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martes, 24 de enero de 2017

"Hay muchos Faulkner" por Juan Tallón




Hace algunas semanas, en una biografía algo cascada, leí que William Faulkner trabajó durante tres meses en la fábrica de armas Winchester, en New Haven (Connecticut). Me quedé de piedra, desconcertado ante la clase de trabajos que tienen que acometer a veces los autores para llegar a escribir algún día. Hasta ese punto aman la literatura. Por otra parte, me sentí fascinado, pues en un momento de nuestra infancia, cuando la televisión emitía wésterns a todas horas, los niños queríamos tener un Winchester y un caballo. Solo años después, quizá queríamos escribir como Faulkner. Me pareció que aquel empleo en la fábrica de rifles explicaba muchas cosas, aunque no sabía cuáles. Tal vez que Faulkner sería un gran escritor, antes o después. Un escritor, después de todo, no puede ser solo un escritor. En ese caso no tardaría en dejar de serlo. Hasta alcanzar esa condición, a menudo peregrina por otros empleos, incluso otras vocaciones. Hay muchos Faulkner en uno.
En el Taller de Escritura de Iowa, en la época en que Kurt Vonnegut impartía clases, una vez al año el autor de Matadero cinco daba una conferencia a los estudiantes en la que «me gustaba hablarles de los trabajos que podían hacer los escritores en caso de que se murieran de hambre». Los alumnos aborrecían aquella charla, que sin embargo resultaba sugestiva, ya que aprendían que para ser escritor a menudo había que ser cosas muy diferentes antes de llegar a serlo, o incluso mientras eran ya escritores. Faulkner era el mejor ejemplo. En Winchester Arms Company lo contrataron como oficinista entre abril y junio de 1918. Tenía veintiún años y aún era pronto para convertirse en un gran novelista. Entre tanto, cualquier empleo era bueno.
Solo unos días después de dejar la fábrica se alistó en la Royal Air Force como piloto cadete, partiendo hacia Canadá para recibir su instrucción, como si un novelista tuviese también que saber volar. El armisticio llegó antes de que concluyese el entrenamiento. Según algunas versiones, tuvo tiempo de sufrir un accidente aéreo. Años más tarde, cuando el profesor Henry Nash Smith trató de conocer su experiencia con los aviones en una entrevista para el Dallas Morning News, Faulkner contestó: «Yo solo los estrello». En cierto modo, también eso conducía a la literatura, que no debía conformarse con sobrevolar la realidad, sino entrar en contacto con ella.
En esa época, después de dejar la Royal Air Force y matricularse en la Universidad de Mississippi, con gran hastío, empezaron a armarse sus primeros poemas, que no se publicarían hasta 1924. Faulkner paga en ellos la influencia de Shakespeare, Swinburne, Wilde, Yeats, Wilde, Dowson o Verlaine. En contacto con la actividad universitaria, trabajó en la edición de The Mississippian y el anuario Ole Miss, en los que colaboraba con poemas, artículos y dibujos. Antes de escribir las grandes novelas que modificarían el rumbo de la literatura, y puesto que en esas fechas vivía con sus padres, se sacó algo de dinero trabajando de pintor.
Phil Stone afirmaba que podía «hacer casi de todo con las manos», destacando como «carpintero y pintor de brocha gorda». Su hermano John cuenta que pintó la torre del edificio de la Facultad de Derecho. En realidad, se pasó todo el verano de 1920 pintando, y con los cien dólares que ganó, «partí a Nueva York, con sesenta de esos pavos invertidos en el billete de tren». Una vez allí, su amigo Stark Young le encontró un empleo —otro— en la librería Doubleday, dirigida por Elizabeth Prall, que años después sería su benefactora. Lentamente se acercaba a los libros como destino. Pasados algunos meses, sin embargo, «fui despedido porque era algo descuidado con los cambios», reconocía el propio Faulkner, aunque Prall aseguraba que era un buen vendedor de libros, si bien algo tosco. «“No lea esa basura, lea esto”, les decía a los clientes que tomaban libros malos». Es cierto que «no mantenía su contabilidad en orden», admitía Prall.
