sábado, 17 de enero de 2015

"En defensa de la sátira" por Alberto Manguel ("Babelia")

Si el primer sonido pronunciado en el mundo fue (según san Juan) el verbo, el segundo debió haber sido una carcajada. Tan ridículo, tan arrogante, tan absurdo es el comportamiento humano, que el inteligente Dios de Juan debió haber estallado en risotadas al ver las estupideces de las que sus criaturas eran capaces. Homero dijo que el monte Olimpo resonaba con las carcajadas de los dioses, y el segundo salmo nos avisa que Dios se reirá en lo alto, burlándose de los necios. Platón, sin embargo, no juzgaba que la risa fuese cosa seria y rechazaba la noción de un dios (o un tirano) risueño. Aristóteles, por su parte, definió el sentido del humor como una reacción natural del ser humano ante el reconocimiento de una incongruencia. Siglos después, Mahoma alabó la risa y condenó la falta de humor: "Mantén siempre el corazón ligero, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega".
Desde siempre, o al menos desde los orígenes de la conciencia humana, nos hemos comportado de manera absurda y, al mismo tiempo, hemos reconocido ese absurdo, si no en nosotros mismos, al menos en nuestros congéneres. Sócrates arguyó que nos burlamos de quienes se sienten superiores a nosotros sin serlo y que el peligro está en deleitarnos en lo que es, al fin y al cabo, un vicio. Pero lo ridículo, como tantas otras calidades humanas, suele estar en el ojo ajeno. La conducta de Sócrates, que él mismo debió juzgar como seria e intachable, fue vista por ciertos de sus contemporáneos como risible. Aristófanes, por ejemplo, en Las nubes, se burló de la famosa técnica socrática con agudeza satírica y genio mordaz. Hablando de la escuela de Sócrates un personaje dice así: "Ahí habitan hombres que hacen creer con sus discursos que el cielo es un horno que nos rodea y que nosotros somos los carbones. Ellos enseñan, si se les paga, de qué manera pueden ganarse las buenas y las malas causas". "Si se les paga", "las buenas y las malas causas": toda la fuerza está en esas pocas palabras fatales, hábil y precisamente colocadas.
Sátira, esa forma crítica de la burla, fue nombrada por primera vez por Quintiliano para referirse a una forma particular de la métrica latina, pero el concepto se extendió rápidamente a cualquier tipo de texto que utilizase la ironía para criticar una situación o a un personaje, y hasta a una sociedad entera, como en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Después de que Gulliver le cuenta al rey de Brobdingnag la historia del mundo europeo, el rey pronuncia este juicio inapelable: "La única conclusión a la que puedo llegar es que la mayoría de vuestros conciudadanos forman parte de la más perniciosa raza de infame alimaña que la naturaleza jamás permitió arrastrarse por la superficie de la tierra". La sátira puede ser intemporal: las palabras del rey se aplican también a nuestro miserable siglo. La sátira no se limita a la sátira: Doña Perfecta, de Galdós; Casa desolada, de Dickens; Guignol's Band, de Céline, pueden ser leídos como sátiras.Aristófanes no fue el primero que supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas filosofías. Para señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan para su propio beneficio (como los directores del Fondo Monetario Internacional regulando las finanzas de los países a los cuales presta dinero), un mural egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato encargado de cuidar a una bandada de gansos, explícita crítica de los gobiernos venales que el medievo cristiano retomaría en fábulas y poemas satíricos. Tan feroz pueden ser estas burlas que, según cuenta Plinio el Viejo, quienes eran objeto de las sátiras del poeta Hipognato de Éfeso en el siglo VI antes de Cristo, acababan colgándose de un árbol, demasiado avergonzados para seguir viviendo.
Obviamente, la sátira jalona todas las literaturas, orientales y occidentales, y son raros los autores que no la hayan practicado en algún momento de su obra. De Luciano a Rabelais y Erasmo, de Diderot a Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark Twain y Clarín, de Günter Grass a Doris Lessing y Joseph Heller, la sátira ha sido siempre la carcajada de la razón frente a la solemnidad de la locura. En castellano, baste recordar el tono irónico de Borges en sus ficciones swiftianas El informe de Brodie y Utopía de un hombre que está cansado. Durante la absurda guerra de las Malvinas, Borges publicó una carta abierta en la que denunciaba la suerte de jóvenes conscriptos enviados al frente por generales "que nunca oyeron silbar siquiera una bala". Cierto general ofendido le objetó que él era un general argentino y que él sí había oído silbar una bala en la batalla. Borges le respondió pidiendo disculpas por el error que había cometido. "Me he equivocado", dijo. "Hay un general argentino que alguna vez oyó silbar una bala".
No solo la literatura: todas las formas de creación artística han utilizado la sátira para sus propios fines. Los grabados de Goya, de Daumier, de Grosz son feroces denuncias de la insensata crueldad de sus contemporáneos. Las canciones populares, desde los goliardos de la Edad Media a Janis Joplin y Georges Brassens, se burlan sagazmente de la sociedad en la que vivimos. Y el cine, por supuesto, nos ofrece obras maestras del género satírico: El gran dictador, de Chaplin; Play Time, de Jacques Tati; Dr. Strangelove [¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú]de Kubrick¡Bienvenido, Mr Marshall!, de Berlanga, y tantos otros son ejemplos perfectos del arte de ofender con destreza artística.
Porque suele ser justa, porque suele señalar faltas morales y pretensiones falaces, porque hiere, porque denuncia, la sátira suele provocar la furia de aquellos a quienes acusa. Y porque el objeto de la sátira es muchas veces un personaje autoritario y poderoso, la reacción es con frecuencia la censura, la prisión, la muerte del poeta. "No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo", advierte el más célebre de los satíricos españoles, Francisco de Quevedo, a sus censores. Quevedo tuvo más fortuna que muchos de sus colegas, desde Ka'b bin al Ashraf, poeta contemporáneo de Mahoma, quien se burló en sus versos de la nueva religión y fue asesinado por seguidores del profeta,hasta los humoristas de Charlie Hebdo.
Pero sátira no es vituperio. El texto satírico que, si es eficaz, ofende, debe hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser sátira, el impulso de burlarse de lo ridículo debe ser un impulso artístico. No he leído el nuevo libro de Michel Houllebecq, Soumission, que imagina el triunfo de un Gobierno islámico en Francia, pero si resulta ser un texto satírico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el mundo en que vivimos, será, ante todo, memorable como novela. Las pintadas antiislámicas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son literatura.
Sin embargo, más interesante, más curioso que este impulso de burlarse de la necedad ajena es lasensitividad desmesurada, la furia incontenible, el ultraje sentido ante una sátira por los detentores de una fe que se define como incólume. Tal indignación in loco parentis tiene algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles es tan sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que tiene un complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza constante, que es incapaz de defenderse a sí misma y que, si insultada, debe ser vengada por guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es prueba de una colosal arrogancia. Mejor sería seguirel consejo de Winnie en Los días felices, de Beckett: "¿Qué mejor manera de ensalzar al Todopoderoso, que acompañando de risitas sus chistes, sobre todo los peores?".
Sin duda, el Señor del Universo podría, si quisiera, adoptar el estilo de los supuestos ofensores para contrarrestar la ofensa de una manera contundente y elegante. Cuando, en la pieza de Rostand, el vizconde de Valvert trata de insultar a Cyrano de Bergerac acusándolo de tener una nariz enorme, este le enseña, con la espada y la palabra, cómo se debe componer una sátira hábil, original y exquisita, pasando revista, en un largo catálogo en verso, a una multitud de estilos en los cuales el vizconde, si fuese más diestro, hubiese podido insultarlo mejor: dramático, amable, truculento, tierno, curioso, pedante, y así sucesivamente hasta darle a su ofensor la estocada final. Esta técnica, de desarmar al agresor mejorando su técnica (es decir, humillándolo al demostrar su poca habilidad satírica), es pocas veces utilizada por los grandes y poderosos, quienes prefieren responder al insulto percibido con la cárcel, el exilio o la guillotina. Esa reacción siempre resulta en lo contrario de lo que el ofendido quiere: la supuesta ofensa es ratificada y el ofensor es ensalzado.
Hay excepciones. Entre las muchas historias acerca del califa Harun al Rashid, narradas en las Mil y una noches y en los libros de Stevenson, hay una que justifica los apodos deEl Justo y El Sabio que sus súbditos le concedieron. El califa tenía la costumbre de vestirse de mercader y pasearse por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos cómo vivía su gente y qué decían de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos según la antiquísima tradición oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oyó que el narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era pintado como un personaje libidinoso y borracho que después de una noche de orgía se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de bruces en un estanque. Después de acabados la risa y el aplauso, el califa felicitó al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al Rashid conquistó, sino 100, y no fueron 100 jarras de vino que bebió aquella noche, sino 200. Sé lo que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun al Rashid". Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estalló en carcajadas, le dio un bolso de monedas de oro y le pidió que la próxima vez que contase la historia se asegurase de que los detalles fuesen exactos.
Una historia de sátiras
Las nubes. Aristófanes. Traducción de Francisco R. Adrados. Cátedra.
Los viajes de Gulliver. Jonathan Swift. Traducción de Antonio Rivero Taravillo. Pre-Textos.
Doña Perfecta. Benito Pérez Galdós. Alianza / Cátedra / Castalia.
Casa desolada. Charles Dickens. Traducción de José Rafael Hernández Arias. Valdemar.
Guignol's Band. Louis Ferdinand Céline. Traducción de Carlos Manzano. Debolsillo.
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges. Debolsillo.
Los días felices. Samuel Beckett. Traducción de Antonia Rodríguez Gago. Cátedra.

