martes, 3 de febrero de 2015

"La madurez de la Generación del 27" por Fernando García de Cortázar

En los años centrales del régimen republicano, los escritores que habían hecho sus primeras armas en la crisis final de la Restauración alcanzaron su madurez creativa. Mientras se agotaba el primer bienio de la República, la voz de la Generación del 27 imprimió a su producción literaria una calidad lírica que colocaba a la poesía española en un lugar de privilegio pocas veces alcanzado antes o después de aquella época intensa.
La década anterior había visto a estos hombres poner a prueba su estatura en los desafíos del vanguardismo. La lengua española había mostrado su vigor y flexibilidad en manos de unos autores tocados por el genio, y tan capaces de entregarse a la recuperación de la métrica tradicional y popular como de alzarse sobre la imaginativa arquitectura verbal del creacionismo o del surrealismo. Las primeras tentativas de los años veinte, aunque hubieran dado lugar a espléndidas muestras de inteligencia poética y hubieran sido saludadas con entusiasmo por los dos grandes maestros de los inicios del siglo, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, fueron superadas por la plenitud creativa a la que asistió España antes del estallido de la Guerra Civil.
¿Puede hablarse de la búsqueda de una idea de España sin hacer referencia al trabajo de esta promoción de honda sensibilidad e inagotables recursos, cuya destreza se había formado en el riguroso examen de nuestra cultura? Porque la experiencia de aquellos años fue, también, la salida a flote de una conciencia magnífica del propio idioma, la voluntad de mejorarlo, de innovar su tradición, de dotarlo de mayor fuerza expresiva, de dignificarlo hasta darle un lugar de liderazgo estético en la cultura europea de entreguerras. La defensa de la realidad de España se encontraba también ahí, en la creación poética, en la laboriosa exactitud de las palabras, en la exquisita brillantez de sus imágenes, en la conmovedora humanidad de su belleza.
Antes de que la literatura española se tendiera sobre el campo ensangrentado de las tierras de España; antes de que diera cuenta y razón de la tragedia de nuestra guerra; antes de que España fuera nombrada con idéntica pasión por hermanos en lucha, los hombres del 27 habían llegado ya a la edad del cumplimiento de la gran promesa proclamada en los años de la dictadura de Primo de Rivera. Y lo habían hecho con el mérito de empuñar una misma lengua de manera distinta, con la madurez suficiente para dar cauces formales diversos a la tarea de reivindicar idéntico idioma y de viajar por una profunda conciencia nacional.
En 1933, Vicente Aleixandre publicaba «Espadas como labios», libro en el que mostró la soberbia plasticidad de un lenguaje caudaloso que nombraba al mundo identificándose con su amplitud. Aleixandre siempre habría de mostrar la fuerza expansiva de esa detonación poética, que parece arrojarnos al abismo del ser total de la tierra, a la incesante emoción de quienes la pueblan y a la innumerable afirmación del hecho de vivir.
Pedro Salinas publicó también en 1933 «La voz a ti debida», que en su mismo título era el homenaje a la continuidad literaria española que nunca dejó de brillar en el trabajo de estos autores. La alegría y la insatisfacción permanente del amor, el descubrimiento entusiasta de existir a través de otro, pudieron expresarse en un lenguaje menos dilatado que el de Aleixandre, pero igualmente eficaz. Aquel libro, escrito como una sola meditación sobre la «alegría de vivir sintiéndose vivido» se convirtió, junto con su desenlace «Razón de amor», en el breviario afectivo de generaciones enteras de españoles a quienes se proporcionaba una lengua que también sabía vestirse de discreción y austeridad.

Poesía de la experiencia

Federico García Lorca, que había mostrado un insaciable apetito de quemar etapas y poner a prueba todos los registros, estrenó en marzo de aquel año prodigioso «Bodas de sangre», primera obra de una trilogía que puso de manifiesto la superioridad inalcanzable de este granadino de poco más de treinta años, capaz de llenar de abundancia y densidad lírica las escenas teatrales de un argumento realista.
Otro andaluz, destinado a ser un autor de hondísima influencia en los poetas de la posguerra, estaba escribiendo, en el mismo 1933, la quinta parte de la obra poética que reuniría, a partir de 1936 y hasta su muerte, en sucesivas ediciones de «La realidad y el deseo». El homenaje de Salinas a Garcilaso fue sustituido por el que se hacía a Bécquer. «Donde habite el olvido» era el primer paso dado por Luis Cernudapara alejarse de la pirotecnia distante de la poesía pura o de los ejercicios espirituales del surrealismo.
No hay nada tan difícil en el oficio de un poeta como describir el dolor del corazón con esa contención casi pudorosa, sin caer nunca en la banalidad o en el prosaísmo. En ese arriesgado lugar en el que la emoción debe ser comunicable para poder ser compartida literariamente, Cernuda empezó a poner los cimientos de una de las corrientes que más fortuna ha hecho en la lírica española posterior, la poesía de la experiencia.
Para aquella nación, consciente del altísimo nivel de un acervo cultural común, justamente cuando asomaban las primeras nubes de una tormenta que pronto habría de abatir las esperanzas de convivencia de los españoles, parecen haberse escrito los versos con que Cernuda cerró uno de los poemas de «Donde habite el olvido»: «Cuando la muerte quiera/una verdad quitar de entre mis manos,/las hallará vacías, como en la adolescencia/ ardientes de deseo, tendidas hacia el aire».