De vuelta al sur siguió escribiendo poesía, y sus primeros relatos. No obstante, todavía aceptó un puesto temporal, que luego se convertiría en permanente, como encargado de correos en la Universidad de Mississippi. Estaba loco por la literatura, así que debía de seguir sacrificándose por esa pasión. Era diciembre de 1921 y mantuvo el empleo hasta 1924, cuando compatibilizó con el puesto de guía de los Scouts. En octubre de ese año se vio obligado a renunciar ante las quejas por su incompetencia. Años después, Phil Stone le escribió a un amigo y se mostró franco: «Fue el peor encargado de correo jamás visto». Después de esta etapa, en la que Faulkner ya había escrito algunos de sus relatos, como «Love», «Adolescence» o «Moonlight», se fue a vivir durante algunos meses a Nueva Orleans, donde entró en contacto con Sherwood Anderson, gracias a quien dirigió la atención hacia la novela. La peregrinación había acabado. Encerrado en un apartamento en el número 624 de Orleans Alley, William Faulkner empezó a escribir La paga de los soldados.

sábado, 21 de enero de 2017

"No haber sabido mirar" por Antonio Muñoz Molina


La mirada magnética de Charles Baudelaire nos hipnotiza desde cada una de las fotos que le hizo su amigo Nadar. Es una mirada que traspasa pero que también huye, que se pierde en la lejanía o en el ensimismamiento. Es desde luego la mirada de un hombre enfermo, muy dañado por los efectos de la sífilis que contrajo en la primera juventud; y la de un hombre desalentado que va envejeciendo prematuramente sin encontrar una posición sólida en el mundo, sin domicilio fijo, con ingresos siempre desor­ganizados y mezquinos, condenado a una permanente minoría de edad financiera, porque dependía de su madre y de un administrador al que tenía que rogar para sacarle algún dinero. Baudelaire detestaba la fotografía, una de tantas novedades de la sociedad dominada por el comercio y la tecnología que le espantaba, pero en todos los retratos que quedan de él muestra una intuición muy poderosa de ese arte que para él no lo era, un sentido de la actitud y de la presencia muy adecuados para el medio.
La mirada de Baudelaire es una de las primeras miradas de escritor que conocemos de verdad, como conocemos las muy tempranas de otros que también posaron para aquella máquina que les forzaba a permanecer inmóviles durante poses muy largas y que despertaba en ellos el miedo primitivo a que les robara el alma. Parece que el primer retrato fotográfico de escritor que existe es el de Honoré de Balzac, tomado en 1842, apenas tres años después de que Louis Daguerre presentara públicamente su invento. En la misma década se fotografiaron los dos maestros a los que Baudelaire descubrió y tradujo al francés, encontrando en ellos modelos de inspiración y almas gemelas: Thomas de Quincey y Edgar Allan Poe.
De Quincey era un hombre diminuto y viejísimo cuando le tomaron su fotografía, encogido como una momia o una estatua de cera, un superviviente de una edad que de pronto se había quedado muy lejos, la del romanticismo temprano, la edad anterior a las máquinas de vapor, a la producción industrial y a los ferrocarriles. Sin duda por eso su foto irradia un peculiar anacronismo, como la foto imposible de alguien muy anterior al invento del daguerrotipo, uno de aquellos retratos de fantasmas que falsificaban con tanto descaro algunos médiums victorianos.