jueves, 15 de enero de 2015

Ya no soy moderno


Todavía no me he dejado barba,
aún no me he recogido el pelo en una coleta,
ni siquiera he tenido tiempo de comprar un dron,
ni trafico con la tablet en las salas de espera.
Ya no soy moderno,
y me he dado cuenta demasiado tarde,
cuando ya he comprado unas mallas a juego
con mi diadema musical de última generación;
después de dejarme arrastrar hasta los muros de Ebay
para participar en subastas de aparatos innombrables
que no sabré utilizar;
tras intentar bailar "reggaeton" rodeado de veinteañeros.
No, he perdido el norte de la modernidad:
No sé participar en las redes sociales,
no entiendo qué es el LOL ni un "hastag", ni un "trol",
soy un analfabeto arcaico, desmañado y torpe,
nunca aprenderé a teclear a dos manos el móvil,
ni entenderé el idioma cifrado de los emoticonos.
"Ya no soy joven", dijo el poeta, lamentándose de que solo
quedaban las dimensiones del teatro. 
Lo mío es mucho peor: "ya no soy moderno", 
ni siquiera sé medir las pulgadas de una televisión curva.

sábado, 10 de enero de 2015

"Recomendaciones lecto-gastronómicas: hoy, Michel de Montaigne"


Montaigne es una sopa, una sopa de picadillo. Su lectura prepara el estómago para una comida más sólida, lo reconforta, abre el apetito. La jugosa sustancia de su caldo se extrae de los ingredientes más diversos de la cultura griega y latina (Sócrates, Platón, Plutarco, Cicerón, Séneca...), esto hace que el paladar se llene de muy distintos sabores que a menudo chocan por su contradicción; sin embargo, el ánimo sosegado del francés consigue darle un toque de consistencia que conforta el paladar de cualquier comensal. Las pequeñas historias que inserta en sus ensayos son como esos tostones con los que te encuentras en mitad de una cucharada: inesperados, crujientes y con toda la sustancia de una cocción lenta y reposada. Cuando uno se sienta a la mesa, no puede esperar más de un plato de cuchara: son innumerables las sentencias y el buen provecho que se saca de su lectura, a pesar de los juicios contradictorios, a pesar de sus devaneos, de sus digresiones, de sus aventuras desmelenadas por cualquier vericueto. Lo que prevalece es la humildad de un plato tan sencillo y a la vez elaborado a partir de unos ingredientes tan sólidos y tan variados. Si además nos acercamos a él después de haber cenado con algún discurso moderno, con el cuerpo descompuesto por el fanatismo o por escuchar y leer juicios vociferantes y sin argumentos, nos calmará el malestar y nos dispondrá para, con su alimento, atacar un segundo plato más sólido, un entrecó de Shakespeare o unos duelos y quebrantos de Cervantes. Se sirve en cualquier posada humilde, en cualquier figón que tenga un poco de amor por la cocina tradicional. Es posible que no podáis acabar con todo de una sentada, pero acercaos a los Ensayos, aunque sea para sorber algunas cucharadas, os aseguro que el efecto es muy reparador.

