domingo, 29 de noviembre de 2015

"Vía Láctea" por Manuel Vicent


Los ricos bombardean, los pobres ponen bombas; los ejércitos machacan al enemigo masivamente de arriba abajo, los terroristas contraatacan de abajo arriba con espasmos ciegos. En lo alto de tanto odio está la Vía Láctea. Los misiles se sirven de ella para orientar su trayectoria hacia el objetivo con precisión matemática, pero esa lechada nocturna también está al servicio de los sueños confusos de los poetas y del instinto del escarabajo pelotero. Vaghe stelle dell’Orsa. Así empieza el poema de Leopardi, en que recuerda las noches de verano cuando echado en la yerba del jardín mirando el carro de la Osa en el cielo escuchaba el susurro del viento en los fragantes senderos y las voces, el quehacer tranquilo de los criados dentro de casa y pensaba en la arcana felicidad de liberarse del dolor y de cruzar un día el mar y los montes azules. La Vía Láctea se extendía también la otra noche sobre el público que llenaba el estadio de fútbol después de un neurótico control policíaco. Durante el minuto de silencio en homenaje a las víctimas del terrorismo sonó La Marsellesa interpretada por un órgano lento y los futbolistas del Real Madrid y del Barça, alineados en medio de la cancha, llevaban el torso cubierto con un chándal para ocultar los nombres de Qatar y de Emirates que lucen sus camisetas. Mientras sonaba La Marsellesa, yo miraba la Vía Láctea y pensaba en los misiles que corrigen el rumbo con las estrellas, recordaba los versos de Leopardi e imaginaba el trabajo que cualquier escarabajo pelotero estaría realizando en ese momento. El escarabajo pelotero con la paciencia necesaria construye una bola con las heces que encuentra en su territorio y la arrastra hasta el nido para que la hembra deposite en ella una larva. En ese trayecto nocturno el escarabajo se orienta también por la Vía Láctea, como los poetas, como los bombarderos.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Contra el despotismo (E.L. Doctorow)


Un compañero sevillano con el que compartí un año glorioso en la Serranía Baja de Cuenca ha extraído este fragmento del escritor recientemente fallecido, E. L. Doctorow. Se lo agradezco. Deberíamos grabarlo con cincel encima de la pizarra. Es uno de esos momentos literarios que te hacen sonreír con sarcasmo y te desnudan delante de las cámaras. El texto no merece más comentarios, desmantela, con una sonora bofetada, los cimientos de la idiotez de quien se encarama a un púlpito, sea del tipo que sea:

"Eres una mala influencia en mi clase, Albert, dijo. Voy a hacer que te manden a otra. No lo entendí. Le pregunté qué había hecho de malo. Te estás sentado allí atrás sonriendo y soñando despierto, dijo. Si todos y cada uno de los alumnos no me prestasen atención, ¿cómo podría mantener mi amor propio? Con ese comentario aprendí en un instante el secreto de todo despotismo".

E. L. DOCTOROW

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Una cuestión de prosa" por Antonio Muñoz Molina


Todo se olvida muy rápido entre nosotros, así que ya no habrá muchos que recuerden la época en la que se puso de moda, en ciertos ámbitos poco ventilados de la cultura literaria española, el término insultante y genérico de “angloaburridos”. Es probable que su inventor fuera Francisco Umbral, que lo usó mucho, pero también lo hizo suyo Camilo José Cela, y con él la cohorte numerosa de columnistas que le daban coba. Angloaburridos eran, o éramos, los escritores jóvenes que en vez de seguir el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de la prosa del premio Nobel, el tronco rancio de lo implacablemente español, imitábamos a escritores anglosajones, cuyos nombres nunca se precisaban, quizás por falta de familiaridad, o hasta de pura información. Un angloaburrido, como su propio nombre indicaba, era alguien que escribía como si tradujera del inglés, sin sangre hispana en las venas, tan tedioso por comparación con aquellos grandes maestros de la prosa nacional como un té tibio comparado con una copa recia de cazalla, un falso cosmopolita lánguido y hasta sospechoso de poca hombría. En una ocasión en la que Cela me honró con un artículo insultante, sus palmeros y costaleros celebraron a grandes carcajadas aquella muestra de ingenio satírico español, enraizada, decían, en lo mejor de las peleas literarias del Siglo de Oro. Uno de ellos, para ridiculizarme más, me comparó a ese tontorrón de las películas del Oeste que entra al saloon y pide un vaso de leche, ganándose el escarnio de la clientela y un puñetazo del sheriff —Cela como un montañoso John Wayne— que después de derribarlo sin ningún esfuerzo se toma un lingotazo de whisky.
Nos llamaban 'angloaburridos' a los jóvenes que no seguíamos el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de Cela, quien me honró con un artículo insultante
Había en todo aquello un gran encono político, porque eran esos años últimos de Gobierno socialista en los que la derecha andaba embravecida por la impaciencia de recuperar el poder. También era un episodio más de la tristísima maledicencia literaria española, que unas veces adopta disfraces de izquierdas y otras disfraces de derechas, detrás de los cuales se percibe siempre el mismo aliento podrido de rencor y desdén. Pero se trataba, en el fondo, de una cuestión de estilo, que se manifestaba en la práctica en una idea de la prosa: la prosa de las novelas y también la de las crónicas y las columnas de periódico, la herramienta lingüística más elemental con la que contamos para narrar el mundo, para intentar comprenderlo o explicarlo; pero con la que también es posible volver turbio lo transparente y confundir a la inteligencia enredándola en palabrería sonora, en puro embuste cínicamente ofrecido en el envoltorio de papel brillante de lo “muy bien escrito”, o en grosería chulesca presentada como autenticidad.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios: la primera ayuda a que parezca que se dice algo no diciendo nada; la segunda sirve para descargar sin ningún peligro la agresividad contra los débiles, especialidad de Quevedo y de Lope cuando se hacían los graciosos acusando a otros de judaísmo o herejía, en una época de prisiones y hogueras inquisitoriales. Inventar la democracia sobre la marcha, como se hizo en España, requería inventar otra forma de prosa, recobrando tradiciones aniquiladas o perdidas, y también, desde luego, imitando modelos exteriores, igual que se imitan instituciones y leyes.
Donde mejor se aprende esta prosa es en la cultura inglesa; en la literatura de invención pero ni mucho menos solo en ella; en la prosa de periódico, en los ensayos, en los libros de historia y en los de divulgación científica, en diarios personales, en reseñas de libros o de arte.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell
Una prosa así es tan imprescindible para comprender la realidad como un instrumento de medición o de observación, un barómetro, un sextante, una lente de aumento. Cada autor tiene un estilo igual que cada persona tiene una voz, pero en la prosa de la que hablo hay muchos rasgos comunes: precisión y flexibilidad; mesura de tono; una capacidad para volver transparente o al menos inteligible lo complejo sin banalizarlo ni simplificarlo; una preferencia por la eficacia expresiva sobre los despliegues de virtuosismo; una fluidez unas veces directa y otras ondulante que se aproxima al discurrir de los procesos mentales; una disposición para volverse invisible, haciéndose táctil, visual, oral, apasionada, irónica, grave, según la materia que trate en cada momento; una actitud tan respetuosa hacia el lector como hacia el propio tema tratado: el tema es digno de conocerse y explorarse; el lector posee su propia inteligencia soberana, de modo que se ofenderá si se le trata como un ignorante o un convencido de antemano, y si hay que persuadirlo habrá que hacerlo con la mejor información posible y con los razonamientos más claros.
Es muy probable que esa prosa, que se formó entre el siglo XVII y el XVIII, llegara a la lengua inglesa desde dos culturas extranjeras: la castellana y la francesa. La prosa de ficción viene de Cervantes; la reflexiva, de Montaigne. En el prólogo del primer Quijote el amigo ingenioso y anónimo le hace al novelista una descripción muy precisadel tipo de escritura en prosa que requiere su gran empeño narrativo, tan nuevo que no hay modelos en los que apoyarse: “No hay (...) sino procurar a la llana que con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuese posible, vuestra intención, dando a conocer vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos”.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios
De la prosa limpia de Cervantes, culta sin pedantería y llana sin vulgaridad, tan flexible que se adapta a cualquier escenario, personaje, forma de habla, proviene directamente todo el primer gran tirón de la novela inglesa, desde Fielding y Swift a Dickens. Y de las traducciones al inglés de Montaigne, que hizo un amigo heterodoxo de Shakespeare y de Giordano Bruno que se llamaba John Florio, viene la prosa del ensayo, que es muy pronto la de la reflexión política y la de la crítica de la religión y del conocimiento, y también la de la literatura científica, que tantas veces se mezcla jugosamente con la literatura de viajes. No es una prosa de adoctrinamiento, ni de misticismo religoso o patriótico, ni de mareo verbal. Le sirvió a Charles Lyell para contar con una riqueza literaria extraordinaria susPrincipios de Geología, sin los cuales Darwin no habría dispuesto del marco temporal muy poco antes inconcebible que daba solidez a su teoría de la evolución. Le sirvió admirablemente a Darwin, que fue, de una manera inseparable, un gran científico y un gran escritor. Es la prosa en la que David Hume examinó las sutilezas y los engaños de la conciencia y las fantasías adormecedoras o tóxicas de la religión, y en la que Mary Wollstonecraft vindicó luminosamente los derechos de la mujer.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell para no dejarse nunca seducir por las promesas del totalitarismo y denunciar antes que nadie sus crímenes, asentados sobre la corrupción del lenguaje. Él mismo lo resumió mejor que nadie: “Una escritura que tenga algo de relevancia solo puede producirse cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo”.

