domingo, 30 de noviembre de 2014

Bucólicas 3



Llegaron las lluvias
con el ímpetu del deseo sexual
largo tiempo retenido.
El cielo se derramó en humedades
que el suelo recogía con lubricidad;
los caminos, jalonados
con la consecuencia fértil
del bullicio erótico
del agua.
Ella tenía quince años,
él, no tantos.
Ella vestía una falda 
con vuelo,
poco apropiada para la estación.
Él, no importa.
Ella se divertía pisando los charcos,
saltando de lubricidad en lubricidad
hasta que las gotas de barro le mancharon
el interior de los muslos.
Escondió mal un grito agudo, 
se detuvo y se sonrojó, abochornada.
-¿Qué te ocurre?
-Nada, que nadie me había tocado nunca tan arriba.
Ella no conocía a Iseo, la otra,
la de las blancas manos,
la que no quiso nunca tocar Tristán,
la que, en venganza,
dejó morir a su esposo,
anunciando unas falsas velas negras.
Ella no conocía la literatura,
ni el rencor,
ni el despecho, todavía,
solo la alumbraba el embarazo de un placer
que sintió ese día de otoño
entre sus muslos,
como una caricia de cieno premonitorio.


sábado, 29 de noviembre de 2014

"Lope regresa a las letras" de Rafael Fraguas ("El País")


Evocar el Siglo de Oro desde el barrio de las Letras de Madrid es siempre posible. Pero retornar a aquella grandiosa centuria de las letras y las artes hispanas parece hoy verdaderamente real si se hace desde el número 11 de la calle de Cervantes, la misma morada madrileña en que habitó Félix Lope de Vega y Carpio, quizás el madrileño más insigne de cuantos hijos entonces la ciudad tuvo.
Hasta el 1 de febrero, por iniciativa de la Real Academia Española, que quiere así festejar su tercer centenario como institución, y con el aval de la Consejería de Empleo, Turismo y Cultura del Gobierno regional, la Casa de Lope de Vega muestra una interesante exposición sobre su tan egregio dueño. En ella se da noticia directa de la atmósfera en la que se desplegó su vida y, más precisamente, de sus escritos, su hechura y alcance. Lo cual equivale, en su caso, a dar fe de su placentera y turbulenta vida. Porque fue Lope de Vega el hombre más capaz de convertir lo vivido en escritura, la emoción en palabra y, en poema, la mirada mera y pura.
Quien naciera un 25 de noviembre de 1562 en una casa del platero Jerónimo Soto, hijo de padres montañeses, bordador él, ama de casa ella; quien quedara desbravado de su infancia traviesa en el Colegio Imperial de la calle de Toledo; quien, en 1587, permaneciera preso en la cárcel de Corte que hubo en la hoy plaza de la Provincia, tras escribir un libelo contra una actriz, Elena Osorio, pese a ser por él muy bienamada; quien, al fin, tras numerosos amoríos con cómicas, actrices y damas de cuna alta, sentara la cabeza y casara primero con la dulce Isabel de Urbina, en la iglesia de san Ginés, desplegó en Madrid lo mejor de su prodigioso genio literario.
Hasta 500 comedias, una excelsa obra lírica, cinco grandes poemas épicos, cuatro menores, épicos también, amén de cuatro novelas breves, otras tres largas, tres poemas didácticos y un sinfín de versos que escribía, provisto de un cuadernillo, incluso cuando caminaba por el Madrid de entonces, surgieron de su fértil pluma y dieron fe de su talento. Era capaz de versificar musicalmente cualquier tipo de situación, episodio o acontecimiento, desde el más fausto al menor y nimio incidente. Todas las Navidades acudía a un templo cercano a la hoy calle del Caballero de Gracia a cantar villancicos por él mismo compuestos. 
Protagonista de tórridos amoríos, consecutivos y simultáneos, padre de una decena, conocida, de hijos, su vehemente sinceridad, como ha escrito el catedrático José Montero Padilla, más su “recio gozar del mundo”, convirtieron a aquel joven —enrolado dos veces en la Marina, una de ellas en la Invencible, desterrado seis años de Castilla y asentado en Valencia— en un torbellino de pasiones encendidas.
Grabados de época (sobre estas líneas) y actuales (debajo) forman parte de la muestra Es Lope.
Todo ello cabe imaginar, cuando no percibir, en esta pequeña pero densa exposición, donde algunos de sus manuscritos comunican aún ese latido que acompasó una vida tan vibrante y apasionada como la suya.
Manuscritos, libros suyos de poemas escritos a mano; valiosísimas primeras ediciones; documentos notariales o contratos se muestran al público estampados en duraderos pergaminos, desde el tiempo detenido en el asombro de su genio, a partir de su muerte, acaecida un 25 de agosto de 1635 en que su cadáver surcó el frontal del convento de las Trinitarias Descalzas de San Hermenegildo y San Juan de la Mata donde profesó como religiosa su adorada hija Marcela de San Félix.

Es el mismo convento al que acudiera a rezar, junto a su hija Isabel de Saavedra, Miguel de Cervantes, allí enterrado en 1616, antes vecino, colega y amigo del dramaturgo, quien dijera la frase “es de Lope”, que da lema a la exposición y que fuera acuñada en el Madrid entonces, como “decir que una cosa es buena”.
La fama adquirida en vida por el dramaturgo más importante de la historia de España, autor de Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, La Dragontea, La Jerusalén conquistada o Arte nuevo de hacer comedias, compensó buena parte sus intensas tribulaciones, sobrevenidas desde la fogosidad de un carácter creativo, propenso a la transgresión y al inmediato arrepentimiento, piadoso pero abrasado por la sed de amar cegadoramente, tanto, que para él “amar y hacer versos es todo uno”, como escribiera su discípulo y biógrafo Juan Pérez de Montalbán. Celoso quizá de aquella fama, como explica la exposición comisariada por el académico José Manuel Sánchez Ron, el poeta rival Luis de Góngora le disparó entonces un versito malicioso, tras colocar Lope en uno de sus libros un escudo heráldico en el que atribuía al linaje de su apellido Carpio hasta 19 torres: “Por tu vida, Lopillo, que me borres las 19 torres de tu escudo, pues aunque tienes mucho viento, dudo que tengas viento para tanta torre”.
Un valioso anagrama del setecientos, obra de Morante; hasta 140 cartas a su idolatrado protector, el duque de Sessa, postrer mentor ingrato por negarse a pagar la evitación de la monda de sus huesos en la iglesia de San Sebastián, donde Lope sería enterrado; el códice Durán Massaveu con sus autógrafos; inventarios protocolizados de sus bienes; más, incluso, una decimonónica colección de etiquetas de cajas de cerillas de Gaspar Camps y un soberbio retrato anónimo de cuando Lope de Vega fue nombrado protofiscal de la Cámara Apostólica del Arzobispado toledano tras tomar órdenes religiosas a edad avanzada, efigian su memoria y su figura, elogiada en otros textos mostrados por... “panegíricos a la inmortalidad de su nombre, escritos por los más esclarecidos ingenios”, como muestra uno de los textos exhibidos en la exposición. Es Lope. Martes a domingo, de 10.00 a 18.00. Entrada gratuita. Casa Museo de Lope de Vega. Cervantes, 11. Hasta el 1 de febrero.

