domingo, 14 de septiembre de 2014

"El cuarto de los niños" de Gustavo Martín Garzo ("El País")



‘El Decamerón’ de Boccacio, que consiguió un inmediato e inmenso éxito popular a pesar de la censura eclesiástica, logra escapar de las dos cárceles que amenazan a la libertad: el puritanismo y el pesimismo.

No hay separación entre el hombre y el mundo natural, nos dice este bello cuento. El tema central del libro es el ser humano real, con sus virtudes y defectos.

Corre el año de 1348 y una terrible epidemia de peste asola la ciudad de Florencia. Los muertos son tan numerosos que apenas da tiempo a enterrarlos. Se abren fosas comunes, se aprovechan los ataúdes para meter varios cuerpos a la vez, las ceremonias religiosas se multiplican inútilmente y el horror invade las calles y la vida cotidiana de la gente. Florencia pierde la mitad de su población y la sospecha de que la epidemia es un castigo de Dios por la iniquidad de los hombres, vuelve aún más lúgubre la atmósfera de desolación que rodea a los que sobreviven.

Pasan los meses y, paradójicamente, los efectos de la peste resultan vivificadores para el conjunto de la ciudad. La Iglesia pierde parte de su prestigio y la disminución de la población y la ruina de las familias importantes crea nuevas oportunidades a la clase baja. La demanda de todo tipo de servicios contribuye al crecimiento de banqueros, mercaderes y artesanos hábiles, por lo que en poco tiempo la ciudad se transforma en un hervidero de vida. Esta es la Florencia en que vive Boccaccio cuando escribe el Decamerón. Han pasado dos años desde el final de la peste y todo anuncia el surgimiento de una nueva concepción de la vida, que rechaza la primacía de lo religioso. El tema central del Decamerón será lo humano. No lo humano idealizado, reflejo de un orden superior, sino el ser humano real, con sus virtudes y defectos. Y, por encima de todo, el hombre animado por el deseo.

Pero vayamos al comienzo del libro. Tras la descripción de la peste, Boccaccio nos cuenta cómo un grupo de jóvenes damas coincide en una iglesia. Son siete, y deciden dirigirse a alguna de sus posesiones campestres a fin de huir del horror que las rodea. Tres apuestos varones se ofrecen a acompañarlas, y juntos abandonan la ciudad maldita para refugiarse en una villa de las afueras. Se preguntan entonces qué harán con su tiempo, y deciden contarse historias. Llegan a un acuerdo, cada día uno de ellos será el rey o la reina de los otros y les encargará el tema sobre el que deben versar sus relatos.

El cuento de nunca acabar, así llamó Carmen Martín Gaite al cuento de la vida. Pero si lo que importa es esa rueda de los cuentos, ¿por qué Boccaccio elige el marco tenebroso de una peste para ponerla en marcha? Algo así sucede en Las mil y una noches, donde Sherezade cuenta sus historias en la alcoba del ogro. “La muerte es la mayor aventura”, exclama Peter Pan en la novela de J. M. Barrie. Orfeo desciende al submundo para recuperar a su amada Eurídice, y a cambio tiene que renunciar a mirarla y a hablar con ella. Conocemos el relato de Orfeo, pero ¿cómo habría sido el de Eurídice? ¿Cómo hablarían los muertos de lo que encuentran si pudieran regresar al mundo? ¿Cómo hablarían de todo aquello que ya nunca podrá ser suyo: los lechos de sus amantes, la compañía de los animales, el amor de los niños? ¿Qué importancia tendrían para ellos los pequeños o grandes dramas de la vida si a cambio pudieran participar en ellos? “Jamás renunciaría a la locura de este mundo, —escribe Faulkner— a pesar de su infinita tristeza”. Es lo que hacen todos los grandes narradores: mirar el mundo con los ojos de los muertos.

Chesterton escribió que las dos cárceles que amenazan la libertad de los hombres son la cárcel del puritanismo y la cárcel del pesimismo, y el Decamerón logra escapar de las dos y, como el cuarto de los niños, “guarda goces que el puritano no puede prohibir ni el pesimista negar”. El mundo del relato sustituye al paraíso y nos lo recuerda. Hay al final de Otelo un momento extraordinario. Desdémona, consciente de que no logrará convencer a Otelo de su inocencia, le pide que al menos la regale esa noche. “Por favor, le dice, mátame mañana”. Ese tiempo robado a la muerte es el tiempo del relato. Tendrás una nueva historia, le dice Sherezade al sultán, si me concedes un día más. Ese tiempo se confunde con el que nuestras bellas damas y sus dispuestos caballeros tratan de ganar con sus historias. Estamos en el mundo de Sherezade, donde contar es pedir a la vida un día más. Contar para seguir en el mundo contemplando su locura y su belleza.

El libro de Boccaccio fue prohibido por la Iglesia, pero conoció un inmediato e inmenso éxito popular. Uno de sus cuentos más encantadores narra la historia del encuentro de dos amantes muy jóvenes. Se han enamorado y ella, que no sabe cómo librarse de la vigilancia de sus padres, finge pasar mucho calor en su alcoba durante las noches y logra que le dejen dormir en la terraza, donde el aire es más fresco y donde podrá disfrutar del canto del ruiseñor. Será allí donde se reúna con su enamorado. Mas una noche, tras el repetido goce, la parejita se queda dormida y el padre de ella les descubre al amanecer en el lecho. Ambos están desnudos y ella tiene en su mano el sexo de su amigo. El hombre corre a buscar a su esposa y le dice que se levante de prisa y que vaya a ver cómo su hija ha cogido y tiene en su mano el ruiseñor que tanto le gustaba. Los dos deciden hacer la vista gorda y limitarse a casarles. El sexo en esta historia es visto como un deseo natural que no cabe aplazar, y a cuya gozosa ley hay que rendirse. Devuelve a la naturaleza a los jóvenes amantes, les pone en contacto con las otras criaturas del mundo, transforma la terraza en que duermen en ese “cuarto de los niños” al que se refiere Chesterton.

El Decamerón está compuesto por 100 relatos. Sus argumentos no son por lo general invención de Boccaccio; de hecho, se basan en fuentes italianas más antiguas o, en ocasiones, en fuentes francesas o latinas. En realidad, casi todos los relatos giran sobre el deseo sexual y sobre cómo arreglárselas para satisfacerlo. No hay en ello atisbo de culpa, pues hombres y mujeres no hacen sino servir a la naturaleza, que es quien pone en ellos los deseos que deben satisfacer, por lo que el mal nunca está en el sexo en sí sino en quienes lo pervierten con sus prejuicios, su hipocresía o sus intereses. Todo esto queda claro en la historia más bella del libro: la historia de la desdichada Lisabetta. Sus hermanos matan a su joven amante, pero este le revela en un sueño donde está su cuerpo y ella, tras desenterrarlo, toma su cabeza y la esconde en un tiesto de albahaca que cuida en su cuarto. La albahaca florece llena de hermosura gracias a las lágrimas de la infeliz amante, lo que hace sospechar a los hermanos que, al descubrir su secreto, harán desaparecer la cabeza para evitar que pueda descubrirse su crimen, lo que termina causando la muerte a la pobre muchacha.