lunes, 2 de febrero de 2015

"Cómo era la vida en los monasterios medievales" por Javier Bilbao


Jesús salió de la casa y vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado en su oficina de impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. (Lucas 5, 27-28)
La novela El nombre de la rosa y su excelente adaptación al cine tenían muchos atractivos y no fue el menor de ellos la manera en que supieron acercarnos a un mundo tan enigmático y lejano como el de una abadía medieval. El scriptorium, la sala capitular, los maitines, la tonsura, los fraticelli… todo ese microcosmos que para los comienzos del siglo XIV ya era tan alambicado y sutil tuvo un origen mucho más sencillo, con aquellos primeros cristianos ascéticos que quisieron seguir el ejemplo de los apóstoles y dejarlo todo atrás ante la llamada de la fe.
En torno a los siglos III y IV en el Bajo Egipto comenzaron a recorrer el desierto unos peculiares monjes solitarios llamados eremitas que renunciaban al dinero, a la familia y los amigos y a las comodidades, a la vida en su conjunto, para abrazar la pobreza y la soledad en la que esperaban encontrarse a Dios y alcanzar la vida eterna. Uno de ellos fue san Antonio, que a los veinte años lo vendió todo y se fue a dormir a un sepulcro, únicamente acompañado de animales. De hecho se le atribuye el haber curado mágicamente la ceguera a un jabalí. Que no es que sea el milagro más portentoso de la historia, pero oye, tiene su mérito. Otro fue Simeón el Estilita, que estuvo treinta y siete años viviendo en lo alto de una columna, lo que no sabemos si le abriría las puertas del cielo, pero al menos alcanzó la fama inmortal gracias a esa película tan graciosa que le dedicó Buñuel. Por su parte san Onofre decidió no cubrirse por otro vestido que una luenga barba con la que se tapaba y a modo de calzoncillos unas hojas de parra.
Desde entonces surgieron en diversas fechas y lugares abstinentes que parecían competir por ver quién vivía con más renuncias, de una manera que en cierta forma evoca a los Monty Python en aquel sketch sobre los viejos tiempos. Así, Romualdo se pasó un año comiendo garbanzos, pero Aero hubiera considerado eso un lujo intolerable, dado que intentó alimentarse únicamente a base de nieve. Algunos permanecían siempre erguidos, sin protegerse de las inclemencias del tiempo, y parte de ellos incluso sobre un solo pie. Frente a los ermitaños que vivían al aire libre disfrutando de la contemplación del paisaje, un paso más allá estaban los ermitaños reclusos. Permanecían encerrados en una habitación tan pequeña que a veces no podían tumbarse en ella y no disponían de ninguna ventana salvo un agujero en el techo. No obstante vivir solo no deja de ser un privilegio, así que Pedro de Gálata consideró mejor martirio compartir su habitación junto a un «poseído por el demonio» que probablemente no fuera más que un loco. Pero las construcciones humanas son signo de comodidad, así que Adhegrino estuvo treinta años viviendo en una cueva de la que solo salía los domingos. Para ir al monasterio, ojo, no por vicio. Salamanes en cambio no era partidario de tales lujos y vivía más modestamente en un agujero en el suelo junto al Éufrates, en tanto que Acepsimas optó por algo aún más austero y pequeño: qué mejor vivienda que el hueco de un árbol.
Mientras tanto, los teóricos de la Iglesia partiendo de la premisa de que cuanto mayor es la renuncia mayor es la virtud llegaron a la conclusión de que el martirio era la mejor opción imaginable… y que por tanto evitarlo era la renuncia suprema, y pasaba a ser entonces una virtud aún más deseable. Aunque por mucho que rivalizasen por llegar un poco más lejos que el resto, por rizar aún más el rizo, estos hipters del ascetismo presentaban además otro inconveniente. No eran auténticamente pobres dado que no habían renunciado al más valioso don de un ser humano: su libre albedrío. Los cenobitas, que surgieron poco después que los eremitas, eran unos monjes que contaban con la ventaja sobre estos de vivir en comunidad, sometidos a un voto de obediencia que los hacía menos libres y por tanto también más santos. Quien vendría a darles la organización y el funcionamiento que caracterizarían a los monasterios fue san Benito. Nacido a finales del siglo V en lo que actualmente es Italia, llegó a ser el autor de los principios fundacionales de los monasterios cristianos, llamados en honor a su nombre la Regla de Benito. Sus ideas al respecto se basaban en buena parte en autores previos, aunque él las desarrolló y las aplicó al fundar un monasterio que alcanzaría un gran renombre no solo por motivos religiosos, la abadía de Montecasino. Ese fue el lugar en el que muchos siglos después se atrincherarían las tropas nazis en una de las batallas más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial, lo que supondría por desgracia la completa destrucción de un edificio de incalculable valor histórico (aquí pueden ver una desoladora imagen de cómo quedó). Una de tantas pérdidas que tuvieron lugar en esta guerra, tal como señalamos en su día en este otro artículo.
Pero como diría Adso no nos detengamos demasiado en los marginalia y volvamos al hilo del relato. Los monasterios creados desde entonces siguiendo este modelo de san Benito se llamaron «benedictinos», aunque dada la extensión tanto geográfica como temporal en que iban apareciendo resultaban poco uniformes. Lo que cambiaría a partir de la fundación a comienzos del siglo X en Cluny de una abadía que serviría de modelo. Sería la regla cluniacense. Dentro de la aversión más o menos subterránea que tradicionalmente ha existido en el cristianismo por el comercio, el dinero y el capitalismo en su conjunto, uno de los principios fundamentales sobre los que debía sustentarse la vida monacal era el voto de pobreza. No solo debían desprenderse de todas sus posesiones personales al ingresar, sino que en él no debían acumular ninguna otra. Todos los bienes eran comunitarios, si bien la riqueza colectiva del monasterio y de la Iglesia en su conjunto sí estaba permitida, aunque ello diera lugar a innumerables disputas teológicas en torno a la pobreza de Cristo y a condenas por herejía a los discrepantes, como era el caso de los fraticelli que menciona en su novela Umberto Eco. Así que junto al voto de obediencia, pobreza, castidad, humildad y penitencia se estableció también el voto de silencio y a diferencia de lo establecido por la Regla de Benito el trabajo dejó de valorarse como remedio contra la ociosidad, que ya se sabe que es la madre de todos los vicios. En su lugar ganaron peso la espiritualidad y la ceremonia, dando pie al canto gregoriano. La posterior llegada de la Orden de Císter recuperaría sin embargo ese valor del trabajo y rebajaría el voto de silencio.
Monje defendiéndose a garrotazos de los demonios dibujado en los Decretos de Smithfield, año 1300.
Monje defendiéndose a garrotazos de los demonios dibujado en los Decretos de Smithfield, año 1300.
