, puesto que entendían que el contenido sexual del cuerpo venía dado por una tradición cultural con la que precisamente querían romper.
El drama, para Mª Carmen Cubero Izquierdo, es que si entras en conflicto con las bases de tu propia cultura te arriesgas más que si te limitas a incumplir alguna ley de tu sociedad. Los principios morales y culturales aportan seguridad a la gente y cuestionándolos la sumerges en la incertidumbre y el miedo. Pero concluye: «Las ideas que deja la contracultura dejan un poso de los que se apropian las generaciones venideras».
Así ha sido y así fue incluso en su momento. Si bien todos los españoles no se sumaron en tropel a la nueva moda, sí lo hicieron al «semidesnudismo». Las playas de aquellos años empezaron a llenarse de maillots. La prensa dio cuenta de cómo se multiplicaron de un año a otro y admitieron que ya nada podía hacerse para dar marcha atrás. Un texto en el suplemento del ABCBlanco y Negro, en su sección «La mujer y la casa» apartado «Las charlas del salón de te», ya era un grito de impotencia desesperado. El autor llegaba a preguntarse qué sería de costureras, modistos y fabricantes de tejidos si la fiebre por llevar menos ropa en la playa o en la montaña seguía creciendo. El remate del texto no tenía precio, decía: «¿Se ríe usted?».
Lo que ocurrió después de 1939 ya lo tratamos aquí en su día en la serie «El sexo en el franquismo» y la nueva relación que se estableció con el cuerpo humano bien la pueden resumir estas palabras de Francisco Umbral: «Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo».


sábado, 3 de septiembre de 2016

"Para ser feliz cuéntate buenas historias" por Kiko Llaneras


¿Alguna vez has sido feliz en un espejismo? Imagina que te enamoras y durante meses solo experimentas instantes felices. Entonces descubres la trampa: tu amante era un actor a sueldo de una conspiración. De golpe te sentirás desgraciado. Pero ¿se ha esfumado la felicidad que ya experimentaste? ¿Es menos real ahora? No puede serlo. Puedes maldecirte, arrepentirte y hasta alterar tus recuerdos, pero la felicidad experimentada no puede deshacerse.
Este espejismo ilustra una paradoja que todos llevamos dentro: no es igual experimentar instantes felices que sentirte feliz al pensar tu vida.
Para explicar esta confusión el premio nobel Daniel Kahneman dice que nos habitan dos yoes diferentes (Science 2004Nature 2006). El primero es el «yo que tiene experiencias». Es la parte de ti que vive en el presente, sintiendo dolor y placer en instantes sucesivos. Desconoce el pasado y no piensa en el futuro; vive fugazmente. Tú otro yo es el «yo que recuerda». Es la parte de ti que tiene memoria y juzga las cosas. La que responderá si te pregunto qué tal lo pasaste ayer o cómo te sientes últimamente.
La paradoja es que cada yo es feliz a su manera.
Puedo preguntarle a tu «yo que tiene experiencias» si se siente feliz ahora. Y si le pregunto periódicamente puedo saber cómo de felices han sido los sucesivos instantes de tu vida. ¿Cuántos momentos felices has experimentado? Ojalá que muchos.
Pero si interrogo al «yo que recuerda» la pregunta es distinta. A él puedes pedirle un juicio general de tu bienestar: ¿cómo de satisfecho estás con tu vida cuando piensas en ella? El «yo que recuerda» puede responder porque conoce la historia de tu vida. De hecho, es él quien la escribe. Lo hace sobre la marcha y no es fiel a los hechos: miente, altera tus recuerdos e ignora la mayor parte de tus experiencias. (Puede pasar, por ejemplo, que este año hayas disfrutado mucho viendo series y tu «yo que recuerda» anote un triste: vi muchas series). Pero lo que escribe importa, porque cuando reflexiones sobre tu vida o te preguntes si eres feliz, las respuestas brotarán de su relato.