martes, 17 de noviembre de 2015

"Que tire la primera piedra" por Ernesto Filardi


En el principio todo era claridad en la literatura. Sentimientos puros, moralinas, moralejas y amor más allá de lo concebible. La justicia poética garantizaba que el justo sería salvado y el pecador condenado a muerte, al infierno y la mayoría de las veces a ambos. El Romanticismo trajo sus nubecillas oscuras, claro está, con esos chiquillos revoltosos que gritaban al borde de los acantilados y coqueteaban con quitarse la vida a sí mismos y devolvérsela a otros. Parecía más sensato dejarles que hicieran, porque es lo que tiene la juventud, que es muy escandalosa y le gusta provocar. Y mejor permitir que se desahogaran por escrito, no fueran a liarla como años antes había pasado en la Bastilla. Que Victor Hugo incitara a una nueva revolución en sus novelas o sus piezas teatrales era algo incluso tolerable. El sistema podía hacerse cargo de ello. Las formas no es que fueran las adecuadas, pero de algún modo aquellos ruidosos iconoclastas buscaban algo noble: una nueva jerarquía social que, aun basada en ideas escandalosas, pretendía instaurar una nueva definición de la justicia y el orden.
Todo era, por decirlo así, manejable. Tuvo que ser Baudelaire el que hiciera saltar todo por los aires al escribir que es el diablo quien empuña los hilos que nos mueven. Invocaciones a Satán, cuerpos humanos descomponiéndose en un camino, hombres que se sienten libres tras matar a su esposa o mujeres que maldicen a Dios mientras planean matar a su hijo recién nacido. Un estilo tan novedoso y catárticamente cruel no podía dejar indiferente a nadie: sus seguidores e imitadores surgieron como la espuma en poco tiempo y el mal y el pecado se adueñaron de lo que hasta entonces había sido, por lo general, un inventario controlado de costumbres, hazañas y miserias del ser humano.
Jamás el mundo cambió tanto y tan deprisa como en el periodo que transcurre entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Una globalización 1.0 a la que no todos supieron adaptarse. Al hablar de esta época suelen venirnos a la mente el colonialismo, el avión, el cine, el psicoanálisis… Y es también el momento en que el diablo entra por la puerta grande del arte para ser algo más que un villano de comparsa. La gran literatura comienza a llenarse de protagonistas oscuros y malvados, algo que hasta el momento se reservaba para los mal llamados géneros menores. Los escritores se entregan con ardor a su nuevo objetivo: indagar en las raíces del mal, retratar lo que de podrido tiene nuestra sociedad. Mirar a la cara al diablo para tenerlo como compañero de juegos. En algunos casos no era más que una provocación para epatar beatas y en otros un nuevo modo de reivindicar la bondad y la belleza del mundo dando un gran rodeo, como la vacuna recién descubierta que inocula la enfermedad para poder curarla.
En una categoría especial están los textos en que el pecado y el diablo son el arma con la que el escritor da un golpe sobre la mesa para mandar al cuerno a la sociedad que le ha tocado en suerte. Oscar Wilde lo hizo varias veces tanto con su Salomé, que es el más hermoso canto al exceso de los siete pecados capitales, como con El retrato de Dorian Gray, una reivindicación del horror como forma de escapar de un mundo insensible y enmohecido.
En España, quien mejor y con más elegancia supo llevar el pecado por pancarta fue don Ramón María del Valle-Inclán. Aunque Max Estrella considera a Goya el verdadero autor del esperpento, es en las llamadas obras míticas donde las pinturas negras del sordo de Fuendetodos toman vida en el escenario. Y qué vida, válgame Dios. La Galicia rural de la santa compaña, de los cruceiros y los trasnos, es el marco ideal para recrear las pasiones enajenadas de los héroes clásicos. Si el esperpento —y volvemos a las palabras de Max Estrella— es Aquiles reflejado en los espejos deformes del callejón del Gato, en la Galicia mítica Ulises es un forajido que gusta de matar a sus amantes y Andrómaca una alcohólica lasciva a quien el diablo le lame la entrepierna.
Son varias las obras que Valle sitúa en Galicia, siendo su trilogía de Comedias bárbaras el gran canto épico de la avaricia, la lujuria, la soberbia y sus cuatro hermanas en la España profunda. Y sin embargo, pocos textos de la literatura pecaminosa universal pueden presumir de la fuerza expresiva y demoledora que tiene Divinas palabras ya desde su mismo arranque: sentados a la puerta de una parroquia está una pareja, la mujer con su recién nacido en brazos y sangrando tras la bofetada que el hombre le ha dado porque ella se niega a abandonar al crío. Pedro Gailo, el sacristán, sale de la iglesia no para ayudarla sino para echarlos de allí, no sea que espanten a los fieles:
Pedro Gailo —¡A otro lugar era el iros con vuestros malos ejemplos, y no venir con ellos a delante de Dios!
Lucero —Dios no mira lo que hacemos. Tiene la cara vuelta.
Pedro Gailo —¡Descomulgado!
Lucero —¡A mucha honra! ¡Veinte años llevo sin entrar en la iglesia!
Pedro Gailo —¿Te titulas amigo del Diablo?
Lucero —Somos compadres.
Poco después de este diálogo, Lucero matará a la madre y al crío para librarse de ambos. Así, teniendo a uno de los personajes principales sintiéndose libre como el sol cuando amanece sobre las flores del mal, Valle podrá comenzar tranquilamente a plantear la trama principal. La semejanza con lo que hemos contado de Baudelaire en el segundo párrafo no es casual, pero se ve que a este don Ramón de las barbas de chivo tal sarta de pecados y delitos no le parece suficiente. No deja de ser fascinante que la exuberancia demoníaca del poeta francés sirva aquí tan solo de pequeño aperitivo para presentar a un personaje. Estamos en una pieza teatral, recuerden, y sobre el escenario se puede y se debe añadir más chicha que a un poema, por muy diabólico que este sea. Si Baudelaire forjó su obra sin más ayuda que la de su inspiración y un poco bastante de opio, hachís y alguna otra cosa, ¿qué podría conseguir un admirador suyo que además contaba con las pinturas negras de Goya, un entorno tan propicio para la brujería como la tierra de las meigas y un país convulso como lo fue la España deMaura y Alfonso XIII al poco de estallar la Revolución bolchevique? La respuesta, porque no es una pregunta retórica, es todo. Todo lo que se propusiera. Y por suerte, Valle-Inclán se propuso mucho literariamente hablando.