Crónicas cantábricas IV: "Altamira y el nieto de Uñas Blancas"


20 de noviembre de 2014, día de los santos indecentes: muere la duquesa de Alba en la misma fecha que lo hicieron Franco y José Antonio, mientras nosotros seguimos en el turbión de la furia adolescente.
Potes amanece con una frescura que se derrama por las laderas multicolores de los Picos de Europa. Buscamos la costa acanalando de nuevo el desfiladero de la Hermida. San Vicente de la Barquera abandona las barcas de sus pescadores en el estiaje de la bajamar. Un cielo sin nubes, coloreado con ceras Manley, se confunde en el horizonte con el calmo Cantábrico. Nada más: el sol se despereza con fuerza; los muchachos también.
En Comillas marqueses y jesuitas, floripondios modernistas y puertas de soberbia difíciles de cerrar. AMDG, reza el interior de la universidad, aún conservando el lema que Pérez de Ayala utilizó para cargar contra la enseñanza doctrinaria de cerrado y sacristía. En el patio, el nieto de Uñas Blancas nos deleita con su plan para el futuro: un buen martillo para aplastar el rosario electrónico de su madre, una finca con 18 puertas blindadas, un mirador desde donde vigilar sus pertenencias y una soltería permanente que le asegure no tener que compartir la herencia. El nieto de Uñas Blancas marca el paso sobre la pradera: los brazos pegados a los costados, el ritmo mecánico, el acné rezumando entre dos ojos de bondad. Se esconde una sabiduría milenaria tras sus mofletes imberbes y sonríe el viejoven cuando piensa en la fortuna que va a amasar en el interior de una cámara acorazada.
Un arcángel de piedra aletea en lo alto de las ruinas de una iglesia. Es un reclamo publicitario de la muerte: bajo sus alas, los nichos y panteones duermen al arrullo de rosas negras. Un deseo macabro de adolescente insatisfecho: "Qué tranquilo y qué bien se debe de estar bajo la tierra". El sol sigue resplandeciendo en lo alto y el mar pega bofetadas de sal en las narices manchegas. Entretanto, Antonio Banderas se esconde tras los muros de un palacio que solo podemos observar en la lejanía.
Parece que ha pasado toda una vida, pero aún nos queda la tarde. Nos adentramos de nuevo en la máquina del tiempo: la Neocueva de Altamira nos descubre instintos primitivos que nos conmueven. "¡Qué bien y qué tranquilos sin conciencia y con fuego!" Los ritos ancestrales de la caza remueven el espíritu cavernícola de uno de nuestros muchachos, entusiasmado por las escopetas, las miras telescópicas con cristales de Swarowski y las batidas de jabalíes. En su aventura del Paleolítico las botas de vino establecen íntimos lazos solidarios entre padres e hijos para salvar el juicio sumarísimo de la madre nutricia. Uñas Blancas lo observa todo con mirada de anciano codicioso. Cae la noche en la marina. Suances reposa del verano con un sosiego que Delibes disfrutaba entre perdiz y perdiz.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Crónicas cantábricas III: "El Beato de Liébana y un rosario electrónico"


Cuarto día apartados del mundo real, recluidos en el espacio de locura impuesto por 48 adolescentes alejados de su hábitat natural.
Ni los ecos de la Gran Cruzada Española voceados desde la cueva de Covadonga, ni la profunda impresión del bosque otoñal, ni siquiera la inscripción pornofranquista de la tumba de Pelayo han conseguido reducir la algarabía de los muchachos y el disparo de sus teléfonos móviles. Impregnados por la resina de la Iglesia, nos cuenta uno de ellos que su madre se ha comprado un rosario electrónico. Todas las mañanas oyen en su casa las letanías del difunto Juan Pablo II y maldice el chico la hora en que la Iglesia se incorporó a las nuevas tecnologías.
Y se insiste, sin pausa, en la necesidad de inculcar la raigambre católica en el corazón de nuestros adolescentes despistados por los guásaps y la adrenalina. En Potes visitamos el monasterio de Santo Toribio después de que el desfiladero de la Hermida nos haya rajado el aliento en el autobús con su cuchilla de piedra. Un fraile sobre el púlpito se empeña en insuflarnos de nuevo la fe inmarcesible de la España inmemorial. Nos invita a besar la reliquia de la cruz de Cristo, de "indudable" veracidad científica, ¡qué pereza y qué claustro más desangelado (perdón por la broma)!
Al acabar el día, una luz, el museo del Beato de Liébana en la Torre Medieval de Potes. Nos sumergimos en el infierno de la literatura a través de la guía de su Directora, un dechado de naturalidad y bien hacer. Las plumas del pavo real rasgan el papel y la letra de sangre medieval reproduce el sabor del scriptorium y el calvario al que se sometían los monjes traductores. El arte de la letra capital, de las miniaturas de minio, del veneno respirado en horas y horas de trabajo sobre el caro pergamino. Redondeamos el viaje al medievo con un paseo por el Barrio Viejo de Potes, apenas iluminado por unas teas que alumbran la piedra y la madera con aroma a cuero tundido. Las tabernas nos reclaman, nos espera la rústica solidez de sus brebajes, pero los chicos no dan tregua, son nuevos Ulises apartándonos de las sirenas de barro.Solo unas cañas y un tintillo, que no dan fuerza suficiente para adentrarnos en el verdadero Apocalipsis de una noche de hotel con 48 adolescentes en plena efervescencia de su libido.

martes, 25 de noviembre de 2014

Crónicas cantábricas II: "Ulises y unos radiadores a medio purgar"


Nuestro periplo por Asturias y Cantabria no se priva de prolepsis y analepsis, al estilo de las más atrevidas narraciones. Como si Ulises estuviera narrando nuestro destino, viajamos en el tiempo hacia los orígenes de la Revolución Industrial: las primeras locomotoras y vagones del siglo XIX nos trasladan en Gijón a los tiempos de la Restauración. Se aprietan los chicos en los asientos gastados de un compartimento de tercera que huele a pana y a miseria, mientras una doble exacta de la Vicepresidenta del Gobierno explica las diferencias sociales por medio de los vagones de tren. Huele a hollín y a humedad dentro de la estación de máquinas enmudecidas. En las paredes, carburos, básculas milenarias, fotos en blanco y negro de personajes hundidos en las profundidades de un mundo sepultado por el automóvil.
En la playa de Gijón, los surferos desaparecen engullidos por la pleamar y, como ellos, corremos a las tabernas en pos del chipirón y del oricio robado en las entrañas de Poseidón. Como los navegantes de Ulises, nos rendimos al loto y al encanto de las sirenas.
Saltamos hacia delante con mal pie para visitar la megalomanía franquista de la Universidad Laboral: piedra, bóvedas sin genio, santos descabezados por el rayo y un aire a pan negro que nos arrima a una nostalgia ahumada por el hambre y los militares. Por la tarde los prados de Lastres y la mar omnipresente, encendida sobre la roca y cauta en la arena: poderosa y libre. Un nuevo juego del narrador nos lleva hasta la edad de los dinosaurios: museo de cartón piedra muy útil para ampliar el bostezo.
Ya de noche, volvemos al presente: hotel de carretera cerca de Cangas de Onís, oscuro y misterioso, mucho más que el pasado del Tiranosauro. El trato es propio de la hospitalidad oriental, sin nada que envidiar a la de una isla turca. Reciedumbre y afabilidad, además de unos radiadores a medio purgar.

Crónicas cantábricas I: "Clarín era de Podemos"


La mañana, hermosa, sin lluvia, con los establecimientos todavía cerrados por la pereza. Oviedo, ciudad del paseo perfecto, de la piedra anaranjada por el sol, de bronces conversadores y sosiego provinciano. Clarín se remueve bajo las ortigas, al oler a los ediles modernos que cuentan en la sala de plenos del Ayuntamiento una historia que tantas veces ridiculizó en Vetusta. Vetusta, la vieja ramera, la rancia beata, anclada en el prejuicio tradicionalista de la vida envenenada. En Vetusta no hay gente de Podemos, nos dice la concejala de festejos. Estos desharrapados vienen todos de Sevilla para turbar la felicidad de nuestros premios principescos. A estos perroflautas los combatimos con la estridencia de nuestros gaiteros: cuantos más manifestantes, más gaitas.
El salón de plenos se ilumina con la incandescencia de nuestros estudiantes, abrumados por los retratos de los reyes asturianos que amenazan con descargar sus espadones oxidados sobre su frescura descerebrada.
Rápido paseo por Vetusta, aún dormida en la siesta de la madrugada. Lenta miel de peatones sin ruido endulza los labios. La catedral domina con soberbia y Ana Ozores le da la espalda, nuestra guía no. Nos relatan los milagros de los fundadores de la ciudad y las dogmas incuestionables de una historia carcomida por la polilla de los clérigos.
Más templos, ahora prerrománicos, encaramados en el sosiego de los prados. El Naranco acogotado por el turbión de la borrasca. Las vacas observan el discurso insufrible de las leyendas de Fruela, Favila y Alfonso II el Casto, rumian la hierba sin que la monserga del historiador las inquiete.
Es difícil, muy difícil, dejar en mal lugar a la cocina asturiana, pero un viaje organizado por el Ministerio de Educación es capaz de este milagro, más increíble que el de las cántaras de Caná.
De tarde, el mar, la mar embravecida, espectacular, furiosa, rompiendo contra las rocas y contra el rostro de Cousteau. La playa de Salinas nos alumbra con el cielo ceniciento y la ira bramadora del oleaje. Los surfistas las retan.
Enfriamos la mirada con el museo Niemeyer. Paisaje helado de arquitectura moderna, desoladora. La luz de las explicaciones de una guía entusiasta derrite la frialdad vanguardista.
Queda en el recuerdo del día, en las manos de la noche, una declaración de principios, una duda trascendente: "Entonces, ¿Clarín era de Podemos?".    