De las varias fotos que se conservan de Poe la más reveladora es la última, que le fue tomada en septiembre de 1849, dos meses antes de su muerte. Tiene el pelo escaso, despeinado y sucio, un lazo atado de cualquier manera al cuello de la camisa, una mirada entre de pavor y lástima de sí mismo, que se fija en el espectador con menos agudeza que la de Baudelaire y que también se pierde más lejos y más adentro, en un momento de introspección sombría sin duda facilitado por el mismo acto de posar: la inmovilidad forzosa, la mirada en el ojo de la caja de madera cubierta con un trapo negro que ya tenía algo de funerario en sí misma.
Es en parte la fotografía lo que hace de ellos nuestros contemporáneos. Y también lo es esa mirada de cada uno que ha visto con una mezcla de curiosidad asombrada y pavor el nacimiento de un mundo que ya es el nuestro: el del capitalismo pleno, el de las grandes ciudades, el de los periódicos de difusión masiva, el de la omnipresencia de las imágenes. Fue Baudelaire, discípulo de Poe y De Quincey, quien inventó la palabra modernidad y hasta la idea misma: el presente que ha de ser observado y estudiado en su fluida inmediatez, en su confusión y su ruido, el que requiere nuevas formas expresivas que puedan representarlo. Hasta entonces, la literatura y la pintura habían cultivado el heroísmo de lo antiguo: fue Baudelaire quien formuló por primera vez una forma de heroísmo que no estaba en el pasado ni en los museos, sino en la vida moderna, en los burgueses de trajes negros y paraguas y no en los modelos disfrazados de guerreros romanos. Fue él quien propuso la dignidad y la importancia del estudio de la moda como hecho estético, y el que creó el retrato probablemente más poderoso que se ha escrito nunca sobre un artista sumergido en su tiempo: El pintor de la vida moderna, publicado en tres entregas sucesivas en Le Figaro en 1863 (hay una edición reciente muy cuidada del Colegio de Arquitectos de Murcia). Hacía falta un nuevo arte, y una nueva escritura, y también un medio nuevo: no debe olvidarse que Baudelaire, de nuevo igual que De Quincey y Poe, fue sobre todo un escritor de periódico.
En París, en el Museo de la Vida Romántica, está a punto de terminar una exposición magnífica sobre Baudelaire y el arte: L’Oeil de Baudelaire. Visitándola, repasando el catálogo, uno ha de enfrentarse a la gran paradoja de esa mirada magnética que pareció verlo todo justo en el momento en que sucedía. El pintor de la vida moderna al que dedicó Baudelaire sus mejores páginas en prosa, el que le parecía visionariamente capaz de contemplar con mirada y gesto de pintor lo que no había sabido ver nadie, era Constantin Guys, un ilustrador más bien de segunda fila que había trabajado para periódicos ingleses y que al instalarse en París hacia 1860 se especializó en escenas de vida mundana, de calle o de prostíbulo, con un dibujo competente pero más bien blando.
Ahora nos preguntamos qué vio Baudelaire en un artista digno e irrelevante como Constantin Guys. Pero más raro todavía es pensar en lo que tuvo delante de los ojos y no vio, él que poseía esa mirada que nos estremece por su agudeza inflexible. Si había en París, en ese momento, un pintor de la vida moderna, era Édouard Manet, que además era amigo suyo y le profesaba una admiración de hermano mayor. Su La musique aux Tuileries parece una ilustración exacta del ideal estético de Baudelaire, que aparece retratado entre la multitud urbana del cuadro. Su Olympia tiene el descaro sexual y la capacidad de escándalo de los poemas de Les fleurs du mal. Pero cuando a Manet lo atacaron por ese cuadro más furiosamente de lo que habían atacado a Baudelaire unos años antes por sus poemas, el amigo se abstuvo de salir en su defensa. Baudelaire, que tanto escribió sobre arte, no dedicó ni una página a la pintura de Manet. No vio, o no quiso ver. En esa miopía, voluntaria o no, hay una lección para los que aspiramos a mirar con los ojos abiertos el mundo de ahora mismo. 