viernes, 9 de enero de 2015

"Mis hombres favoritos: Étienne de la Boetie" por Mar Padilla


Étienne de La Boétie no es un tipo común. Es el autor del Discurso sobre la servidumbre voluntaria, un panfleto de pocas páginas donde analiza una de las cuestiones más importantes —y más olvidadas— en la vida de todos: ¿por qué las personas aguantan situaciones humillantes y obedecen normas no escritas y convenciones que son injustas? Para ser exactos, la pregunta de La Boétie es: «¿Si un tirano es solo un hombre y sus súbditos son muchos, ¿por qué consienten ellos su propia esclavitud?». Corría el año 1548 y La Boétie tenía apenas dieciocho años cuando escribió esto.Precursor de la resistencia no violenta y de la desobediencia civil en tiempos tan inclementes y duros como fueron mediados del siglo XVI —un tiempo donde en Francia, entonces el país más civilizado del mundo, el hambre, las enfermedades y la vívida presencia de la muerte cotidiana en la familia y en la calle era moneda corriente, donde se exigía por la fuerza lealtad y sumisión ciega a las autoridades administrativas, políticas, sociales y religiosas del pueblo, de la provincia, de la nación y, por supuesto, al mismo rey—, La Boétie es un hombre que da un paso adelante, que se atreve a pensar por sí mismo, que asume, con todas sus consecuencias, que es dueño de sus acciones y equivocaciones. Es una persona que cuestiona el conformismo y la obediencia. Así de simple, y así de revolucionario. «Un vicio para el cual ningún término no puede ser hallado lo suficientemente ruin, de cuya naturaleza se reniega y al que nuestras lenguas rehúsan mencionar. Es el vicio de la servidumbre voluntaria», sentencia.Un ojo clínico el de La Boétie. Para este francés nacido en Sarlat-La Caneda, no muy lejos de Burdeos, «la causa principal y el secreto de la dominación, el apoyo y la base de toda tiranía es el soborno institucionalizado» mediante el cual «millones de personas son empleadas en puestos públicos». Otras fórmulas en el juego del ejercicio férreo del poder que ya apuntaba en el siglo XVI nuestro pensador político favorito son «el monopolio de la información y el control de la prensa». A ello se suman «los juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, bestias extrañas, medallas, cuadros y tales narcóticos», burdos señuelos que no hacen otra cosa que llevarnos de cabeza «hacia la esclavitud». De esta manera, ayer, hoy y siempre, muchas personas, rendidas ante el marasmo de diferentes y tontunos asuntos, no se percatan de su condición de inminente defunción en vida.Una sospecha importante: La Boétie señalaba a la costumbre como la principal explicación natural a esta servidumbre voluntaria. Y debe tener razón. Decía Píndaro que, al final, si hilamos fino, nos damos cuenta de que la costumbre es reina emperadora del mundo. Es cierto que no podemos no vivir una vida cotidiana —todos tenemos una y ni el más original y excéntrico puede escaparse— pero no está escrito en ningún lado que los quehaceres diarios, aunque sean una condición para la existencia, deban ser, necesariamente, un asunto tedioso. Todos sabemos que la vida es, la mayoría de las veces, un entramado enloquecido de afanes y rutinas, pero hay que reflexionar sobre ella —examinarla, pensarla— para no dejarnos ahogar por la monotonía y olvidar lo interesante que puede llegar a ser el combate por vivir como queremos y no ser súbditos sucesivos de la familia, el trabajo, la nación, los amigos, las sucesivas parejas, las convenciones sociales y culturales, los gobiernos locales, provinciales, nacionales e internacionales y demás etcéteras.Recordemos algo que, probablemente, hemos olvidado en el camino: tal y como apunta La Boétie, la reflexión, la observación, los libros y la enseñanza, más que cualquier otra cosa, realmente «brindan el juicio para comprender la propia naturaleza de la tiranía y aborrecerla». Pongámonos a ello otra vez. De nuevo, como cuando éramos turbios adolescentes a solas en nuestro cuarto, pensemos cómo vivir, con nosotros mismos y con los demás, sin miedo al ridículo, sin pensar en las mofas y los chistes tristes de los amigos. Ni que sea para pasar el rato.Según el autor de Discurso sobre la servidumbre voluntaria, la mejor manera de «matar» a un tirano —o, en su defecto, una relación tiránica de cualquier especie y condición— es destruyendo su poder a través de la resistencia no violenta. «No les pido que coloquen las manos sobre el tirano para derribarlo, sino simplemente que ya no lo apoyen más, entonces lo verán, como un gran coloso cuyo pedestal ha sido apartado, caer por su propio peso y romperse en pedazos». Esto es: tomad la resolución de no servir y seréis libres. Para La Boétie, la libertad es un bien cuya pérdida para toda persona de honor «hace que la vida sea amarga y la muerte un beneficio», ya que «no solo hemos nacido con la libertad, sino también con la pasión por defenderla», hasta el punto de que si la libertad «desapareciese por completo de la tierra, muchas personas la inventarían».Es interesante reflexionar sobre por qué el amigo Étienne considera la servidumbre voluntaria un vicio y no una virtud, tal y como se han encargado de subrayar durante largos y monótonos siglos las sucesivas religiones del mundo y las convenciones sociales más arraigadas en nuestras carnes. La clave estriba en que, según La Boétie, esta esclavitud contradice, en verdad, nuestra propia naturaleza. Dado que todos tenemos capacidad de razonar, la virtud radica en cultivar tu propia independencia en comunidad. Tal y como ya apuntaba Sócrates tantos siglos atrás: los que han probado la libertad resisten el cautiverio aunque les cueste la vida. Como el griego, el francés huye de la coacción social. Y no duda en afirmar que contra las normas estúpidas solo es posible la rebelión. Hay que ser moralmente autónomo, dueño de tu vida en igualdad con los demás. Al final, está clara la consigna: haz lo que debas. Y, por Dios, huye como de la peste de la insoportable pomposidad del quejica.Sócrates es el primer pensador que se da cuenta del grave error de la filosofía al desdeñar la vida cotidiana. Es el ejercicio de la libertad en vivo, en constante movimiento, es esa indagación sobre lo que vas a hacer cada día de tu existencia. De lo que se rechaza y de lo que se elige nace el futuro. De lo más banal a lo más importante. Esto es, Sócrates es el primer futurista. Porque te está hablando de tu futuro, y del futuro de todos. Pero no nos engañemos: ejercer esa libertad así, en las calles de Atenas en el año 350 antes de Cristo, en las de Burdeos a mediados del siglo XVI, o en las calles de Gijón, LA, Cochabamba, Nairobi o Nueva Delhi en esta segunda década del siglo XXI no es tan sencillo. «Muchos adoran el error descansado del que Sócrates viene a liberarlos», dijo otro filósofo, el francés Vladimir Jankelevicht. A los que presumían de sabios los consideró ignorantes, y en cambio le pareció que los más despreciados tenían una inteligencia superior. Investigó entre políticos, comerciantes y poetas, y se ganó múltiples enemigos. El inmenso socavón en la ética de la obediencia y la conformidad que urdió Sócrates lleva siglos mirándonos asombrado: como ya apuntaba el viejo griego, aún hoy casi nadie sabe lo que hace ni por qué lo hace. Y dejó sentencia —recogida por su alumno aventajado Platón—: «la muerte me importa tanto como nada y, en cambio, no cometer acciones injustas o impías es lo más importante para mí». Sí, efectivamente, esta es una vieja noticia, siempre vigente, no siempre comprendida: hay que pelear. Siempre. Por lo que quieres ser tú como persona, por lo que queremos que sea nuestra comunidad.Étienne de La Boétie tenía un amigo íntimo, un amigo de verdad. Murió entre sus brazos, a los treinta y tres años. Sus últimas palabras fueron para él. Le rogó, le exigió: «Por favor, hazme un sitio, te ruego que me hagas un sitio». Su amigo, durante años, meditó sobre ese fatídico momento y su misteriosa petición. El último, fatal suspiro de La Boétie lo dejó destrozado. Su amigo apuntó: «Desde el día en que lo perdí, no hago sino errar y languidecer». Quien esto escribía era Michel de Montaigne, y a La Boétie le dedicó sus magníficos y celebres Ensayos. Pero antes hizo algo aún mejor: siete años después de la muerte de su amigo, interpretando finalmente las palabras del moribundo, sacó el polvo a las pocas hojas que contenía su escrito Discurso sobre la servidumbre voluntaria que circulaban perdidas de mano en mano, lo editó y lo convirtió en el flamante libro que es. Con su gesto, Montaigne acertó de lleno, porque le hizo a La Boétie un sitio en el panteón de la literatura y la filosofía universal: transformó a su amigo, hasta entonces un tipo anónimo, desconocido por todos, un muerto más en un planeta de cadáveres, en un pensador inmortal.