No hay separación entre el hombre y el mundo natural, nos dice este bello cuento. El cuerpo amado vuelve a la tierra de donde regresa transformado en una albahaca. Estamos en el reino de las metamorfosis, cantado por Ovidio, donde los cuerpos se transforman en árboles, ríos o constelaciones, siguiendo la leyes eternas de las correspondencias. Y no importa lo triste que sea el final del cuento, lo que quedará en nuestra memoria es la imagen de esa albahaca floreciendo en el balcón de la muchacha. Nada puede agotar el mundo del deseo y el de la belleza. Una albahaca nos dice que el amor es fuerte como la muerte; y el canto de un ruiseñor, que no se puede causar daño o perjuicio a las cosas hermosas del mundo. Cosas así podemos leer en este libro admirable.

sábado, 13 de septiembre de 2014

El tiempo de las leyendas


Era el tiempo 
en el que el vino y el aceite
se guardaban
con el oro y el bronce
en la misma despensa.
Era el tiempo 
de los aventureros,
de los maridos traicionados,
de las sirenas acechantes
de las diosas enamoradas.
Era el tiempo 
en el que los hombres
se escondían
cuando la ira acechaba
por no tomar decisiones inadecuadas.
Cuando las mañanas
lucían dedos rosáceos
y los vientos aullaban 
para alimentar la mar.
Cuando las mujeres
tejían sudarios
con que ahuyentar
a los sátiros
y los hijos luchaban
contra el destino
por recuperar
al padre.
Cuando los dioses 
servían para explicar el mundo
y no para temerlo.
Era el tiempo
de las leyendas,
el tiempo que nunca existió
y en el que todos creemos.

sábado, 6 de septiembre de 2014

"Amor cortés" de Juan Bonilla


 El amor es un invento del siglo XII. Ha llegado al siglo XXI, aunque así-así, reproduciéndose en otra forma bastante más perjudicial para el alma aunque más dilecta para el cuerpo: el amor romántico. Tiene los días contados. ¿Cuál es el cometido de ese amor ahormado por los trovadores y llevado a su cima de expresión espiritual por Dante? Mejorarnos. Sí, hacernos mejores personas. Es una religión. Descubre que el alma está en el deseo, y que para mantener viva una pasión el deseo no puede ser satisfecho. Inventa para el amante una guía –la dama- que lo conduzca a los prados de la exaltación de todo lo que existe. Los trovadores también inventaron la primavera. Por supuesto es una construcción, una ficción, un género literario. Para quienes digan que la literatura nunca ha tenido influencia en la realidad, he ahí un bonito ejemplo de lo equivocados que están: el Ya es primavera en El Corte Inglés, con todo lo que eso significa, con el "vamos a gozarnos un poco" que lleva implícito el eslogan, podría haber sido el  verso de un trovador.
 Ahora Jaume Vallcorba ha publicado en El Acantilado un librito delicioso explicándolo. Se titula De la primavera al Paraíso y se subtitula El amor, de los trovadores a Dante. Con encomiable economía y ejemplos muy acertados de cada una de sus apreciaciones, da una lección erudita sin asomo de pedantería, volviendo muy vivos a los dos, a los trovadores y a la erudición.
Safo.
"La insistencia en el amor como motivo y motor íntimo del canto, como punto de partida y organizador íntimo del poema, es común y universal en el mundo trovadoresco. La canción se vuelve posible porque el amor se ha hecho dueño del poeta y en todo lo gobierna", escribe Vallcorba, que pasa enseguida a demostrar cómo el amor de los trovadores añade a los motivos clásicos del amor –la mudez de Safo, el insomnio de Fedra, los temblores de Catulo- un espíritu solar, una alegría, que no sólo mejoran al poeta como persona, sino que lo trascienden para afectar a la sociedad en la que el poeta se desenvuelve. Este amor, que Gaston Paris bautizó en 1883 como amor cortés, se sustentó en la traslación de las formas del mundo de la realidad vasallática al de las relaciones amorosas. Así el amante, de cualidades muy inferiores a las que adornan a la dama a la que aspira –siempre casada, de donde necesite de un pseudónimo para no alertar al marido, y esquivar al marido será uno de los juegos inevitables y peligrosos del amor-, si es aceptado por ella, le rinde una pleitesía que entra dentro del orden militar, creando de esa manera un marco insólito en las relaciones eróticas.
Vallcorba dice: "La relación copia el ritual y las obligaciones jurídicas de las auténticas ceremonias de vasallaje, y en ellas el poeta se instituye libremente vasallo de una mujer a la que promete servir para siempre como señora feudal, convirtiéndola en un señor, en su señor". Ni que decir tiene que se trata de una suplantación de cualquier verdad comprobada, que se mantenía siempre en el terreno de una ficción galante. Eso produjo un gran caudal de composiciones –entre nosotros historiadas y recopiladas y traducidas por Martín de Riquer- donde triunfa el 'joi', la alegría, la juventud, el juego, algo que vino a configurar unos modos cuyas flechas alcanzaron mucho más allá de las cortes donde se producían, que llegaron a la poesía del siglo XX dejando huella en poetas tan importantes como Pound, Auden o Gil de Biedma.
 De la tradición, por supuesto, tomaban el arte de engalanar al ser deseado de los mayores méritos –"Un dios me parece este que a ti se acerca", escribió Safo- pero exagerándolos sin comedimiento alguno, pues de esas excelencias –en lo físico y en lo moral- debían nacer las canciones que escribían: las canciones eran notas a pie de página de las excelencias –inventadas- del ser deseado. Sólo un trovador, Guillermo de Aquitania, se lo tomó con sarcasmo igualmente excelente; suya es, entre otras, esa canción donde cuenta que se tira ciento ochenta y tantas veces a dos damas que se encuentra por ahí.
Para el amor cortés es vital la insatisfacción: "En tal tensión insatisfecha se manifiesta otra incuestionable verdad humana, que ofrece un rendimiento extraordinario en términos prácticos: al eliminar la posibilidad de su satisfacción, el deseo se mantiene constantemente vivo. La satisfacción del deseo implica su desaparición, lo que repugna al pensamiento trovadoresco, que quiere al amor constantemente en tensión, sin pausas, incesantemente alerta". Por supuesto esa insatisfacción era igualmente ficticia porque como decía Martín de Riquer no podemos dar por buenas varias generaciones de trovadores castos.
Vallcorba apunta –y no sé si es el primero en apuntarlo- que esas canciones de trovadores que se recopilaban con una Vida del trovadorantecediéndolas, una Vida escrita por mano anónima, inventaron también un género: el relato breve, pues esa recopilación de Vidas de los trovadores y sus damas –traducidas y editadas por Riquer en El Acantilado- componen el primer ejemplo de recopilación de relatos breves de las literaturas románicas. Y entre ellas hay algunas obras maestras a las que no hay que hacer caso alguno como biografías, pero son perfectas muestras de narración breve. "El amor –escribe Vallcorba en este espléndido librito- se establece como una experiencia global, que afecta a la totalidad del poeta y su entorno. No es un aspecto parcial de su personalidad ni un accidente. Ovidio lo había explicado muy bien pero los trovadores lo llevan más allá". Tanta fue su influencia que los poetas toscanos aprendieron a rentabilizar con altos resultados esa potencia de la distancia entre amador y señora, transformando las distancias dibujadas en el mundo feudal por otra igual de insalvable que la imaginada por los feudales: la dama se convertirá en un ser espiritualizado, vago, sutil y vaporoso. En un ángel. Con su contacto, enamorando al poeta, limpia el corazón de éste de toda vileza.
No lo sabían, claro, pero estaban prestándole un peldaño a una de nuestras cimas: Dante Alighieri. Si los trovadores pusieron la primavera, Dante, con el corazón penetrado por una inteligencia nueva que puso allí el Amor, el que mueve al sol y a las demás estrellas,  inventará el Paraíso.

domingo, 31 de agosto de 2014

"Collige virgo rosas"


"Collige virgo rosas", 
leyó en un poema antiguo.
Era lista, 18 años,
supo entender el tópico.
Salió dispuesta a recoger 
los frutos de la juventud
antes de que se pudrieran.
Salió entusiasmada
a gozar de su carne,
todavía lozana.
Pero nadie la miraba.
Sus medidas no se avenían 
con las pautas de la moda:
el vientre formaba pliegues,
los labios, escamas,
los ojos, legañas,
los muslos, piel de naranja...
Volvió a leer a un autor moderno:
"Collige virgo rosas".
Se lavó, se perfumó,
se compró ropa.
Todo baldío,
los hombres la huían,
las mujeres reían.
Le repitió su profesor de literatura:
"Collige virgo rosas".
Comprendió la explicación
mejor que nadie,
mientras se atusaba
los vellos de la barbilla.
No pudo dar vida al tópico,
se atascó en las veleidades
estéticas de lo posmoderno
y optó por la literalidad.
Salió a la calle
armada con cuchillo
afilado.
Vio una chica rubia,
de labios jugosos,
de hombros tersos,
de sexo hirviente.
Se acercó a ella
y le dijo quedamente:
"Colligo virgo rosas".
mientras le sajaba 
el cuello de garza.
Lamió la hoja,
que ardía de sal
y delicia.

