martes, 12 de abril de 2016

"¿Cómo construimos la casa de Dios?" por Alfonso Vila Francés


A los primeros cristianos se podría decir que los pilló el toro. Un día estaban en las catacumbas, masacrados por Diocleciano, y al siguiente Constantino ganaba batallas con la cruz como emblema.
Tenían que improvisar algo rápido y se les ocurrió coger algo que ya existía y que les venía bien: la basílica romana, que era un edificio destinado a ejercer la justicia. Lo tenían todo hecho ya y no se molestaron más que en cambiar unas esculturas por otras y unos mosaicos por otros. Por un tiempo tuvieron de sobra. Cuando empezaron a abundar los santos y los bautizos, recuperaron viejos edificios romanos para hacer mausoleos y baptisterios, que eran edificios pequeños y de planta central, pero no demasiado originales. El único que se atrevió a crear algo nuevo fue Justiniano, con su Santa Sofía. Y no por la tipología de la planta, sino por su tamaño y por su cúpula sobre pechinas.
Llegamos a la Edad Media y con ella llegamos a los monasterios. Eso ya era otra cosa. La iglesia era parte de un gran conjunto. Sobre el año 1000 aparece el primer gran arte cristiano europeo, el románico. Antes hemos tenido algunos intentos, como el visigodo, el carolingio y el prerrománico asturiano; y desde luego, tenemos el arte bizantino, que no supone ninguna ruptura con el arte romano y continuará casi sin cambios hasta 1453, cuando finalmente caiga Constantinopla en poder del sultán Mehmed II. Pero el románico ya es otra cosa, algo que recuerda muy poco a la antigüedad clásica, ni en su escultura ni en su pintura ni tampoco en su arquitectura, que parece tan alejado como si perteneciera a otra civilización sin contacto con el mundo anterior. Naturalmente decimos «parece», porque los libros de Vitrubio no se olvidan nunca aunque se olviden, es decir, que cualquiera que se plantee construir algo en Europa, ya sea un puente, ya sea un castillo, ya sea un palacio, ya sea una iglesia, no puede librarse de las técnicas ni de los modelos romanos, como tampoco puede dejar de mirar de reojo al arte musulmán, sobre todo en las zonas del sur de Europa y Tierra Santa, donde, no lo olvidemos, llegan las cruzadas.
En cualquier caso tememos un nombre, el abad Hugo de Semur. Él será el responsable de la reforma del monasterio que recibe el nombre de Cluny III. La iglesia del monasterio será el modelo de todas las grandes catedrales románicas, pero el románico no es solo un arte de catedrales y grandes basílicas, como las catedrales de Ripoll y Santiago de Compostela o la basílica de Santa María de Vezelay, es también un arte de pequeñas ermitas e iglesias rurales, como las iglesias del pirineo catalán, o como San Baudelio de Berlanga, e incluso es un arte de criptas, como la cripta de San Isidoro en León. En cualquier construcción románica encontraremos mucho muro, mucha piedra, muy poca luz, poca altura y sensación de solidez, de edificio muy pesado y robusto. No lo hacen por gusto. Por un lado muchas iglesias son edificios defensivos (la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós, en Huesca, con su estrecha y oculta escalera para escapar de las razias moras), por otro lado está el asunto del peso de la cobertura. Las bóvedas de cañón derivan su peso a los muros laterales. No hay contrafuertes, como en el gótico. No se pueden poner ventanas porque si pones muchas ventanas el muro no aguanta el peso de la bóveda y el edificio se hunde. Pero los muros tienen una ventaja: se pueden pintar. Y en el románico tenemos esas magníficas pinturas al fresco que no tenemos en el gótico.
Hemos dicho que la primera gran iglesia románica es la de Cluny III. También en Francia, unos doscientos años después, aparece el otro gran estilo de la Edad Media, el gótico. También surge en un monasterio, con una nueva orden, el Cister, creada por Roberto de Molesmes y difundida por Bernardo de Claraval. Al gótico le corresponde vivir el renacimiento urbano de los siglos XIII y XIV, hasta la llegada de las pestes que a partir de 1347 pararán en seco el desarrollo y el crecimiento de la población europea. Por tanto las catedrales góticas ganarán en esplendor a las románicas. Hay más dinero. Hay más ambición. Y el resultado son edificios más altos. El arco apuntado sustituye al arco de medio punto. Tenemos una nueva bóveda, la de crucería, y tenemos los arbotantes, que trasladan el peso a los contrafuertes. Podemos llenar los muros de ventanas, grandes ventanas, incluso podemos hacer que casi desaparezcan los muros, como en la Capilla Real de París. Y por si los edificios no son ya bastante altos, les ponemos remates puntiagudos (los chapiteles o pináculos o agujas caladas) y levantamos los cimborrios románicos.
Pese a todo los arquitectos volverán a mirar a los romanos, ya lo he dicho, pero no de un modo inconsciente sino con pleno interés. Se ha dicho muchas veces que los libros de arquitectura de Vitruvio fueron redescubiertos por un humanista florentino en 1414 en el monasterio de Montecassino. Parece ser que es una leyenda, pero en cualquier caso es un hecho fundamental que el nuevo tiempo, esa Europa que ha sobrevivido a la peste y que ya no es la Europa de la Edad Media sino otra cosa que aún está por definir, se lanza a desenterrar el pasado clásico en todas sus formas. No estaba olvidado, desde luego, pero es ahora cuando aparece la Academia Platónica en Florencia, cuando vuelven las grandes esculturas de bronce (como los condotieros de Donatelo y de Verrochio), cuando se empiezan a traducir los viejos pergaminos griegos, cuando se vuelven a leer los libros de política de Tito Livio, y cuando un orfebre que nunca había construido nada se pone a estudiar las ruinas de Roma y descubre cómo puñetas se puede terminar la catedral de Santa María de las Flores, a la que le faltaba la cúpula. Hemos llegado a Brunelleschi y con él hemos llegado a la gran catedral renacentista.
Si se va a Roma hay que ver el Panteón. Si se va a Estambul hay que ver Santa Sofía. Si se va a Florencia no hay que ser vagos y hay que subir a la cúpula de Santa María de las Flores. Sé que cuesta, está muy alta, hay escalones y escalones y más escalones, y los escalones no se acaban nunca. Pero solo desde dentro de la cúpula se puede entender la cúpula de Brunelleschi. Y cuesta entenderla, pese a todo, porque en realidad son dos cúpulas, o mejor dicho, es una cúpula que esconde en su interior un tambor octogonal, porque se construyó sin andamios, porque se utilizó un sistema de construcción (los ladrillos, y sobre todo, el modo de colocación de estos, intercalando hileras de ladrillos trasversales) inventado por alguien que no dejó ni una nota escrita sobre cómo se hizo, nada que pudiera servir a futuros arquitectos, y porque antes de ponerse a construir su cúpula, Brunelleschi, desilusionado por haber perdido el concurso para las segundas puertas del Baptisterio frente a Ghiberti, se pasó un buen montón de años estudiando sobre el terreno las ruinas romanas.
Pero es que Brunelleschi, además, nos dejó un nuevo modelo de iglesia cristiana, una iglesia que vuelve a la basílica romana pero con una novedad radical: lo más importante de la iglesia es lo que no se ve, lo que no se puede tocar, lo intangible, lo inmaterial: el tratamiento de la luz. ¿Alguien ha visto una zona de sombra en la iglesia de San Lorenzo? No. No hay sombras. Ni hay exceso de luz en otros puntos. Todo allí es uniforme, todo está bañado por la misma atmósfera tenue y diáfana. ¿Y de dónde le viene la luz? Pues no se sabe bien. No tenemos grandes rosetones góticos. La luz parece venir de cualquier lado, pero toda es igual. Y toda es igual porque el arquitecto se ha preocupado por distribuir el espacio de tal modo que ningún lugar de la iglesia se diferencie de los otros, parezca más importante, trasmita una sensación distinta del resto. En una iglesia románica o gótica uno, nada más entrar, sabe que tiene que ir de la puerta hacia el altar, que está al fondo. Cuando uno entra en San Lorenzo se pierde, todo es igual de hermoso, de suntuoso, de armónico. Esté donde esté, mire donde mire, uno sabe que está en un lugar especial, privilegiado.
Vignola devolverá la oscuridad a la iglesia. Recordará un poco al románico pero en este caso su oscuridad es voluntaria, y está reservada solo a las capillas laterales, mientras que la nave central, la única nave central, está toda iluminada. Pero Vignola ha conocido de primera mano el manierismo de Miguel Ángel, y los que le encargan su iglesia, los jesuitas, saben que toca pelear con todas las armas contra los reformadores.
Con Brunelleschi empieza lo que luego continúa Miguel Ángel en su cúpula de San Pedro, lo que luego continúa Christopher Wren en la catedral de Londres, ya en el Barroco, ya en el siglo XVII, lo que continúa Jules Hardouin Mansart en su, también barroca, Iglesia de los Inválidos, lo que se desparrama, en los siglos XVIII y XIX en todas y todas las cúpulas neoclásicas. Salirse de la norma tiene su precio. Brunelleschi no quiso agremiarse, no quiso pertenecer a un sistema donde el individuo contaba muy poco, y tuvo muchos problemas por ello. Como también Mozart se negó a vivir de un único mecenas y por tanto fue condenado a la pobreza. Lo normal es seguir a los maestros, que para eso son maestros, copiar y no innovar, reproducir y no inventar.