sábado, 15 de noviembre de 2014

Bucólicas (otoño 2)


Me encularás mañana por la noche,
cuando el clamor de la lluvia
rompa los cristales.
Te seré fiel hasta que
desgarres este verano
lánguido y eterno,
después te dejaré un racimo
de dolor en mis gemidos
y me marcharé lejos del calor
implacable y perezoso.
Descubrirás la boca de la madriguera,
retirarás la tierra que la obstruye
para que los predadores
desangren a sus víctimas.
Te esperaré desnuda sobre las sábanas
y cuando suene el tamborileo
del otoño en las ventanas,
vendrás para segar
las mieses con tu bálano afilado.
Nunca más nos rendiremos a la rutina,
nunca más lo haremos boca arriba,
las predicciones de la meteorología
anuncian lluvias por toda la Península.
Me encularás mañana por la noche
y acabaremos con este estío 
que nos dejó las manos llenas de ceniza
y los huesos corrompidos
por la monotonía.

"No me puedes mirar" de Gustavo Martín Garzo ("El País")


¡Pobre Orfeo! Una serpiente acaba con la vida de Eurídice el día de su boda y su desesperación es tan grande que pierde el deseo de vivir. Su canto se vuelve entonces tan triste que los dioses se apiadan de él y le permiten descender al reino de los muertos en busca de su esposa con la condición de que no se detenga a mirarla hasta que no haya alcanzado con ella el mundo exterior y los rayos del sol bañen su cuerpo. Pero Orfeo vuelve la cabeza antes de tiempo y la pierde para siempre. En su película El testamento de Orfeo, Jean Cocteau hace una curiosa interpretación del mito, ya que Eurídice consigue regresar al mundo de los vivos pero conserva la cualidad de no poder ser mirada, de forma que tiene que esconderse bajo la mesa o entre las cortinas de la casa cuando Orfeo vuelve a casa, dando lugar a un juego tan gracioso como disparatado que termina fatalmente cuando Orfeo sorprende por casualidad el reflejo de su rostro en un espejo.
Todos los amantes actúan así. Todos juegan a esconderse, a que no se sepa quiénes son, con quién anduvieron antes de conocerse. No me puedes preguntar quién soy, se dicen el uno al otro. Es una prohibición que se repite en un sin fin de historias. En la historia de Lohengrin y Elsa, en la de Psique y Eros, en El último tango en París, la película de Bertolucci. Ese “tienes que vivir sin conocerme” ¿no significa lo mismo que el “no me puedes mirar” de Eurídice?
“No debes saber que estoy muerta” es lo que su amada le dice a Orfeo. La muerte sigue nuestros pasos, nos aguarda en las esquinas, llama a nuestra puerta cuando menos lo esperamos, tiene nuestro rostro al mirarnos al espejo. Se lleva a nuestros padres, a nuestros amigos, husmea en nuestros armarios, enmudece a los escritores que amamos. Los muertos están en nuestras palabras, en nuestros recuerdos, cuando entramos en un cuarto, cuando recorremos una calle o visitamos un jardín, cuando leemos un libro. Nos siguen a todos los sitios, velan nuestros sueños, se sientan en la mesa con nosotros. Los muertos no saben nada, se lee en el Eclesiastés. ¿Es verdad esto o acaso nos dicen cosas que no queremos oír?
Están ahí, pero no debemos volver la cabeza para mirarlos. Sólo el psicótico lo hace, sólo él se empeña en mirarlos. Ve a los muertos, como el niño de El sexto sentido, la película de Shyamalan. Por eso no vive ni deja vivir. Si hubiera un vampiro se acercaría a él para servirle, porque el único enigma que le interesa es el enigma de la muerte. ¿Está más cerca que nosotros de la verdad? Es posible, pero ¿quién quiere vivir con la verdad? ¿Quién querría tener unpadre como Abraham, un Dios como el que tortura a Job, como el que vive en las páginas del Antiguo Testamento?, ¿quién querría vivir en un mundo como el que postulan hoy algunos científicos?
Narrar es escapar a la tiranía de la verdad. Sherezade lo hace. Ella acude a la alcoba del sultán pero le pide, con cada una de las historias que le cuenta, que no la mate esa noche. También la joven esposa de Barba Azul acude a una alcoba así. Barba Azul ha tenido otras mujeres que han desaparecido misteriosamente, y en todo el reino del sultán es sabido que la muchacha que duerme en su lecho será decapitada por la mañana. Si las dos saben qué pasa en esas alcobas ¿por qué van? Sherezade encandila al sultán con sus historias, y bien podemos imaginar a la joven esposa de Barba Azul haciendo otro tanto con las suyas. Si solo las moviera el temor sus historias no habrían podido ser tan cautivadoras. Van porque la alcoba que visitan es también la alcoba del deseo. Son apenas dos muchachas al comienzo de la vida, y si acuden a la alcoba de los ogros es para desvelar el misterio de su sexualidad naciente. Porque ¿quién sabe más de sexo que los ogros?
Fernando Colina dice que el psicótico no sabe mentir. En la Odisea todos mueren menos Odiseo, que logra salvarse porque es el gran embaucador. El psicótico es uno de esos marineros ahogados que jamás regresa con los suyos, uno de los príncipes vencidos del cuento de los hermanos Grimm. Todos ellos carecen de astucia. En el ciclo de los Argonautas hay un personaje así. Se llama Hilas y es el favorito de Heracles. La nave en la que navegan en busca del Vellocino de Oro recala en una isla para abastecerse e Hilas se interna en ella en busca de agua. Mas nunca regresa, pues cautivadas por su belleza las ninfas le raptan y sus compañeros no pueden dar con él.
El mundo del relato está poblado de personajes que como Hilas nunca regresan. Apenas reparamos en ellos, ya que es el relato de los héroes el que absorbe nuestra atención. Pero en cierta forma el compromiso de Hilas con lo que encuentra, como pasa con el del psicótico, es más hondo que el del héroe y esa es la razón de que no encuentre la forma de regresar. La verdad es una araña tejedora, en el centro de sus telas siempre espera la muerte. En la novela del conde Drácula es la alocada Luci la prisionera. Ella vive su sexualidad de una manera más libre e intensa que la recatada Mina, y si cae en manos del conde es porque en el fondo está más viva y llena de deseo que su amiga. Las muchachas que precedieron a Sherezade ¿eran menos cautivadoras que ella y por eso no se lograron salvar? No, no lo eran, simplemente se dejaron arrastrar por las promesas del placer del Sultán.
¡Qué importa el Árbol del Conocimiento, nos dice el Placer, son los frutos del Árbol de la Vida los que debes probar! Sherezade no se deja seducir por tales promesas y por eso empieza a hablar. Tanto a ella como a Odiseo no les basta con vivir sino que quieren saber quiénes son, abandonar el ámbito del deseo puro, que pertenece a los ogros, para entrar en el de amor, que es siempre la espera de un otro al que escuchar y por el que ser escuchado. Hilas desaparece en ese Otro absoluto que es la naturaleza y Odiseo regresa dueño de una historia. Y tener una historia es ir al encuentro de los demás, lo que solo el lenguaje nos permite. Es justo eso lo que simboliza la lámpara que enciende Psique para contemplar a Eros, su amante dormido. “Quiero hablar”, dice la luz que desprende. Contar es llevar una lámpara, conformarse con el pequeño espacio de visión que su luz abre en la oscuridad. El psicótico no se conforma con ese poco, lo quiere todo. No le basta con llevar una lámpara; quiere ver en la oscuridad. Pero en la oscuridad sólo ven los ogros y su reino es un reino mudo. Por eso el psicótico no sabe contar lo que le pasa, lo que es lo mismo que decir que no sabe amar, pues no hay amor sin palabras.
“Cuesta entender la vida, no la muerte. La muerte nunca encierra enigma alguno”, escribe Joan Margarit. Entonces ¿por qué Sherezade y la joven esposa de Barba Azul van a la alcoba de los ogros? Quieren contar la historia de las muchachas que murieron en ella, la historia de sus deseos. El enigma es la vida, todo lo que es pequeño y frágil. El enigma está en la debilidad, en una muchacha contándole historias a un ogro. Sólo ella guarda la verdad de lo humano.