La historia gira en torno a Laureaniño el idiota, un enano hidrocéfalo cuya madre lo lleva en una carreta por ferias y mercados para sacar unas monedas a quien quiera ver al niño de cerca. Cuando ella muere, el niño será la herencia suculenta que se repartirán con avaricia desmedida los hermanos de la difunta. Uno de ellos, el ya mencionado sacristán Pedro Gailo, dejará que sea su esposa Mari-Gaila quien se encargue de continuar sacando tajada de la malformidad del crío en los días que les corresponden de custodia. Pero Lucero, ahora llamado Séptimo Miau tras volver a la soltería, no dejará que se le escapen ni las monedas de los viandantes ni las piernas de Mari-Gaila.
Por si todo esto fuera poco, y para evitar dudas sobre la condenación de las almas de estos personajes, la musa más expresionista de don Ramón se viste de gala para ayudarle a llenar el tablado de engendros demoníacos, lujurias incestuosas y exabruptos en bocas desencajadas. Aún faltan tres años para que Murnau estrene suNosferatu, pero da un poco igual porque ya sabemos que en el mundo no hay vampiros. Otra cosa, claro, son las meigas de Galicia, que rondan a sus anchas en Viana del Prior y en las pedanías de alrededor, como aquella en la que morirá el pobre Laureaniño por culpa del alcohol que le ofrecen unos cuantos farandules de farra mientras la esposa del sacristán se entrega a Miau. Llegados a este punto, el público comienza a impacientarse esperando a que de un momento a otro llegue el juicio final que borre a tanta calaña de la tierra.
Pero aún estamos a mitad de obra. Aún tenemos que ver al sacristán borracho y muerto de celos que pasa de querer limpiar su honra presentándose ante la justicia con la cabeza rebanada de Mari-Gaila a intentar vengar su cornamenta encamándose con la hija de ambos. Nos queda ver la escena que haría sonreír al Goya que pintó los aquelarres más oscuros, cuando el mismo demonio ayuda a Mari-Gaila a regresar volando a casa con la pesada carreta y el cadáver de Laureaniño a cambio de un viaje entre sus piernas:
El macho cabrío revienta en una risada y desaparece del campanario cabalgando sobre el gallo de la veleta (…) Mari-Gaila se siente llevada en una ráfaga, casi no toca la tierra. El impulso acrece, va suspendida en el aire, se remonta y suspira con deleite carnal. Siente bajo las faldas las sacudidas de una grupa lanuda, tiende los brazos para no caer, y sus manos encuentran la retorcida cuerna del cabrío.
El cabrío —¡Jujurujú!
Mari-Gaila —¿Adónde me llevas, negro?
El cabrío —Vamos al baile (…).
Mari-Gaila —¡Ay, que desvanezco! ¡Temo caer!
El cabrío —Cíñeme las piernas.
Mari-Gaila —¡Qué peludo eres!
Mari-Gaila se desvanece, y desvanecida se siente llevada por las nubes. Cuando tras una larga cabalgada por arcos de luna abre los ojos, está al pie de su puerta. La luna grande, redonda y abobada, cae sobre el dornajo donde el enano hace siempre la misma mueca.
Hace más de ciento veinte años que se estrenó la Salomé de Wilde mientras su autor estaba en la cárcel por delitos contra la moral pública. Casi cien desde que Valle publicó Divinas palabras, aunque tardó catorce años más en llevarse a escena. Desde entonces, decenas de miles de obras se han escrito en todo el mundo. Unas cuantas de ellas, y algunas muy recientes, pretendieron recuperar esa orgía inexplicable de pecado, destrucción y belleza. La realidad es que muchos de esos textos solo llegaron a ser un modo ridículo e impostado de corearcaca y pis para que las señoras que pagaban de más para presumir de perlas falsas se hicieran las escandalizadas removiéndose en sus palcos reservados. No sería justo, sin embargo, decir que ningún dramaturgo ha estado a la altura lírica y diabólica de Wilde o de Valle: bastaría mencionar a Genet o a Koltèspara desmontar esa falacia. Aun así, hablamos de obras que, un siglo después, siguen fascinando a un público entregado y quebrando la cabeza a escenógrafos y directores que no terminan de saber bien cómo transmitir esa fuerza teatral y poética al escenario sin que quede ni ridículo ni pasado de rosca. A ver quién es el listo que sabe encontrar el punto medio de la credibilidad en las mieles del exceso.
Al igual que en Baudelaire, el tránsito por el pecado de Valle es una búsqueda de lo eterno. Si el poeta maldito bendecía a Dios por dar el sufrimiento como divino remedio a nuestras impurezas, la obra de Valle termina con Mari-Gaila recibiendo el cálido cobijo de la voz divina tras ser apedreada por los vecinos del pueblo por adúltera. Será su propio marido quien pronuncie las consabidas divinas palabras en latín a las que se refiere el título: «Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mitta». Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y el pueblo, por supuesto, detiene la lapidación. Cómo no hacerlo, si cada uno de los personajes es una radiografía de esa España envidiosa, egoísta y soberbia que tanto conocemos y reconocemos.
Nosotros, público de hoy, seguimos siendo vecinos de Viana del Prior. Es por eso que también bajamos las manos. Nuestras conciencias se vuelven a conmover por aquella emoción litúrgica que no terminamos de comprender. Nuestras viejas almas infantiles respiran un aroma de vida eterna al ser testigos de que otra realidad es posible. Una realidad cruel y escatológica, impregnada del olor dulzón de los pecados más ocultos. Algo más resuena en el aire mientras el telón desciende lentamente. Es un susurro, un eco apenas perceptible pero creciente: el aliento trágico de los héroes míticos que están regresando al hogar de nuestras vidas. Los desterramos de ellas cuando nos metieron en la cabeza aquello del racionalismo y el orden social, y en este tiempo sin nosotros han conocido la imperfección, la gula, la soberbia y el incesto. Es en textos como estos donde aprendieron a sentirse cómodos, donde consiguieron instalar su nuevo reino. Un reino amargo, épico e infernal en el que refugiarnos, por fin, cada vez que necesitemos escapar de este valle de lágrimas y bostezos en que hemos convertido nuestros pasos.