Pero el arte avanza al ritmo del mundo. Llega el siglo XX y el hierro, el acero, el hormigón y el vidrio son los elementos básicos de la arquitectura. Y viene Auguste Perret y se atreve a hacer una iglesia de hormigón armado y nada más, es decir, solo hormigón, hormigón, hormigón y hormigón. ¿Se puede pensar en un material más feo, soso y vulgar para una iglesia? Pues si visitan Notre-Dame du Raincy verán que fea no es. Otra cosa es lo que pensaron los que la vieron en 1923. Pero a veces uno se tropieza con un cura atrevido y entonces… bueno, entonces nos podemos tropezar con la iglesia de la Riola, de Alvar Aalto, o nos podemos tropezar con el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, que parece mentira que sea un edificio de la España franquista, y encima la casa del Señor, pero sí, mira tú por dónde, va y el edificio más moderno de la época es una iglesia, y no contentos con el edificio en sí, se atreven a meter esculturas de Oteiza y de Chillida, y para eso había que ser muy pero que muy atrevido… ¿Quién dice que la iglesia es reaccionaria? Pues algunos de sus edificios no lo son, desde luego.

domingo, 10 de abril de 2016

Aviso al lector de "Te negarán la luz" y 31 primeras páginas

En este enlace podrás leer las 31 primeras páginas de "Te negarán la luz"
AVISO AL LECTOR DE ESTA HISTORIA
En las postrimerías del siglo XI, el papa Urbano II anima en Clermont a que los caballeros cristianos se armen contra el infiel y participen en la Cruzada para salvar el sepulcro de Cristo de la humillación. Por las mismas fechas, el joven Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, comienza a dar lustre a la espada, a la verga y a la pluma.
La moda de la época tira del lado de lo tremendo. Como dice sir Thomas de Quincey, del 888 al 1111 se cultivó el arte del asesinato como nunca, así como la arquitectura eclesiástica y los vitrales. Los clérigos triunfan con sus sermones, herederos del milenarismo. Manejan como tema estrella el fin del mundo. Señales no faltan: pestes, señores despreciables, hambrunas que degeneran en el canibalismo, cometas, invasiones de infieles, avaricia… En cuanto falta la lluvia y la tierra deja de dar alimento, los campesinos, desamparados, se entregan al primer tiñoso con alucinaciones marianas o cristológicas. La Cruzada convocada en 1095 por Urbano II se convierte para los desgraciados en una salida de emergencia que desemboca casi siempre en la muerte. La mayor parte de la turba de mendigos perecerá en el trayecto, así como los judíos y musulmanes que se cruzan en su camino.
No extrañará, por tanto, que los relatos de mayor éxito sean los basados en el Apocalipsis: la tierra parece hundirse bajo la amenaza de los infieles, de la anarquía, de la depravación feudal y del hambre.
Que Guillermo de Aquitania se descubra tan alejado de mesías pandilleros, de predicadores, de santos vivientes y de otros iluminados no responde a la corriente tenebrosa de la Baja Edad Media. La voz lúbrica de Guillermo surge, disonante, entre el fragor de trompetas y gusanos: no apabulla al oyente con las maldiciones que le esperan más allá de este mundo terreno, ni busca espantar a los fieles para someterlos al dominio de la Iglesia.
Guillermo y sus camaradas trovadores se empeñan en elaborar un filtro de amor contra el Apocalipsis, al margen de las modas de clérigos y profetas. La vida del primer trovador es una lucha feroz contra la marea de la sangre y el crucifijo. Se rebela contra el poder que él mismo ostenta, enloquece, y busca en la mujer y en la poesía lo que intentan usurparle los obispos y la espada.
 En estas líneas, tan mentirosas o tan verdaderas como La divina comedia de Dante, se narra un viaje a los infiernos y al paraíso. En Te negarán la luz, Guillermo no está solo, pero le falta un Virgilio y le sobran beatrices. Nuestro héroe no se adentra en territorios fantásticos abonados por la teología, sino en Poitiers, en Tolosa, en Constantinopla, en Jerusalén, en Zaragoza, en Córdoba, en Sevilla… Recorre el mundo terreno en pos de la luz.
Si el buen tino os conduce en la lectura, hallaréis en esta historia al hombre tan vestido como lo abriga y lo desnuda el mundo. A Guillermo de Aquitania, el primero de los trovadores, rodeado de los monstruos que abrazan al poderoso y embriagado por los placeres que destila la vida. Un caballero del siglo XII  sometido a su circunstancia. Intentar desembarazarse de ella siempre conlleva una digestión de piedras.

"La condición humana" por Juan Goytisolo


Durante mis años de profesor visitante en la New York University conocí a un estudiante del departamento de Lenguas Románicas que preparaba una tesis sobre el libertinaje en la literatura francesa del siglo XVIII. Ambos compartíamos una gran admiración por Choderlos de Laclos y sus Amistades peligrosas —la mejor novela francesa según André Gide— y en una de nuestras charlas salió a relucir el nombre de Sade a quien el joven había leído con una mezcla de fascinación y de horror. “¿No cree usted que su obra no debería dejarse al alcance del público?”, me preguntó. Los lectores interesados darán siempre con ella, le repuse, pues saca a la luz los impulsos que anidan en la animalidad del ser humano y en virtud de ello posee una dimensión universal. Prueba de esto es la generalización del adjetivo sádico que llena el vacío de algo que carecía hasta entonces de una formulación precisa y clara como la de masoquista responde a las pulsiones expuestas en La Venus de las pieles, de Sacher Masoch.