martes, 11 de noviembre de 2014

Bucólicas (otoño)


El crepúsculo se desangra,
gotea sobre las vides
y tinta sus brazos derrengados
de cárdeno y hastío.
La leve brisa de un verano
que no quiere marcharse,
que aspira a conquistar octubre
(como lo hizo con septiembre),
roza la piel muerta de los rastrojos,
levanta escamas de tierra y de paja inútil.
El sol se tumba sobre el horizonte,
se deja mecer por la línea adusta
de un perfil sin ondulaciones.
Retumba en la oquedad de la tarde
un ladrido que se pierde,
que se desvanece
como la luz,
que se deshace en el borde 
de la nada.
Un hombre solo
desciende por el camino,
con el azadón al hombro,
recortado por la penumbra
que va cayendo
inexorablemente.
El viento levanta escamas
de su piel muerta
y las voltea en el aire
junto a la tierra y a la paja inútil.
La noche se hace dueña
de la luz
y apaga con mano firme
el inútil esfuerzo de este verano eterno.

domingo, 9 de noviembre de 2014

"Bugia, menzogna, mentire" de Juan Bonilla

De las diversas disciplinas en que se derrama la crítica, sólo la crítica literaria se ve abocada de manera irremisible a pertenecer al propio campo sobre el que gravita y en el que pretende influir. Obviamente la crítica de arquitectura no es arquitectura, como la crítica de cine no es cine ni la crítica deportiva es ningún deporte: pero la crítica literaria sí debe ser literatura. Y en este requisito esencial reside buena parte de su potencia o de su insignificancia. No es raro por ello que los mejores críticos literarios sean casi siempre escritores que han demostrado lo que valen en otros géneros y que utilizan la crítica como herramienta para, no sólo indagar en las obras de otros puntualmente, sino también para ahondar en su propia concepción de la literatura y a través de esta en el significado y alcance de la literatura en una época determinada. No es raro que uno de los mejores críticos de la literatura en inglés sea T.S. Eliot, que con sus ensayos hizo renacer una tradición enterrada que sólo interesaba a arqueólogos, como uno de los mejores críticos de la literatura en español sea Luis Cernuda, que supo ver, por ejemplo, cuánto de poético y esencial había en el prosaísmo de alguien tan ridiculizado como Campoamor o supo darle su sitio como poeta a Gómez de la Serna. Podríamos citar unos cuantos casos más: Leon Bloy, Octavio Paz, Clarín, Edmund Wilson... hasta llegar a aquel en el que el crítico supera con mucho al escritor que ha probado su talento en otros géneros: Cyril Conolly. En cualquier caso, quizá no haya crítica más honda a una obra de creación que otra obra de creación. Y si te paras a pensarlo así es, así fue siempre: la gran crítica es antes que nada creación, el gran crítico de Lope no fue ninguno de los que se dejaron los ojos tratando de desentrañarlo, sino Moratín, proponiendo un arte nuevo de hacer comedias, y el gran crítico de Rubén Darío -que a su vez fue el gran crítico de la poesía ya obsoleta del XIX- fue Huidobro, como el gran crítico de Pérez Galdós fueron los vanguardistas de la 'Revista de Occidente' que a su vez recibieron su merecida crítica en Torrente y en el primer Cela.
Esos son los críticos que hacen girar la rueda de la literatura, apoyados casi siempre en circunstancias sociales que sirven de trampolines donde pisar para dar el salto, como es bien visible hoy mismo con este renacimiento de la novela social que ya a finales de los 20 y comienzos de los 30 reaccionaron contra "la estetización de la novela" (Benjamín Jarnés, Juan Chabás, Antonio de Obregón) y cuyos resultados, lamentablemente, no alcanzaron logros magistrales a pesar de alguna pieza interesante firmada por Joaquín Arderius -y su mezcla de expresionismo y realismo social- o José Díaz Fernández o Ramón J. Sénder.
Es también paradójico que una de las victorias de la crítica literaria consista en alejar a un lector de un libro. La crítica negativa trata de alejarlo arrastrando por el barro a una obra determinada, pero también la crítica entusiasmada puede hacer retroceder a un lector ante la obra sobre la que reflexiona: consigue extraer su esencia de tal modo que quien lee un buen ensayo sobre alguna obra puede llegar a dar por leída esa obra, el crítico se ha convertido en su embajador, su representante, alguien lo suficientemente convincente como para que no le pese al lector dar por bueno su informe. Eso, creo, pasa con las majestuosas críticas de Giorgio Manganelli recopiladas en 'La literatura como mentira' (publicadas por Dioptrías en traducción de Mariagiovanna Lauretta). Muchos de estos textos agotan de tal modo las obras que utilizan de trampolín que se sale de ellos con la rara sensación de haber leído libros que no hemos leído (o que leímos pero apenas recordamos). Tal prestidigitación sólo está al alcance de un maestro, un guía lo suficientemente inteligente y luminoso como para conseguir hacernos creer que hemos estado en D'Anunzio o en Firbank o en Beckett a pesar de que nunca pisamos esos lugares o no nos trajimos ningún recuerdo preciso, nada que no fuera una impresión general, cuando los pisamos.
Manganelli parece tener claro que la crítica es un género yedra: necesita una pared para erguirse y escalar. Y no le importa que después de hacerlo la pared no se vea: que quede a la vista sólo la yedra. En sus reseñas prestan paredes Nabokov, Lady Chatterley, Ivy Compton Burnett, Dickens o 'Los tres mosqueteros', la literatura fantástica o los cuentos de O'Henry, la poesía de Yeats o Hoffmann. El resultado es siempre el mismo: una pieza antológica donde vamos viendo cómo la yedra de la prosa de Manganelli y su inteligencia viva, audaz y descarada, nos va guiando por mundos tan distintos como el silencioso y económico mundo de Beckett o el ampuloso y enjoyado mundo de d'Annunzio: de uno y otro lo mejor que se nos queda en las meninges es la pieza que les dedica Manganelli. Piezas autosuficientes que son por sí solas excelente literatura.
El libro se cierra con un famoso ensayo de Manganelli en el que la literatura es descrita como un artificio inmoral y cínico, antisocial y desobediente. Una herramienta para desertar que trata de imponer una renuncia tanto al que la utiliza -el escritor- como al que la recibe -el lector. ¿De qué nos hace desertar la literatura? ¿A qué renunciamos a su través? Manganelli tiene claro que la respuesta a ambas preguntas es una sola: la verdad. La literatura no tiene más remedio que ser mentira y toda su historia es la historia de un mismo engaño que va repitiéndose a lo largo de los siglos una y otra vez. "Las imágenes, las palabras, las distintas estructuras del objeto literario, están obligadas a moverse según el rigor y la arbitrariedad propios de las ceremonias, y es precisamente en lo ceremonioso que la literatura despliega el acmé de su revelación mistificadora. Todos los dioses, todos los demonios le pertenecen, ya que están muertos: fue precisamente ella quien los mató. Pero, a la vez, extrajo de ellos la potencia, la indiferencia, el estro taumatúrgico. La literatura se estructura como una pseudoteología en la que se celebra un universo entero, con su fin y su principio, sus rituales y sus jerarquías, sus seres mortales e inmortales. Todo es exacto, y todo es mentira."
Dada la importancia que en el libro se le concede a este ensayo -el último de la recopilación, el que da título al volumen- se diría que está ahí para desmentir de alguna manera todo lo que ha venido antes, para rebajarle grandeza o restarle importancia. Es una coquetería pues, en todo el libro, Manganelli ha dado constantes ejemplos de que la literatura es una fricción, el choque de dos piedras que inventan el fuego: un libro y un lector. Y de esas fricciones de los libros sobre los que discurre con el lector que es, nos queda precisamente el precioso fuego que aún calienta en estas reseñas escritas hace 50 años. Sin timideces, una obra maestra.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Fábula de Vandalia