Aunque en general las reglas eran comunes en bastantes aspectos para monjes y monjas e incluso llegó a haber centros en los que estaban juntos pero no revueltos, con una sección masculina y otra femenina, Idungo de Prüfenig explicaba que la clausura debía ser más estricta para estas últimas dado que «el sexo femenino tiene cuatro grandes enemigos. Dos en sí mismo, a saber la concupiscencia carnal y la curiosidad propia de su ligereza. Otros dos están fuera, y consisten en el temerario apetito de placer de los hombres y en la muy perniciosa envidia que impulsa al demonio a hacer el mal». Es decir, que respecto a los monjes no era frecuente que alguna mujer saltara los muros para retozar con ellos, pero a la inversa sí podía ser más probable. De hecho uno de los cuentos del Decamerón gira en torno a una situación así, sobre un convento en el que entraba un joven hortelano fingiéndose mudo y aprovechándose de la circunstancia todas quisieron catarlo. Para evitar esa clase de excesos el reglamento imponía una serie de castigos a los monjes que iban desde los tres años a base de pan y agua por caer en la masturbación, la fornicación o el bestialismo, hasta los diez por la homosexualidad o el asesinato. Además se sancionaba con tres días de excomunión a quien tuviera una polución nocturna y no se lo comunicara al abad.
Un monasterio podía estar formado por unos setenta monjes aproximadamente, si bien aquellos que no eran autosuficientes terminaban generando en su entorno una economía a escala con empleados a su servicio y finalmente llegar a convertirse en un núcleo de población. Su interior estaba organizado en diferentes estancias, tal como recordará todo aquel que haya jugado a La abadía del crimen, como por ejemplo la sala capitular, donde se celebraban las reuniones y se confesaba o se acusaba a los demás por alguna falta cometida. Aunque sin citar su nombre, que hay que señalar el pecado pero no el pecador. También solían contar con una enfermería, a la que llamaban «puertas del cielo», demostrando así que no tenían muchos remedios medicinales a su alcance pero sí un agudo humor negro.
Precisamente uno de sus principales remedios para la salud eran las sangrías, ideales para prevenir toda clase de males, desde la viruela hasta las hemorroides. Se realizaban a cada monje en algunos casos hasta una vez al mes y tenían para ello una sala específica llamada minutorio. Existía todo un ritual para llevar a cabo la sangría que incluía un buen banquete con toda clase de manjares para que el afectado repusiera fuerzas tras la operación, quizá por eso se hacían con tanta frecuencia. Aunque respecto a la comida no puede decirse en general que llevasen una vida de excesiva renuncia. La Regla de Benito desaprobaba la glotonería y establecía que todos los monjes debían ser cocineros, por turnos, así como que debían servirse dos platos para que los comensales pudieran escoger el que les gustase, al que luego se añadía unas frutas como postre. Había días de ayuno como penitencia pero lo más interesante era lo relacionado con la bebida. «El vino hace claudicar hasta a los más sensatos» advierte la Regla mientras desaconseja caer en la embriaguez; sin embargo numerosos monasterios llegaron a convertirse en destacados productores de vino y cerveza, en los que se llegaba a ingerir en ciertos casos hasta diez litros diarios por persona. Cabe suponer que vivirían en un perpetuo estado de espiritualidad y alegría divina.
El mencionado voto de pobreza no estaba reñido con la buena apariencia y mantenían unas rigurosas costumbres en su higiene personal de manera que, hiciera falta o no, cada sábado se lavaban los pies. Además cada día, antes de tercia, se cambiaban coquetamente el calzado y se limpiaban las manos mientras que una vez por semana, en un día variable según el monasterio, tocaba afeitarse. No todos estaban de acuerdo en esto e incluso un tal Burcardo de Bellevaux llegó a escribir en el siglo XII una Apología de las barbas, un libro que lamentablemente no hemos tenido ocasión de leer pero seguro que era muy interesante. Respecto al corte de pelo que les proporcionaba esa característica calva, conocido como tonsura, variaba tanto en su estilo —celta, romano o griego (rapado)— como en la frecuencia, desde los quince días a las tres semanas. Sobre la ropa y complementos, según la Regla se debía proporcionar a los hermanos «cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas ».
Respecto al mencionado voto de silencio, no solo favorecía la introspección y la elevación del espíritu tan características de la experiencia religiosa, además como seres sociales que somos renunciar al placer de la charla y la conversación es también uno de los mayores sacrificios que pueden realizarse y por tanto da más puntos de santidad. Pero la convivencia requiere inevitablemente un mínimo de comunicación y fue desarrollándose una lengua de signos. En algunos monasterios llegaron a contar con un lenguaje con las manos que abarcaba nada menos que cuatrocientos setenta signos distintos, que por tanto podía suplir con bastante solvencia a la lengua hablada. ¿Qué sentido tenía entonces el voto de silencio? Algo parecido pasaba en ocasiones con la flagelación, una práctica recomendada y habitual pero que algunos ejercían con colas de zorro, para no hacerse daño. Lo que me recuerda el caso ya de nuestra época de una chica que, según me contaron, siguiendo las consignas de las monjas del centro en el que estudiaba se metía garbanzos en los zapatos como forma de martirio, pero se los metía ya cocidos porque los otros estaban duros y dolían, decía.
Por último, un aspecto fundamental de la vida en estos lugares fueron los horarios. El monasterio aspiraba a ser una Ciudad de Dios agustiniana a escala, un pequeño espacio de orden, sosiego y regularidad en una época de incertidumbre y violencia. Eso se aplicó a la distribución del espacio, del trabajo y también, en lo que terminaría adquiriendo una gran importancia, del tiempo. Las horas canónicas en las que san Benito estableció la distribución del día según los rezos fueron maitines (medianoche), laudes (3:00), prima (6:00), tercia (9:00), sexta (12:00), nona (15:00), vísperas (18:00) y completas (21:00). El historiador Jacques Le Goff señaló que esta racionalización del tiempo terminaría transmitiéndose a toda la población, sentado así las bases del desarrollo de la economía burguesa y, en último término, de la modernidad. Pero no fue ni mucho menos el único legado de esta institución que debía ser «bastón de los ciegos, despensa de los hambrientos, esperanza de los desgraciados, consuelo de los afligidos». También, en su labor bibliotecaria, conservaron el legado cultural de la antigüedad clásica (exceptuando el tratado sobre comedia de Aristóteles, naturalmente) y por si lo anterior no fuera ya más que suficiente, encima inventaron o mejoraron la mayoría de las bebidas alcohólicas que conocemos, desde el champán hasta el whisky ¿Se les puede pedir más?