Si evoco esta conversación lo hago a propósito de los esfuerzos por imponer unas líneas rojas a la expresión literaria de los fantasmas de la libido. Como escribí en mi ensayo sobre La Celestina, el frenesí del amor carnal —el sexo en toda su crudeza— es el de un mundo íntimo que se opone al mundo real como la desmesura a la medida, la locura a la cordura, la ebriedad a la lucidez, es decir, al de estos fantasmas que durante el sueño de la razón engendran monstruos. Conforme exponen Maurice Blanchot y George Bataille al estudiar la obra sadiana, la animalidad del ser humano —su exuberancia sexual— se convierte para el “divino marqués” en el único elemento que preserva al individuo de aquellos simulacros llamados prójimo, Dios, ideal: el yo sadiano no acepta ningún obstáculo que contraríe o amengüe su fiebre. Obviamente, los delirios e impulsos destructivos descritos en las páginas de Juliette o Les cents vingts jours de Sodome chocan en el plano real con la justicia y las leyes, pero su expresión literaria abarca al ser humano en toda su complejidad freudiana. La rebeldía del cuerpo frente a la ideología dominante y sus construcciones racionales omnímodas es la que reivindica la primacía de la impulsión erótica y esa ciega inexorable furia que restituye al individuo la conciencia de existir por sí mismo.
La estrecha relación entre libido y escritura ha sido minuciosamente analizada a partir de Freud y una amplia gama de psicólogos, ensayistas y estudiosos de la literatura. La obra literaria —novela o poesía— es una simbiosis de elementos racionales e irracionales en los que unos predominan sobre otros en grados muy diversos según el propósito de su creador. Un examen de un buen puñado de autores de diversas épocas nos muestra la imposibilidad de juzgarlos sin tener en cuenta dicha mezcla. ¿Cómo imponer una corrección política o ética a Rimbaud, Lautréamont o a los surrealistas? Empeño inútil: sin su irracionalidad desafiante simplemente no existirían. Los fantasmas del yo profundo, de un extravío sin límites, arramblan con los diques de contención de la ética y la razón. El artista impone la soberanía de sus fantasmas más allá de toda otra consideración y su libertad gozosa nos ilumina.
Existe en el ámbito literario una neta distinción entre la racionalidad del ensayo y la complejidad de la creación artística. Esta última no se sujeta a unas normas de regla y compás. Si me ciño a mi propia experiencia, he delimitado cuidadosamente sus campos sin mezclar capachos con berzas. La lógica de la razón resulta irrelevante por ejemplo en el caso de mis novelas Don Julián y Juan sin tierra. Algunas críticas formuladas aún en tiempos recientes ilustran no obstante la frecuente confusión de ambos planos. No es posible poner puertas al campo.
El lector me excusará aquí una breve digresión personal. Si la homosexualidad fue tildada de aberración durante siglos y condenada por el Santo Oficio a la hoguera hasta su aceptación tardía el pasado siglo en las sociedades democráticas occidentales, con la normatividad impuesta por los llamados “estudios de género” mi libido ha sido objeto de censuras por no ajustarse al esquema del canon gay. El que mis colegas de hecho y techo no fueran precisamente licenciados en Filosofía y Letras y pertenecieran a las que nuestros burgueses denominaban clases bajas ha llevado a algunos a concluir que mantuve con ellos una “relación neocolonial”. Ante tal manipulación no puedo sino manifestar sin complejos la primacía de mis gustos. La libido no admite enmienda mientras se mantenga en el plano de la imaginación y no engendre abusos por un empleo de la fuerza contra el otro sexo o en el caso aún más odioso de los abusos de la pedofilia que tanto abundan en las filas del clero. En nuestro erial, la expresión de la complejidad connatural al origen de la creación artística escasea pero halla una notable expresión en los escritos de Antonio Saura para quien “la cruda y salvaje belleza que anida en el ser humano” no cabe en la camisa de fuerza de lo normativo. Como dice a los guardianes de la corrección, “el arte, el placer y el mal caminan íntimamente relacionados, y difícilmente puede deslindarse cuál es la parte de Eros, cual es la porción de Tánatos en la cúpula de la intensidad”.
El Sade aprisionado en las mazmorras de la Bastilla a instancias de su poderosa suegra por la inaceptable violencia física ejercida en la persona de unas prostitutas encarna una libido que llevada a la realidad merece su inapelable condena. Ello era punible ya bajo l’Ancien Régime y lo es con mayor razón en la actualidad merced al lento progreso de nuestras costumbres y leyes que castigan la violencia sexual en la mayoría de Estados de nuestro mundo globalizado. Pero la exposición abierta de los impulsos animales de la libido en el terreno literario o virtual no incumple ley alguna en los países —los menos— no sometidos a una censura ideológica o religiosa, y las obras de Sade captan y dan un nombre a la furia animal subyacente en nuestra incorregible especie a la vez inhumana y humana.
Si sus novelas —con el sufrimiento detallado que impone a las víctimas— no sobresalen por su calidad artística, por el hecho de calar en las honduras de nuestro yo y hacer brotar de ellas como un géiser todo lo oculto bajo las apariencias de la convivencia y sociabilidad, se sitúan en un espacio nuevo e imposible de soslayar. El lado oscuro del hombre permaneció en estado latente en el universo de ruido y de furia en el que vivimos y aguardaba la pluma audaz que le pusiese su santo y señas. Gracias a Sade y Masoch es cosa hecha.
Robo el título a André Malraux: condición humana.