miércoles, 7 de enero de 2015

"Cuando la vida iba en serio" una semblanza del poeta Jaime Gil de Biedma por Antonio Lucas

El tiempo ha ensanchado la estela y recepción de la poesía de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990) con el mismo impulso con el que ha dotado su figura de leyenda y hasta de mito. Hace 25 años que el poeta barcelonés fallecía en su ciudad natal. Lo mató el sida. Un 8 de enero. Para entonces, la Generación del 50, de la que fue jefe de expedición al frente del Grupo de Barcelona, había alcanzado ecos de canon vivo y él era el referente totémico que encarnaba no sólo el refinamiento del gran poeta de eco anglosajón, sino el charme del hombre encantado de escandalizar por vía de la elegancia del exceso.
Homosexual, bebedor de trago largo, fumador, cosmopolita, noctívago, rico, inteligente, comunista educado con los modales de la derecha, culto, crápula... Pero poeta. Uno de los grandes poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX. Faro de costa que aún hoy mantiene el calambre y no ha dejado de sumar lectores. Introdujo la voz coloquial en la poesía de los años 60, ensanchando el cauce de su escritura con una nueva ráfaga de intimidad y complicidad que, como apuntó alguien, hacía de leerlo algo muy parecido a hablarle en voz baja a un vaso de whisky. Su obra es breve: más o menos un centenar de poemas, las prosas del mítico 'Retrato del artista en 1956' y del 'Diario del artista seriamente enfermo', los ensayos reunidos en 'El pie de la letra' (sobre Eliot, Guillén, Robbe-Grillet, Costafreda, Ezra Pound, Cernuda, Juan Gil-Albert...) y algunas traducciones. Inédito está aún el 'Diario de 1978', en manos de Carmen Balcells.
Gil de Biedma se hizo sitio en la literatura con este aval y un abundante talento. Era capaz de recitar un fragmento del 'Don Juan' de Lord Byron en un inglés exacto y de improvisar una lección magistral sobre Mallarmé en lo alto de la madrugada. Frecuentaba sótanos más oscuros que su reputación y por las mañanas cumplía con su trabajo de ejecutivo en la Compañía de Tabacos de Filipinas, propiedad de su familia. Estudió en Barcelona, Salamanca y Oxford. Pasó largas temporadas (entre ellas toda la Guerra Civil) en Nava de la Asunción (Segovia), cuando "la edad de la pérgola y el tenis". Vivió amores múltiples, algunos feroces, rupturas, noches que daban la vuelta a la noche, amistades leales (Carlos Barral, Juan Marsé, Caballero Bonald...), crisis, depresiones, pero más allá de todo el daño, jamás aceptó en su poesía la autocompasión. "La autocompasión es uno de los sentimientos más embarazosos para el público y más obscenos. Cuando escribí el poema titulado 'Contra Jaime Gil de Biedma' estaba en un estado de deyección y de depresión moral muy intenso. Tenía miedo a suicidarme... Como todo ser humano, adolezco de una tendencia a la autocompasión pero estoy acostumbrado a reprimirla", le contó en 1970 al periodista mexicano Federico Campbell para el libro de entrevistas 'Infame' turba.
Exactamente en la poesía de Jaime Gil de Biedma no hay más que dos temas: el paso del tiempo y él mismo. Y dentro de esos dos vértices, el amor. O, mejor, la experiencia amorosa convertida en un diálogo entre la escena que el poema retrata y la conciencia del escritor. También la juventud, que en su escritura no es tanto parte de una nostalgia como de una querella: la de estar mal distribuida. Y junto a esos asuntos, España como un país de todos los demonios: "De todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España,/ porque termina mal".