Érase una vez un pueblo arrinconado en un extremo de las Europas. Después de salir de un tiempo de rigidez en el que se tuvo que lidiar con un tirano infame que marcó su destino, Vandalia se preparaba a vivir un periodo de prosperidad y libertad, en el que sus habitantes podrían, por fin, elegir sus propios gobernantes. Los muchos años de sumisión y humillación convirtieron a los vándalos en seres temerosos y poco inclinados a la aventura. Eligieron a un seguidor del tirano, menos feroz, que aseguraba no cambiar en exceso las reglas del juego.
Pasaron algunos años, los vándalos comenzaron a dudar de su elección y en la primera oportunidad tomaron, envalentonados, un riesgo. Pese a los vaticinios de los agoreros, pese al temor que se voceaba desde los púlpitos del poder, un nuevo clan se hizo con el gobierno del país empujado por la inusitada valentía de sus pobladores. Al principio, parecía que algo iba a cambiar, que las costumbres milenarias de sumisión e ignorancia se transformarían, pero pronto los nuevos gobernantes se dieron cuenta de que un pueblo más avispado y moderno podría acabar con sus privilegios y dieron marcha atrás en su proyecto de renovación.
Durante más de 30 años, se fueron turnando en el poder los oligarcas de los dos clanes: los herederos del tirano y los traidores a la renovación. Los rebeldes parecían ya domados, no se atisbaba ningún signo de insumisión, se había alcanzado un tiempo de sosiego. Se les hinchó la panza con monedas de oro, se los siguió alienando a  base de automóviles y entretenimiento. Se consiguió con disimulo lo mismo que el pequeño tirano había logrado con una represión feroz. Era cuestión de alimentar a los pregoneros y de mantener al pueblo en la inopia. Hacerles creer que eran ellos mismos quienes elegían su destino.
Con el paso de los años y gracias a la sociedad con sus vecinos, la voracidad de los clanes turnantes devoró las riquezas que producía el bosque: talaron los árboles, devastaron la riqueza del suelo, a punto estuvieron los oligarcas de reventar, en el empeño de devorar las miserias de sus conciudadanos. Se revolcaban en una orgía de placeres obtenidos con facilidad de la tierra que cultivaba el sumiso y entregado vándalo. Hasta que no quedó nada.
El sol hería con fuerza las cabezas de los pobladores, el bosque había desaparecido, las gentes apenas tenían para alimentarse. Solo entonces levantaron los vándalos la cabeza y sufrieron el sol impenitente. Por primera vez, con el estómago vacío, contemplaron a los que gobernaban, iluminados por una luz cegadora: sus vientres hinchados, sus manos sucias, sus pies enormes aplastándolo todo. Era el tiempo de los pregoneros, ahora mucho más poderosos, con un mensaje impuesto por los gerifaltes para calmar a la masa hambrienta. Servían con docilidad a los clanes gobernantes y participaban de la rapiña con avidez.
Cuando se taló el bosque, cuando ya no quedaban riquezas que repartir, los vándalos comenzaron a reprochar el desmán de los clanes. Los pregoneros seguían machacando al pueblo por mandato supremo, con lo que se fue generando un odio visceral hacia ellos y hacia sus amos.Los vándalos se levantaron por necesidad, por la angustia de la supervivencia y la hoguera se convirtió en una esperanza de regeneración.Surgió un nuevo clan que aprovechó la desesperación para medrar.
Era el tiempo de los pregoneros: si los ciudadanos optaban por quitar de en medio a los clanes tradicionales, Vandalia se hundiría en la peor de las oscuridades, se derrumbarían las bases de la sociedad. Pero la voz de los pregoneros caía en el vacío de los estómagos, su prestigio se había hundido como el de los clanes ancestrales. Cuanto más se empeñaban en desacreditar al nuevo ídolo, más crecía, y más aumentaba el odio a los oligarcas. La sumisión, la humillación y el miedo no parecían cundir en un nuevo territorio arrasado por la rapiña de los poderosos, a pesar de que era ímprobo el esfuerzo por implantarlos.
Se esperaban las nuevas elecciones con esperanza. Los agoreros predecían que el miedo vencería, y seguirían imperando la humillación y la sumisión. Los más aventurados predecían una victoria del nuevo ídolo. Otros estaban convencidos de que sin una regeneración verdadera, el nuevo clan sería fagocitado por la malversación atávica de un pueblo sometido a las pulsiones de una moral putrefacta.        