martes, 26 de agosto de 2014

"El malogrado guardián de la belleza" de Antonio Lucas



  • Encarna al gran poeta romántico en una tradición, la británica, que dio de sí algunos de los románticos más extremos de la literatura

  • Tan sólo tuvo cinco años para trazar buena parte de lo mejor de su obra. Incomprendido y denostado en su época, su actitud y su infortunio apuntalaron su tierna leyenda


Para morir a los 26 años y dejar en herencia una valija de poemas asumidos como el catón del romanticismo británico hay que haber atravesado el fondo de muchas tinieblas. John Keats dio el estirón final como escritor en el último recodo de su vida, cuando aún tenía mirada de doncel y unos pulmones de azúcar tierno troceados por la tuberculosis. Antes de ese final sublime, bombeando versos del pecho entre esputos de sangre, fue principalmente un poeta maltratado y mal entendido que medía exactamente "cinco pies de estatura" [152 centímetros].
Aquel muchacho bruñido de grecias y clasicismo nació junto a una caballeriza en 1790, a las afueras de Londres. Dio el primer vagido mientras su padre ensillaba un potro para la doma. A los pocos años, aquel mismo caballo derribó al progenitor en un quiebro rampante dejando cinco huérfanos y una madre que tampoco tardaría en morir de tisis. John Keats, con la dolescencia en pleno festival, quedó al cuidado de una abuela que escogió dos tutores para 'esponsorizar' la educación de aquel muchacho que ya mostraba un formulario espiritual marcado por la literatura. Lo quisieron reconducir y convertirlo en cirujano, pero acabó de boticario dispensando infusiones de brea contra la viruela.
Para entonces, tenía el alma felizmente infectada de lecturas de Virgilio. A los 15 años traducía la Eneida con la pasión indomable de quien se adentra en un mórbido laberinto. En su camino se cruzó el editor y poeta Leigh Hunt y el joven Keats puso a remojo la farmacia para enclavijarse definitivamente en el oficio de las letras. Accedió al selecto círculo de los románticos a plazo fijo: Percy B. Shelley, Lord Byron, Coleridge, Wordsworth y compañía. Entre todos se elogiaban con falsa puntilla de buenos modales y se apuñalaban después como golfillos de billar.
Abandonó los estudios de cirujano para dedicarse de pleno a la poesía
El primer libro de Keats, 'Poemas', publicado en 1817, no interesó a casi nadie. Sólo veían en él la estela densa de un hiperestésico incapaz de trascender el espacio de una emoción. Para entonces vivía volcado en escribir. Había trazado una hoja de ruta con el cálculo de una década hasta lograr esa obra total que doblaría la mandíbula de sus amados Homero, Shakespeare o Milton. Pero para aquella ambición los dioses sólo le concedieron cuatro años. Y dos de ellos enfermo. Contrajo la tuberculosis en un viaje de dos meses por Escocia, una de las escasas expediciones que pudo cumplir en sus pocos años. Fue en busca de nuevos paisajes y emociones para ensanchar su mundo poético.
Al regreso de aquella aventura se alojó en la casa de su amigo Charles Brown, donde conoció a la única mujer que le dispuso para el amor, Fanny Brawne. Escribió el 'Endymion', que también cayó en desgracia entre la crítica, a pesar de que dentro se alojan versos memorables: "Una cosa bella es un gozo eterno". Con Fanny, su único cobijo contra la tormenta, mantuvo una correspondencia febril y furtiva, a veces con cartas delicadas pero rubricadas con el escroto, tocadas de una cólera de enamorado llameante. Estaba encendido de un amor tan soberanamente fiero que podría haber aullado aquello otro que apuntó Saint-Exúpery: "Amar no es mirarnos el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección".
Aquel epistolario lo publicaron los hijos de Frances Lindon (con ese nombre murió Fanny tras siete años de matrimonio con Louis Lindon) y armó el escándalo en la estrecha sociedad victoriana: "Me has cautivado con un poder que soy incapaz de resistir; y sin embargo lo era hasta que te vi; y desde que te he visto me he esforzado a menudo en razonar contra las razones de mi amor. Ya no puedo hacerlo, el dolor sería demasiado grande. Mi amor es egoísta. No puedo respirar sin ti...".
Junto a las cartas, Keats dejó también un rastro de folios en los que reflexionó sobre la poesía y su mecánica celeste con una profundidad que quizá no alcanzó de igual modo en buena parte de sus poemas. En esas reflexiones tomó por asalto la vida aquel ser que nunca fue ajeno a los conflictos de su tiempo.
Su romanticismo fue una sacudida, un vozarrón de madrugada
En 1818, Keats era ya un romántico del norte que se había preñado de clasicismo mediterráneo. La vida empezaba a ponerle fecha de salida. El Romanticismo inauguraba la modernidad con un pediluvio de rebeldía que tenía su kilómetro cero en la insatisfacción ante lo real y en la idea de la libertad como un vasto océano incompatible con el puritanismo de una cierta burguesía cínica, conforme y censora. El Romanticismo fue una sacudida, un vozarrón de madrugada calentando los aleros de nuevas revoluciones pendientes.
En la obra de Keats está concentrada la gravedad del otoño. Y ese aire se respira aún hoy en la mansión de Wentworth Place (Londres), donde vivió. Una casa color blanco roto situada en el corazón del barrio de Hampstead y que acoge la utillería del poeta: retratos, escribanía, la cama minúscula, facsímiles, un camafeo con un mechón de pelo de Fanny y un yeso que es la mascarilla mortuoria del poeta, con esa nariz en pico de los muertos y los labios recogidos hacia dentro.
John Keats fue el más malogrado de los románticos ingleses. El menos fastuoso de experiencia. Y, sin embargo, el más sensible. Si alzas su retrato apuntando al sol, en él ha quedado el reflejo mágico de un tiempo sumergido. Aprendió sufriendo lo que enseñó cantando. "La belleza es la verdad, esto es todo lo que sabes de la Tierra, todo lo que necesitas saber".
Los últimos años de John Keats fueron un glorioso galope hasta concretar cuatro o cinco poemas necesarios que han quedado en pie después de devastaciones y abstrusos cánones académicos de todo pelaje: 'Oda a un ruiseñor', 'Oda a una urna griega', 'Oda a Psique', 'Oda a la melancolía'... Aparecieron en su último libro, de 1820, Lamia y otros poemas.
En esos días la tuberculosis le iba trepanando ya por dentro. Los médicos le sugirieron cambiar Londres por las bondades climáticas de Italia. En los primeros meses 1820, junto al pintor Joseph Severn e invitados por Percy B. Shelley, marchó hacia Roma. Keats revivió brevemente casi un año, pero no dejó de sentir una extraña sensación de fugacidad, de extravío, de meta. Su destartalada salud entró definitivamente en barrena. Murió el 23 de febrero de 1823 junto a la Plaza de España de Roma. Murió con esa violencia de quien cae al suelo demasiado joven y aún no quiere abandonar este galante carnaval de insidias y sonatas. Murió convencido de haber fracasado.