Felices experiencias / felices memorias
Se nos plantea así un dilema: tenemos que escoger entre vivir para encadenar instantes felices o vivir para sentirnos satisfechos —¡y felices!— al rememorar nuestra vida.
Pondré un ejemplo. Es probable que uno experimente más felicidad quedándose en casa muchas noches. Es un sitio confortable y uno puede dedicarse a leer o ver películas bien acompañado. Y sin embargo, hay algo en esa felicidad monótona que rechazamos. Pero ¿quién la rechaza exactamente? No el «yo que tiene experiencias»: él sería feliz haciendo siempre lo mismo y ni siquiera notaría la repetición. No. Quien rechaza la monotonía es el «yo que recuerda», porque es un narrador y las buenas historias exigen acción.
Así las cosas, el «yo que recuerda» hace las veces de tirano: él tomas tus decisiones… y las consecuencias las experimenta tu otro yo. Para demostrarlo, Kahneman plantea un juego mental. Imagina que escoges el destino de tus próximas vacaciones. Piénsalo y decide un lugar. Ahora imagina que sabes que al final de esas vacaciones se destruirán las fotos y te administrarán una droga amnésica de modo que no recordarás nada. Las vacaciones serán solo una experiencia y ningún recuerdo. ¿Elegirías el mismo destino ahora? No te extrañes si tu «yo que tiene experiencias» elige la playa antes que hacer trekking por el sudeste asiático.

Para sentirte satisfecho con tu vida, tomas decisiones que no hacen que experimentes más placer, alegría ni felicidad. La tiranía del «yo que recuerda» consiste en que actuarás pensando no en las experiencias sino en su recuerdo y el relato alrededor.
Y eso explica muchas cosas.
Explica que no me guste escribir, sino haber escrito.
Y explica que corramos maratones: porque la experiencia es una mierda pero el recuerdo compensa. (Y si has corrido una maratón y crees que me equivoco, reconoce que no puedes saberlo porque en tu cabeza no está la experiencia sino el recuerdo.)
Explica también que existan los perseguidores de historias. Como aquel amigo que decidió arrepentirse siempre por hacer y nunca por no hacer. ¿Sabéis esas noches que dudas si pedir otra copa? La pide siempre. ¿Y cuando quieres decirle a una chica «vamos fuera»? Él ya está con ella de la mano. Como resultado, mi amigo comete grandes errores, hace mucho el ridículo y se pierde en Elche. Pero también acumula historias asombrosas.
La tiranía de la memoria nos empuja a buscar nuevas historias y explica que algunas parejas rompan sin motivo aparente.
Explica también a Sarah Bernhardt, en la versión de Julian Barnes, que rechazó casarse para experimentar mucho y luego rememorarlo: «Estoy hecha para la sensación, para el placer, para el momento. Busco continuamente sensaciones y emociones nuevas. Mi corazón desea más excitación de la que nadie, ninguna persona, puede darme».
Y explica esta frase de Ferlosio que debo a El guardián: «Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la pregunta: Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?».

* * *

Si ahora volvéis a la historia del principio, veréis la paradoja resuelta: descubrir que tu amante es un impostor no destruye la felicidad que ya experimentaste, pero destruye el relato y por eso duele y por eso importa.
Importa y duele porque vivimos al servicio del «yo que recuerda».

Confieso que esa tiranía me parece poco grave. No me importa vivir al servicio de esa parte de mí que lleva un diario y luego decide si estoy satisfecho. Quizás porque me gustan las historias o porque ese otro yo que tiene experiencias me parece líquido y de segunda clase. Solo una duda me corroe: quizás la tiranía del «yo que recuerda» me parece poco grave porque quien escribe y piensa estás líneas es el propio tirano.