viernes, 31 de octubre de 2014

"Hace mucho tiempo que no existo" fragmentos de Fernando Pessoa


Las ilusiones, el conocimiento, el entendimiento, la cultura, la sensibilidad. Esos son algunos de los temas de reflexión de Fernando Pessoa, uno de los grandes escritores europeos del siglo XX. Esta semana la editorial Pre­Textos publica una nueva edición de su Libro del desasosiego en traducción de Antonio Sáez Delgado. Adelantamos cuatro fragmentos.
(1929?). El cansancio de todas las ilusiones y de todo cuanto hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el cansancio anticipado de tener que tenerlas para perderlas, la amargura de haberlas tenido, la vergüenza intelectual de haberlas tenido sabiendo que tendrían ese final. La conciencia de la inconsciencia de la vida es el martirio más grande impuesto a la inteligencia. Hay inteligencias inconscientes –brillos del espíritu, corrientes de entendimiento, misterios y filosofías– que tienen el mismo automatismo que los reflejos corpóreos, que la gestión que hacen el hígado y los riñones de sus secreciones.
(25/4/1930). ¡Remolinos, remolinos en la futilidad fluida de la vida! En la plaza grande del centro de la ciudad, el agua sobriamente multicolor de la gente pasa, se desvía, forma charcos, se abre en riachuelos, se junta en arroyos. Mis ojos ven sin atención, y construyo en mí esa imagen acuosa que, mejor que cualquier otra, y porque he pensado que iba a llover, se ajusta a este incierto movimiento. Al escribir esta última frase, que para mí expresa exactamente lo que define, he pensado que sería útil poner al final de mi libro, cuando lo publique, bajo las «Erratas», unas «No erratas», y decir: la frase «a este incierto movimientos», en la página tal, es exactamente así, con las voces adjetivas en singular y el sustantivo en plural. Pero ¿qué tiene esto que ver con aquello que estaba pensando? Nada, y por eso me permito pensarlo. Alrededor de los vehículos de la plaza, como cajas de cerillas móviles, grandes y amarillas, en las que un niño clavase inclinada una cerilla quemada para hacer de torpe mástil, los tranvías gruñen y chirrían; al salir, emiten un agudo silbido metálico. Alrededor de la estatua central las palomas son migajas negras que se mueven, como esparcidas por el viento. Dan pasitos, gordas sobre sus pequeñas patas.
(1930?). Hay una erudición del conocimiento, que es propiamente lo que se llama erudición, y hay una erudición del entendimiento, que es lo que se llama cultura. Pero hay también una erudición de la sensibilidad. La erudición de la sensibilidad no tiene nada que ver con la experiencia de la vida. La experiencia de la vida no enseña nada, como la historia no informa de nada. La verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el análisis de ese contacto. Así, la sensibilidad se ensancha y ahonda, porque todo está en nosotros; basta que lo busquemos y sepamos buscarlo. ¿Qué es viajar, y para qué sirve viajar? Cualquier puesta de sol es la puesta de sol; no es necesario ir a verla a Constantinopla. ¿La sensación de liberación que provocan los viajes? Puedo tenerla al salir de Lisboa hacia Benfica, y tenerla con más intensidad que quien va de Lisboa a China, porque si la liberación no está en mí, no está, para mí, en ninguna parte. «Cualquier carretera», dijo Carlyle, «hasta esta carretera de Entepfuhl, te lleva hasta el fin del mundo». Pero la carretera de Entepfuhl, si la seguimos hasta el final, vuelve a Entepfuhl; de modo que Entepfuhl, donde ya estábamos, es el mismo fin del mundo que íbamos buscando. Condillac empieza así su célebre libro: «Por más alto que subamos y más bajo que caigamos, nunca salimos de nuestras sensaciones». Nunca desembarcamos de nosotros mismos. Nunca llegamos a otro, sino otreándonos a través de la imaginación sensible de nosotros mismos. Los verdaderos paisajes son los que creamos nosotros mismos, porque así, siendo dioses suyos, los vemos como son verdaderamente, que es como fueron creados. No es ninguna de las siete partidas del mundo la queme interesa y puedo ver verdaderamente; es la octava partida la que recorro y es mía. Quien ha cruzado todos los mares ha cruzado solamente la monotonía de sí mismo. Ya he cruzado más mares que todos. Ya he visto más montañas de las que hay en la tierra. He pasado por más ciudades de las que existen, y los grandes ríos de ningún mundo han fluido, absolutos, bajo mis ojos contemplativos. Si viajase, encontraría la copia mala de lo que ya he visto sin viajar.
(8/1/1931). Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que haya vivido, y voy durando, entre la oficina y la fisiología, en un estancamiento íntimo de pensar y sentir. Esto, desgraciadamente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación. Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que casi no sueño. Las calles son calles para mí. Cumplo con mi trabajo en la oficina concienzudamente, pero no puedo decir que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, pero siempre soy otro por detrás del trabajo. Hace mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo. Nadie me distingue de quien soy. Ahora me he sentido respirar como si hubiese practicado algo nuevo o atrasado. Empiezo a ser consciente de tener conciencia. Quizá mañana me despierte para mí mismo, y tome de nuevo el curso de mi propia existencia. No sé si, con ello, seré más o menos feliz. No sé nada. Levanto la cabeza de paseante y veo que, sobre la ladera del Castillo, el ocaso arde al otro lado en decenas de ventanas, con una reverberación alta de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura, toda la ladera es suave al caer la tarde. Al menos puedo sentirme triste, y ser consciente de que, con esta tristeza mía, se ha cruzado ahora –lo he visto con el oído– el ruido repentino del tranvía que pasa, la voz casual de los jóvenes que charlan, el susurro olvidado de la ciudad viva. Hace mucho tiempo que no soy yo.

Metamorfosis del senador ascético


Era de piel fina,
casi transparente.
Sus ojos, limpios,
como una sábana.
No lucía sombras,
ni aditamentos,
se lavaba la cara
con agua de la mañana.
En sus discursos
había contradicciones,
dudas, salvas humanas.
No aseguraba nada,
decía lo que pensaba.
Destilaba honestidad
como quien luce
elegancia.
No participaba de enredos,
cohechos ni sobresueldos.
Era tan atípico
que nadie lo miraba.
Ascendió en el partido
por puro azar, sin ser notado.
Solo al llegar al poder
cayeron en el error
de su piel transparente,
de sus ojos de agua,
de su claridad, 
de su flora extraña.
Intentaron sumarlo
a la causa:
lo untaron de grasa,
le echaron polvo 
a la cara,
le limaron las dudas,
lo malearon
con fuego de lodo
en sucias mañanas
y lo lanzaron sobre el escaño.
Era un hombre nuevo
sin alma,
con putas,
sucio,
con escopeta,
sin ideas,
con billetera.
Se enriqueció con la piel de los pobres
y fue jaleado, al entrar, en el Olimpo de las miserias.  