domingo, 15 de noviembre de 2015

Recomendaciones lectogastronómicas: hoy, Miguel de Cervantes


Cervantes es un huevo frito en sartén de hierro acompañado por unas patatas a lo pobre con aroma de ajo y aceite de oliva. Todo servido en una cazuela de barro desportillada, para comerlo con las manos, empapando el pan de hogaza en el huevo y atenazando con los dedos las patatas chorreantes. Una delicia sencilla que muy pocos aborrecen y muchos celebran, un manjar de pobres que se amansa en el paladar como el rodar de un carro de bueyes. De segundo, Cervantes es un guisado de caza, de los que se dejan cociendo en las ascuas a fuego lento hasta que el caldo se puede apresar entre los dedos como materia sólida. Carnes recias que por la magia del fuego y del tiempo van dejando su aspereza en el agua que los riega y se enternecen como los infantes cuando embocan el pezón de la madre.
Cervantes es aire, fuego, tierra y sobre todo... vino, vino con cuerpo que atraviesa el paladar y el esófago para caldear las tripas y hacer hervir la cabeza con imaginaciones y ocurrencias que despiertan risa y melancolía, a partes iguales. "Dadme de lo caro, que el agua no alimenta" dice Sancho a una ermitaña para reclamar lo que pide el cuerpo. ¿Y dónde quedan los tan cacareados "duelos y quebrantos"? Esos se los comió todos don Miguel, a carrillos llenos y masticando con las encías, que las muelas ya habían naufragado en el asendereado trajín de los años.  

domingo, 8 de noviembre de 2015

De San Clemente a la playa de Barcleona IV: "Don Quijote en la playa y Frank Sinatra en Igualada"


Llegan don Quijote y Sancho a Barcelona la noche de san Juan para ser derrotados, para descender a los infiernos de la realidad. Quedan impresionados por el mar, más extenso que las lagunas de Ruidera, y por el estruendo de las galeras. Llegan para comprobar la malicia de los muchachos, la sensibilidad de sus caballerías y el espíritu burlesco de los poderosos. Llegan para visitar la ciudad, para que las gentes gocen del placer de reírse del caballero loco que ya andaba en libros. Llegan pues para comprobar que en todas partes cuecen habas y en Barcelona a calderadas. Llegan para visitar una imprenta y ver cómo se componen los libros. Llegan para ver una galera y comprobar cómo esos ingenios con la ayuda de los vientos y del látigo se mantienen sobre las aguas para hacerle frente al turco. Llegan para que en la playa de Barcelona sufra el caballero un revés definitivo. Derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, volverá a su vida de hidalgo y morirá cuerdo y llorado con sentimiento por su escudero. En Barcelona, como cuenta Cide Hamete, no se hace nada distinto a lo que ya se ha hecho con la figura del caballero: todos lo conocen, todos se ríen de él, todos lo utilizan como un pelele al que zarandear..., las ansias de diversión tienen a veces como instrumento la mala baba de toda la vida.
En los paseos de don Quijote por la ciudad no tuvo la oportunidad de ver los edificios modernistas, ni la Sagrada Familia, ni el mercado de la Boquería, ni las plazas abiertas y espaciosas, ni turistas orientales; pero sí disfrutó del puerto, del mar. A nosotros no nos estaban esperando los muchachos para poner aliagas en el culo de las caballerías; los muchachos los llevábamos nosotros, en modernos jumentos de chapa y cristal. Ellos, como don Quijote, se enfrentaron al mar con la boca abierta y la respiración entrecortada. El mar siempre ahoga al hombre del interior. El mar y las grandes ciudades portuarias. "Esto es mejor que Madrid", se les oía decir a algunos cuando hablaban a través de los móviles con sus familias. La chanza, la burla y las ganas de diversión, eso sí, también se han mantenido con el tiempo.
Por la noche, en Igualada, un karaoke se convirtió en el escenario perfecto para desarrollar ese espíritu jocundo que nos vincula a los personajes del Quijote. Algunos de los lugareños parecían sacados de la España profunda de los 70. Se cantaba a Manolo Escobar, a Eros Ramazzoti, a los Chunguitos... No sé si es un truco de la memoria, pero creo que alguno de los intérpretes vestía pantalones de campana y camiseta remangada hasta el hombro. Y no sería de extrañar, porque cuando salió al centro de la pista el Frank Sinatra de Igualada, el público enmudeció. Cantó "A mi manera" en español con la pasión que el Fary ponía en su torito guapo. Indescriptible. Hay que ir a la ciudad textil para deleitarse con el poder de la máquina del tiempo. Los chupitos de melocotón volaban en el interior del local, mientras el galán local cantaba con voz meliflua el "Jardín prohibido" de Sandro Giacobbe. Puro Cervantes o Torrente, no sé, las bolas de cristales me confunden.        

miércoles, 4 de noviembre de 2015

De San Clemente a las playas de Barcelona III: Cavas, vinos y modernismo.