sábado, 31 de enero de 2015

"¿Hay algo tan seguro, resuelto, desdeñoso, contemplativo, severo y serio como el asno?"


Cuando leemos esto: "Porfiar y polemizar son cualidades vulgares, más visibles en los espíritus más bajos, mientras que desdecirse y corregirse, abandonar una postura errónea en pleno ardor de la discusión, son cualidades raras, fuertes y filosóficas", parece que quien lo escribió lo hubiera hecho después de ver un programa de debates en televisión o una tertulia radiofónica o acabara de asistir a un pleno del Congreso de los Diputados en el siglo XXI. La clarividencia de los clásicos tiene estas cosas: con más de cuatro siglos bajo tierra, son capaces de definir la calidad del ser humano y sus comportamientos con un tino sorprendente. Y también sirve para mostrarnos una certeza: cambia más la apariencia de las selvas que la de las sociedades. Cierto es que Montaigne muda con tal facilidad de convicciones que podríamos apoyar una tesis y la contraria en pocas páginas de distancia. Y ahí creo que reside uno de sus principales aciertos: en la versatilidad para abrirse a cualquier idea. El hombre duda, la razón no es incuestionable y la vida es interpretada al albur de los días, no del dogma. Sigue hablando el pensador francés sobre la conversación: "Solo aprendemos a discutir para contradecir, y, como todos contradecimos y a todos nos contradicen, sucede que el fruto de disputar es arruinar y aniquilar la verdad". Cualquiera que haya escuchado hasta el final o un fragmento de uno de estos programas donde se polemiza sobre la política actual, llegará a esta misma conclusión si no se deja llevar por la misma inercia de la contradicción a la que alude Montaigne. Y encontramos la solución para evitar convertirse en un polemista de esta calaña en los mismos Ensayos: "Es imposible departir de buena fe con un necio" y "Yo preferiría que un hijo mío aprendiera a hablar en las tabernas a que lo hiciera en las escuelas de la palabrería". No tuvo hijos Montaigne, pero estoy convencido de que esto último lo decía de corazón y yo lo suscribiría casi cinco siglos después. Termino con una cita de aplastante conclusión: "La obstinación y la opinión apasionada son las pruebas más ciertas de la estupidez. ¿Hay algo tan seguro, resuelto y desdeñoso, contemplativo, severo y serio como el asno?"