"El extraño viajero" por Antonio Muñoz Molina



En la desleída televisión pública pasan a deshoras El extraño viaje y yo me quedo hasta las tantas viéndola una vez más, en una noche de finales de agosto en la que no cesa el calor. Cuando termina, me gana una añoranza recobrada de Fernando Fernán Gómez, que va a hacer ya nueve años que murió este noviembre. Siempre ha pasado más tiempo del que parece, y también es como si no hubiera pasado, como si no pudiera ser verdad que Fernando está muerto. Fernán Gómez es de esas personas que vuelven con mucha frecuencia a la conversación de quienes las conocieron. Nos gusta recordar cosas que nos contó, o historias que nos sucedieron con él, con él y con Emma, Emma Cohen, que se fue hace mucho menos, pero que ya estaba muy retirada, muy ausente. Antes de que muriera, ya hablábamos de ella en pasado. En Fernando había un escepticismo de español templado que de un modo u otro ha pasado toda su vida en minoría, en un cierto margen de rareza, en una minoría que a veces era, literalmente, de uno solo, como la de Cyril Connolly. De niño era pelirrojo y larguirucho, además de hijo de madre soltera y de padre desconocido, lo cual lo envolvía en una rareza añadida que ahora es difícil de calibrar. Yo fui niño 30 años después que él, pero me acuerdo bien de cómo mirábamos a un vecino que llegó a nuestra calle no sabíamos de dónde, y que vivía solo con sus madre, de la que los mayores decían en voz baja que no estaba casada. Aquel niño era igual que nosotros, pero quizá por eso nos parecía más definitiva la extrañeza en la que lo veíamos envuelto. Era más distinto todavía porque a simple vista no se le notaba ninguna diferencia. A Fernando sí. Fue pelirrojo en un país de gente morena, fue muy alto y delgado en un país de pobre gente achaparrada, fue un actor que se mezclaba con escritores, un escritor al que era más difícil que lo tomaran en serio porque era un actor célebre, un actor de éxito que dirigía películas invisibles de tan minoritarias, hijo de una madre monárquica y de una abuela republicana. Dedicarse a tantos oficios no le favoreció en un país muy perezoso para las complejidades, pero en cada uno de ellos logró al menos una obra memorable. En el teatro nos dejó Las bicicletas son para el verano, que es uno de los textos mayores de literatura dramática en español del último medio siglo; escribió una novela magnífica, a la que en su momento no se hizo mucho caso, El viaje a ninguna parte, eclipsada por la película que él mismo hizo con ella. En España son raros los buenos libros de memorias, sobre todo de memorias escritas por hombres. Entre nosotros hay poco hábito de poner por escrito los propios sentimientos, la fragilidad masculina, la melancolía de lo que se ha perdido o lo que se nos malogró. Por eso son más importantes todavía las memorias de Fernando Fernán Gómez, El tiempo amarillo, la crónica de la vida íntima de un tímido al que le tocó la mala suerte generacional de entrar en la primera juventud al mismo tiempo que su país entraba en ruinas en el túnel de una dictadura. Son unas memorias que uno lee ávidamente la primera vez y a las que está volviendo siempre, eligiendo tal vez una época concreta, la riqueza de uno cualquiera de los tiempos o de los mundos que se retratan en ellas: el niño al que su abuela lleva a la Puerta del Sol el 14 de abril; el adolescente lector y enamoradizo que de repente se encuentra haciendo papeles mínimos en los teatros colectivizados de Madrid en guerra; el hombre maduro que vuelve a casa después de una gira teatral en la que ha tenido mucho éxito y descubre que su gran amor lo ha dejado por otro. Yo lo vi en Granada, durante aquella gira, en un recital de poemas y fragmentos en prosa. Quien lo haya escuchado leyendo en voz alta, en un escenario oscuro, delante de un atril, el discurso de Don Quijote a los cabreros, o la Mano entregada, de Vicente Aleixandre, no lo olvidará nunca. Fernando, tan alto, vestido de negro, era Don Quijote y era también Cervantes, era Aleixandre y la voz enamorada y estremecida del poema. Las mejores películas que dirigió permanecen tan vivas que cuesta acordarse de que casi todas fueron fracasos comerciales, o se quedaron sin estrenar, o fueron olvidadas después de proyectarse unos días en programas de relleno en cines sin fortuna. En esas películas de Fernando está la paradoja melancólica de las obras que acaban representando lo mejor de la época en la que fueron invisibles. Fernando tenía una idea irónica y un poco amarga de lo que podía ser en España el éxito, y de lo cerca que solía estar del fracaso. Actor de una celebridad incompatible con su timidez, con su parte de misantropía, Fernán Gómez era al mismo tiempo un director de cine casi clandestino. Él se encogía de hombros, con una mezcla muy suya de fatalismo y de negligencia. Pero hay que imaginar lo que debió de suponer para él que las que tal vez fueron sus mejores películas, El mundo sigue y El extraño viaje, desaparecieran sin rastro una vez terminadas, sin esperanza de rescate, en esa época anterior al vídeo doméstico en la que la mayor parte del cine apenas volvía a verse después de estrenado. La posteridad es misteriosa y errática. Nunca se sabe lo que va a salvar o lo que va a destruir. Cuando ya era viejo, Fernando asistió, con una gratitud atemperada por la incredulidad, al regreso de aquellas películas que había dado por olvidadas y perdidas. Quienes las descubríamos, casi siempre por azar, o por una confidencia de alguien, nos quedábamos sobrecogidos por aquella originalidad que era al mismo tiempo testimonial y poética, aquella maestría a veces un poco atropellada que no hacía el menor aspaviento para llamar la atención sobre sí misma. La otra noche, viendo de nuevo, con la misma admiración, El extraño viaje, reconocía en la película la ternura de Fernando hacia las personas muy frágiles, su desprecio hacia la autoridad, su mirada entristecida y clarividente hacia la pobreza española, la aspereza de aquel país que tardó tanto en emerger de la posguerra y en el que las heridas, decía él, no acababan nunca de cicatrizar. Pero me fijé más aún esta vez en la parte de cuento infantil de miedo que hay en la película, en su tenebrismo de ilustración de un libro de cuentos antiguo. Paquita y Venancio, o Rafaela Aparicio y Jesús Franco, son los hermanos medrosos que van por los pasillos con una vela encendida y empujan las puertas de una casa hechizada, los hermanos cándidos que se unen contra la perfidia de sus mayores, los dos niños fantasiosos y gorditos que se quedan encerrados para siempre en el país espectral de su infancia. Me acordé con alegría y tristeza de cuando me era posible decirle a Fernando cuánto había vuelto a gustarme su película.