jueves, 19 de enero de 2017

"Entrecuentos: Darío y Valle-Inclán" por Rafael Narbona


Los mitos suelen basarse en confusiones, mentiras o paradojas. Al evocar su experiencia como librero, George Orwell relataba que los lectores siempre le pedían novelas, subrayando que no les interesaban los cuentos. Esta historia desmonta la ficción según la cual los anglosajones suelen estimar un género que el lector español menosprecia en la mayoría de los casos. No entiendo por qué la novela suscita más interés que el cuento. Quizás porque despliega una secuencia más dilatada que un relato, urdiendo una usurpación de lo real más duradera. Leer una novela se parece a realizar un largo viaje. En cambio, el cuento se asemeja a dar un paseo. Estéticamente, no hay ningún argumento que vincule la excelencia con la duración, pero es cierto que un viaje nos proporciona una prolongada ensoñación y un paseo solo nos permite alejarnos brevemente de nuestra rutina. La literatura inglesa y la norteamericana contienen una deslumbrante galería de cuentistas: Poe, Stevenson, Melville, Chesterton, Oscar Wilde, Hemingway, Lovecraft, Faulkner, Carver. Salvo en el caso de Borges o Juan Rulfo, la resonancia de los autores de relatos en lengua castellana es mucho menor, pero eso no significa que escasee la inspiración y el talento. No se habla mucho de los cuentos de Rubén Darío, pero las piezas incluidas en Azul (1888) representaron una renovación del género que preparó el camino hacia una nueva forma de narrar, donde el lenguaje adquiría un relieve artístico desconocido hasta entonces, desempeñando un papel esencial en la creación de personajes y ambientes. Dentro del conjunto, El fardo es un perfecto ejemplo de innovación, ruptura y rebeldía, que postula una libertad ilimitada para un género presuntamente menor.
El fardo nos traslada al crepúsculo de un muelle, incendiando nuestra imaginación con los reflejos dorados del sol sobre un mar con aspecto de lienzo recién pintado: “Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas de los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente”. La poderosa imagen adquiere sonido y su movimiento simula un balanceo perpetuo, con una pincelada fresca, libre, suelta: “El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo balanceo”. De inmediato aparece el protagonista: el viejo tío Lucas, un lanchero que se ha lastimado un pie al subir una barrica a una carreta. Con la pipa en la boca, contempla el mar con melancolía. El narrador entabla una amistosa charla con el marino, un hombre rudo, bravo y sencillo, que “se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña”. No tarda en averiguar su pasado como soldado heroico, que nunca conoció el miedo, pero su entereza se tambalea cuando relata la pérdida de uno de sus hijos, que falleció en un accidente de trabajo. El tío Lucas era padre de una ingente progenie, pues “su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad”. En su hogar, “había mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío”. El hijo malogrado intentó aprender el oficio de herrero, pero su cuerpo desnutrido no soportó el esfuerzo. Volvió a casa y, milagrosamente, se recuperó, pese a vivir entre cuatro paredes mugrientas, soportando un hacinamiento inhumano. Allí pasó un tiempo, acompañado por los gritos de las alcahuetas, las prostitutas y los ladronzuelos, que se refugiaban en la penumbra hedionda de las callejuelas cercanas para hacer su negocio.
Cuando cumplió quince años, su padre compró una modesta embarcación. Faenaban al alba y volvían a la playa con el remo en alto, chorreando espuma. La alegría duró poco, pues un mal día sufrieron “la locura de la ola y el viento”. Naufragaron tras chocar contra una roca. Lograron salvarse y, desde entonces, se dedicaron a descargar mercancías de los grandes buques, empleando una modesta lancha. El reumatismo y la artrosis obligaron a Lucas a guardar cama. Su hijo continuó trabajando, pero “un bello día de luz clara, de sol de oro”, un pesado fardo, “ancho, gordo y oloroso a brea”, se soltó desde lo alto y lo aplastó. El narrador se despide del viejo, “haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta”, pero una brisa glacial procedente de mar adentro hiela sus pensamientos, pellizcándole cruelmente las narices y las orejas.