viernes, 30 de enero de 2015

"Jaime Gil de Biedma, canción de aniversario" por Marcos Ordóñez


¿25 años ya? Sí, esa es la cifra: 8 de enero de 1990. Voy más atrás, porque para mí la historia comienza antes. En 1975 cae en mis manos la primera edición de Las personas del verbo de Jaime Gil de Biedma. La portada en dominante granate, el tacto casi aterciopelado en mi recuerdo, la liviandad. Un libro breve, y sin embargo ahí estaba todo lo que mi adolescencia necesitaba. Subo a un autobús con la mirada hundida en sus páginas. Comienzo a leer y se difumina todo lo que hay alrededor, la lluvia emborronando el paisaje gris, anochece. Relumbra aquella alegría de vivir, aquella especial disposición del espíritu para olfatear la vida en un olor a cocina y cuero de zapatos; aquel don para atrapar al vuelo la visión de una cría bajo la tormenta, alzando unos zapatos rojos, “flamantes como un pájaro exótico” en una esquina del año malo; aquella fabulosa resolución de ser feliz “por encima de todo / contra todo / y contra mí de nuevo”, pese al dolor del corazón. Alzo la vista, el autobús está vacío; embebido en la lectura me he pasado mi parada y todas y estoy, literalmente, en las afueras, pero ahora tengo un guía. Hacía tiempo que no me pasaba con un libro lo que acababa de pasarme con Las personas del verbo.Hacía mucho tiempo que no me encontraba con una voz semejante. Como escribió su cofrade Gabriel Ferrater hablando de Josep Carner: “Palabras que duran mientras varían los días y se nos mudan los sentidos, ofrecidas para que las entendamos de nuevo: como una patria”.
Lo fundamental de aquella tarde es que entré a las cuatro y salí a las ocho. La generosidad de aquellas horas. Y, creí percibir, una sensación de soledad, de no querer estar solo, de temer la llegada de la noche, de querer seguir hablando, conmigo o con cualquier otro. Le pregunté mucho y me contó mucho, con precisión, como si dictara, con una fascinante gracia expresiva. No recuerdo los asuntos de la conversación pero sí su vuelo y su tono. Y, sobre todo, que fue una conversación, no una entrevista. Le regaló una conversación a aquel jovenzuelo enmudecido, le trató como si fuera un amigo, alguien de su edad. Conversaba “artísticamente”, cierto, con “intenciones estéticas, creando efectos, por divertirme y divertir a los demás”. Eso es lo que permanece, eso es lo que importó y sigue importando.Segundo encuentro: 1980. Visito al poeta en su lujoso apartamento de la calle Pérez Cabrero, entre el Turó Park y la iglesia circular de San Gregorio Taumaturgo. Hubiera preferido que me recibiera en el sótano negro, “más negro que su reputación”, en el 518-520 de la calle Muntaner, pero esa isla está cubierta por el mar de los sesenta. Voy a hacerle una entrevista para la revista Diagonal. El poeta acaba de publicar El pie de la letra, una recopilación de sus ensayos: brillantísimos, sensatos, esencialmente divertidos, corteses. En medio ha habido otro libro, de 1974 y que leí más tarde, Diario del artista seriamente enfermo, en Palabra Menor (Lumen), que me dejó verde de envidia. Jaime Gil tenía veintiséis años cuando lo escribió, y me parecía increíble que alguien tan joven pudiera ser tan inteligente y tan culto. Me desesperé, porque me faltaban pocos años para tener su edad de entonces. Muy poco tiempo, calculé, para llegar a pensar y escribir cosas parecidas.
No le dije lo mucho que había supuesto para nosotros, para mí y para los de mi generación, su poesía y su manera de sentir y de vivir. Hoy se lo diría; entonces me daba mucho apuro. Si no recuerdo mal, aquella conversación nunca llegó a publicarse. Yo no la recuerdo publicada. Probablemente sería larguísima. No he vuelto a releerla porque la perdí.
Yo estaba en ABC en aquella época. Diría que llamaron hacia medianoche. Abandoné la partida (siempre se me ha dado fatal el póquer) y me planté en el periódico para escribir sobre Jaime Gil.1990: la noche de su muerte. Estábamos jugando al póquer cuando sonó el teléfono con la noticia. Recuerdo a mucha gente en casa. Habíamos ido a ver una función y luego vinieron todos a escuchar discos, a jugar y a tomar unas copas. Recuerdo que estaba Sagarra, que estaba Ollé, que estaba Anguera. Sagarra me dijo al llegar: está muy mal. No sé si fue él o Marsé quien me contó luego los últimos días, quizás un año, en la casa de los Marsé, en Calafell. Jaime Gil ya andaba con la cabeza perdida por la medicación, pero a veces había repentinas ráfagas de recuerdo. Como aquel día de primavera. Joaquina, la mujer de Marsé, estaba preparando la comida, con la radio puesta. Comenzó a sonar una canción de la Piquer. Ojos verdes, diría. Y Jaime Gil, en el jardín, alzó la cabeza, alzó el dedo, atrapó o creyó atrapar el relámpago, su dedo, imagino, como un pararrayos. Así me viene a la memoria. Joaquina llorando, y a mí se me saltaban las lágrimas imaginando la escena, la canción como el heraldo de una vida anterior, la imagen del noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Qué atroz profecía.
Estaba triste y al mismo tiempo me gustaba el encargo, cruzar la ciudad para hablar del poeta recién fallecido. Y me ilusionaba que me hubieran llamado, que me lo hubieran encargado a mí. En el taxi pensaba en la primera vez que le vi, con abrigo y sombrero, un anochecer de invierno, saliendo de la Compañía de Tabacos de Filipinas. Estaba parado en las Ramblas, mirando hacia el rey mago que parecía tiritar en la hornacina de los almacenes Sepu. Creo que en el Retrato del artista hay una entrada en la que se pregunta a qué se dedicaría aquel hombre pequeño y helado el resto del año. Otro encuentro en las Ramblas. Encuentro desde la más respetuosa distancia: entonces no le conocía, no me hubiera atrevido a abordarle. Parado también frente a un quiosco, desplegando Le Monde Diplomatique. Parecía radiante aquel día y yo pensé en Frederic de Lloberola, el protagonista de Vida privada, aquel hombre “de edad indefinida, con el estómago lleno de whisky y el corazón lleno de rosas rojas”. Más imágenes: la foto con los perros, los cachorritos que trepan por su cuerpo, tendido en una hamaca en el jardín, en La Nava de la Asunción. Un rostro de absoluta felicidad. Eso fue, debió ser, en el último verano de su juventud, como escribió. Y el recuerdo de aquella periodista que cometió la indelicadeza de preguntarle, cuando ya estaba muy enfermo, acerca de la muerte. La respuesta sabia, educada, ya casi desde el otro lado: “No haga preguntas ociosas. Consúltese a sí misma y tendrá las respuestas”. Todo eso volvía en aquel taxi.
Escribí el artículo de un tirón, sin levantar la cabeza del teclado, como cuando leí por primera vez Las personas del verbo: un torpe intento de devolución. Escuché una voz que decía: “Venga, que hay que ir cerrando”. Luego volví a casa. Seguía la partida. Llevaba en la mano la doble página, recién montada, todavía caliente, una prueba impresa para mí. Y para ellos. Volví a sentirme triste y contento. Como ahora.