"Mientras haya bares" de Juan Tallón

















Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza. Nada está bastante perdido si todavía puedes dar un portazo, irte de casa y bajar al café. Claudio Magris es uno de esos escritores que no puede trabajar en casa, donde te acechan la familia y los objetos cotidianos. El bar es el sitio, sostiene, “donde la soledad se verifica en medio de los demás”. Se trata de un espacio en el que “no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el desencanto”. El novelista italiano acude a escribir casi siempre al Café San Marcos, en Trieste. Está acostumbrado a su torbellino, donde nada lo molesta. En Microcosmos, uno de sus más interesantes libros, rinde homenaje a los cafés. Joya del art nouveau, se trata del mismo local en el que Italo Svevo solía empezar sus mañanas, con la segunda caja de cigarrillos del día a medio fumar. No demasiado lejos de allí, en el Café Stella Polare, Svevo recibía clases de inglés de James Joyce, que también a menudo escribía en bares. Magris necesita intimidad, y el bar es el lugar perfecto. Solo hay gente y ruido. Al parecer, son la clase de condiciones adversas que favorecen el tipo de aislamiento en el que su literatura
avanza con determinación. Porque no se trata tanto de estar solo, como incomunicado, y eso lo consigue pese al ruido de la clientela y la máquina del café. Las multitudes, y sus barullos, también arrullan. Hay un momento en Gilda (1946), de Charles Vidor, en que el individuo que limpia los baños del casino consuela al personaje que interpreta Rita Hayworth diciéndole: “Con tanta gente se siente uno solo”. Esta clase de multitud, justamente, es la que consuela a Magris y lo acuna para escribir entre el gentío. César Aira, desde las cafeterías del barrio de Flores, en Buenos Aires, también cultiva esta suposición: el bar ayuda a escribir. “Yo necesito una mezcla de concentración y distracción”, asegura, y eso solo se lo proporciona un local lleno de gente comentando trivialidades en la barra. “Si hay suerte, alguna me sirve para la siguiente novela, incluso para dar un giro a la que estoy escribiendo en ese momento”.
La literatura no siempre tiene que ver con la comodidad de una habitación con vistas, ni con la posibilidad de escribir en bata y en zapatillas a cuadros, mientras buscas la novela perfecta desde tu hogar. Hay muchas formas de comodidad, y entre ellas se encuentra el fastidio de un local ruidoso y transitado, cuando no con olor a cebolla frita en el ambiente. No es lo peor que puede haber en el aire.
En 1922, instalado ya en París,Ernest Hemingway bajaba a escribir al café que había en la planta baja de su edificio, donde se bailaba bal musette a todo volumen. Allí escribió sus primeros cuentos, mecido por el caos, incluso el mal gusto, y bebiendo ron Saint James, con propiedades aislantes. Todo el instrumental que precisaba eran la bebida, las libretas de lomo azul, los lápices y el sacapuntas. Poco después de que su primera mujer, Hadley Richardson, extraviara durante un viaje en tren la maleta con su primer manuscrito, el autor norteamericano se puso a escribir en La Closerie des Lilas FiestaEl ambiente del local le sentaba bien a su estilo. Allí plasmó también parte de Adiós a las armas.
En realidad, las cosas más interesantes, si eras un escritor floreciente, solo podían sucederte en aquel lugar. Allí, de hecho, Francis Scott Fitzgerald le dio a leer El gran Gatsby, después de conocerse, en 1925, en el bar Dingo. En aquellos años felices, entre guerras, todo lo bueno ocurría en la cama y los bares, como en la actualidad, probablemente. Aunque no se puede hablar de la generación perdida, como su madrina Gertrude Stein la bautizó —”You’re all a Lost Generation“, le dijo a Hemingway durante una de sus conversaciones—, sin mencionar el último reducto: el bar del Ritz. Casi al final de la Segunda Guerra Mundial, Ernest se sumó a las escaramuzas para liberar el local de la presencia alemana. Y una vez liberado, lo celebró como se debe. La leyenda dice que se bebió 51 dry martinis. Puede ser. En Al romper el alba confiesa, esclarecedoramente: “Por lo que contaban, Churchill bebía el doble que yo y acababan de darle el premio Nobel de Literatura. Yo lo único que intentaba era ir aumentando mi cuota de alcohol para estar a una altura razonable por si me daban el premio a mí, ¿quién sabe?”. A varias horas de vuelo del Ritz, la leyenda dice que William Faulkner redactó Mientras agonizo sentado en una piedra y apoyando el papel y la bebida en una carretilla volcada, lejos de cualquier sospecha de comodidad. Puestos a elegir, él prefería el burdel. Si eres escritor, sostenía, no existe mejor ambiente que el que te encuentras en un prostíbulo, que, en el fondo, es una evolución del bar de toda la vida. “El mejor empleo que jamás me ofrecieron —señaló en una entrevista a The Paris Review— fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en el que un artista puede trabajar. Disfruta de perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre la cabeza y no tiene nada que hacer excepto llevar unas pocas cuentas y pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para escribir. Por las noches hay suficiente ambiente como para que el artista no se aburra”.
En literatura, el confort es relativo. A menudo ni siquiera resulta confortable. César Aira, en comparación, necesita mucho menos que Faulkner: una mesa, una silla y, por lo demás, estar rodeado de tipos a los que no conoce. Solo así, sitiado y solo, cobran forma sus libros. Y para eso, muy lentamente: una página al día. En realidad, necesita el bar tanto como la lentitud. En honor a la verdad, precisa el bar, la lentitud y unos cuadernos de papel lisos, sin líneas ni cuadrículas, que le provee un señor de la Casa Wussmann, que también fabrica los billetes para la Casa de la Moneda de Argentina. Con todo esto, y una estilográfica Montblanc, ha escrito un número indeterminado de novelas. Sesenta. Tal vez setenta. Quizá ochenta. Nadie sabe a ciencia cierta cuál es en cada momento la última novela de César Aira, porque aunque escribe lento, escribe corto, y eso le permite a veces publicar tres libros a la vez. Hay en Argentina cierta tradición a escribir en los cafés. En las cafeterías de la Plaza Dorrego coincidían a menudo Osvaldo Soriano y Jorge de Paola. Frente a frente, en la misma mesa, cada uno trabajaba sobre sus textos, ignorándose. En una ocasión, cuando Soriano estaba a punto de finalizar Triste, solitario y final, se quedó bloqueado. No sabía cómo cerrar la historia. Jorge tomó el manuscrito, lo leyó y dictaminó: “La novela ya la terminaste y no te diste cuenta”. Soriano lo miró con desconcierto, como cuando te habla un perro. “Escribiste un capítulo y medio de más”, precisó De Paola, y así pudo publicar Soriano su primera novela de café, El soplido del versoEl bar tiene algo, digamos, atmosférico, abrumador y feliz, sin contar la bebida. Cuanto menos selecto, a veces, mejor. Todos sabemos que, por momentos, la vulgaridad es una hamaca, y que la vida, después de todo, está compuesta de unos momentos por aquí, y unos momentos por allá. A continuación, te mueres.
Si tienes mala suerte, ni siquiera te mueres. José Hierro fue, seguramente, el último gran poeta de bar. Sostenía que la poesía “sopla” dónde y cómo quiere, así que él se encerraba en el bar La Moderna, a dos pasos de su casa en Madrid. Porque los poemas surgen “al hilo del vivir”. No había que esperarlos con ceremonia, ni siquiera recibirlos en casa, sentado a una mesa de madera noble, o en un sofá orejero. Cualquier lugar, incluido el más vulgar y anodino, valía. En su última época, con problemas incluso para respirar, los obreros y estudiantes que acudían a La Moderna por las tardes veían llegar a Pepe Hierro empujando la poesía y el carro con la bombona de oxígeno. Se había acostumbrado demasiado íntimamente a aquel ambiente, y el poema solo se acercaba a él si silbaban con desesperación la máquina tragaperras y las tazas, si se arrastraban las sillas y si la máquina de moler el café hacía vibrar las paredes, con ese ronquido tan molesto y necesario. Entretanto, sin nada de solemnidad, Pepe escribía y sorbía chinchón, como si la poesía fuese esa hora y media de partida de tute diario, durante la que te olvidas de que eres mortal, y que antes o después tendrás que abandonar tu hogar para regresar a tu casa. En alguna ocasión declaró que no es que le gustase por encima de todo escribir en el bar, pero sí que aborrecía escribir en casa. En realidad, le resultaba imposible. “Cuando mis hijos eran niños yo escribía en casa y, de repente, venía uno y te preguntaba sobre tal o cual ejercicio o te pedía dos pesetas para la lechuga. Y decidí escribir en los bares, a
pesar del ruido”. A varios cientos de kilómetros, pero tampoco muchos, Josep Marí le pide lo mismo a la cafetería Milán, en la Vía Púnica de Ibiza: que meta barullo, para abonar la profundidad del verso, como si el verso, en última instancia, saliese de la tierra. Pasados los años, el poeta ya se ha mimetizado con el local. Marí asegura no soportar los ruidos exteriores cuando está en su casa, pero “el ruido de un bar es general y confuso, un ruido que no me molesta, más bien me acompaña, de manera que siempre me ha gustado escribir en los bares”. Se confirma la existencia de cierta atmósfera atroz pero favorable. En su caso, el bar es el lugar ideal para escribir su diario. “Pero la poesía también es posible en un lugar como este, por supuesto”. En el Milán compuso los sonetos de Respira el món.
Lejos, a varias semanas a nado, y después andando, hubo un tiempo que los cafés suizos columpiaban con un ruido especial. Durante la Segunda Guerra Mundial acogieron a muchos autores perseguidos, ávidos de paz y ruido. Y dispuestos a escribir como fuese. En el Café Odeón de Zurich era habitual ver escribiendo a Thomas Mann y Bertold Brecht. Cada uno metabolizaba el asilamiento a su modo. También en Zurich, en el café Voltaire, James Joyce se empleó a fondo en el Ulises. La historia está plagada de capítulos así: escritores en bares de otra época en pos de la inmortalidad. Lord Byron y Henry James apremiando sus textos en el café Florian, en Estambul; en la misma ciudad, mucho tiempo después, Agatha Christie redactando Asesinato en el Orient Express desde una mesa del café del Pera Palace Hotel; Benito Pérez Galdós a lo suyo en el café Iberia de Madrid; Gustavo Adolfo Bécquer consagrado a sus Rimas en el café Suizo
La poesía, en realidad, brota en cualquier sitio lo suficientemente antipoético. Jaime Gil de Biedma aseguraba que algunos de sus mejores poemas los había compuesto en circunstancias tan adversas, aparentemente, como reuniones de negocios. “Los negocios son muy buenos para los negocios, pero también para el poema”, decía. En su opinión, las actividades cotidianas eran idóneas para la poesía. “Se puede estar hablando con alguien y pensando en el poema. Es, además, bueno para el poema”. Tan es así que el Felix Krull de Thomas Mann hablaba en alejandrinos cuando hacía el amor. Sartre también necesitaba el ruido de las cafeterías para escribir y pensar. El bullicio y el caos eran buenos para su existencialismo. De hecho, los bares de París favorecían casi cualquier texto, si no tenemos en cuenta a Marguerite Duras, que prefería llevarse el bar al escritorio de casa. Julio Cortázar se aproximó también a Rayuela desde las cafeterías de la ciudad. Para llegar al resultado final, necesitaba el silencio y la tranquilidad del domicilio. Pero antes, cuando no sabía a dónde se dirigía el proyecto, trabajaba en cafés. “Escribí largos pasajes de Rayuela —confesaría— sin tener la menor idea de dónde se iban a ubicar y a qué respondían en el fondo. […] Yo tenía en los cajones, encima de las mesas y demás, en París, montones de papelitos y libretitas donde, sobre todo en los cafés, había ido anotando cosas, impresiones”. Cuando eres escritor, y te dejas caer por el bar, todo puede suceder. Incluso vomitar sobre un poema recién escrito, como Dylan Thomas en la White Horse Tavern.En bella armonía con la teoría de Gil de Biedma, Juan García Hortelano escribía hablando y escuchando en la tertulia del Dickens. En una de esas maniobras simultáneas —escribir, hablar, escuchar— el joven poeta Antonio Martínez Sarrión trató de convencerlo de que los Rolling Stone eran mejores que Los Panchos. Escribiendo, y con un coñac en la mano, García Hortelano lo escuchó atentamente. Luego, sin dejar de escribir ni de beber, se dirigió a los demás miembros de la tertulia: “Miren lo que dice El Moderno”. Y Sarrión fue para siempre El Moderno.