Alumbrando el camino

Así, entre el paso del tiempo y el hombre que escribe como centro de un empuje vital y de una obsesión, fue armando su obra. Un legado que hoy mantiene el pulso para poetas de distintas generaciones que encuentran en el autor de 'Moralidades' un referente en marcha. "En su poesía sigo apreciando una virtud que comparte con T.S. Eliot: la de entender el poema como una construcción global. Es decir, una construcción estilística y una construcción emocional", sostiene Felipe Benítez Reyes, premio Nacional de Poesía, excelente narrador y ensayista. "Es uno de mis grandes referentes de adolescencia. Lo normal es que esos fervores vayan decayendo, pero no es el caso. Me influyó mucho en mis inicios. Sus grandes poemas son intemporales. Podrían haberse escrito esta misma mañana".
Y es esa intemporalidad la que blinda a Gil de Biedma. La que preserva intacta su escritura, su poesía como rigor. Tenía algo de exquisito trabajador de la palabra, de crítico de sí mismo. Decía que lo imponente es la realidad, pero en sus poemas la vida tiene algo de tremendo y de inhóspito. Y es que su poesía no puede entenderse sin su vida: desde el apetito de vivir (tan libertino, tan partidario del erotismo) hasta la rebeldía o el daño de los días. "¿Cómo poder saber que has perdonado,/ conmigo sola en el lugar del crimen?/ ¿Cómo poder dormir, mientras que tú tiritas/ en el rincón más triste de mi cuarto?"... Y es en esa jurisdicción donde encuentra el poeta y filólogo Juan Antonio González Iglesias la hondura del autor de 'Poemas póstumos'. "De él me interesa el poeta del amor y el del eros, que no son lo mismo. Hay en él una intensidad erótica y un proyecto amoroso de largo alcance, ambos muy necesarios hoy. En ese sentido, ha influido en mi poesía en la posibilidad de decir el sexo y el amor, y de dar preferencia al amor. Esa es su línea platónica, que está en 'Pandémica' y celeste. Y en lo estoico, su lectura de Séneca en 'De Vita beata'. Algo que todavía me sorprende es que este poema me sirvió de soporte para escribir un poema religioso: no los viajes, no el sexo, no la música".
Hay consenso entre los poetas. La obra de Gil de Biedma mantiene el vigor. Es compleja en forma y modo (ahí está la sextina 'Apología y petición' o la 'Albada'). Es exigente pero su cultismo no es pedante. Y tiene algo de grata manera de hablar y de elegía sentimental sin sentimentalidades. "Pocos escritores son capaces de mostrar así la vida, de narrarnos a nosotros mismos, sujetos contemporáneos, con una mezcla de exactitud y ambivalencia», apunta el cordobés Pablo García Casado, autor de 'Las afueras'. Fue muy importante para mi generación porque planteaba la frontera del desdoblamiento. Fue una escuela, pero uno corría el riesgo de quedarse atrapado en una cierta militancia. Aunque basta leer sus diarios para aprender la lección de que uno debe huir de su propia retórica".
En la misma senda insiste el poeta y narrador Manuel Vilas. "La suya es una poesía llena de precisión y de proximidad. Habló de la historia de España con una claridad que ahora se echa en falta. Renovó la poesía española y su magisterio sigue siendo imprescindible. Su transformación del lenguaje coloquial en alta poesía es uno de los grandes hitos estéticos y morales de la literatura española contemporánea. Su poesía muestra ejemplaridad vital y alegría de vivir. Gil de Biedma es alegría de vivir, precisada y expuesta con elegancia".
En su escritura hay una voluntad de perfección y cercanía, como sucede en Larkin, en Auden, incluso como en algunos momentos de Cernuda. Todo iluminado por un talante rebelde que zarandea conciencias sin abandonar su tono inmediato, ni la fusión de biografía y cultura. En este sentido, Elena Medel explica que Gil de Biedma le interesa como poeta que acompaña, más que como poeta que deslumbra. Después de 'No volveré a ser joven, Loca' y tantos otros, después del primer encuentro, releo a Gil de Biedma por el maridaje entre la intimidad y el compromiso de su poesía; también por la manera admirable de construir el poema extenso, claro y narrativo. No ha influido en mi escritura, pero sí quizá en mi reflexión frente al poema. Es admirable su capacidad de saltar de la primera persona del singular a la del plural, de convertir lo propio en político".
Hace 25 años de su muerte y aún sigue alumbrando camino. Hizo de su forma de vivir y de escribir una abreviatura universal de la experiencia. Una explicación de lo que somos en términos de lo que no hemos sido o no volveremos a ser ya. De ahí su potencia. Su delicadeza. Y esa lección desnuda que dice así: "Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde". Siempre.