jueves, 29 de enero de 2015

Tránsitos líricos (La vida y la muerte)


LA VIDA
Entro en clase. La alumna embarazada, alegre y dulce como el rumor de un arroyo, me invita a acercarme. Se acaricia la barriga de ocho meses y me sorprende:
-¿Sabes que Ainhoa solo se mueve en tus clases?
-Será porque quiere huir de ellas cuanto antes.
-No, le gusta escucharte...
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LA MUERTE
Perdidos en las cumbres de los Pirineos. Cae una lluvia muy fina que nos hiere con insistencia. No se oye otra cosa que el golpeo leve de las gotas sobre los impermeables. Atravesamos una niebla esponjosa que ensombrece los prados y oculta las veredas. Son más de cuatro horas extraviados en el silencio angustioso de la montaña. Hablamos de la vida y de la muerte. Nos detenemos al borde de un pequeño lago. El agua es tan densa y la lluvia tan fina que apenas se advierte alteración en el plomo de la superficie. Nos callamos, todo lo absorbe la calma, la bruma, la humedad... En la orilla opuesta, como una acuarela sin terminar, aparece la cabeza de un carnero, sus cuernos, su lana, sus pezuñas... Inmóvil, como el agua del lago, como la niebla, como una figura sacada de un sueño. Recuerdo la escena de Amarcord, cuando el abuelo, poco antes de morir, se ve envuelto por una bruma espesa y surge de repente una vaca que lo angustia. La cabeza del carnero sigue inmóvil, parece mirarnos con ojos de vidrio. Un escalofrío nos recorre a todos la columna. La eternidad se hace fuerte en las montañas más altas. Tras encontrar el refugio, nos dormimos con los ojos del carnero congelados en nuestra insignificancia.