lunes, 25 de agosto de 2014

"El nuncio espiritual"




  • El padre del esperpento vio en su relato sobre el conflicto europeo la ocasión de desprenderse del modernismo y aventurarse en un nuevo estilo literario más cercano al expresionismo
Sentado en la terraza de un café en el Barrio Latino, Valle-Inclán repetía: "El vuelo de noche ha sido una revelación. Será el punto de vista de mi novela, la visión estelar". Todos se miraban incrédulos. El representante de la Casa de la Prensa francesa, dependiente del Ministerio de Negocios Extranjeros, murmuraba: "Eso es lo malo de tomar hachís". Y Corpus Barga, que había sido su anfitrión durante los dos meses de su estancia en Francia se resignaba: "DecididamenteValle-Inclán no era un novelista bélico ni desde luego, propagandista".
En los primeros días de mayo de 1916, el diario 'Le Matin' había anunciado su inminente llegada a París creando gran expectación entre los principales escritores e intelectuales franceses, que lo consideraban el representante de la nueva literatura española. Él, según Barga, se comportó como el auténtico "nuncio espiritual" de España, entrevistándose con el jefe del Gobierno y con varios ministros y generales, que le acompañaron en su visita al frente. Nada era gratuito, claro. Como la de tantos otros intelectuales, su pluma fue requerida para cantar las glorias de la causa aliada. Lo llevaron a Alsacia, Champagne y Vosgues y su presencia no pasó desapercibida: "Llevaba capote, boina, polainas y una maquila cogida de la muñeca con la correa", relata Barga. "Por el laberinto de las trincheras se andaba con dificultad, tropezando constantemente en fila india. La falta del brazo hacía que Valle-Inclán no pudiera apoyarse en la pared izquierda y al tropezar en el suelo se cayó algunas veces".
Retirado de la vida teatral madrileña a la fuerza, tras sus continuas discusiones con María Guerrero y Pérez Galdós, entonces director de El Español, Valle-Inclán vivía en Galicia alejado de la literatura desde 1912, y allí, en Cambados, le sorprendió el estallido de la Gran Guerra. Como otros españoles, anhelantes de cruzadas y guerras civiles, vio la posibilidad de arremeter contra el Gobierno por no tomar partido en el conflicto y se puso a la cabeza de la defensa de los aliados y del ataque a los que defendían a Alemania y Austria. Para él, como para los que se prestaron al burdo juego de la propaganda, el mundo se dividió entre los defensores de la civilización y los del anti-humanismo, o dicho con sus palabras: "El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición, están otra vez en guerra". Resurgió en él el personaje bronco y apasionado que le llevó a perder un brazo en una discusión con su amigo el periodista Manuel Bueno en el Nuevo Café de la Montaña, y se le pudo ver, como cuenta Díaz-Plaja en 'Francófilos y Germanófilos', en el Ateneo de Madrid lanzando los céntimos que tenía en el bolsillo contra los "partidarios de Hindemburg" y gritándoles: "Tomad mercenarios". Luego en la calle del Prado "se repartieron unos garrotazos y unos puñetazos". Algunos le atribuyen la redacción del manifiesto aliadófilo publicado en 'Iberia' (revista creada poco antes con fondos franceses) el 10 julio de 1915, que inició una auténtica guerra de manifiestos en la prensa, pero Jacques Chaumié no duda de que fueron los servicios de propaganda franceses los encargados de elaborarlo. Chaumié que había sido cónsul en Málaga, era en ese momento diputado de la Asamblea Nacional y encargado de llevar a cabo misiones de Estado en España, razón por la que sería detenido en el verano de 1917 acusado de estar implicado en la huelga revolucionaria, según cuentan Eduardo González Calleja y Paul Aubert en Nidos de espías. Pero antes de esto, había sido traductor y amigo de Valle y fue él quien le organizó el viaje a Francia, fruto del cual publicó 'Un día de guerra (visión estelar)' en 'Los Lunes del Imparcial', en dos partes: 'La media noche', en el otoño de 1916 y recopilada en forma de libro en 1917 (con el título de 'La media noche. Visión estelar de un momento de guerra'), y una segunda parte, en el invierno de 1917 con el título de 'En la luz del día'.
En el texto de Valle, del que no quedará muy contento ("he fracasado en el empeño, mi droga índica en esta ocasión me negó su efluvio maravilloso", escribirá, confirmando las sospechas de Barga y sus 'amigos' franceses), se mezcla un nuevo lenguaje, que va dejando atrás el modernismo, para él muerto ya en ese 1916 en el que murió Rubén Darío, y se adentra en un expresionismo que muchos de los que conocen su obra consideran la antesala del esperpento. Como si las contemplara desde el aire, marcado como quedó de sus vuelos nocturnos sobre el campo de batalla, describe el horror de las trincheras: "Son zanjas barrosas y angostas. Amarillentas aguas de lluvias y avenidas las encharcan. Se resbala al andar. Los ratones corren vivaces por los taludes, las ratas aguaneras, por el fondo cenagoso y ráfagas de viento traen frías pestilencias de carroña (...) Ante los dos fosos enemigos se tienden campos de espinosas alambradas y hay esguevas donde los muertos de las últimas jornadas se pudren sobre los huesos ya mondos de aquellos que cayeron en los primeros días de la invasión". Y destaca, sobre todo, su exaltación guerrera: "¡Qué cólera magnífica!, ¡qué chocar y rebotar, qué mítica pujanza tiene el asalto de las trincheras! y ¡qué ciego impulso de vida sobre el fondo de dolor y muerte! (...) La guerra tiene una arquitectura ideal que sólo los ojos del iniciado pueden alcanzar y está llena de misterio telúrico y de luz. En ninguna creación de los hombres se revela mejor el sentido profundo del paisaje y se religa mejor con los humanos destinos. Por la guerra es eterna el alma de los pueblos (...) Sólo la amenaza de morir perpetúa las formas terrenales, sólo la muerte hace al mundo divino... La Muerte es la divina causalidad del mundo".