domingo, 3 de abril de 2016

Fragmento de "Te negarán la luz"



Parlamento de un singular personaje de la novela sobre el gobierno y la poesía.

-La poesía es una llave que lo abre todo. Debéis cuidar las palabras como si fueran flores de muchachas vírgenes. Hay que dominar el movimiento de la pluma hasta que consigamos penetrar con dulzura en el entendimiento de nuestros súbditos, sin violencia, con las caricias y con la decisión precisas. Labraremos documentos para la diplomacia, para evitar la sangre en guerras innecesarias. La elocuencia y la retórica pueden salvar muchas vidas. Seremos decorosos con nuestra correspondencia. Es importante que sepan de nosotros en otros reinos, que nos respeten por nuestra forma de expresarnos. El dibujo que de nuestro gobierno plasmemos en las misivas será el que vean los que no nos conocen. Nos esmeraremos en cincelar las aristas de nuestra embajadas. Que nuestras cartas sean reconocidas en cuanto se lean las primeras palabras. Y qué no haremos con los mensajes de amor: recurriremos a los versos de Ibn Hazm para deslumbrar a la amada, para rendirla a nuestros deseos. La poesía es una llave que lo abre todo. Os pagaré cada trazo bien surcado en el papel como si estuvierais trenzando oro en una túnica de seda porque yo mismo quiero ser poesía, porque quiero vivir entre palabras doradas, entre versos que hagan llorar y entre hombres que se quiebren el alma en cada rasgo de la pluma.