martes, 6 de enero de 2015

Del principio de autoridad en la educación


¿Cuántas veces nos hemos tragado una enseñanza, una sentencia, una tesis y no la hemos cuestionado porque viene de un autor con prestigio? ¿Cuántas veces hemos dejado de pensar porque ya piensa por nosotros un autor reconocido? ¿Cuántas veces hemos tragado la hostia de la educación sin cuestionarnos si lo que estamos tragando tiene o no espinas? Los sistemas educativos, desde tiempos inmemoriales, se asientan en un paradigma que es muy útil para domesticar y someter, pero inservible para la generación de espíritus creativos y con conciencia propia, el principio de autoridad. Decía Séneca que "nos enseñan para la escuela, no para la vida". Esto lo dijo hace más de 2000 años y, sin embargo, nos encontramos en la misma tesitura. Cuando me preguntan directamente los chicos para qué vale aprender sintaxis, tengo que emplearme a fondo para argumentarlo y, en el fondo, no estoy seguro de que valga para nada en la forma que se lo enseñamos. En la escuela, en los institutos, creamos verdaderos monstruos. Monstruos que, llegados a un nivel, no desean otra cosa que copiar contenidos y acumularlos en su memoria, como la novia que guarda el ajuar que solo va a utilizar una vez. Habría que preocuparse por quién sabe mejor, no por quién sabe más. Solamente nos esforzamos por llenar la memoria y dejamos vacíos el entendimiento y la conciencia. Es un mal muy antiguo y, por ello, más sorprendente que no se haya extirpado. Montaigne, en el siglo XVI, habla de que "la autoridad de los que enseñan suele ser un obstáculo para los que quieren aprender" y recomienda una metodología al maestro que parece sacada de los más revolucionarios pedagogos de nuestros días: "Que el preceptor haga al niño pasarlo todo por su tamiz y no dejar nada en su cabeza por mera autoridad y prestigio ajeno". Mis alumnos de 2º de bachillerato tienen miedo de opinar en un comentario de texto porque es algo que va a salir de su propio criterio. Han llegado a los 17 y 18 años y creen que su opinión no va a valer nada, que no sirve. Es muy triste. Termino con dos citas de Michel de Montaigne (y no todas las de este autor me sirven, que quede claro): "Que al alumno se le proponga diversidad de juicios: escogerá si puede, y si no, quedará en la duda. Solo los tontos lo tienen todo claro y zanjado". "...así el niño transformará y refundirá los componentes que toma de otros para hacer con ello una obra totalmente suya, a saber, su juicio".    

domingo, 4 de enero de 2015

Torciéndole el cuello al cisne: "Contra Natura"


Yo persigo una lluvia de placeres mundanos,
agua que no empapa la carne todos los días,
afán líquido de bocas pocas veces mías,
hambre de hambre de cisnes que secan mis manos.

Asomo al aire la palma y mis cabellos canos
para recoger el agua y los labios que envías,
pero son persistentes las últimas sequías.
¡Solo quiero recoger el fruto los veranos!

El viento arrastra nubes húmedas con violencia,
no da tregua al amante, ni a la propia paciencia,
e impide el vigor de las nieblas y su erotismo,

No ayuda en trabajos del tiempo Naturaleza.
Solo espera de ella rigores y aspereza,
nunca sometas tu miembro a su egoísmo. 
     

"El mejor de los caminos que llevan a Roma" por Ernesto Filardi


Roma ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
22 de abril de 1765
Mi muy estimada Elizabeth,
Por fin hemos llegado a Milán. El trayecto desde París ha sido agotador, 
pero no tanto como el tiempo que estuve allí alojado. Lo que es una lástima, 
porque París sería un lugar encantador si no estuviera tan lleno de franceses. 
Aun así no soy el único que se siente destrozado: el carruaje ha quedado 
totalmente desvencijado tras cruzar los Alpes. ¡Qué locura, Elizabeth! 
¡Nos desmontaron las ruedas, las transportaron en mulas y a nosotros 
en palanquines! Espero que esto no sea una metáfora de la brutalidad 
de estas gentes: ya sé que en estas tierras se forjó el Senado romano 
y el Renacimiento, pero que ni una simple rueda sirva aquí para algo 
es una imagen que tardará en olvidárseme. Ahora tengo el firme 
propósito de descansar dos o tres semanas antes de proseguir el viaje. 
Así tendré ocasión de acercarme a los lagos y de conseguir algo más 
de dinero en alguno de los bancos en los que desde Londres me aseguraron 
que tendría crédito.

Milán ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
No voy a negarte que todos estos meses han sido una aventura extraordinaria, 
pero aún no termino de comprender el encanto que tiene para tantos caballeros 
ingleses este llamado Grand Tour. Me sería infinitamente más grato estar 
todo este tiempo a tu lado preparando nuestro enlace en lugar de estar 
rodeado de salvajes. No sé, Elizabeth: los profesores en Oxford siempre 
nos insistían en lo necesario que es para un joven aristócrata como 
yo conocer de primera mano el continente europeo y en especial 
Italia, cuna de la civilización. En el principio fue Grecia, claro; pero 
hay que estar muy chiflado para acercarse a ver unas ruinas que 
llevan siglos en manos de los turcos. Por si fuera poco, mi padre 
estaba tan ilusionado con mi viaje como cuando él mismo lo hizo 
en su juventud y no tengo otro remedio que seguir el camino. Al 
menos tengo la suerte de que para ello me dota con fondos 
casi ilimitados para visitar estas tierras cálidas pero de 
momento hostiles. Digo «de momento» porque en cuanto tenga 
ocasión pretendo acercarme al Teatro Regio Ducal de Milán 
para asistir a alguna de esas extraordinarias óperas de las 
que se habla con tanto entusiasmo. Imagino que me aburriré 
tanto como en cualquiera de los escasos momentos en que 
no rememoro tu dulce sonrisa. Pero ya te haré saber mi opinión 
cuando tenga más tiempo.
Recibe todo mi afecto,
Charles.
6 de julio de 1765
Querido James,
Sé que prometí escribirte antes, pero tú que conoces Italia mejor 
que yo sabes que aquí el ritmo de vida es muy distinto. La vida 
social no es tan ajetreada como en Londres, y sin embargo parece 
que no da tiempo para nada. Pero no escribo para disculparme 
sino para que sepas que sigo vivo. ¡Si supieras qué verano tan 
extraordinario ha sido este! Cuando dejábamos Milán y la serenidad 
de sus lagos pensaba que sería difícil encontrar un lugar más 
apropiado para mi carácter. ¡Qué engañado estaba! Nada más llegar 
a Cremona pasamos por la plaza y me quedé allí petrificado 
casi una hora. Yo por aquel entonces no había conseguido 
aprender una palabra del idioma, pero eso no fue impedimento 
para admirar a toda aquella gente congregada en el mercado, 
delante de esas hermosísimas construcciones renacentistas. ¡Cómo 
huelen los mercados en Italia, James! ¡Y qué distinta la comida por 
aquí, qué sabor tan intenso tiene! Es cierto que nosotros tenemos 
mejores carnes, pero jamás he visto tal variedad de frutas y verduras 
tan sabrosas. En Parma, unos días después, visité el teatro Farnese. 
¿Qué decir de él, aparte de que ojalá nuestro Shakespeare hubiera 
podido gozar de un teatro tan bello? ¿Y ese tamaño? No me extraña 
que apenas haya sido utilizado tres o cuatro veces desde que se 
construyó hace casi ciento cincuenta años. He ahí una gran diferencia 
entre Inglaterra e Italia: nosotros tenemos una concepción más práctica 
de la vida, entendemos lo material como una herramienta al servicio 
de la humanidad y por tanto abominamos de la ostentación —ese 
absurdo capricho tan de moda entre los franceses— mientras 
que creamos unas practiquísimas redes de comunicación. Aquí, 
en cambio, ¡qué hermosamente saben aprovechar la ostentación 
en las ciudades y qué infames y monstruosas son sus carreteras! 
¿Y sabes qué? Me parece que ese modo de entender la vida es 
más adecuado para la felicidad. ¿Es que acaso la belleza no es un 
fin tan deseable como el progreso de la sociedad? Algo similar 
pensé recorriendo las calles rojas de Bolonia, pero donde he caído rendido 
ha sido en Florencia.