El fardo no es el cuento más célebre de Azul, felizmente prologado por Juan Valera, pero sí un perfecto ejemplo de una manera de narrar. Sin renunciar a la denuncia social del realismo y a la crudeza del naturalismo, Darío despliega una delicada sensibilidad para captar un ambiente, donde convergen el trabajo físico agotador, el misterio del mar y los cambios de luz, que transforman sin cesar los objetos y los rostros. El viento helado labra la carne y el alma, mientras un bosque de mástiles y jarcias parece avanzar sobre el mar. Esta fórmula influirá en autores como Valle-Inclán, Juan Rulfo o García Márquez, que logran crear mundos complejos en pocas páginas mediante un alto grado de elaboración literaria. La prosa rehúye la inmediatez para dramatizar las situaciones, incrementando su credibilidad –paradójicamente- mediante el artificio. En Rubén Darío, la prosa opta por una sintaxis musical y pródiga en adjetivos. Su estilo refleja la crisis material y espiritual del siglo XIX, que ha perdido la confianza de los ilustrados en un progreso indefinido hacia lo mejor. Más tarde, el Modernismo evoluciona hacia una estricta depuración, que selecciona lo más esencial y significativo, sin perder su vena inconformista. No hay menos artificio, pero el mecanismo que lo articula es diferente. Sin ese proceso, serían inimaginables los cuentos de Juan Rulfo, que introduce lo fantástico en lo cotidiano, cuestionando la filosofía de la historia del positivismo, basada en un empirismo dogmático.
Los logros novelísticos y teatrales de Valle-Inclán han eclipsado su faceta como cuentista. En su obra, se identifican dos épocas, a veces sin advertir que hay una indudable continuidad entre su etapa modernista y la de los esperpentos. En ambos períodos, palpita una tensión poética que se distancia claramente del realismo y su correlato literario: los modernos sistemas parlamentarios. Valle-Inclán opina que la realidad no se captura mediante un espejo convencional, sino con uno deformado. Podemos modificar la curvatura del cristal, pero no podemos prescindir de ella, salvo que nos conformemos con una visión plana y achatada de las cosas. El estilo no es una pirueta innecesaria, sino una interpretación del mundo, que postula lo absoluto. El arte siempre busca lo sublime, la plenitud que trasciende lo cotidiano. Del mismo modo, el sistema parlamentario actúa como un espejo tradicional: reproduce la realidad, pero no consigue llevarla a la perfección. Carlismo y anarquismo responden en Valle-Inclán a un mismo impulso: la insurrección violenta contra la burguesía. El escritor gallego se rebela contra la moderna sociedad industrial, exaltando un mundo primitivo y rural, donde la justicia no procede de las instituciones, sino del coraje de los espíritus indomables. Ahora que la Biblioteca Castro ha editado por primera vez su narrativa completa en tres hermosos volúmenes, no está de más rescatar Mi bisabuelo, un relato de Jardín umbrío, obra que apareció por primera vez en 1903 y que conoció sucesivas ampliaciones hasta 1928, cuando el autor ya había expuesto la estética “sistemáticamente deformada” del esperpento. El cuento refiere un episodio de la vida de Don Manuel Bermúdez y Bolaño, un caballero “orgulloso, violento y muy justiciero”. Alto, cenceño y de ojos verdes, su mejilla derecha algunos días mostraba una roséola, que los aldeanos atribuían al beso de las brujas. Su bisnieto le recuerda como “un viejo caduco y temblón”, que paseaba bordeando la iglesia. Sus descendientes le consideraban “un loco atrabiliario” y se rumoreaba que había pasado un tiempo en la cárcel de Santiago, quizás por un delito de sangre. Micaela la Galana, una vieja aldeana que ejerce de cronista de la familia, recuerda un incidente que revela su carácter fiero y paternal. Cuando una tarde volvía de cazar perdices, se reunió con Serenín de Bretal, un campesino ciego que caminaba guiado por una de sus hijas. Su voz temblaba de pena.