jueves, 21 de agosto de 2014

Draganov y la literatura en las redes sociales


Dice Draganov que el día que entró en Facebook y en Twiter lo tiene señalado en rojo. Le llamó la atención la cantidad de personas que se llamaban a sí mismos escritores (que él, un crítico de experiencia, no conocía a ninguno) y el ingente número de "poemas", citas sentenciosas y relatos que se encontró en la red. Para Anastas supuso volver al mundo olvidado de la educación. El escritor búlgaro fue profesor de instituto de enseñanza secundaria durante algunos años. Al comprobar la calidad de los escritos de las redes sociales, creyó reencontrarse con los trabajos de sus alumnos. Al principio le resultó curioso por la añoranza que le producían esos textos naífs e incluso tuvo la tentación de corregirlos y ponerles nota como si se trataran de verdaderos trabajos de lengua. La mayoría de ellos, por cierto, no habría aprobado.
Poco a poco le empezó a cargar esa masa informe de escritos que iban desde el más empalagoso de los ripios, hasta la redacción más atropellada, pasando por el opúsculo que desprecia las normas básicas de la gramática y la ortografía. Pronto le cansó su lectura y advirtió si no sería necesario reclamar (como para el vino) la denominación de origen para la literatura porque dada la calidad de lo que en la red se daba en llamar "escritor", "poesía" y "novela" se hacía necesario cambiar el nombre a lo que habían hecho Shakespeare y algunos otros para diferenciarlo de ese gusto por la acumulación de palabras sin sentido.
Antes, el escritor mediocre que deseaba ver publicada su obra o bien lo hacía por medio de un mecenas (los menos) o nunca se veía el lector amenazado por una accidental parada en su obra porque no solía pasar a la imprenta. Hoy cualquiera tiene un púlpito editorial en la red. Anastas analiza los peligros: vulgarizar el gusto, pervertir la esencia literaria, ocultar los verdaderos valores bajo una lluvia de mamotretos infumables... Pero no ofrece soluciones.
Draganov siempre nos brinda reflexiones acertadas, pero no suele desarrollarlas hasta el final. En vez de llevar adelante su idea sobre la denominación de origen de la literatura, lo que hizo fue renegar de las redes sociales y volver a sus referencias librescas. Eso, dice, lo deberían hacer también los que garabatean en la red poemas y redacciones de colegio. Sería una solución.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Egotismo (con "g")


Escribió un simulacro de poema
para embriagarse con la reacción de los lectores.
No tenía nada que decir,
ni se le habían roto las fibras del hígado
ni le asaltaban angustias metafísicas
ni pretendía limar las palabras
para que sonaran a yemas rozadas.
No tenía la pretensión de confesar sus miserias
ni de exponer las sombras de sus sentimientos,
tampoco se lanzó sobre el papel
para denunciar una lacra social
ni una herida en la epidermis.
Solo le importaba la reacción de los lectores.
¿Ante qué?
Si no escribía para la estética,
si no quería denunciar nada,
si no deseaba abrir la caja de sus costillas,
si no hablaba de la comezón del viento,
si no se desnudaba para regodeo de villanos,
si solo quería oír respuestas
a su vanidad,
era absurdo seguir escribiendo
sartas de palabras contaminadas de egotismo:
no escucharía a ninguno de sus críticos.

martes, 12 de agosto de 2014

Tipología del escritor, según Anastas Draganov


Según el escritor búlgaro Anastas Draganov, se puede clasificar a los escritores en tres categorías y, por extensión, se pueden establecer tres tipos de literatura si atendemos a la idiosincrasia  del creador:

1. El escritor erguido ante la realidad que lo rodea, atento a todo lo que ocurre y hábil para recoger lo que palpita en su entorno social. Podríamos llamarlo el creador lechuza, de mirada periférica. Se coloca en su atalaya y desde allí observa la evolución de sus congéneres para estamparla e inmortalizarla en sus obras. Digno hijastro de Atenea, se sirve de sus facultades para hacer de notario de la realidad.

2. El escritor ensimismado, reflexivo, atento más a sus sentimientos y cavilaciones que a los impulsos del entorno. Una imagen que representaría con claridad a este tipo de creadores sería la del Pensador de Rodin. Enclaustrado en su cerebro, desprecia con frecuencia la vulgaridad del mundo y sus contratiempos. Si consigue conectar por casualidad o por su oneroso trabajo intelectual con sus lectores suele ofrecer páginas emocionantes. El creador Rodin lo llama nuestro autor búlgaro.

3. El tercer tipo de autores con que nos encontramos es muy de nuestro tiempo. Surge en la modernidad y se ha multiplicado su número en la posmodernidad y en la sociedad tecnológica. Se trata de alguien que se quiere tanto a sí mismo que intenta una y otra vez aprovecharse de su sexo oralmente. Esta acción le provoca que solo tenga su ombligo a la altura de su mirada. Lo llama Anastas el creador Narciso. Lo único que suele conseguir plasmar en sus obras es el recuento de la pelusilla que va acumulando en el ombligo, así como una enfermiza pasión por el reconocimiento público.

Pese a la diferenciación de tipos que nos ofrece esta taxonomía, la mayoría de los literatos posee una característica común, nos dice Draganov: todos ellos tienen los brazos ocupados o inutilizados. Solo cuando les brotan o liberan las extremidades superiores y son capaces de labrar el papel como se ara un campo o como un ebanista trabaja la madera; solo cuando se olvidan de sí mismos y se acercan al común de los mortales, se consigue elaborar una obra maestra, se logra la genialidad. A los de la tercera categoría, por supuesto, les resulta casi imposible olvidarse de sí mismos y mucho menos dejar libres sus manos para otros menesteres que no sean los de sujetarse el miembro o agarrarse los muslos.

lunes, 11 de agosto de 2014

"El mundo de ayer", de Stefan Zweig, una lectura imprescindible.


Cuando un libro es capaz de aportar tanta humanidad, tanta emoción y con tal delicadeza literaria, hay que compartirlo. Lo pide el propio libro. Los principales episodios de la primera mitad del siglo XX se recorren en sus páginas con tanta pasión como impotencia. Stefan Zweig, el autor de El mundo de ayer se suicidó en 1942, expulsado no solo de su patria (Austria), sino de una Europa devorada por los odios y la guerra. El análisis que Zweig hace de la cultura, la política y la situación social de la Europa por la que tanto luchó es tan preciso que sería difícil comprender una época de manera más clara y profunda. Y no solo repara en lo circunstancial, sino que disecciona también parcelas tan íntimas como la educación sexual de su adolescencia:

"Por lo general, los niños, e incluso los jóvenes, tienden a mostrarse respetuosos sobre todo con las leyes de su entorno. Pero se someten a las convenciones que se les imponen solo cuando ven que todos los demás las observan con la misma lealtad. Un solo ejemplo de falta de veracidad por parte de los maestros o de los padres induce inevitablemente a considerar todo su entorno con mirada desconfiada y, por ende, más inquisitiva. Y nosotros no tardamos mucho en descubrir que todas las autoridades en las que habíamos depositado nuestra confianza hasta entonces (escuela, familia y moral pública) en lo referente a la sexualidad se comportaban con notable falsedad. Y más aún: que en este tema también a nosotros nos exigían secretismo y disimulo (...). Si tratamos de formular la diferencia entre la moral burguesa del siglo XIX, que era esencialmente victoriana, y las ideas hoy vigentes, de más libertad y menos prejuicios, quizá la mejor forma de abordar la cuestión sería diciendo que aquella época rehuía medrosamente el problema de la sexualidad por un sentimiento de seguridad interior..."  