Entre los viñedos próximos a San Sadurní de Noya, despiertan artísticas masías que esconden lo más auténtico de la cultura popular catalana. En una de ellas, disfrutamos del modernismo bucólico: el interior de las estancias habilitadas como restaurante ofrecen al visitante una muestra de buen gusto, sencillez, modernidad y sosiego. La comida no desmerece el decorado de interiores y aún menos la calidad de sus vinos. Un doble barcelonés de Álvaro Vitali nos deleita con "seny" y chistes de los 70. El otoño nos espera con el dorado de las vides y la humedad de la tierra. En otra de las masías camuflada entre lomas y parras, un "celler" sencillo y transparente nos deleita con una clase magistral sobre la elaboración del cava. Su castellano asciende con pausa, se detiene, se preocupa por nuestra atención, nos regala los oídos con una calma extraída del degüelle del brut. El producto de sus cepas y de su dedicación acaricia el paladar sin agresividad, con la frescura seca del cava bien labrado.Una tarde en el centro de Cataluña, en la vena más atractiva de su sangre, saboreando el agradable espíritu de los payeses, de las cremas de calabaza, de sus vinos. Una tarde en la corriente sanguínea del espíritu popular, que sabe tan antiguo y amable como el tinto manchego o el bobal de Utiel.      

lunes, 2 de noviembre de 2015

Revisión de los tópicos: "Beatus Ille"


Dichoso aquel que huye
del mundanal ruido
y sigue la escondida senda...
Dichosos los pastores
que se solazan
con el ganado dócil
entre carrascas,
en vías nacionales
y hasta extranjeras.
Que recogen los restos
de las ovejas muertas
en las cunetas
y pierden los pleitos
entre moquetas.
Dichoso aquel que huye
del mundanal ruido
(y subrayo) y sigue la escondida senda (¡escondida!)...
Dichosos campesinos
que en soledad
recogen la cosecha,
se parten el lomo
y de mayores
apenas se enderezan.
(Quitemos el dichoso)
...aquel que huye
del mundanal ruido...
y sigue...
Dichoso aquel que huye
de las redes sociales
de los móviles,
de las televisiones,
de la tecnología,
y vive bajo un puente,
al albur de los vientos
y tempestades.
Dejémoslo así:
...aquel que huye
(y no es un refugiado,
ni un paria, ni un mendigo...)
Dejémoslo en aquel que 
y terminamos.

miércoles, 28 de octubre de 2015

De San Clemente a la playa de Barcelona II: Montserrat o el nacionalcatolicismo


Segundo día de estancia en la patria de Mas. La niebla se adueña de las montañas y apenas nos deja disfrutar del imponente paisaje de Montserrat. Pese a todo, la "boira" inclemente no ha apartado a los fieles del lugar de peregrinación. Es martes, octubre y, sin embargo, el emporio catalán de la montaña está repleto de todo tipo de gentes: mendigos, minusválidos, marinos japoneses y, sobre todo, niños, montones de niños marcados con su uniforme o con su pañoleta, en peregrinación insaciable hacia el lugar santo del catalanismo. Una escultura de san Jorge deconstruido lo dice todo en su lápida explicativa: "Montserrat, simbol de la nostra identitat nacional. Amb la collaboració del banc de Sabadell". ¿Qué se puede pedir más?: Sentimiento religioso, nacionalismo y poder económico labrados en dura piedra berroqueña. Igual que en Covadonga, aunque faltaba en Asturias el banco de Sabadell y, es verdad, los marineros japoneses.
En el sorprendente museo de Montserrat, tres miradas terroríficas de Romero de Torres persiguen a los visitantes a lo largo de los corredores. Los personajes modernistas beben ajenjo ajenos al fervor católico de los que han dejado sus exvotos en una sala próxima al museo. Brazos, páncreas y corazones de cera; botitas de niño, cascos de moto, vestidos de novia y cartas escritas desde una fe que provoca escalofríos. Pero las  dependencias que más metros cuadrados ocupan en Montserrat son las dedicadas a las "botigas", incluso más que las iglesias. Los "souvenirs" parecen sacados de un armario antiguo que cuando se abre deja un olor rancio: con los peluches alternan las morenetas, los bolis de colores, licores; las cámaras fotográficas de plástico con diapositivas de la Virgen; cilindros que imitan el mugido de las vacas, esferas de cristal con nieve, chanclas y manoplas con el mapa de Cataluña. Justo encima, los fieles hacen cola para palpar la bola de la Virgen y para contemplar las banderas catalana y española encerradas en una urna de cristal, a resguardo del fervor nacionalista. Varios senderos circundan la montaña. Uno de ellos, jalonado por estatuas de santos, santas y por el cuerpo de bomberos (que tanta gloria ha dado a los calendarios de Navidad), concluye en una cruz. En su pedestal se ofrenda una bandera catalana con claveles rojos y amarillos. Qué volátil puede ser a veces el color de las banderas. Si cambiáramos algunos de esos claveles de lugar, podríamos convertirla en la española y si nos esmeráramos un poco más, en la de la República China y con un poco más de arte en la de Macedonia.  