miércoles, 28 de enero de 2015

"Ya no puedo vivir sin ti, Juan Ramón" por José Antonio Expósito


“No lo leas ahora”. Fueron las últimas palabras que Marga Gil Roësset dijo a Juan Ramón Jiménez, en la casa del poeta en la calle Padilla, de Madrid, mientras dejaba sobre su escritorio una carpeta amarilla. Guardaba la revelación de su amor imposible por él, que la había llevado a una decisión fatal. Marga salió del despacho del escritor, fue a su taller, en el que había trabajado en los últimos meses, y destruyó todas sus esculturas, excepto un busto deZenobia Camprubí, la esposa de su amado. “No lo leas ahora”… Abandonó el lugar para cumplir el destino que había previsto. Pasó primero por el Parque del Retiro; luego tomó un taxi hasta la casa de unos tíos en Las Rozas y allí se disparó un tiro en la sien.
Era el jueves 28 de julio de 1932. Ella tenía 24 años; él, 51. Ocho meses antes había conocido al poeta y a su esposa, con quienes entabló una sincera y afectuosa amistad. Pero en la joven pintora y escultora, a quien Juan Ramón y Zenobia llamaban “la niña”, también se desató en silencio una pasión amorosa no correspondida. Amenazadora. Hasta que ese amor colonizó toda su vida y la convirtió en tragedia.
“…Y es que…
Ya no puedo vivir sin ti
…no… ya no puedo vivir sin ti…
…tú, como sí puedes vivir sin mí
…debes vivir sin mí…”.
Ese deseo lo plasmó con su letra angulosa en una de las hojas de la carpeta que entregó a Juan Ramón Jiménez (1881-1958). Las escribió en las últimas semanas de ese verano. El autor le hizo caso. “No lo leas ahora”. Un poco de sombra cubrió su corazón para siempre. Un poco de luz salió de allí para su obra poética. Ese otoño del 32, él quiso rendirle homenaje publicando el manuscrito del diario de Gil, pero no pudo. En 1936, salió casi inesperadamente al exilio por la Guerra Civil. Ochenta y tres años después del suicidio de Marga Gil y de la voluntad de Juan Ramón Jiménez (JRJ), ese deseo del poeta se convierte ahora en realidad. Se titula Marga. Edición de Juan Ramón Jiménez y está editado por la Fundación José Manuel Lara. Suma un prólogo de Carmen Hernández-Pinzón, representante de los herederos de JRJ; un texto de Marga Clarck, sobrina de la artista, y escritos del poeta y su mujer sobre Marga Gil. Un relicario literario acompañado por facsímiles de las anotaciones de la escultora y varios de sus dibujos y fotos.
Esa confesión figuraba en aquel diario extraviado tantísimos años. Desde 1939, cuando tres asaltantes —Félix Ros, Carlos Martínez Barbeito y Carlos Sentís— robaron la casa de JRJ mientras se hallaba en el exilio. El poeta, quien ganaría el Nobel de Literatura en 1956, siempre estuvo inquieto por el destino de esos documentos. Siempre preguntaba por ellos a su gran amigo Juan Guerrero. Lo recuerda Carmen Hernández-Pinzón, hija de Francisco, sobrino del autor deEspacio y representante de sus herederos. Parte de ellos fueron divulgados en 1997 por el diario Abc. El suicidio de Gil afectó mucho a JRJ y a su esposa. “Los dos quedaron muy abatidos, y él no quiso escribir durante un tiempo. Nunca la olvidaron”, dice Carmen.Amor, silencio, alegría, desesperación, amor. El desconcierto se plasma en la nota que la joven dejó a Zenobia Camprubí: “Zenobita… vas a perdonarme… ¡Me he enamorado de Juan Ramón! Y aunque querer… y enamorarse es algo que te ocurre porque sí, sin tener tú la culpa… a mí al menos, pues así me ha pasado… lo he sentido cuando ya era… natural… que si te dedicaras a ir únicamente con personas que no te atraen… quitarías todo peligro… pero eso es estúpido”.
Ese “No lo leas ahora” es un asomo al amor que revitaliza la vida y, a su vez, esteriliza a quien no es correspondido, mientras vive de migajas secretas que son el triunfo de su existencia:
“…Y no me ves… ni sabes que voy yo… pero yo voy… mi mano… en mi otra mano… y tan contenta…
…porque voy a tu lado”.
Ahora todos lo saben. Y ella fue más que ese feliz y fatal susurro amoroso. “Quiero que se la conozca como la genial artista que fue y sigue siendo. Muchas estudiosas y especialistas en las vanguardias del siglo XX han dedicado su tiempo a investigar su obra”, cuenta Marga Clarck. La publicación del diario le parece importante, ahora que la figura de su tía se empieza a reconocer. Confía en que sirva “para que ella pueda navegar sola porque su obra es muy potente. Y Juan Ramón quería que ella pasara a la historia como artista”.
El poeta lo sabía. Ese amor desconocido era parte feliz de su vida, aunque no lo pidiera. Era suyo, también. Un rincón de su casa lo inmortalizó. Tras la muerte de Marga, mandó hacer un aparador de roble sobre el que puso el busto de Zenobia esculpido por “la niña”. La cara del amor de su vida cincelada por la mujer que no soportó vivir sin él.

Shakespeare en imágenes





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lunes, 26 de enero de 2015

"La libertad erótica de Pardo Bazán y de Pérez Galdós" por Andrés Amorós


Según Carmen Bravo-Villasante, su biógrafa, toda la vida de la Pardo Bazán supuso un gran esfuerzo pedagógico. Con ingenuidad, y pedantería -una mezcla típica suya- escribió su programa vital, de jovencilla, en un cuaderno: «To study, to work, to think [estudiar, trabajar y pensar]». Pero también hizo otras muchas cosas, menos santas...
En su tiempo, ninguna mujer española tuvo tanto prestigio e influencia. La aristocracia (heredó de su padre el título de condesa) y la buena situación económica le permitieron disfrutar de una libertad muy rara, en nuestro país, para una mujer. Había nacido en 1851. Según contaba ella, a los 17 años vivió «tres acontecimientos importantes: me vestí de largo, me casé y estalló la revolución del 68». Tuvo hijos pero su vida conyugal no fue feliz. Su marido, José Quiroga, no la entendía: acabaron separados, de hecho. Para lograr la separación, ante la Iglesia, él la acusó de «naturalista», como si eso fuera un terrible pecado... De hecho, ella difundió [no propugnó] estanueva tendencia literaria -que había conocido de primera mano, en París, junto al propio Zola- en su novela «Un viaje de novios» y sus conferencias «La cuestión palpitante» (1882). Al separarse del marido, vivió una etapa literaria más fecunda.