martes, 30 de agosto de 2016

Los recuerdos involuntarios como única materia artística


"Para mí, la memoria voluntaria, que es sobre todo una memoria de la inteligencia y de los ojos, solo nos da del pasado aspectos sin veracidad; pero si un olor, un sabor recuperados en circunstancias muy diferentes, despiertan en nosotros a nuestro pesar el pasado, nos damos cuenta hasta qué punto este pasado era diferente de lo que creíamos recordar, lo que dibujaba nuestra memoria voluntaria, como los pintores malos, con colores sin veracidad. En este primer volumen, el narrador, que habla en primera persona (y que no soy yo) recupera de repente años, jardines, seres olvidados en el sabor de un sorbo de té en el que ha mojado un trozo de magdalena; sin duda lo recordaba todo, pero sin color, sin encanto. He podido hacerle decir que, como en el juego japonés en el que sumergimos tenues bolas de papel que, una vez dentro de la taza, se estiran, se retuercen se convierten en flores y personajes, todas las flores de su jardín y los nenúfares del Vivonne, y la buena gente del pueblo, y las casitas, la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo ello toma forma, se vuelve sólido y brota, con la ciudad y los jardines, de la taza de té.

Yo creo que el artista sólo debería pedir a los recuerdos involuntarios la materia prima de su obra. En primer lugar, precisamente porque son involuntarios, se forman solos, atraídos por una semejanza de un instante, tienen un cuño de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas en una dosificación exacta de la memoria y del olvido. Finalmente, como nos hacen saborear la misma sensación en circunstancias muy diferentes, la liberan de toda su contingencia, nos devuelven su esencia extratemporal, que es precisamente el contenido de la belleza del estilo, esta verdad universal y necesaria que sólo traduce precisamente la belleza del estilo.
Si me permito razonar así sobre mi libro es porque no es en modo alguno una obra de razonamiento, porque sus menores elementos proceden de mi sensibilidad, porque los he percibido ante todo en el fondo de mí mismo, sin comprenderlos, porque me ha costado tanto esfuerzo convertirlos en algo inteligible como si hubieran sido tan ajenos al mundo de la inteligencia como… ¿cómo expresarlo? Un motivo musical. Me parece que piensan que se traza de sutilezas. ¡Oh, no! ¡Todo lo contrario! Les aseguro que se trata de realidades. Lo que no hemos tenido que aclarar personalmente, porque estaba claro ya (por ejemplo, idea lógicas) no es realmente nuestro, ni siquiera si es real. Son solo “potencialidades” que elegimos arbitrariamente. Además, sabe usted, es algo que se ve inmediatamente en el estilo.
El estilo no es un embellecimiento en modo alguno, como creen algunas personas, ni siquiera es un problema de técnica, es –como el color en los pintores- una cualidad de la visión, una revelación del universo particular que ve cada uno de nosotros y que no ven los demás. El placer que nos procura un artista es el de darnos a conocer un universo más.”
Marcel Proust
"Swann explicado por Proust", Le Temps, 12 de noviembre de 1913.