sábado, 24 de octubre de 2015

"Tierra quemada" por Antonio Muñoz Molina


EN LAS EVALUACIONES sobre estos últimos años nadie parece caer en la cuenta de la devastación que ha sufrido nuestro país en todo lo relacionado con la educación, la cultura y el conocimiento. En los programas electorales que van adelantándose en los simulacros de debates políticos de la televisión tampoco parece que haya sitio para reflexionar sobre esos problemas, y ni siquiera para mencionarlos. La política consiste sobre todo en hablar a gritos de política. El declive de la enseñanza pública ya no es ni siquiera noticia, a no ser que un profesor resulte gravemente agredido por un papá o una mamá que no hacen nada por educar a su hijo, pero no toleran que la criatura se lleve el más tenue sinsabor en el aula. Un ministro de Educación frívolo y chulesco se fue a París con un cargo opulento dejando a otros la tarea de poner en marcha la nueva ley inútil, confusa y no debatida ni pactada con nadie. Que la ley borrara la Filosofía de la enseñanza no quiere decir que fuera favorable al conocimiento científico. El analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición de la clase dirigente y de la clase política en España.
Un profesor universitario de letras que acaba de jubilarse por abatimiento me cuenta que se cansó de corregir las faltas de ortografía de muchos estudiantes con la misma dedicación que si diera clases en Primaria; profesores de ciencias me dicen que hay cada vez menos alumnos en las carreras de Física o Química. En cualquier capital extranjera donde he estado en el último año me encuentro con los mejores entre los que sí han aprendido: descubren la sorpresa de trabajar en atmósferas favorables a la investigación y al estudio, sin el castigo agotador de ir contracorriente; en la mayor parte de los casos aceptan con melancolía la evidencia de que si quieren progresar en lo que hacen, el precio será no poder regresar. Grave es que los nativos tengan vedado el regreso, pero igual de grave es que no haya posibilidad de atraer al talento forastero. Nada es más fácil que un gran matemático de Nueva Delhi encuentre un puesto en una universidad de California, pero es muy probable que ni al más brillante profesor de la Universidad de Jaén se le abra nunca la posibilidad de conseguir una plaza en la de Murcia.
Del presidente del Gobierno se sabe que es lector del diario Marca y de La catedral del mar. El ministro de Justicia declara que la tortura pública del toro de Tordesillas es una noble tradición cultural. Las únicas tradiciones culturales que se preservan son las que contienen residuos de barbarie o de oscurantismo religioso. El ministro de Economía y el ministro de Hacienda se aseguran de arruinar el teatro con un IVA del 21%. Las televisiones públicas dedican sus mejores horarios al fútbol, a los chismes del corazón y al adoctrinamiento identitario. Se dan ayudas públicas a los bancos y a los fabricantes de coches, pero no a la industria del libro ni a las librerías. Lo que han hecho por los libros estos Gobiernos recientes es cancelar las compras para las bibliotecas. En las de los Institutos Cervantes no hay novedades de los últimos años, y hace tiempo que se cancelaron las suscripciones a las revistas culturales. El desguace de la capacidad de acción cultural de los Cervantes y su sometimiento cada vez mayor a presiones de políticos y diplomáticos es uno de tantos desastres ocultos de estos últimos años.
Hace unos días, en este mismo periódico, Diego Fonseca contaba la historia vergonzosa del legado de Santiago Ramón y Cajal. Treinta mil objetos que atestiguan la vida, los logros científicos y los intereses variados de uno de los grandes héroes intelectuales de nuestro país están arrumbados en una sala de reuniones en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: sus papeles, sus fotografías, sus diplomas, sus dibujos prodigiosos, sus microscopios, los objetos que tocaron sus manos y formaron parte de su vida. Entre 1984 y 1997 esos tesoros habían estado amontonados en un sótano. El deterioro de materiales tan frágiles como manuscritos y placas fotográficas es irreversible. Quién imagina que pudiera suceder algo parecido en Francia con el legado de Pasteur, con el de Darwin en Inglaterra. El año pasado Javier Sampedro informó de la desaparición escandalosa de la mayor parte de la correspondencia de Cajal: 12.000 cartas que atestiguarían su vida privada y sus intercambios incesantes con los mejores neurólogos de su época. El profesor Juan Antonio Fernández Santarén, editor de esa correspondencia, ha denunciado la cadena de irresponsabilidades, de negligencia, de pura desvergüenza, que hizo posible tal despojo: alguien robó en 1976 unas 15.000 cartas depositadas en el CSIC. Unas 3.000 cayeron en manos de un librero de viejo, que al menos tuvo el gesto de vendérselas a la Biblioteca Nacional. De las demás no hay ni rastro.
He estado leyendo estos días los Recuerdos de mi vida de Cajal, en una excelente edición del profesor Fernández Santarén. En ese libro están algunas de las mejores páginas memoriales que se han escrito en España. Es el relato de un largo aprendizaje, heroico en su amplitud y en su dificultad, el de un chico travieso y rebelde de pueblo, en un país atrasado y deshecho por convulsiones políticas, que descubre primero su amor por los animales, por la botánica y el dibujo, y luego su vocación científica, en la que es decisiva su curiosidad congénita y su talento de artista. Llegado a la investigación justo después de los hallazgos formidables de Darwin y Pasteur, Cajal estableció algunos de los cimientos sobre los que todavía se sostienen la biología y la neurociencia. Si nuestra cultura científica no mereciera más desprecio todavía que la literaria o la artística, seríamos conscientes de que Cajal es una de las pocas figuras de verdad universales que ha dado nuestro país: como Cervantes, o García Lorca, o Picasso, o Manuel de Falla, o Velázquez.

A Cajal su educación como dibujante y su sentido estético le ayudaron a dilucidar la anatomía fantástica de las neuronas. Y su mirada de científico le permitió juzgar con más lucidez que cualquiera de los santones del 98 los motivos del atraso español e imaginar políticas sensatas para empezar a remediarlo. Cajal vivió como oficial médico la primera guerra de Cuba y no olvidó nunca los efectos terribles de la frivolidad política, la incompetencia militar, la corrupción que enriquecía a oficiales e intermediarios con el dinero robado a la alimentación y a la salud de los soldados, que morían de malaria y disentería en hospitales inmundos. En su adolescencia asistió a la hermosa revolución liberal de 1868, tan rápidamente malograda; tuvo una vida tan larga que vio también en su vejez la otra ilusión renovadora de la II República. Hasta sus últimos días vindicó los mismos ideales prácticos que lo habían sostenido en su aprendizaje de científico y de ciudadano: curiosidad, educación, esfuerzo disciplinado, ambición lúcida, patriotismo crítico. Que la mayor parte de sus cartas se haya perdido y que su legado permanezca arrumbado en un almacén es una calamidad y una desgracia, pero también es un síntoma de todo lo bajo que hemos caído, de todo lo más bajo que todavía podemos caer. 


De San Clemente a la playa de Barcelona I: la partida


¿Cómo conseguir en el mundo moderno, en el mundo de los viajes instantáneos, que un trayecto entre Cuenca y Barcelona se convierta en una odisea digna de Ulises? Tomen nota:
1. La emoción de lo imprevisto. Miguel (nuestro alumno aventajado) se ha dejado el DNI en casa. El autobús ya ha salido de la dársena (nunca había utilizado esta palabra). ¿Llegará su padre a Mota del Cuervo antes de que lo haga el autobús?, ¿conseguirá darle el carné a tiempo?, y lo que es más importante, ¿es verdad que los negros tienen las ingles blancas?
2. Ruta del Quijote en autobús de línea. Pese a la intempestiva hora de salida (5:45), vale la pena recorrer las ventas por donde don Quijote y Sancho deambularon. Eso sí, hay que imaginarlas desde el asiento del autobús, a través de la ventanilla oscura, porque es de noche y solo se ve la difusa luz de las farolas y la de los clubs de carretera.
3. Atasco urbano. Después de tres horas y media de aventura en bus, nada mejor que introducirse de lleno en la locura del tráfico madrileño. Solo los elegidos pueden saborear este singular canto a la estridencia y a la desesperación. Una hora y pico de embotellamientos, ambulancias del SAMU y un peculiar taxista de entrecejo poblado. Su aspecto enfermizo muestra falta de sueño y de estupefacientes.
4. Delicias de aeropuerto. El paraíso del paciente y del exhibicionista. Convertirse en carne de matadero y experimentar la sensación de un ternero a punto de ser descabellado es una delicia masoquista que se completa en la cabina del avión: sensación de claustrofobia, apiñamiento, sauna gratis sin toalla, ni partes pudendas a la vista. Las azafatas y un personaje de Telecinco surcan el pasillo mientras Miguel (nuestro alumno aventajado) busca el restaurante.
5. El placer de la llegada y el "ikeísmo". Once horas después llegamos a nuestro destino. A pesar de las esteladas, de la herrumbre nacionalista que alimenta los prejuicios de todos, la gente en Calaf sigue siendo gente. En Calaf, en Estambul y en Teatinos. Nos recibe en Barcelona una profesora jubilada que se desvive por nuestra comodidad. En Calaf nos acogen unos profesores que se desviven para que sobrebebamos y sobrecomamos (escalivada, butifarras y pan de pueblo con tomate; esto sí que es delicia nacionalista). Se desvive por nosotros la corporación municipal en un salón desangelado que más parece un cuarto trastero que un salón de plenos. En la pared, el retrato del ínclito Mas y una bandera estelada. El alcalde habla de la intención de la comarca de Calaf de independizarse de Igualada. Este proceso no tiene fin: la evolución llevará el independentismo hasta el cantonalismo y este podría derivar en el "ikeísmo" (cada uno como rey de su casa), lo que significaría que el último estadio (el más avanzado) de este proceso es el que ya ha alcanzado nuestro alumno aventajado (Miguel), de 16 años, al que su padre le lleva la leche a la cama. Sería pues el máximo exponente del "ikeísmo", un independentista de última generación.
Pero la gente sigue siendo gente, se muestran amables y se desviven por nuestra confortabilidad. De Lorca, de Sevilla, de Alcoy, de Barcelona, de Cuenca, todos bebemos vino, todos nos atropellamos en el primer contacto, todos mostramos nuestra naturaleza, todos gozamos al ver la fascinación de un pequeño pueblo por el teatro. Los vecinos de Calaf ha levantado un auditorio espectacular para disfrutar de la fiesta de los escenarios. Más teatro y menos televisión. Más vida y menos banderas.