Florencia ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Fue un amor a primera vista. Aún antes de entrar a la ciudad, 
desde lo alto de la colina el Arno nos saludaba satisfecho y 
embriagador. ¿Y qué te podré decir de la majestuosa cúpula 
de la que el propio Miguel Ángel ya dijo que era la más bella 
del mundo? Llevo aquí varias semanas e intuyo que 
aún me quedaré algunas más: comienzo a defenderme notablemente 
con el toscano y gracias a eso he conocido a gente muy interesante 
dispuesta a enseñarme algunos de los mejores rincones de esta 
extraordinaria ciudad. Podría llenar cientos de hojas con mis 
experiencias aquí, pero ahora he de dejarte porque me esperan 
para una fiesta en casa del señor Mann, el célebre ministro británico 
que está aún más enamorado de esta ciudad que yo mismo.
Un fuerte abrazo,
Charles
9 de octubre de 1765
Querido padre,
Le escribo esta vez no solo para solicitarle más dinero, sino para 
agradecerle de corazón su insistencia en enviarme a estas tierras. 
Como sabe, me encuentro en Roma y no creo que pueda existir 
sobre la faz de la tierra otro lugar en donde mejor puedan entenderse 
las lecciones que la historia está dispuesta a enseñar al que sabe 
escuchar atentamente. Esta es tierra de virtud y moral verdadera, 
padre, y estoy satisfecho de haberla conocido de primera mano. 
Entiendo ahora que esta ciudad ha transformado mi carácter: usted 
sabe bien que quizás debido a mi juventud jamás me he considerado 
muy devoto, pero la sola contemplación de los ritos religiosos me ha 
hecho considerar que no somos más que hijos de nuestro Señor y 
que su presencia a nuestro lado es la mejor de las bendiciones posibles. 
Sin embargo, y a pesar de la indiscutible grandeza de la iglesia de 
San Pedro, me siento más afín al delicado asombro que se respira en 
templos más pequeños. Es tanta la variedad de iglesias la de esta 
ciudad que cada día procuro acercarme a una distinta y aun así sé 
que jamás conseguiré conocerlas todas. Pero hay un lugar especial 
en mi corazón para Santa María della Vittoria, cuya célebre imagen 
de santa Teresa me recuerda a esta conversión que estoy sintiendo.

Roma ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Pero hay algo más de lo que debo hablarle, y es que he comprendido 
que no hay mayor mal que la vanidad del mundo. No cabe duda de que 
Inglaterra tiene el prestigio suficiente como para convertirse en un 
grandísimo imperio, pero me basta pasear por el foro o por el 
Coliseo para entender que de aquellos grandes emperadores hoy 
no queda más que un vago recuerdo y un puñado de piedras 
bellísimas pero corroídas por el paso del tiempo. Deberíamos todos 
aprender la lección, padre, y desear que cuando no seamos nada 
ojalá estemos tan cerca del cielo como al mirar hacia él desde el interior del Panteón.
Le envío todo mi afecto y le reitero mi agradecimiento, extensible 
a mi adorada madre. No quiero que se preocupen por este cambio 
tan repentino en mí, sino que se alegren de saber que regresaré 
siendo una persona completamente nueva y transformada gracias 
a este Grand Tour. Si puede, no olvide hablar con el banco para 
que den la orden de ampliar mi crédito en Roma: son muchas las 
obras pías que pueden hacerse aquí y quisiera, en la medida de lo 
posible, ser recordado como un notable benefactor de esta ciudad 
que tanto ha hecho por mi humilde persona.
Atentamente,
Su hijo Charles
12 de enero de 1766
Carissimo James,
Come stai? Scusa si al escribirte se me cuela alguna parola, pero el 
alma y el vino della bella Italia son tan parte de mí como el aire que 
respiro ogni mattina. Estoy de vuelta en Roma y no sé cuánto tiempo 
me quedaré aquí. Si fuera posible, tutta la vita! Ah, Roma, chè bella 
puttana! ¿Sabes? Me gusta aún más esta ciudad tras haber recorrido 
estos meses Nápoles y Sicilia. No tengo nada que objetar de ellas, 
claro, pero Roma es como una experta amante a la que se le toma 
más cariño cuanto más vuelves a ella. ¡Qué delizia de ciudad! Todos 
los caminos llevan a Roma, sí, pero este Grand Tour es sin duda el 
mejor de todos ellos. A ti te puedo decir todo esto, James, porque 
nos conocemos lo suficiente como para no escandalizarnos el uno al 
otro con nuestros vicios, a los que deberíamos llamar virtudes de los 
sentidos. Afortunadamente este invierno está siendo más fresco de lo 
habitual y es fácil convencer alle ragazze para riscaldarsi un tanto. 
¡Qué carnes tan prietas tienen las italianas, y cuánto les gusta hacer y 
dejarse hacer! ¡Y cómo gritan quando sono in letto! También hay por 
aquí algunas compatriotas nuestras que se han animado a hacer 
este viaje, pero no me interesan lo más mínimo. Nunca se sabe si 
van a ser lo suficientemente discretas, aunque ellas mismas son 
las primeras en disfrutar de los encantos degli italiani. Esto es lo 
que siempre me dice Stefano, mi cicerone particular desde hace 
meses: que las inglesas son puritane hasta que llega un italiano 
susurrando y les quita la sílaba ri. Fue él quien me convenció 
para visitar las ruinas recién descubiertas de Pompeya, donde 
me determiné del todo a disfrutar de la vida.