domingo, 26 de octubre de 2014

"Propuesta de libros para desterrar tras la revolución" de Ernesto Filardi

Desde hace unos años, cada noviembre se representa en el madrileño Campo de Cebada una versión actualizada deDon Juan Tenorio de José Zorrilla. Se trata de una propuesta financiada por crowdfunding que propone, entre otros aspectos, recordar que el teatro por antonomasia es la reunión del pueblo ante el hecho teatral. Aquí se puede encontrar toda la descripción del proyecto, del que la prensa nacional se hizo eco en su momento. Como todas las iniciativas, este don Juan dirigido por César Barló (uno de los directores jóvenes más interesantes y comprometidos de la escena actual española) tiene sus detractores y sus admiradores. Es algo que suele suceder siempre que se pone en pie cualquier adaptación del mayor mito literario de nuestro país, desde que Tirso de Molina (o quien fuera el genio) escribió El burlador de Sevilla. Sin ir más lejos, el que esto escribe mantiene desde hace años una bella relación de amor/odio con el texto de Zorrilla: lleno de ripios imposibles, pero con un ritmo y una teatralidad que no siempre la dramaturgia española ha sabido igualar.
Viene todo esto a cuento de un artículo aparecido hace unos días en La Marea, un medio que apuesta por la regeneración democrática de nuestro país. El artículo en cuestión parte de una premisa indiscutible (a saber, que el personaje de don Juan es un chulo camorrista y violento) para concluir que «forma parte de una tradición que habría que desterrar de una vez por todas» y que «la violencia simbólica del Tenorio debería ser repudiada de oficio por quienes hablan de crear espacios de ciudadanía».
Mucho se podría decir para rebatir este punto de vista, pero en el fondo esta polémica es tan antigua como la propia literatura. ¿Debe ser el arte un reflejo de la virtud? ¿No es acaso necesario mostrar también los defectos humanos para poder reconocerlos y vencerlos? ¿Es machista la obra llamada Don Juan Tenorio o lo es su personaje principal? ¿No es el texto de Zorrilla (así como los de Tirso, MolièreMozartAntonio de Zamora…) un ejercicio moralizante que nos enseña que quien sigue esa conducta termina siendo castigado por la justicia humana, divina o poética? ¿Es nuestra lectura tan simple como para deducir que series actuales como DexterMad MenBreaking Bad o The Wire incitan al asesinato, a la infidelidad y al tráfico de drogas solo porque sus protagonistas se sitúan al otro lado de la ley o la moral? Y más allá de gustarnos o no la figura del Tenorio, ¿no es el feminismo una causa mucho más seria y necesaria que el preocuparse por si don Juan se tira o no a una monja, o si al final de la obra es redimido por su amor?
Nuria Varela, autora del artículo, se pregunta si no existe en el teatro español «otra obra que genere emoción, consenso, disfrute y que, efectivamente, pueda considerarse su representación un acto comunitario». Es difícil encontrarla, la verdad. Intenten recordar ustedes otra obra de la que la práctica totalidad de los españoles conozca cuatro versos seguidos. No, ¿verdad? Nos guste o no, el Tenorio forma parte de nuestra tradición literaria. Esa tradición que, vuelvo a citar, «habría que desterrar de una vez por todas».
Hablemos claro: la tradición que necesitamos desterrar de una vez por todas en este país es la de prohibir los libros. El cierre de los teatros en el Siglo de Oro, el de las fronteras y universidades durante el reinado de Fernando VII, la prohibición de que las mujeres accedieran a estudios universitarios durante muchos siglos, el destierro de Unamuno, el asesinato de Lorca y la censura franquista (por poner solo algunos ejemplos punteros de esa tradición tan española) tienen un denominador común: la proclamación de un orden constituido en torno a una idea en cuyo nombre se deben prohibir determinadas obras literarias. Es cierto que en el artículo antitenoril no se mencionan en ningún momento conceptos como prohibición o censura sino el más suave destierro; pero ya somos todos lo suficientemente mayores como para reconocer un eufemismo cuando nos lo encontramos de frente.
José Zorrilla (Wikicommons)
José Zorrilla (Wikicommons)
¿Qué queremos entonces? ¿Quemar libros en la plaza mayor del pueblo? Si es así, digámoslo bien alto. Porque si a partir de ahora el rasero para medir la literatura es el machismo del texto, nos vamos a ahorrar mucho en bibliotecas. Así que, como es posible que esta regeneración democrática y revolucionaria se consolide y logremos un futuro justo y fraternal en el que no haya lugar para las obras literarias perjudiciales, contribuyamos desde hoy mismo proponiendo una lista de lecturas peligrosas. Que haberlas haylas, por supuesto. Y si son muchas no pasa nada. Todas desterradas. El futuro que nos aguarda seguro que nos proveerá de autores y autoras que nos fascinarán lo suficiente como para no echar de menos aquellas obras que hoy en día consideramos imprescindibles.
Empecemos por los orígenes: la Iliada, la Odisea y laEneida. Tres obras sobrevaloradas en las que las mujeres son malas, dóciles y sumisas. Esa Helena de Troya por cuya culpa comienza una guerra, esa Penélope que espera durante años el regreso del marido que ha preferido irse a la guerra, esa Dido enamorada que se quita la vida al ser abandonada por el héroe misógino. Desterremos todas ellas, acompañadas por el resto de la mitología griega con la Metamorfosis de Ovidio a la cabeza, donde ese cabrón de Zeus le ponía los cuernos a su querida esposa disfrazándose nada más y nada menos que de lluvia dorada. Y otro tanto con las tragedias griegas, por supuesto: ¿qué es eso de que existan mujeres como Medea, asesinas de sus propios hijos solo por vengarse de su marido? ¿Qué decir de la Orestíada, donde la malvada Clitemnestra ha conspirado para matar a su esposo? ¡Al fuego purificador con semejantes barbaridades! Y no me hablen ahora de Antígona: mucha imagen de revolucionaria contra el poder dictatorial de Creonte, sí, pero bien que se alegraba de ser una niña sumisa a los caprichos de su padre en Edipo en Colono.
La Edad Media está repleta de historias que es mejor que nuestros descendientes no conozcan, no sea que cojan ideas: quién sabe si el elevado número de mujeres violadas cada año en todo el mundo se debe a la mala influencia del Cantar de mío Cid y el episodio de la afrenta de los infantes de Carrión. En el Libro de buen amor, el autor se atreve a relatar ¡jocosamente! sus aventuras amorosas riéndose de las gordas, las feas y las brutas. Por supuesto, los malvados islamistas trajeron obras muy perjudiciales a la Península: es el caso delCalila e Dimna, cuya adaptación medieval a nuestras letras tomó el título de Sendebar. Mucho cuidado con este libro, amigas: se trata de una colección de cuentos de influencia árabe, persa e hindú que lleva el sobrenombre de El libro de los engaños y de los ensañamientos de las mujeres. ¿Necesito decir algo más o lo condenamos ya a la hoguera? Porque los cuentos son así, que en la brevedad está el peligro. No hay más que recordar el Decamerón y esas pobres mujeres engañadas por hombres manipuladores que solo pretenden meterse entre sus piernas para enseñarles a meter el diablo en el infierno. Otro tanto sucede con Los cuentos de Canterbury, y por supuesto en Las mil y una noches: piensen en la pobre Scherezade, sin saber durante casi tres años seguidos si va a morir al día siguiente o no. O la literatura de viajes medievales, donde no aparecen mujeres viajeras. O la hagiografía, con el modelo de virtud mariana de Gonzalo de Berceo. Casi mejor metemos toda la literatura medieval en un saco, que además está llena de antisemitismo y antiislamismo y no puede ser que basemos nuestro futuro en la perpetuación del racismo. La Divina comedia podría tener un pase; pero solo el Paraíso, porque está muy bien que sea una mujer la que guíe al protagonista. Nada de Infierno ni Purgatorio, seamos serios. Que ahí hay muchas mujeres condenadas por ser infieles a sus maridos. A ver si en nuestra revolución las mujeres no van a poder gozar de una libertad sexual. Libertad ante todo, señoras y señores. Aunque para ello haya que eliminar la libertad de acceder a según qué libros.
¿Qué podemos hacer con el Orlando furioso de Ariosto, con el mito artúrico creado por Chrétien de Troyes y con la posterior oleada de novelas de caballerías? No existe otra opción que la de enviarlas al fondo del mar, porque fueron esos malvados libros los que comenzaron a difundir la peligrosísima idea de los caballeros andantes que tenían que proteger y liberar a las damiselas en peligro. La otra cara de la moneda está representada por la Celestina, donde parece ser que no puede existir una mujer inteligente si no es puta.
Es obvio también que existe un consenso acerca de que el Siglo de Oro español es una fosa hedionda de machismo a flor de piel. Da lo mismo que existan monólogos que defiendan tan intensamente la libertad de la mujer como el de Dorotea en el Quijote, el de Laurencia en Fuenteovejuna, el de Tisbea en El burlador de Sevilla o los de Magdalena en El vergonzoso en palacio. Vista en su conjunto, es muy probable que no exista ninguna literatura anterior a esta en la que cobren tanto protagonismo las mujeres que quieren ser dueñas de su propio destino. Pero no importa: existen un puñado de dramas de honor en los que la mujer tiene que morir aunque solo sea por una sospecha. Y eso es suficiente como para enviar todo el Siglo de Oro al cajón del olvido del que nunca debió salir.
Nada de todo esto es comparable con el malvado Shakespeare, cuyos grandes personajes femeninos son manipuladores y sanguinarios o simples marionetas que sufren las acciones de los hombres sin ningún control sobre su vida. A no ser, claro, que sean mujeres a las que hay que apalear y hasta matar. Ese y no otro es el punto en común entre Lady Macbeth, Goneril y Regan (las hijas malas de El Rey Lear), Ofelia, Julieta y Desdémona. Es cierto que algunas mujeres shakesperianas son más proactivas: Rosalinda y Porcia en Como gustéis y El mercader de Venecia, por ejemplo. Pero ambas tienen que vestirse de hombres para solucionarlo todo, así que de nuevo nos vemos en la obligación de mandar a Shakespeare al cadalso. Y no seguimos, porque no queremos tener que rasgarnos las vestiduras al recordar esa apología de la violencia doméstica que es La fierecilla domada. En cuanto a Molière, ni nos detendremos a analizarlo: que se atreva el muy rufián a tener obras como Las preciosas ridículas o La escuela de las mujeres nos debería llevar a denunciarlo al tribunal de ofensas literarias que aún tenemos que fundar.
Lady Macbeth con dagas, de Johann Heinrich Füssli
Lady Macbeth con dagas, de Johann Heinrich Füssli.
Tenemos la suerte, eso sí, de contar con el modélico siglo XVIII. Tras nuestra gloriosa revolución igualitaria, en todos los teatros patrios (si es que decidimos finalmente que siga habiendo teatros, claro) se repondrá El sí de las niñas de Moratín, obra divertida y gratificante como pocas. Después tendremos que taparnos la nariz de nuevo ante el siglo XIX, lleno de delitos literarios: Bécquer y su falso sentimentalismo lleno de misoginia; las mujeres engañadas, locas y mendigas que pueblan Fortunata y Jacinta; y sobre todo, las tres grandes novelas europeas sobre mujeres infieles: Anna KareninaMadame Bovary y La Regenta. Desgraciadas e incomprendidas mujeres escritas y descritas por insensibles manos masculinas: no parece casualidad que las tres terminen siendo castigadas tras (re)plantearse su felicidad conyugal. Y es que la justicia poética masculina no tiene piedad alguna con las pecadoras. No, no insistan. Será mejor que nos detengamos aquí, porque el siglo XX es un espejo de inmundicias y ejemplos perniciosos. ¿O acaso existe obra más machista queLa casa de Bernarda Alba?
Este rápido recorrido podría seguir ad nauseam, pero creo que es más que suficiente para entender lo que quiero decir. En su Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatroCotarelo Mori hace un exhaustivo repaso por todo tipo de textos en contra y a favor de la comedia. Son más de setecientas páginas repletas de joyas en contra del arte teatral, los actores y los poetas. No es necesario indagar mucho para encontrar textos como el que sigue:
Por donde concluyo que de mi parecer, aunque vale poco, no solo se habían de derribar los teatros y desterrar los poetas de estas cosas, sino cerrar las puertas de las ciudades y pueblos a los comediantes, como a gente que trae consigo la peste de los vicios y las malas costumbres.
Este texto del siglo XVI, firmado por un fraile dominico llamado fray Antonio de Arce, tampoco menciona la palabra prohibir. A él también le gusta utilizar desterrar para eliminar por siempre de su mundo «la peste de los vicios y las malas costumbres». Las mismas que caracterizan al protagonista de Don Juan Tenorio, «el prototipo de aquello que buena parte de la ciudadanía queremos erradicar». Ustedes dirán qué hacemos entonces: o nos ponemos a prohibir libros por si acaso, o dejamos que existan y que cada uno se acerque a ellos como le apetezca y que saque la conclusión que considere oportuna.
Quizás sea más productivo, en nombre de ese futuro solidario que deseamos y necesitamos, reivindicar todo aquello relacionado con la cultura. Los libros, no lo olvidemos, son la mejor ayuda para desenmascarar a aquellos que se postulan como la cura para la sociedad enferma en la que vivimos; pero que, en el fondo, no distan mucho de ser como el cura y el barbero del Quijote que tanto gustaban de quemar libros.