sábado, 17 de octubre de 2015

"Manuel Jabois: viva Azcona" por Manuel Jabois


Empezaré por José Luis Cuerda, que se fue de Albacete a Madrid porque su padre ganó un piso en una timba. Allí un día el hombre sentó a la familia en un sofá y se quedó mirándolos a todos mientras se encajonaban en silencio. Al cabo de cinco minutos habló: “Estoy pensando en comprar un coche y quería saber si vosotros sabéis ir en uno”. Finalmente lo compró: un 600 rosa.
Con los años Cuerda quiso contar con Fernán Gómez en su primer trabajo. El agente del actor le escribió aceptando la oferta con un par de condiciones: “Mi representado no puede leer seguidas más de 31 líneas de diálogo y no hará al día más de un folio y medio de rodaje”. Cuerda transigió: “Todos sus diálogos son inferiores a 31 líneas salvo uno que tiene 32. Y nunca rodará más de un folio y medio al día salvo uno que haría un folio y medio mas tres líneas”. “Por razones obvias”, contestó el agente, “mi representado no participará en la película”.
José Luis Cuerda, servilleta atada a la camisa, embromador y jocoso como un gran Falstaff, habla en un restaurante de Pontevedra mientras disfruta de su sanclodio, que imagino pisado por él en grandes capachos de sus viñedos. Una hora antes recordaba a Luis Ciges, que apareció un día en el rodaje hecho polvo porque su mujer le había pedido el divorcio, “y lo peor es la razón que me ha dado: que quiere una vida mejor; ¡nos ha jodido!”. Berlanga se fue con la División Azul a Rusia y una noche le tocó hacer guardia en medio de la estepa. Imbuido de heroicidad, permaneció con los ojos muy abiertos mirando hacia el horizonte con el fusil en alto. “Era tal la oscuridad que más que a los rusos tenía miedo a Drácula”, le dijo a David Gistau. Cuando empezó a amanecer en aquel páramo nevado se dio cuenta que había pasado la noche delante de una pared. Cuerda hizo Amanece, que no es poco, una de las rarezas más exquisitas del cine español, resumen  casi armonioso de aquella España de la que procedían sus antiguos cómicos (“un hombre en la cama es un hombre en la cama”, le advierte un padre a su hijo cuando les toca dormir juntos). Ciges vivía en el cruce de Marqués de Aranda con Ferraz, y cuando se aburría salía con un amigo a la terraza a ver accidentes: “Es el cruce en el que más choques hay de Madrid”, decía mientras veía a señores haciendo aspavientos al lado de dos coches empotrados.
Aquella España, sí. Pero es abril de 2008. Ha muerto hace un mes Rafael Azcona. “La mejor persona que yo he conocido en mi vida”, dice Cuerda. “El cerebro más despierto, la ética más estricta. Siempre digo que las dos mejores películas de la Historia son Plácido y El apartamento. Porque miran de frente a la condición humana, al hombre. A su misma altura”. En eso tenía que ver la máxima de Azcona, que decía que los cineastas españoles no eran mejores porque viajaban en taxi, no en autobús. Él decía que había que mezclarse con la gente, estar al pie de la calle y curiosearlo todo. “Yo de lo que abomino es de esas películas en las que durante hora y media te torturan con problemas irresolubles, y luego, en los metros finales, la cosa se arregla por arte de birlibirloque para que nos vayamos a casa tan contentos. ¡Qué estupidez, esa del final feliz como garantía del taquillazo! ¿Lo tiene Romeo y Julieta?”, dijo a la revista Kane 3.
El padre de Azcona se llamaba Dionisio y era sastre además de cojo, miembro de una cuadrilla llamada los Cojos Toreros; aunque la familia pasó muchas penurias, en casa se cosía y se planchaba cantando zarzuelas.Bernardo Sánchez Salas, en el prólogo al libro Por qué nos gustan las guapas (Pepitas&Pimentel, 2012), primera de las tres partes de la obra completa de Azcona en La Codoniz, recuerda que con 14 años estuvo a punto de entrar de mancebo en la farmacia de Jesús González Cuevas, en su Logroño natal. Para entonces el chico Azcona se escribía cartas a sí mismo en las que fantaseaba poniéndoles fecha del futuro y situándolas en lugares exóticos, como Honolulu, 1 de junio de 1979. El chico pintaba y escribía, y casi desde el primer número compraba La Codorniz, lo que le llevó al humor, pues él, diría después, había empezado escribiendo versos porque una señora rubia no le hacía caso.
“Cuando estábamos con el guión de La lengua de las mariposas, yo escribía una escena en la que una mujer apoyaba su espalda en la pared y se le escapaba una lágrima”, dice Cuerda. “¿Una lágrima?”, saltaba Azcona: “¡una mierda!”. Al autor de la trilogía Nacional o La vaquilla se le sobreentienden ciertas maneras. Como que enEl bosque animado Cuerda sugiera acercar la cámara a un cadáver y Azcona, piadoso, diga: “Déjala estar, que bastante tiene con lo suyo”. No haber visto Plácido es no haber entendido nada de este país y estar en él por estar, como un turista. España es un lugar en el que siempre hay un inocente persiguiendo a alguien para que le dé una fortuna con la que pagar la letra del motocarro. Un país en el que quien va al trabajo como al matadero es el verdugo. Un sitio en el que la aristocracia decadente, en su lecho de muerte, pide que entre el servicio, “que les encantan estas cosas”. Ese país que Azcona escribió era el que no se podía fingir, porque lo hacían las cerebros más insolentes y prodigiosos de Madrid, que no era Madrid sino lugar de reunión, por eso en los cafés años antes se ponían y se quitaban reyes, y en 1965 Raúl del Pozo lamentaría al volver del entierro de Ruano: “No lo pasaremos tan bien hasta que se muera Azorín”.
Azcona decía que sin humor habríamos desaparecido. Solía citar a Samuel Johnson: “Todo aquel que escriba una línea sin haber dinero de por medio es un insensato”. ¿Y es necesaria la escasez de medios o incluso la censura para afilar el ingenio?, le preguntaron una vez. “Eso es una falacia. No creo que a la hora de engendrar un hijo, y por el bien de la criatura, haya que machacarle al padre un testículo”.