sábado, 2 de abril de 2016

"Quiero ser monja" por Elvira Lindo


Y aún hay quien siente, cómicamente en mi opinión, que la religión católica está en España amenazada. Y quien afirma, ingenuamente en mi opinión, que vivimos en un estado laico. No se lo parecería así a cualquier extranjero que, sin haber sido avisado, se dejara caer por nuestro país en los días semanasanteros. En algunas ciudades, ¿todas?, se encontraría con que no puede avanzar de un lado a otro con normalidad porque las calles han sido tomadas por las procesiones. Entendería, observando la abrumadora presencia de tronos, costaleros y gentío arropando a las imágenes, que el pueblo está en su mayoría satisfecho y feliz con dicha invasión; supondría, como es lógico, que vivimos en un estado ultracatólico, dado que las manifestaciones de este credo en particular invaden la vía pública sin que nadie parezca mostrar su desacuerdo. Dicho visitante podría abundar en el asunto y se enteraría de que, aunque tímidamente, algunos políticos van atreviéndose a no encabezar procesiones, pero pocos son los que a la hora de la verdad cuestionan las subvenciones a las cofradías; si alguien pregunta a estos representantes del pueblo por qué conceder tan importantes sumas a un acto que debiera estar costeado por los fieles, se justificarían diciendo que dicha expresión colectiva trasciende lo religioso para convertirse en cultura popular.
Si una extranjera turistea en Pascua se preguntará cuál es la razón por la que la Iglesia Católica mantiene ese discurso victimista; por qué, dirá, si según parece el número de procesiones es creciente, si nunca ha habido tantas; en cuanto al fervor no hay más que verlo: en los mismos días en que 32 personas saltaban por los aires en Bruselas y los refugiados acampaban sobre la tierra mojada a las puertas de Grecia, había fieles que lloraban sin consuelo porque había llovido y no podían sacar a la calle su trono tras un año entero de preparación. Cierto es que los seres humanos somos así, católicos o no, que se puede estar hundiendo el mundo y nosotros andamos echando pestes porque caen cuatro gotas y se nos estropea la romería, pero si lo señalo aquí es porque los editores de las noticias de la televisión pública han colocado al mismo nivel las lágrimas de quien ve truncada una ilusión (palabra tan en boga) y las de quien sale huyendo de una masacre.
A los turistas que, atraídos por esta arrebatada manera nuestra de expresar la fe, desembarquen en España en fechas santas abandonarán nuestro país con el convencimiento de que la religiosidad es unánime, puesto que si en las calles la gente recibe con emoción no contenida el paso de una Virgen o de un Cristo, en la tele son retransmitidos puntualmente estos acontecimientos para que disfruten de ellos aquellos que, por enfermedad o causas de fuerza mayor, no hayan podido asistir. Pero no en una tele ni dos, nuestro turista extranjero comprobará que casi todos los canales dedican la programación, de una manera u otra, a ensalzar la religión católica, que el canal que no sigue los pasos en directo, da cuenta de ellos en las noticias, y entre paso y paso, una película bíblica o de milagrería. Lástima que Marcelino, pan y vino, en realidad una bella película de fantasmas, haya quedado atrapada en la programación fervorosa. El turista insomne puede quedarse hipnotizado mirando la pantalla hasta las cuatro de la mañana, y escuchar en una tertulia que da cuenta de la madrugá, a una Paloma Gómez Borrero, la vieja Papaloma, siempre entusiasta y partícipe del sentir popular, exclamar algo así como que “tendrían que estar aquí los terroristas para ver esto”. Por la mente del espectador puede pasar un pensamiento negro: “Mejor no dar ideas”.
Considero que ha sido animados por el éxito creciente de crítica y público de nuestra fe por lo que unos productores televisivos han decidido aprovechar el tirón y rodar el docureality Quiero ser monja. Bien es cierto que la afición a las procesiones no se traduce luego en votos reales de pobreza, obediencia y castidad, pero quién sabe, tampoco era imaginable que las procesiones vivieran sus mejores capítulos en democracia. De momento, para la mayoría, sigue siendo compatible la fe con la cerveza, las tapas y los menús de Pascua, en los que una, gracias a Dios, se puede poner morada (ojo al color) a garbanzos con espinacas y bacalao. Porque la batalla de la laicidad ya parece perdida. La fe mueve montañas.
Cómo explicarle a esos extranjeros que nos visitan que, a pesar de todo lo que ve, hay muchos que no elevamos nuestro corazón al olor del incienso y que, aun respetando el sentir de otros, desearíamos que a las criaturas que practicamos el secularismo o cualquier fe que no sea la católica no se nos ahogue con un fervor del que no participamos. En Úbeda, célebre por su abrumadora Semana Santa, había estos días un grafiti singular: “Stop. Islamización de Europa”. De verdad, parecía un chiste o, como se dice ahora, un titular de El Mundo Today.