El caballero le preguntó qué le sucedía y el ciego contestó que el escribano Malvido había peregrinado de puerta en puerta, mostrando una escritura que prohibía apacentar el ganado y recoger las hojas secas de las encinas en el monte. Las mujeres se quejan de la cobardía de los hombres y piden justicia. Don Manuel Bermúdez les aconseja matar al escribano como a un perro rabioso, pero el miedo paraliza a los aldeanos. La aparición de Águeda del Monte, antigua nodriza de Don Manuel, aviva los lamentos de rabia y desesperación. Es una mujer casi centenaria, muy alta y de ojos negros. Aunque está encorvada por el peso de los años, su estatura aún supera la de muchos hombres. Al contemplarla, la indignación de Don Manuel se convierte en ira. Ofrece su escopeta a los labriegos, pero nadie se atreve a empuñarla. De repente, aparece Malvido en lo alto de una cuesta, montado un asno. Águeda la del Monte, con el regazo lleno de piedras, se prepara para hacerle frente, pero Don Manuel llama al escribano, que acude confiado, y le desmonta de un tiro en la cabeza. Todos huyen, menos Águeda, que se arrodilla con los brazos abiertos a los pies del caballero. “¡Buena leche me has dado, madre Águeda!”, exclama Don Manuel, posando su mano en la cabeza de la anciana. El narrador nos cuenta que su bisabuelo fue a prisión, pero no por ese hecho, sino por acaudillar una partida carlista. Finaliza su relato, confesando que heredó el temperamento orgulloso de su ascendiente. Muchas veces, las viejas se santiguaban al verlo y comentaban sobrecogidas: “¡Otro Don Manuel Bermúdez! ¡Bendito Dios!”.
De nuevo, el estilo nos acerca al sufrimiento de los más humildes, pero falsificando la historia. Don Manuel Bermúdez es un rico propietario y Serenín de Bretal uno de sus cabezaleros o recaudadores de tributos. Según la fantasía del Valle-Inclán modernista, los mayorazgos protegen a los campesinos, con un paternalismo secular. Águeda llama a Don Manuel “amo”, pero el reconocimiento de su autoridad no implica una humillante esclavitud. De hecho, el “amo” les cobra un diezmo liviano y les permite utilizar el monte en su beneficio. En cambio, los impuestos que impone la corte son verdaderas exacciones y su forma de administrar las propiedades no contempla ningún gesto de generosidad. Se trata de una visión utópica que no se corresponde con los hechos. La generosidad de los amos consistía en limosnas o pequeños privilegios ajustados a una leal servidumbre. La sociedad industrial mantuvo las desigualdades, pero su dinámica de progreso incluyó la aparición de movimientos reformistas. Valle-Inclán nunca simpatizó con las reformas. La renuncia al carlismo no implicó una aproximación al liberalismo, sino al milenarismo anarquista, con su mística de la violencia, no muy alejada de las tácticas guerrilleras de los partidarios de Don Carlos. Valle-Inclán, un mitómano desinhibido, no pretendía comprender o explicar la realidad, sino subvertirla para obtener una gratificación narcisista. El narrador de Mi bisabuelo descubre que su carácter reproduce el temple de su abuelo justiciero. Dado que se habla en primera persona, puede deducirse que Valle-Inclán escribe un nuevo capítulo de su “novela familiar”, de acuerdo con la terminología de Freud. No pretende engañarnos, sino sortear la decepción que le produce la realidad. Incapaz de renunciar a su perspectiva utópica, que identifica el paraíso con una Arcadia feudal, elige vivir en un mundo de ensoñación.