No sé si realmente hemos superado esa moral victoriana como dice Zweig, ni siquiera en el siglo XXI y por supuesto, también se puede aplicar el análisis sobre la rebelión de la juventud al momento actual.
Veamos con qué lucidez describe el estado de fanatismo patriótico que se vivió en los países contendientes de la Primera Guerra Mundial cuando estalló:

Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia "desgana de cultura", el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.

La descripción del ambiente militarista durante los primeros compases de la Gran Guerra estremece porque nos suena muy familiar siempre que estalla un conflicto bélico:

El que exponía una duda, entorpecía su actividad política; al que les daba una advertencia, lo escarnecían llamándolo pesimista; el que estaba en contra de la guerra, lo tachaban de traidor. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado. (...) Desde el principio no creí en la victoria y una sola cosa sabía con seguridad: que aunque se consiguiera a costa de inmensos sacrificios, nunca justificaría las víctimas. 

Poco antes de que comience la 2ª Guerra Mundial, Zweig tiene que huir de Austria por la persecución a que se vio sometido por parte de Hitler (era un autor muy conocido y, además, judío). Hubiera querido escapar de todo, evadirse, no escuchar la tragedia que se avecinaba, pero el aislamiento es imposible en el mundo moderno. Sus palabras parecen definir mejor el momento actual que el final de la década de los 30:

Casi parece una malévola venganza de la naturaleza contra el hombre el que todas las conquistas de la técnica (gracias a las cuales le ha arrancado las fuerzas más secretas) le destruyan el alma. La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros, en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo. 

Stefan Zweig, fetichista de obras literarias y musicales, coleccionaba todo aquello que los genios ponían a su alcance. Esa afición iba unida a un espíritu libre, humanitario, cosmopolita, inteligente como se puede comprobar en El mundo de ayer, biografía de un hombre íntegro y de una sociedad degenerada. No perdáis la oportunidad de leerla en cuanto podáis, os transformará.

domingo, 10 de agosto de 2014

"Nihilismo, una manera de bendecir la vida" de Juan Bonilla


Hay muchas discusiones acerca de cuál es la primera obra de la literatura moderna, pero habrá pocas en torno a la cuestión de cuál es la última obra de la literatura antigua: todos estaremos de acuerdo en que es el Zarathustra de Nietzsche.
Convencido de que el ensayo filosófico resultaba insuficiente como vehículo de expresión de un sistema doctrinal que hasta entonces sólo había conseguido asomar a martillazos que derruían otros sistemas doctrinales, con inigualables perspicacia, erudición y brillantez, Nietzsche escribe en apenas diez días la primera parte de algo que no se sabe muy bien si es novela abstracta, poema en prosa o conjunto de apólogos a la manera oriental que pretenden anunciar la llegada de un nuevo Mesías. Todo eso a la vez, con un tono bíblico al que anima con espíritu burlón, entusiasta, deprimido, cómico, insolente, trágico, amargo. Es un libro bipolar, sin duda. Se publicó en Leipzig en mayo de 1883.Luego vendrían otras tres partes más, la última de las cuales la hubo de imprimir el propio Nietzsche, que sólo regaló siete ejemplares a amigos cercanos. No sería hasta la reedición de las cuatro partes en un solo volumen que rugiría la marabunta ante la aparición de aquel personaje mesiánico. Naturalmente el Mesías no es el propio Zaratustra: Zaratustra es sólo el profeta. Un sabio que se retira a meditar a los treinta años y diez años después siente que ha llegado el momento de bajar al mundo donde algo inevitable ha acontecido: Dios ha muerto, y con él ha muerto también el hombre, de donde el profeta venga a anunciar la llegada de una nueva criatura: el superhombre.
Para la elección de su personaje, el sabio persa Zoroastro, Nietzsche cedió a la melancolía: rescató de su adolescencia la admiración que sentía por un personaje al que conoció, más que en leyendas o libros de historia, a través de un breve texto de Heinrich Von Kleist, "Plegaria de Zoroastro", que se hacía pasar por manuscrito hindú encontrado en unas ruinas. En él, el profeta se dirige al Creador -"que has dispuesto una vida rica, libre y grandiosa", pero de vez en cuando, "haces que caigan las escamas de los ojos de uno de tus siervos para que de una ojeada abarque las necedades y los errores de su especie, le armas con la aljaba de la palabra para que, libre del miedo, y lleno de amor, se adelante a todos para despertarlos de esa duermevela en la que viven. A mí, Señor, me has escogido para esa tarea y me dispongo a cumplir mi deber". La "Plegaria" se presentaba como mero prólogo de algo que Kleist no llegó a completar. El encargado de completarlo, en efecto libre del miedo y lleno de amor, fue Nietzsche.
Cabría preguntarse si es posible hoy leer el Zarathustra sin sentirse obstruido por el ejército de interpretaciones que el libro padeció o el no menos poblado ejército de influencias que generó en lugares y escuelas contradictorios entre sí, desde los vanguardistas que entendieron el mensaje de que la muerte de Dios hacía ascender al Arte a su trono y por lo tanto había que transformar la vida para convertirla en una obra de arte, hasta intentos tan populistas de cantar al héroe individual y solitario e insobornable como las novelas de Ayn Rand. Si Montaigne decía que toda la filosofía posterior a Platón, no era más que una colección de notas a pie de página de la obra de Platón, bien es posible exagerar diciendo que toda la filosofía después de Nietzsche no ha sido más que una colección de notas a pie de página -muchas de ellas, es cierto, para combatirlo- de la obra de Nietzsche, lo que en último término ha ocasionado que Nietzsche haya sido convenientemente malinterpretado para satisfacer unas ansias ideológicas particulares. Es sabido, por poner el ejemplo más evidente, que los nazis sintieron que Zarathustra les anunciaba, haciendo caso omiso a ese fragmento de Nietzsche que dice: "Espero que no seamos ni tan ingenuos ni tan cortos de miras para apoyar ese patriotismo de los terratenientes de la marca nacional y no cantemos a coro su rabioso y cretino grito de odio: Deutchland, Deutchland, über alles...". Si se le lee de manera selectiva, Nietzsche puede ser apóstol de lo que se quiera, del fascismo esteticista tanto como de la democracia real.
George Bernard Shaw dijo del Zaratustra que era el único libro moderno superior a los Salmos de David, y Yeats aconsejaba su lectura como antídoto contra la vulgaridad democrática. El mismo Yeats afianzaba su esperanza en la eugenesia leyendo a Nietzsche, y se jactaba de que, gracias a la tecnología, había llegado la hora en la que unos pocos, los mejores, aplastaran a la masa. De hecho temía que el único peligro que corría el mundo estribaba en que los oprimidos no trataran de levantarse para justificar una guerra, y "los preparados" se conformasen con la decadencia, como "aquellas civilizaciones antiguas que vieron cómo triunfaban sus estirpes gangrenadas". La clase intelectual, como se ve, vio en Nietzsche y en su Zarathustra una herramienta idónea para sus insólitas ansias de aplastar a la masa, de la que por supuesto no formaban parte. El campeón en eso fue D.H. Lawrence, que en Fantasía del Inconsciente defiende que en determinados periodos de la historia la necesidad de los humanos tengan que morir por millones, después de lo cual da tres hurras por la invención del gas tóxico. Jünger sacará de Nietzsche la figura mítica del trabajador como superhombre, y alguno de lo apólogos del libro debió inspirar alguna de sus ficciones a Kafka (¿o no es kafkiana la figura del sepulturero que descubre que en las tumbas que vigila no hay ningún cadáver, y aún así, sigue en su puesto, vigilándolas?). Gottfried Benn, el más alto representante de la "estatización de la vida", reconocía, por su parte, que jamás hubiera escrito un verso de no haber sido por la lectura del libro de Nietzsche.