lunes, 28 de marzo de 2016

"Tras el continente sumergido de ´La Celestina`" por Rocío García


“Oh, sorpresa de mí, cuando entro en La Celestina en profundidad y me encuentro con todo un continente sumergido”. Las palabras de José Luis Gómez (Huelva, 1940) cambian de ritmo y de tono. Suenan más bien a versos o patrones rítmicos, los mismos que ha aplicado a la prosa de la obra de Fernando de Rojas (1476-1541) en la versión que dirige e interpreta en su primera colaboración con la Compañía Nacional de Teatro Clásico y que se estrena en el Teatro de la Comedia el 6 de abril. Antes, hoy 27 de marzo, se celebra el Día Mundial del Teatro. El académico y director del Teatro de La Abadía, testarudo incansable, ha rastreado la época, ha analizado los personajes y el lenguaje, ha buceado en las profundidades ocultas del manuscrito inicial de Rojas —un judío converso en aquellos años de plomo y miedo dominado por el absolutismo confesional— y ha emergido con un clásico en el que ve una analogía perfecta con nuestro tiempo. Una obra que se inscribe más allá de una historia de amor desastrado, la de Calisto y Melibea, y que entra de lleno en el hondo drama del hombre en lucha con su destino. “Es la obra más inteligentemente corrosiva y negra de la literatura española de todos los tiempos”, dice.
 “Templa la voz”, “atento al ritmo”, “el tono sostenido”, “fluir pero no desdibujar”. Se van aclarando las sugerencias de Gómez a lo largo de una fatigosa y fructífera mañana de ensayos. Se ha puesto la falda larga de vuelo y la blusa anaranjada, y ha cogido un bolso grande y un pañuelo para recogerse en el personaje de Celestina, cabellera rala, arrugas profundas, un ojo malo. Va del escenario — “Toda la calle vengo / tras vosotros por alcanzaros, / y jamás he podido / con mis luengas faldas”— a la mesa de trabajo, susurrando y dudando. “He encontrado todo aquello que Rojas, sagacísimo encubridor, judío converso, escondió pero que la filología y estudios posteriores han sacado a la luz. Celestina es una obra que surge en un contexto en el que se implanta el absolutismo confesional en España, que provoca la salida de 250.000 españoles, judíos, lo mejor y más culto de la sociedad, valientes que se ven obligados a exiliarse, como siempre en nuestro país”, explica.
En este ambiente oscuro, que semeja a una cárcel común y abierta para todos, Rojas escribe una primera versión de la obra en la que el encuentro amoroso entre Calisto y Melibea es solo uno. Sobre este manuscrito inicial y no los posteriores que publicó —“sus amigos y lectores querían más aventuras y amores”— ha trabajado Gómez. Un texto que utiliza el artilugio de la tragicomedia y la reprensión moral a los amantes para “gualdraparse como los caballos” y evitar las heridas de las cornadas ante la inevitable arremetida de la Inquisición.
Fue tras el proyecto de Cómicos de la Lengua, desarrollado por la Real Academia Española, cuando el director y actor descubrió las dificultades verbales que ofrecía esa joya de la literatura española. “Llevo años clamando que el nivel de alocución generalizado en el teatro español está por debajo de las exigencias de la propia literatura dramática. El uso de la lengua en el teatro se limita muchas veces a pronunciar bien, a un hecho fonético, y es verdad que se pronuncia correctamente, pero la alocución escénica es otra cosa. Tiene que ver con la capacidad de, en el fluir de la palabra hecha habla, elucidar sentido siempre, más allá del sonido, y hacer posible que en las imágenes de las que están poblados muchos textos y, más en Celestina, emerjan con facilidad para el público”. Gómez se entusiasma con el espíritu de la palabra hablada, en esa constante labor investigadora que ha presidido su trabajo al frente de La Abadía, más allá de programar y hacer espectáculos. “En la Academia insisto mucho en que la palabra escrita carece de algo que tiene la palabra hablada y es que es naturalmente emotiva. ¿Por qué? Porque tiene soplo. ¿Y qué es soplo? Neuma. ¿Y que es neuma? Espíritu”.
Habla de la calle
No deja de sorprenderle La Celestina. Tras meses de estudio, descubre nuevas maravillas de un texto que combina grandeza literaria y habla de la calle, saber clásico y refranes populares y que Rojas advirtió de que era para “ser oído”. Gómez empezó a darse cuenta de que los periodos de frase, a pesar de estar escrita la obra en prosa, son octosílabos, endecasílabos, alejandrinos a veces. ¿Qué más puede pedir alguien enamorado del habla? Alguien a quien se le han ido apareciendo, a través de un túnel misterioso, las gitanas, las viejas de su tierra, las pescaderas, los acentos, los gestos, las manos... No se ha visto en la necesidad de copiar nada, todo le ha salido como un torrente de impresiones; de sopetón, le llegó todo lo que rodea a esta bruja alcahueta, brillante y mentirosa.

“Más que una mujer, Celestina es un ser andrógino, una extraordinaria figura poética, un conglomerado de sugerencias”, subraya quien interpreta por segunda vez en el teatro a un personaje femenino (la primera fue en Alemania, en sus años tempranos, con Madama Pace en Seis personajes en busca de autor, de Pirandello), y también por segunda dirige y protagoniza un montaje (el anterior fue La vida es sueño, de Calderón, en la que hacía de Segismundo). “He procurado no hacer eso porque me dedico más a la dirección que a mí como actor, y esto puede amenazar a mi Celestina. No está el horno para esos bollos porque sé que me van a medir con vara muy estricta”, añade. Gómez se identifica con esta seductora en la férrea voluntad de no arrugarse, de aguantar, de esforzarse sin desmayo. La advertencia de su padre — “nunca te arrugues”— la puso muchos años antes en palabras Celestina: “Jamás el esfuerzo desoye la fortuna”.

"Europa" por Julio Llamazares

¿Quién dijo que Europa es propiedad de los europeos? ¿Acaso no somos los europeos descendientes de gentes llegadas de Asia y de África (de Egipto, de Persia, de Turquía, de las estepas rusas de los Urales…), incluso de América y de Oceanía, en épocas más recientes? ¿Alguien puede creer que un continente tiene dueños como los latifundios? Y, sobre todo, ¿quién dice que, de tenerlos, somos los que lo habitamos y no los que llegan de fuera como en su día llegaron a Europa muchos de nuestros antepasados, o a América los europeos, a raíz de su descubrimiento?
Que a estas alturas de la civilización se pretenda parcelar el mundo como si fuera una finca rústica demuestra hasta qué punto la humanidad ha avanzado poco en su camino hacia la racionalidad. Y aún menos hacia el universalismo, que solo se ha conseguido en el terreno económico y no en todo el planeta, merced al colonialismo, antes, y, ahora, a la globalización. Pero la globalización solo sirve, por lo que se ve, para comprar y vender mercancías, da igual que sean alimenticias o armas. Y, además, funciona solo en una dirección: desde los países ricos hacia los pobres, sin tener efecto de retorno. El único efecto de retorno es la inmigración, y nos negamos a recibirla porque nos crea problemas. ¿Qué creíamos, que les íbamos a exportar las guerras sin que sus consecuencias nos salpicaran a corto o a medio plazo?
El etno europeísmo como doctrina parecía que había desaparecido de Europa, pero se ve que era solo un barniz, una capa de pintura que no ha tardado en resquebrajarse en cuanto las tensiones de fuera y de dentro han empezado a aflorar. La tan cacareada solidaridad internacional de los europeos valía solo para cuando se ejercía en el exterior, y en pequeña medida, no fastidiemos, y la interna, mientras los problemas gordos no se produjeron. Y el de los refugiados que hoy rodean nuestras fronteras pidiendo paso y asilo es el más gordo de nuestra historia desde la II Guerra Mundial. Que la solución esté tardando tanto en llegar y que su consecución esté poniendo en cuestión la propia esencia de Europa es algo que demuestra la gravedad del problema, por más que algunos políticos, como Mariano Rajoy, hagan como que no se enteran. Aunque, en el caso de este, puede que no se entere en verdad, convencido tal vez de que lo que decía la Enciclopedia escolar que ambos estudiamos por los años sesenta del pasado siglo estaba en lo cierto: “España es un país elegido por Dios. Por eso está en el centro del mundo. Y por eso todos los extranjeros quieren venir a vivir a España, porque no hace ni frío ni calor”.