Juan Cruz lo trató a partir de 1996. Siempre hay un momento en la vida de los hispanohablantes en que los trata Juan Cruz, un rito parecido al de la primera comunión, y Juan Cruz los exprime en anécdotas como si fuesen zumo dorado. Suele escribirlo después hermosamente si tiene el día fértil, y a Azcona le dedicó un texto estupendo, vibrante, desestereotipado. “El tiempo me devolvió un Azcona distinto a aquel misántropo que mi imaginación había dibujado. Al contrario, era un ser muy delicado con los otros, pugnaba por hacerlos felices y rara vez podías verle resentimientos, resquemores u odios. Es de una generación de hombres complejos —Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Dionisio Ridruejo— que la historia dotó de contradicciones internas que les llevaron al ensimismamiento, el desencanto o el alcohol; lo que había alrededor era una ruina, y a veces una ruina de la inteligencia, y ese ambiente que no era metafórico sino duro y real como una escarpia, a él lo dejó igualmente risueño, descreído pero profundo: miró alrededor y hacia adentro para retratar una sociedad difícil desde el humor; comenzó a ejercerlo donde entonces se podía, en los cafés y en La Codorniz; (…) se resistió en Madrid como gato panza arriba y no regresó a ningún regazo de Logroño: siguió adelante, como un apátrida, como un alma desprovista de banderas. Un día le pregunté: “Rafael, ¿y no te vas de vacaciones?”. “¿Yo? Si ya me fui de Logroño”.
En los primeros años de la capital lo escribió todo, hasta las revistas de decoraciones. Entró en La Codorniz, donde se multiplicó escribiendo y dibujando como Azcona, Arrea, Profesor Azconovan, Az o Repelente, en honor a su saga más exitosa: El repelente niño Vicente. Allí desplegó las alas como un cormorán de vuelo inmediato y veloz, siempre ácido, a medio camino entre la biografía y el delirio, con textos disparatados y tiernísimos que despegaban solos a la primera línea, cuando no antes. “Siempre me ocurre lo mismo; apenas soy presentado a alguien, el interfecto me dice: “Hombre, ¿y cómo no se llama usted Pepe?”, empieza en Por qué no me llamo Pepe. En Recuerdos de un hijo único cuenta cómo jugaba con el cadáver de su abuelo hasta que se estropeó, cómo martilleaba a su tía Eulalia o le quemaba el bigote a su abuela con gasolina. “No hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz de la miseria”, escribió este genio. “En La Codorniz nadie se atrevió nunca a mirar así. Toda la cuestión era una forma de mirar. Y Rafael consistía en una mirada, en unas gafas que iban rectificando el foco”, dice Sánchez Salas.
Entre sus consejos a literatos jóvenes, el profesor Azconovian empieza advirtiendo que entre ellos “se ha extendido la costumbre de no comer con regularidad. Craso error” y sigue lamentando que los escritores novatos se enamoren de “señoritas muy decentes, muy buenas y muy limpias, pero pobres como imbéciles. Crasísimo error”. Para hablar del sentido del humor de aquel tiempo suyo en el que empezaba hacerse un nombre refería una anécdota que contaba Agustín de Foxá sobre un padre viendo una corrida de toros en compañía de su hija de cinco años. La niña coge una gran rabieta y el padre le dice para consolarla: ‘No llores, tonta, mira como el toro le saca las tripitas al caballito”. A su muerte David Trueba lo recordó en El Mundocomo un sindiós: “Solía decir: ‘Cuando yo muera, tirad mi cadáver por un terraplén y, a ser posible, que se lo coman los cerdos; pero nada de agua bendita”. Esto era porque  no le preocupaba morir, que solo provoca trastorno a los que quedaban, sino la enfermedad: “lo desvalido, lo vulnerable, lo asqueroso, lo obsceno que te hace”.
Por qué nos gustan las guapas es la montaña de escritura que Azcona acumuló en La Codorniz, sencilla y fácil, irregular, tan cristalina que enamoró a Ferreri para meterlo a hacer guiones. Es un humor surrealista a veces en textos breves que juntos, incluidos sus ripios, funcionan como  montaña rusa. Es la década de los 50 bajo la mirada aterrada y compasiva de Rafael Azcona. “No he formado parte nunca de eso que ahora se llama la juventud. Nosotros lo que queríamos era ser mayores”, le dijo hace doce años a una de las mejores periodistas de España, Cristina Fallarás, escritora de prestigio y por ello metáfora profundamente azconiana del país: a punto de ser desahuciada y viviendo por debajo del umbral de la pobreza. “¿Está enganchado a algo?”, le preguntó ella. “A la jodida vida”.
Cuerda está a los postres. Tenía razón Azcona con eso de no subirse al taxi y pasear o montarse en el autobús, dice de repente. “El otro día caminaba al mismo paso que dos tíos y uno de ellos le estaba diciendo a otro: ‘Te voy a meter una patada en los cojones que te voy a arrancar la cabeza, no sé si me explico’. Ese ‘no sé si me explico’. Pura literatura”. Recordamos una frase de Manuel Vicent: “No existe el miedo al folio en blanco, sino al escrito”, que me trajo a su manera otra de Azcona, a quien le preguntaban si se alarmaba por las noticias del consumo de drogas de la juventud: “Eso es porque la televisión no podrá dar nunca la noticia de que hoy no se ha drogado nadie”. De todos nuestros jóvenes cadáveres fue al que más ganas se me quedaron de conocer en vida, porque de Umbral algo sé por Gistau, que lo acompañaba en la dacha cuando María España se iba y el viejo escritor se quedaba mirando fijamente al joven: “¿Tú me harías la merienda?”.
Si a algunos el cine español les parece malo no es porque lo sea, sino porque no lo escribe Azcona; ponga usted a un malagueño a pintar después de Picasso. El cine español es difícil de hacer, sobre todo la comedia, que es cuando se radiografía un país en su versión final, como si todos los géneros condujesen a la compasión y por tanto a la verdad. A mí España no me parece tan disparatada como la que leía, pero no sé si porque se la espera o se espera a Azcona, que era el que mejor la miraba. Debió dejar las gafas en herencia, y de paso el bonobús.
Murió el Domingo de Resurrección. No le hizo feliz el cine ni nada. De hecho, se preguntaba dónde estaba escrito que el hombre tuviese derecho a ser feliz.