¿Está todo esto en el Zarathustra? ¿Ese nihilismo enfermo de quienes, sin demostrarlo, se creen superiores y, naturalmente, cuando el profeta habla de una "guerra contra la mediocridad", se sitúan de inmediato en el otro bando, el de los aristócratas, los santos y los artistas como si no pudiera caber duda alguna de que ellos no son tan mediocres como todos los demás? ¿Está la necesidad de un plan eugenésico que mejore la fisiología racial para dotar de mayor plenitud a los seres futuros? Sí y no, naturalmente: un libro es como un espejo, si a él se asoma un simio no puede esperar que salga reflejado un apóstol, decía Lichtenberg, pasando por alto que los grandes libros son quizá como espejos deformantes que lo que consiguen es, precisamente, que el simio que se asoma a ellos vea que lo que se refleja es un apóstol y al revés, el apóstol que busca su imagen lo que encuentra es la fisonomía de un simio.
El término nihilismo, al que Nietzsche llega tardíamente, procede de una novela de Turgueniev, Padres e Hijos, al que le dio vuelo un ensayo dePaul Borgeut sobre psicología contemporánea en el que, al estudiar obras de Baudelaire, Flaubert o los hermanos Goncourt, percibe un mortal cansancio de vivir, una tétrica percepción de la vanidad de cualquier esfuerzo. El marbete le vino bien a Nietzsche, que hasta ese momento,llamaba pesimismo o "voluntad de nada" a lo que a partir de entonces sería nihilismo. Pero entendía que ese pesimismo no era más que un síntoma. Lo peor que le puede pasar a un pesimista es que convierta su pesimismo en ideología (justo al contrario de lo que le pasa al optimista, al que lo mejor que le puede pasar es que convierta en filosofía su optimismo). Por eso Nietzsche entendía que el movimiento pesimista no era más que la expresión de una decadencia fisiológica, en ningún caso una escuela de pensamiento. De ahí que los mejores escoliastas de Nietzsche -Heidegger o Deleuze- no hablen de nihilismo en singular, sino en plural, o completen la matriz con adjetivos distintos, pues tan distintos resultan que son auténticos enemigos el nihilismo pasivo o negativo y el nihilismo activo o positivo. Zarathustra es el capitán de éste último, y es por ello que no puede resultar más paradójico que, siendo como es un libro lleno de entusiasmo y plenitud, influyera en autores tan cabizbajos y apagados como muchos de los de nuestro 98, que tomaron el síntoma denunciado por Zarathustra -el pesimismo- como ideología con la que andarse por la vida, sin duda dejando que se filtrara el nihilismo de un Turgueniev, que lo empleó para caracterizar al personaje de Padres e Hijos, y a Dostoievsky, es decir, un nihilismo con conciencia de culpa y, por decirlo así, sin arreglo, sin vías de escape. Un callejón sin salida.
 El nihilismo activo es en esencia afirmativo, y no conoce la culpa: "Nosotros, los inmorales, abrimos nuestro corazón a toda especie de comprensión y afirmación. Negar no nos resulta fácil, pues basamos nuestro honor en la pura afirmación". El nihilismo es la coartada perfecta para la acción, según lo supo ver un jovencísimo Fernando Savater, y no un bajar los brazos o tirar definitivamente la toalla para dar por perdido un combate. Como se ve, nada que ver con lo que el propio Nietzsche llamaba "el fatalismo ruso", un me da lo mismo ocho que ochenta, según el cual el soldado ruso al que le resulta muy dura la campaña en la que se ha enrolado se tiende en el suelo a esperar su final (a esto Deleuze lo llamaba "pesimismo de la debilidad").
Es éste Zarathustra afirmativo, rebelde, entusiasta, el que protagoniza las más hermosas páginas del libro de Nietzsche. Ridiculiza, en efecto, al que se entrega al dolor, al que se humilla y reza, sí, pero porque entiende que hay que correr hacia la muerte con el frenesí de quien practica un deporte por superarse, convencido de una sola cosa: la vida es inmortal y por lo tanto no necesita de un inventor, ni siquiera de un fin: se vale y se justifica por sí sola. Todos los conceptos que pone sobre el tapete Zarathustra están animados por la energía de quien está apelando a la vida para que ésta se dé en su vórtice, es decir, en su máximo punto de esplendor. De ahí su condición dionisíaca: vivir no es otra cosa que tener el don de la ebriedad. Que ello subvierta los valores morales que han venido acompañando al hombre hasta el advenimiento de la nueva criatura es condición obligada de ese entusiasmo, toda vez que esos valores morales no han servido para salvar a nadie sino con pobres efugios dogmáticos que la ciencia ha echado abajo. Y el canto que emprende Zarathustra al avisar de ese advenimiento es un canto que afirma la vida como suficiente en sí misma, no necesitada de las muletas de explicaciones metafísicas: vivir es ya de por sí suficiente milagro y la condición indispensable del milagro es que no tenga explicación. Este entusiasmo insensato -es decir, sin sentido- por la vida le lleva por definición al odio acerca de todo aquello que perjudique esa intensidad del vivir: la enfermedad, por supuesto, es una de sus enemigas, la decrepitud otra. Ni que decir tiene que los enemigos de Nietzsche entenderían esto como una falta de piedad -falta de piedad que sin duda hay- por los enfermos, los viejos, los, como dice el propio texto, maltrechos. Pero no se entiende, o no se quiere entender, que al colocar la vida intensa en el más alto peldaño del existir, todo lo que colabore a que no se dé en su vórtice de energía, no tiene más remedio que causar la repugnancia de quien construye el himno, o la sucesión de himnos, a una vida que se puede valer por sí misma para insuflar aliento y divinidad a quienes posee o la poseen. Entender de esto que cualquier sistema que sentara sus bases en Zarathustra lo que debe hacer es sacrificar a los enfermos, es no darle a Zarathustra la consideración primera que tiene: la de personaje literario. Sería como si alguien quisiera proyectar en un sistema dogmático las locuras de Don Quijote, haciéndolo escapar de su indispensable condición de figura ficticia.

Por decirlo bíblicamente, hemos sido capaces de comer por fin del fruto de aquel árbol prohibido, el de la Ciencia del Bien y del Mal, y hemos aprendido que la moral es una falsa moneda que defendía una Institución más alta y más falsa aún: nuestro propio miedo a la vida, necesitado de inventarse fantasías que sólo venían a poner en evidencia nuestra debilidad. El miedo inventó a Dios: si dejamos de tener miedo, no será necesario Dios. Lo que llamamos justicia no es otra cosa que el afán de venganza para sostener un sistema en el que triunfa la voluntad de poder. Quien niega al mundo, la belleza del mundo, la energía del mundo, no es Zarathustra, que para abundar en ese entusiasmo, resulta un libro donde se celebra constantemente la naturaleza, sino precisamente la moral que nos tuvo apresados en sus omniscientes dogmas. La pregunta fundamental, nos dice Nietzsche, no es por el "ser" sino por el "vivir": "no conozco ningún ser que esté muerto". La nada, esos dos paréntesis de nada entre los que ocurre la existencia de cualquiera, esa nada que en Schopenhauer era fin -y por lo tanto daba origen al principio del pesimismo- en Nietzsche es más bien un trampolín para transformar la angustia de ser en la pura celebración de vivir. Para ello no podía el autor darle a su libro una forma doctrinal, sino hacer estallar su talento más provocador y pujante, el de poeta. Zarathustra , anunciando el tiempo nuevo (en el que por cierto será derrotado por el hombre rutinario, por ese Estado en el que "se le da el nombre de vida al lento suicidio de cada uno") es, fundamentalmente, un poema antiguo, con la fuerza exacerbada de la Ilíada y el lirismo misterioso de Gilgamesh.

Entre sus intérpretes, ninguno mejor que el propio Nietzsche, que llenando de anotaciones uno de sus cuadernos para explicar su libro, alcanzó a escribir: "La disolución de la moral conduce, en sus consecuencias prácticas, a la individuación atomística, y a la división de cada individuo en multiplicidades: una fluctuación absoluta. Por eso resulta necesario, ahora más que nunca, encontrar un amor, un nuevo amor". Y ese nuevo amor era la vida porque sí, es decir, la vida inmortal que nos bendice mientras la habitamos. Porque como el propio Nietzsche apuntó: "Hay que dejar de ser seres que rezan para convertirse al fin en seres que bendicen." Esa capacidad de bendición es la que anega, impulsa y mantiene vivo a Zarathustra.