domingo, 20 de marzo de 2016

Después de la galerna


Amainaron los vientos,
cesó la lluvia,
el cielo se abrió
y un sol radiante
iluminó el mar.
Arriamos las velas,
hechas jirones.
Apartamos el mástil
tronchado.
El esfuerzo salvó la nave
y nuestros cuerpos.
Solo algunos se escondieron
en las bodegas.
Solo algunos.
Y salieron a recibir al sol,
como todos los demás.
Amainaron los vientos
y el cielo se abrió
y nos colmó de luz.
Nos despojamos del salitre,
nos desprendimos de camisas
rasgadas por la lucha.
Restañamos las heridas
con labios y paciencia.
Ya no chillaban los oídos
como cigarras en verano,
ya no temblaban los músculos
como si fueran a reventar,
ya no nublaba la vista
la furia de la galerna.
Todo quedó en calma,
plácido y denso
como después del orgasmo.
Todo quedó en reposo.
El mar era miel
y el aire, susurros.
¡Qué felicidad el sosiego
después de la galerna,
qué languidez amplia
de caricia suave,
qué delicia!
¿Y si la nave no hubiera
surcado la mar?
¿Y si todos nos hubiéramos
escondido en las bodegas?
¿Y si no hubiéramos partido?
No reposaríamos desnudos,
abrasados por la violencia de la lluvia.
Seríamos otros: más débiles, más secos,
menos doloridos y menos satisfechos.
¡Qué mundo más tranquilo
sin galernas,
qué tranquilo y qué muerto!

sábado, 19 de marzo de 2016

"Eso es así" por Manuel Jabois

Todos los años, por estas fechas, la Iglesia entra dentro del Estado, interrumpe su funcionamiento y reclama del Gobierno varios indultos. Lo hace en conmemoración de la muerte de Jesucristo. Y a través de unas organizaciones, las cofradías, que se dirigen a las prisiones para pedirles que les pasen una lista. “Católicos. No vamos a pedir un musulmán, eso que lo pidan los musulmanes”, como dijo un secretario del Cristo de la Columna. Y todos los años el portavoz del Gobierno anuncia los indultos y los justifica apelando a una tradición de muchos siglos, que es lo que se suele decir cuando algo no se sostiene con la razón: “Es que esto es así”.
Acaba de contarlo Fernando Savater en Tudela: iban él y una monja solos en autobús a Teruel y Los 40 principales estaban puestos al máximo. Savater le preguntó a la monja si a ella le molestaba tanto como a él y ella le dijo que estaba rezando, directamente. Por tanto, el filósofo se acercó al conductor y le dijo: “¿Podría bajar un poco la música?”. El chófer respondió: “Es que esto es así”. ¿Funcionaba el autobús con música en lugar de gasolina? ¿Era una tradición de muchos siglos entrar en Teruel con Los 40 a todo volumen? En España si te contestan “esto es así” ya puedes ser el primer intelectual del país: te vuelves a tu sitio y callas.
Por tanto, el Consejo de Ministros anunció ayer nuevamente la reunión de dos largas tradiciones, una de componente supersticioso, la religión, y otra basada en un delirio, para poner a andar el Gobierno. El delirio procede del siglo XVIII, cuando una epidemia de la peste en Málaga obligó a suspender las procesiones de Semana Santa. Con la ciudad herida y sublevada, un grupo de presos se amotinó y consiguió salir a la calle con una imagen de Cristo para hacer su particular procesión. La pasearon por la ciudad, regresaron a la prisión y, en cosa de días, la peste se acabó milagrosamente. El rey Carlos III le concedió un privilegio a una cofradía: cada año sacaría a un preso de la cárcel y saldría en procesión con ellos.

Esto, sin embargo, no lo suelen contar los portavoces del Gobierno. Apelan a “la tradición”, pero no explican en qué consiste. No les debe parecer serio o muy razonado. Igual miran de reojo a la prensa extranjera y piensan: “Me corto un pie antes de soltar esto por la boca”. Así que liberan a los presos que les indican las cofradías con un “esto es así” que nos recuerda la dichosa y ejemplar separación de Iglesia y Estado. Ayer, precisamente. Este Gobierno en funciones no rinde cuentas al Congreso porque ya sólo responde ante Dios.