"La mejor novela española de los últimos cincuenta años" (fragmento) por Raúl Cazorla


1. Los rivales
Dar premios es fácil, lo complicado es que nos pongamos de acuerdo en los elegidos —como los trabajadores de la tienda de discos de Alta fidelidad, que componían listas en torno a los criterios más disparatados— y, si bien no existen razones para que los libros, los discos, las pelis, compitan entre sí, aunque no exista tal cosa como «La mejor novela española de los últimos cincuenta años», supongo que hacen falta de vez en cuando carteles, anuncios de neón, campanadas. Quién teme al premio feroz, me pregunté una vez, cuando en principio solo parece haber ventajas en los concursos: ganan los premiados, los medios tienen un estupendo evento informativo, la editorial consigue la carta de la promoción, los lectores escuchan nuevos nombres. Los únicos que pierden, claro, son los no premiados, qué tontería más obvia, pues esta falta de reconocimiento público se convierte en ocasiones en causa de ostracismo editorial, criba de lectores o, peor aún, un progresivo silencio literario según pasan los años.
A la hora de seleccionar el título de este artículo, yo ya había decidido mucho tiempo antes, sin pasar por ningún complejo sistema de selección, cuál era, a mi juicio, la mejor novela española de los últimos cincuenta años («española» se usa aquí solamente con su valor de gentilicio, por supuesto). Hice trampas, pues. Mi objetivo no es la tiranía de los nombres —la jerarquía en la literatura es absurda—, sino conseguir su atención sobre esta novela, que hablemos de por qué es excepcional y merece más lectores, aunque hayan pasado cuarenta y cuatro años desde su publicación. No hace falta consenso, al fin y al cabo: esto no es una lección de anatomía, solo juegos de palabras.
Para aligerar la trifulca, para que este texto no fuera un repaso al canon de los últimos cuarenta años, por el que aún tiene que pasar tiempo, me he centrado en los grandes títulos de los sesenta (solo a partir de 1966) y setenta, el periodo de la gran eclosión de la narrativa española a mi juicio, impulsada por el boom editorial de la narrativa latinoamericana, y las décadas de la gran transformación social y cultural de la Península.
Empecemos con los santones. Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, quizá la novela más radical estilísticamente publicada en los sesenta en España, se queda fuera del debate porque su primera edición es de 1961; Cela publicó durante esas décadas dos de sus novelas más reconocidas, San Camilo, 1936 (1969) y Oficio de tinieblas 5 (1973); Miguel Delibes, mucho más prolífico, publicó entre otras la famosa Cinco horas con Mario(1966; Las ratas es de 1962). Cualquiera de estas merecería el título, supongo, pero ya hemos dicho que a los consagrados no les hace falta más publicidad gratuita, así que, ¿para qué seguir? Además, creo ya haber insinuado lo suficiente que este premio obedece a mi falible criterio, y la verdad es que ni Cela, que es un prodigioso maestro de la lengua castellana, ni Delibes, un narrador nato con un prodigioso oído para el castellano, están entre mis clásicos personales. A cada cual, lo suyo, que decía Sciascia.
Una de las que puntúan más alto de aquellos años para mí es Parte de una historia (1967), de Ignacio Aldecoa, la última novela de su autor antes de su muerte en 1969. Me sorprende que no sea más conocida: prodigioso relato ambientado en una isla de pescadores cercana a Isla Mayor (trasunto ficticio de Lanzarote), está escrita en una prosa cuidadísima, afilada como un cuchillo, que no cae nunca en topicazos retóricos ni en simplicidades. Más famoso como cuentista, Aldecoa demostró con Parte de una historia que dominaba el género de la novela (corta) con una soltura apabullante. Lo que acaso se viera en algún momento como defecto (es una especie de diario de viaje y, por tanto, se sale del realismo social imperante) se ha convertido en una de sus grandes virtudes: una novela sobre el destino inevitable (el individual y también el colectivo) contada con atmósferas de trazos opresivos y nítidos.