sábado, 25 de octubre de 2014

"Schopenhauer no enseñaría en esta universidad" de Luis Fernando Moreno Claros ("El País")


Entre los lúcidos ensayos de Parerga y paralipómena (1851), el libro que lanzó a la fama al filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), destaca ‘Sobre la filosofía en la Universidad’; un “panfleto de batalla” —en palabras de su autor— que aún hoy continúa siendo una de las mayores diatribas jamás publicadas contra la filosofía académica y los profesionales de esta disciplina.
¿Es necesario que exista la filosofía en la universidad?, se pregunta el autor. Está bien que así sea, afirma, porque con ello mantiene cierta presencia pública; además, permite que algún joven espíritu se familiarice con su estudio. Pero asimismo objeta que mejor sería que en los institutos de enseñanza media se leyese “aplicadamente” a Platón, porque tal es “el remedio más eficaz para despertar en el espíritu de la juventud el anhelo filosófico”.
La experiencia del joven Schopenhauer y la de otros muchos pensadores revela que el trato directo con las obras de los grandes filósofos es lo primero que anima el pensamiento; aunque también lo es el magisterio de un profesor ejemplar, la guía de una de esas personas excepcionales que enseñe cómo encarar con rectitud el estudio de las distintas disciplinas (la filosofía, entre ellas) y cómo debemos comportarnos frente al saber. Lo malo es que esos seres profesorales casi ideales escasean, y tampoco Schopenhauer los encontró allí donde se supone que deben de estar más a gusto: en las Facultades de Filosofía.
El filósofo pesimista arremetía en su furibunda filípica contra esos cátedros nada ejemplares que, apolillados en sus prejuicios, viven de la filosofía —“solo piensan en cobrar el sueldo que les paga el Estado”—, en lugar de vivir para la filosofía, es decir, “consagrándose a la búsqueda de la verdad” o, al menos, a fomentar este noble sentimiento en sus alumnos. Así veía él a los malos profesionales que desatienden su tarea, aunque lo peor de todo es que a menudo entre ellos hay también malas personas que, “envueltas en un solemne manto de gravedad y erudición, ocultan su maldad junto a su medianía intelectual”.
La indignación contra estos paupérrimos embajadores de la filosofía no es originaria de Schopenhauer. Platón inició la ofensiva en el siglo IV antes de Cristo al mostrar su desprecio por los sofistas y sus marrullerías en el libro VII de República: “El descrédito se ha abatido sobre la filosofía porque no se la cultiva dignamente; ya que no deben cultivarla los bastardos sino los bien nacidos”. Entendemos que son las personas de corazón puro y mente libre que tienen por ideal la adquisición del Bien, la Belleza y la Verdad aunque sean inalcanzables.
Kant se ocupó también de este asunto profesional de la filosofía en su escrito El conflicto de las facultades (1798). Según su parecer, las universidades y en especial las Facultades de Filosofía deben constituir espacios libérrimos en los que imperen el amor por el saber y la búsqueda de la excelencia con independencia de los poderes dominantes y sus intereses. Para el sabio de Königsberg —que lo pasó mal en la Universidad Albertina debido a ninguneos y rencillas—, servilismo es signo de mediocridad, y lo más opuesto a la lealtad y la nobleza, valores que deberán encarnar los verdaderos filósofos.
Solo “mediocridad” era lo que veía Schopenhauer por quintales entre los profesores de filosofía de su época que, embobados ante vacas sagradas de estilo oscuro y ampuloso como “el catedrático” Hegel (a quien el pesimista tachaba de “filosofastro de pega” y “soplagaitas”), lavan el cerebro a la juventud con “palabrería insustancial”. “Piensan muchos —añadía el autor de Parerga— que basta un estilo oscuro y embrollado para parecer que se dice algo serio, cuando en realidad no se dice nada en absoluto”. Y recordaba estas sentencias tan suyas que deberían esculpirse en el frontispicio de todas las Facultades universitarias: “Quien piensa bien escribe bien, y quien sabe algo con claridad lo dice claramente”. “El mejor estilo es el que nace de tener algo que decir”. La inoperancia de estas reglas también en la actualidad causa en gran parte la solemne confusión intelectual que domina en los ámbitos académicos.
Muchas de las críticas de Schopenhauer en aquella Alemania hiperfilosófica de su tiempo hacia los profesionales académicos las secundó José Ortega y Gasset en la España de 1914, clamando por la mejora de la universidad. Decía que es costumbre muy española —tanto en lo social como en lo intelectual— premiar la medianía en detrimento de la excelencia. Cien años más tarde, tal proceder sigue siendo moneda corriente en la actualidad, cuando menos en nuestras facultades de Filosofía; solo hay que constatar los resultados de los denominados “concursos de méritos” con los que se selecciona a los nuevos docentes para darse cuenta de que Platón, Kant, Schopenhauer y Ortega clamaron en el desierto; hoy, como ayer, no es el mérito lo que abre las puertas de la universidad, sino el servilismo. No es el amor a la filosofía lo predominante en las facultades que la imparten, sino la rencilla académica, la envidia y la maledicencia. La bajeza intelectual se codea con la bajeza moral incluso allí donde solo deberían reinar el gusto por el saber y la altura espiritual, cualidades que deberían revestir a quienes supuestamente profesan la inteligencia.
Schopenhauer reprobaba a los filósofos de profesión por venderse al Estado prusiano que les daba un sueldo y una cátedra a fin de que proclamasen las bondades de la tradición militarista y clerical; hoy, desde el Gobierno de España se conspira para que desaparezca la Filosofía de los planes de estudio de la enseñanza secundaria. Muchos profesionales de esta disciplina claman con razón también desde la universidad que “la filosofía enseña a ser críticos”, y que por eso quieren eliminarla de los institutos; lo cual queda muy bien dicho. Lo malo es que olvidan que esa “crítica” tan estimulante han de ejercerla en primer lugar sobre ellos mismos y sobre los usos (y abusos) que se estilan en su magna institución. Salvo honrosas excepciones, los grandes, los verdaderos filósofos o nunca entraron en las universidades o fueron expulsados de ellas. Luis Fernando Moreno Claros, doctor en Filosofía, es crítico literario. Ha publicado recientemente Schopenhauer. Una biografía. Editorial Trotta, 2014.