Pompeya ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Te seré sincero: ya había tenido mis primeros escarceos en Milán, pero 
en Pompeya comprendí que en cualquier momento podemos ser 
polvo y cenizas. No sabemos lo que seremos mañana, así que no 
hay más verdad que el cuerpo y sus placeres. ¡Ay, James! ¡Ojalá 
pudieras conocer a Stefano! Apuesto a que te parecería un joven lo 
suficientemente interesante como para que los tres juntos pudiéramos 
retomar aquellos divertimentos privados que tú y yo compartíamos 
entre clase y clase. Sicilia sería un lugar encantador para ello: apenas 
llegan los británicos tan al sur por miedo a los piratas, pero es una isla 
en la que uno puede encontrar lo que quiera: los mejores templos de la 
Magna Grecia, buena comida, naturaleza…  ¡No me digas que no te atrae 
la idea de subir a la cima de un volcán!
Te dejo ya, porque hay un baile de disfraces en un palacete privado y aún 
tengo que asearme para ir debidamente preparado, porque ya sabes que 
aquí cuando termina el baile empieza «la fiesta». Mi padre sigue creyendo 
que soy uno de esos beati aburridos que tanto le gustan y no parece tener 
problema en seguir manteniéndome. Y si en algún momento descubre mi 
verdadera vida… Pazienza! No hago más que imitar sus faltas de juventud, 
así que ¿quién sabe? Quizás también logre imitar sus virtudes cuando tenga 
su edad.
Tuyo siempre,
Charlie
27 de abril de 1766
Elizabeth,
Llevo ya más de un año en Italia y aún no dejo de sorprenderme. He recorrido 
casi todo el país: tras Roma he pasado por Rimini, Mantua, Padua… Ciudades 
bellísimas todas ellas que merecen ser descritas con más detalle. Pero ahora 
estoy en Venecia, una ciudad que parece haber sido construida para que la 
belleza se adueñe violentamente de cada una de las almas que la pueblan. 
Se habla mucho del carnaval veneciano, pero nada de lo que se diga jamás 
podrá hacerle justicia. Y esto no sucede solo con el carnaval: San Marcos, 
los canales, Murano, Santa Maria dei Miracoli…  Es imposible visitar esta 
ciudad sin quedarse sin habla.

Venecia ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
He tenido el privilegio de entablar cierta amistad con el pintor más 
célebre de la ciudad: Giovanni Antonio Canal, al que aquí llaman 
Canaletto. Se dedica a pintar cuadros de Venecia para que los 
viajeros del Grand Tour tengan un buen recuerdo de la ciudad al 
regresar a casa. Yo he adquirido cierta soltura con el dialecto 
veneciano, pero puedo conversar con él en inglés porque vivió varios 
años en Londres. Hace unos días estábamos en el patio de uno de los 
cientos de palazzi que hay por aquí. Le pregunté si echaba de menos 
Inglaterra. Sin dejar de pintar, me sonrió y dijo claramente: «Ni por 
todo el oro del mundo volvería a ese país tan grandilocuente». Fue 
extraño, ¿sabes? Mi padre me envió aquí para adquirir habilidades 
sociales y diplomáticas, aprender idiomas y desarrollar una personalidad 
culta para poder ejercer mi carrera una vez de vuelta en Londres. Pero he 
descubierto que yo tampoco quiero volver.
De eso quería hablarte, Elizabeth. Hay un rincón al que acudo siempre 
que tengo ocasión: el teatro San Benedetto. Como sabes, durante 
este año me he convertido en un verdadero aficionado a la ópera. Durante 
el carnaval se estrenó una muy divertida de Paisiello, un compositor del que 
posiblemente no hayas oído hablar pero que aquí es muy admirado. Se 
titulaba Le nozze disturbate. Las bodas interrumpidas. No creo que se me 
olvide ese título porque yo, Elizabeth, voy a interrumpir la nuestra. Quizás 
debiera decirte que lo hago con todo el dolor de mi corazón, pero no 
quisiera continuar con esa hipocresía tan afectada que tanto nos caracteriza 
más allá del Canal de la Mancha. No soporto la idea de volver allí y no puedo 
pedirte que hagas tú el viaje hasta aquí. Es más, no estoy seguro de que quiera 
pedírtelo.
De camino a Venecia entramos en Verona. Una ciudad notable y famosa en 
el mundo porque entre sus calles transcurre la obra de amor más grande 
jamás escrita. Hace un año pensaba que cuando llegara a esa ciudad no 
dejaría de sollozar con tu recuerdo. Pero una vez allí, lo único que me venía 
a la cabeza era que mi viaje estaba llegando a su fin y no podía imaginarme 
la vida en el húmedo y próspero Londres sin el rojo de estos ladrillos, sin 
este olor a pescado, sin este vino que acaricia al tragar. Parecerá una locura, 
pero sin locuras solo somos un puñado de huesos de esos que se describen 
en los manuales de anatomía.

Verona ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).

Rompo contigo, Elizabeth, igual que rompo con mi vida anterior. Quien ha 
conocido este bel paese sabe que es difícil no enamorarse de estas tierras. 
Llevo aquí más de un año y siento que no os amo tanto como a ellas. Espero 
que puedas comprenderlo, igual que te deseo la felicidad que yo no podría 
darte lejos de este sol que me abraza y esta gloria en los ojos cada día.
Tu amigo,
Carlo