sábado, 12 de marzo de 2016

"La devolución del enigma" por Rafael Argullol


En el libro Conversaciones con Picasso, el gran fotógrafo Brassaï relata una anécdota, ocurrida en el diciembre de 1946, que resulta interesante recordar ahora que los medios de comunicación, a raíz de recientes subastas con precios exorbitantes, han insistido, una vez más, en identificar el valor del arte con lo que vale una obra de arte en el mercado. Es una historia, bien conocida por muchos, que se desarrolla en el París recién liberado. Picasso recibe al importante marchante neoyorkino Samuel Kootz, el cual tiene la pretensión de organizar una exposición picassiana en su ciudad, en presencia de Sabartés y de Brassaï, quien está fotografiando esculturas del artista malagueño. Kootz, ávido por ver y comprar obras de este, recorre el gran estudio de la calle Grands Augustins para examinar la última producción. Ha llegado a París con enormes expectativas: “I want to see Picasso! Now! Now! I am in a hurry!”.
Recorre el espacio a grandes zancadas. Observa mucho, compra menos de lo esperado, se decepciona más de lo previsible. Él, que habla de Robert Motherwell, William Baziotes, Carl Holty o Adolph Gottlieb como de su “cuadra”, encuentra demasiado figurativo el estilo de Picasso. A este le repite que sus obras son formidables; sin embargo, se vuelve hacia Brassaï y le dice: “I don’t like them very much, they are not abstract enough!”. Jean Cocteau, siempre cáustico, resume bien esta visión: “¡Los pobres chiquillos de Nueva York! Reciben una azotaina si se atreven a dibujar algo reconocible. Los educan para lo abstracto desde la cuna”. Samuel Kootz tiene claro que esta será la tendencia del futuro. La pintura será abstracta, o no será.
Parece que Picasso quedó verdaderamente afectado por lo sucedido, pero, en efecto, fue Kootz quien tuvo razón, si exceptuamos el tangencial reinado de los Andy Warhol, y si tener razón significa tener “éxito”, sobre todo comercial, aunque también académico. No obstante, ¿cómo podemos juzgar el relato de Brassaï desde la perspectiva actual, setenta años después? Podemos darle la razón a Kootz mientras, simultáneamente, podemos comprender la radical sinrazón que su postura —e impostura— anunciaba.
Vaya por delante que defiendo sin reservas el gran abstraccionismo del siglo XX, el que se enraiza en Kasimir Malevich, Vassily Kandinsky o Mark Rothko. Lo considero una revolución espiritual que se engarza con las grandes revoluciones espirituales de la historia del arte, equiparable incluso al gran viraje lingüístico del Renacimiento. Lo mismo me ocurre, en música, con las propuestas de un Arnold Schönberg y un Alban Berg, o, en literatura, con James Joyce y Samuel Beckett, o, en arquitectura, con Adolf Loos y el esfuerzo de la Bauhaus.
En todos estos caminos dispares late un esencialismo catártico que limpia el arte de sus excesivas retóricas, sean estas historicistas, sean alegóricas u ornamentales. La desfiguración del arte fue, y es, necesaria contra el excesivo peso de una figuración abigarrada y, a menudo, huera. Sin embargo, la frontera peligrosa de la desfiguración permanente del arte ha sido la deshumanización de este, horizonte que Ortega y Gasset ya advirtió en parte pero al que, por razones cronológicas evidentes, no pudo asistir.
No obstante, setenta años después del encuentro entre Picasso y el marchante Kootz, nosotros sí podemos tener una idea del peligro de traspasar aquella frontera de la desfiguración permanente del arte. La hegemonía de los manierismos vanguardistas en la segunda mitad del siglo XX ha tenido consecuencias bien patentes en el momento de confundir lo que es el arte con lo que vale en la feria de las vanidades y de las codicias. Pero me parece que esto es menos importante que el desconcierto provocado a la hora de calibrar la relación entre lo que consideramos la condición humana y lo que llamamos arte. Si entre estos dos términos no hay relación alguna, entonces, ¡bienvenida la confusión que sustituye la esencia por el valor, y que identifica el valor con la transacción! No obstante, si, por el contrario, se comparte la creencia de que el arte es una forma de mediación —con múltiples máscaras, eso sí— entre el ser humano y sus enigmas, el ángulo de enfoque tiene que ser, a la fuerza, otro.
Como los —por llamarlos de alguna manera— esencialismos musicales, literarios o arquitectónicos, los abstraccionismos pictóricos fueron, en su origen, un extraordinario viaje al corazón del enigma del hombre y una exploración de todas sus metamorfosis. Baste un ejemplo que, a mí, me sirve para todos los lenguajes artísticos. Cuando Kasimir Malevich pinta el Círculo negro sobre blanco lleva, probablemente sin saberlo, a la práctica lo que reclamaba Leonardo da Vinci en el Tratado de pintura: la intuición pintada de un punto que contiene todas las formas de la existencia. Y en el punto, en efecto, están todas las posibilidades de la existencia. Incluso podríamos decir: todas las existencias. El Big Bang que genera los universos. Esta era la revolución espiritual del abstraccionismo. La búsqueda de la figuración total. Como Leonardo y Malevich, desde el punto, querían llegar a la plenitud de los mundos.
Estas son, asimismo, la raíz y la dinámica vanguardistas en las que se desarrolla el proceso de la abstracción. El arte no está guiado por un formalismo vacío o por un esteticismo ajeno a las conmociones de la conciencia sino por la necesidad de indagar en los fondos del sentir humano. Así, manifiestamente, lo expresa uno de los más exigentes textos que jamás se hayan escrito sobre la cuestión, Lo espiritual en el arte, de Vassily Kandinsky, una meditación y también un ensayo en los que el artista ruso se interroga sobre la gran paradoja del arte en general, hacer expresable lo inexpresable, y de la pintura en particular, volver visible lo invisible.
No obstante, el manierismo retórico anunciado, voluntaria o involuntariamente por Kootz, condujo al arte en la dirección contraria. Las obras de este arte eran idóneas para especular en las aulas o para ser colgadas en el dédalo interminable de los museos de arte contemporáneo pero poco aptas, por inanes, para mantener viva la tensión entre el hombre y su enigma. Por eso, tras los maestros —Mark Rothko, Willem de Kooning, Jackson Pollock—, el siglo XX finalizó con la más nutrida pléyade de epígonos que pueda concebirse. Frente a ellos es necesario, por tanto, en el XXI, volver a contaminar al arte del enigma humano. O, si se quiere, más sencillamente, reintroducir al hombre en el arte.
Evidentemente sería igualmente una impostura proclamar que la pintura del futuro será figurativa, o no será. El arte no tiene que ser ni figurativo ni abstracto, sino reconocible. O mejor: el hombre tiene que reconocerse en él, aunque sea a través de ese punto de fuga misterioso en el que se contienen todas las existencias.