La novela galardonada más previsible sería Si te dicen que caí (1970), de Juan Marsé, quizá la mejor novela de los últimos cincuenta años si esto fuera la lista de un jurado académico y no la de un solo lector. Después de haber publicado varias novelas magníficas, Marsé decide dejarse la piel en esta y darlo todo. Aquí, con una prosa en su plenitud, está concentrado el microcosmos de su literatura: la necesidad de la invención y del juego conjugada con la recuperación de la memoria, a menudo también recreada y ficticia; los personajes desamparados, los buscavidas, los que pelean por saber quiénes son; y, sobre todo, un narrador portentoso que fabula entre los recuerdos y la ficción, entre la ilusión de la fuga y la realidad más descarnada de la posguerra. A Marsé, en cualquier caso, no le faltan lectores ni reconocimiento, labrado con un largo historial narrativo, así que sigo pensando que el premio le hace falta más al otro.
Imagino que también debería entrar en la disputa cualquiera de las novelas de Benet de este periodo, Volverás a Región (1967) y Una meditación (1970), aunque yo tengo debilidad por esta última, con esa frase de una musicalidad hipnótica con la que empieza: «De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de las más modestas, era una de las mejor emplazadas». Maravillosa descomposición del hilo narrativo, con una voz que juega a la digresión constante y a las oraciones interminables, Una meditación es una piedra de sol de nuestra lengua, menos reconocida de lo que se merece, pese a que a mi juicio pierde por KO contra la ganadora si se valoran otros factores que debe tener una gran novela, como olfato para rebuscar en la basura y ahondar en el corazón de los humanos. A Benet, el grand style, como él siempre reivindicó, le pierde, para bien y para mal.
De las que he leído de Francisco Umbral, otra bestia parda de los setenta, la que más me impresionó con diferencia fue Mortal y rosa (1975), un bellísimo artefacto a medio camino entre el diario, el libro de apuntes y el ensayo literario. Curioso que sea el libro que mejor ha sobrevivido al prolífico Umbral, un estilo más que un narrador, quizá porque las páginas escritas a raíz de la muerte de su hijo pequeño están escritas con una rabia contra la literatura que trasciende la retórica y el jugueteo verbal que tanto encandilaba a Umbral. Además, un libro a veces se cruza en nuestra biografía, tiene el peso de una amistad o de un suceso, y adquiere un valor de lupa desde la que mirar los placeres y los días; en mi caso me pasó con Mortal y rosa, así que no soy, no puedo ser, neutral con él.
¿Y Goytisolo? El eterno desplazado, el más secreto, pese a ser un inmenso dotado para los vericuetos de la lengua, Goytisolo lleva años haciendo una obra rigurosa, encarnada en la libertad de la poesía más que en la narración. De los setenta es nada menos que la trilogía del mal, que incluye esa belleza llamada Reivindicación del conde Don Julián (1970), de la que solo recuerdo, sin embargo, la espesura de los signos y un viaje, bastante solipsista, hacia uno mismo. Altamente recomendable para lectores escogidos. No es mi caso, me temo.
Por cierto, que en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, de la que alguien ha dicho que es la gran novela de los últimos cuarenta años. Yo, en cambio, que leí en la adolescencia El misterio de la cripta embrujada (1978), y guardo esa lectura como un tiempo de felicidad absoluta, me he quedado a medias con La verdad varias veces. Prometo volver.

Y, en fin, seguro que hay muchos otros, todos grandes, que ahora no me vienen a la cabeza o que a lo mejor no he leído, que es lo más probable, pero, después de todo, esto ya estaba decidido de antemano: de estos años prodigiosos para la literatura española, la más grande, la más ambiciosa, la que sacó todo el talento que llevaba su autor dentro, es El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. No me digan que no estaba cantado. (…)