Amante de Blasco Ibáñez

Emilia era mujer decidida, enérgica, inteligente, trabajadora; para muchos, una señora «de armas tomar»: además de Galdós, tuvo amores con Blasco Ibáñez, Lázaro Galdeano... En 1890, fundó la revista «Nuevo Teatro Crítico», que duró tres años: cien páginas mensuales, escritas íntegramente por ella. Fracasó en sus intentos de ingresar en la Real Academia Española. En los últimos años de su vida, se hizo «radical feminista» (así lo declara al Caballero Audaz): dirigió una colección de libros, la «Biblioteca de la Mujer» que publicó a María de Zayas, sor María de Ágreda, Luis Vives, Stuart Mill...
Para un escritor, es fantástica la anécdota de su aventura sentimental con Blasco Ibáñez, el novelista más popular, entonces: todo concluyó cuando Blasco denunció que la Pardo Bazán le había robado el argumento de un cuento, que él pensaba escribir y le había contado a ella -en un momento de gran intimidad, se supone-.
Muchos escritores la vieron con poca simpatía. Según Pereda, «padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de fallar de todo...». Cuando hizo su campaña para ingresar en la Academia, el irónico don Juan Valera publicó un folleto, firmado por «Filogino [el amigo de las mujeres]», en el que presentaba como impedimentos, para entrar en la docta Casa, el embarazo y la lactancia... Clarín la calificó con más dureza: «la inevitable». Respondía a los ataques de ella: «Cuando se muera, habrá fiesta nacional».
Baroja la vio con gran antipatía: «No me interesó nunca como mujer ni como escritora. Como mujer, es de una obesidad desagradable; en su conversación, es un poco ansiosa y trepadora». Y el gran José Pla: «Una señora de gran vitalidad, de espléndida verbosidad, amplia, monumental, ligeramente estrábica, masculina». ¿Qué había, en todo ello, de envidia por el éxito y el dinero o de machismo? Decídalo el lector.
La personalidad de Benito Pérez Galdós, el mayor novelista español después de Cervantes, era totalmente opuesta: un hombre solitario, tímido, mujeriego. En las tertulias y en el Parlamento, hablaba muy poco: escuchaba mucho, eso sí. Como una esponja, absorbía todos los aspectos de la realidad, para expresarlos, luego, en sus novelas: es el mejor historiador de la vida cotidiana española, en el XIX. También es un extraordinario «novelista moderno» (Ricardo Gullón) que supera los límites del realismo. Marañón, que lo adoraba, nos transmite su frase favorita, casi su muletilla: «¡Cuánto misterio!...» No se casó pero tuvo relaciones estables con varias mujeres: Concha-Ruth Morell, Lorenza Cobián, Teodosia Gandarias...
Doña Emilia comenzó por la admiración y fue derivando hacia la pasión. La podemos seguir por sus cartas (93, de ella; una sola, de él) que publicaron, primero, Carmen Bravo Villasante y, el año pasado, Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández. Su amor culminó en los años 1888-1889. Los dos estaban entonces en plenitud: ella tenía 37 años, acababa de publicar sus mejores novelas, «Los pazos de Ulloa» y «La madre Naturaleza». Él, ocho años mayor, había editado nada menos que «Fortunata y Jacinta». Ella estaba separada; él, soltero.
La evolución de los sentimientos de ella puede seguirse por los encabezamientos de las cartas: a «Ilustre maestro» y «Amigo del alma» siguen «Mi siempre amado», «Mi almita». La pasión impregna el lenguaje epistolar: ella le llama «miquiño mío», «monín», «pánfilo de mi corazón», «chiquito mío», «roedor mío», «camaraíta», «bobito»... Y, a sí misma, «tu rata», «doña Opas», «tu peinetita», «una buitra»...

«Nos acostaremos siempre»

Emilia proclama ardientemente su amor: «Te aplastaré... Te morderé un carrillito, o tu hocico ilustre... Te como un pedazo de mejilla y una guía del bigote... Te daré a besar mi escultural geta gallega... Búscame casita, niño... Te beso un millón de veces el pelo, los ojos, la boca y el pescuezo».
Se veían, a escondidas, en Madrid: en la calle de la Palma (la llama, en broma, «Palmstrasse»), junto a la iglesia de las Maravillas («Maravillas Church»). El episodio más pintoresco es el de un paseo nocturno, en coche de caballos, que concluyó con un arrebato de pasión: «Me río con el episodio de aquella prenda íntima. ¿Qué habrá dicho el guarda de la Castellana al recogerla?».
Ella se declaraba más fuerte y apasionada que él: «Siempre me he reprimido algo contigo por miedo a causarte daño físico, a alterar tu querida salud... El quererme a mí tiene todos los inconvenientes y las emociones de casarse con un marino o un militar en tiempos de guerra.Siempre doy sustos». Proclamaba con orgullo su libertad erótica: «Sí, yo me acuesto contigo, y me acostaré siempre, y, si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria, y si no, también muy bien...... Ante la moral oficial, no tengo defensa, pero tú y yo se me figura que vamos un poco para nihilistas en eso. Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que prohibe estas cosas».
Emilia se sentía orgullosa de hacerle feliz: «En un minuto te puedo dar más bienes y alegrías que nadie. ¿Qué, no has sido feliz estas últimas tardes?... Zola tiene miedo a la muerte. Si hubiera vivido una semana lo que yo... y lo que tú, no le tendría miedo alguno». A él le tocaba disimular: «desempeñas tan bien ese negociado maquiavelístiquidisimuliforme». Emilia era clara y directa: «Te daré lo que creas necesitas de mí... y a cambio no exigiré nada. ¿Conviene el trato?». Con igual claridad, «con brutal franqueza», le confesó ella su aventura con Lázaro Galdeano: «Un error momentáneo de los sentidos».

En boca de Fortunata

En la siguiente cita, ella lo esperó en vano: «Lo merezco todo. Y, sin embargo, te quiero, te quiero, te quiero». Y se seguía preocupando por su salud: «Miquiño, haz por dormir y no fumes mucho». Vivieron, los dos, una hermosa historia de amor, parecida a la de tantas parejas. Pero eran escritores. En las cartas de «Tristana», disfrutamos saboreando el pintoresco lenguaje de los enamorados: «Miquina, ¿la jacemos?Quiéreme, quiéreme mucho, que todo lo demás es música». Es lo mismo que le escribía a Benito Pérez Galdós la apasionada Emilia Pardo Bazán. Y lo que él puso en boca de Fortunata: «Porque yo, a quien me quiere como dos, le quiero como catorce». Nada menos...