El fardo Mi bisabuelo expresan ese subjetivismo radical que marca la crisis de 1885, cuando la cultura europea advierte el carácter problemático de la razón, incapaz de establecer un modelo de referencia para la sociedad y el arte. El fardo expresa la impotencia del individuo ante el orden establecido, apuntado que la revolución formal puede constituir el umbral de una sociedad más fraterna e igualitaria. Mi bisabuelo refleja la concepción de la literatura como lujo, como “divina libertad” (Bataille) con el poder de impugnar la realidad, planteando alternativas utópicas. Se trata de piezas menores, pero que evidencian la creatividad de un género que aún lucha contra los prejuicios de los lectores, reacios a internarse en las pequeñas dimensiones del cuento. Sería absurdo rebajar los méritos de la novela, que moviliza infinidad de recursos en una larga secuencia, pero –al igual que el haiku o una miniatura flamenca- los cuentos poseen el encanto de una flecha que hace diana después de un corto vuelo.


sábado, 14 de enero de 2017

"La risa de Eça de Queiroz" por Antonio Muñoz Molina


Hay paraísos practicables, paraísos inesperados y accesibles, paraísos terrenales al alcance casi de cualquiera, espacios y habitaciones de tiempo que se abren de golpe y que no necesitan durar mucho para colmar las horas o los días que ocupan. Cuando era joven, me intrigaba mucho eso que dice Borges no recuerdo dónde, que no hay día en que no pasemos al menos unos momentos en el paraíso. De joven, uno tiene una predilección literaria y a veces insensatamente literal por los infiernos. Ahora, cada vez que me encuentro en ese estado de serenidad, de júbilo contenido y muchas veces secreto, me acuerdo de aquellas palabras sabias de la vejez de Borges, y me doy cuenta de que las aficiones contemplativas favorecen mucho esas epifanías. (Procuro eludir la palabra “experiencia” porque los publicitarios la han vuelto al mismo tiempo omnipresente y a estas alturas ya casi deleznable).
Un contemplativo no es un místico. Es alguien que se queda extasiado de pura atención ante una maravilla cualquiera del mundo exterior: un río, la gente que pasa tras las ventana de un café, un cuadro, un árbol, una pieza de música, la belleza de alguien, el extrarradio de una ciudad desplegándose en la ventanilla de un tren, la tipografía de un cartel, el reflejo de la calle en un escaparate, un libro. La afición por la lectura favorece más todavía el descubrimiento de los paraísos accesibles. Dice Don DeLillo que la literatura es un oficio muy conveniente, porque se puede ejercer en cualquier sitio y con los materiales más usuales y más baratos, una hoja de papel y un lápiz. En este mundo de complicados paraísos tecnológicos, la lectura es más llevadera todavía. En cualquier ciudad civilizada hay no solo bibliotecas públicas y librerías abundantes, sino también puestos callejeros en los que por uno o dos euros o dólares se pueden conseguir las obras más raras, las mejores ediciones de toda la literatura universal. Con un libro que puede haberte costado menos que una cerveza tienes la posibilidad de horas extraordinarias de inmersión en un mundo que será todavía más deslumbrante y más saludable para ti porque te forzará a prestar atención a historias que no tienen nada que ver contigo, ni con tus amigos en las redes sociales, ni con tu época, ni con nada que te halague y te confirme en tus prejuicios y tu narcisismo y te convenza de que vives en el centro del mundo y en la cima del tiempo, y que desde esa posición puedes mirar con condescendencia, con lástima, incluso con desprecio, a todos los que han nacido antes que tú, lo mismo tus padres que los romanos del tiempo de Augusto. Otro rasgo fundamental de estos paraísos es que solo se encuentran por azar. En eso se diferencian también de los paraísos de las agencias de viajes. Uno tiende a organizar demasiado sus lecturas, o a dejarse guiar por lo que parece urgente leer en un momento dado: el azar impone correctivos saludables, porque te saca de tus obsesiones y de tus inercias, y te hace perderte por un inesperado camino lateral que resulta ser mucho más estimulante que el de lo premeditado.
He tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de Eça de Queiroz
Cuando Stendhal era un niño de luto porque acababa de morir su madre y su padre era un sombrío integrista que lo llevó a vivir con él en una casa lóbrega, descubrió por casualidad, entre los tomos severos de la biblioteca paterna, una edición ilustrada de Don Quijote. Sin saber lo que era aquel libro, guiado solo por las ilustraciones, se puso a leerlo. Toda su vida recordó con gratitud que la primera vez que soltó una carcajada después de la muerte de su madre fue leyendo Don Quijote.
Me he acordado de esas carcajada de Stendhal imaginando, escuchando, la que suena en un momento de La ciudad y las sierras, la gran novela póstuma de Eça de Queiroz. El protagonista, un aristócrata portugués que vive en París ensombrecido por la depresión y la hartura de tenerlo todo, de poseer y manejar todas las novedades del lujo y la tecnología de entonces, se ríe a carcajadas por primera vez hacia la mitad de la novela leyendo un Don Quijote que ha encontrado también por casualidad, porque un contratiempo de viaje lo ha privado de todos los libros que traía preparados consigo.
Yo he tenido un paraíso inesperado de lector volviendo por puro azar a las novelas de Eça de Queiroz, que me han gustado siempre tanto, y a las que hacía mucho que no regresaba. Estaba en otras lecturas muy lejanas. Pero una tarde, en el invierno suave de Lisboa, en la biblioteca de un hotel muy recogido, lo bastante anacrónico para tener una biblioteca y no tener música ambiental, he encontrado una hilera con las obras de Eça, en volúmenes de bolsillo, de tapa dura, antiguos, con las tapas de tela azul, con páginas de tipografía clara y anchos márgenes. La biblioteca tenía una terraza que daba al río y a los muelles de Alcántara. También tenía unos sillones de cuero perfectos para la lectura, con los brazos muy rozados por generaciones de huéspedes lectores. Algunas mañanas, el río y los tejados de la ciudad y el horizonte desaparecían en la niebla. Otras, el aire limpio y el sol lo volvían todo transparente y exacto, como recién lavado. Yo pasaba horas leyendo La ciudad y las sierras, estremecido por esa maestría a la vez jubilosa y ácida de Eça de Queiroz, un novelista que tiene la alegría del joven Dickens de los Pickwick Papers, la desmesura cómica de Cervantes, la agudeza quirúrgica en la observación social de Flaubert y Zola; y además una desvergüenza erótica y una irreverencia religiosa que no tiene equivalencia en el siglo XIX, y que viene más bien de los enciclopedistas y los libertinos del XVIII, de Diderot y Choderlos de Laclos, con un amor idéntico por los placeres terrenales y por la libertad de espíritu.
Vuelvo en el avión para Madrid, acordándome del paraíso lector que he dejado en esa biblioteca de Lisboa, donde terminé de leer La ciudad y las sierras con esa rara melancolía de despedida de un mundo con la que se cierran las mejores novelas. Pero una parte del paraíso la traigo conmigo, porque vengo leyendo La reliquia. No hay un novelista que se haya reído tan libremente como Eça de Queiroz del beaterío católico y de las ridiculeces de una religiosidad mezquina y milagrera. 

viernes, 23 de diciembre de 2016

"Melville o la maldición de Ahab" por Marta Fernández


Desde su ventana no veía el mar. Pero podía oírlo en su cabeza. Las olas no habían dejado de batir. Le acompañaba aquel rugido y la sensación de que la tinta resbalaba sucia sobre los papeles como un día lo había hecho su cuerpo sobre la cubierta del Acushnet. Arrastrado por la galerna. Golpeado por las palabras. Herman Melville se ha vuelto loco, pero no lo sabe todavía. Se ha entregado a un libro que lo pide todo. Un libro que le obsesiona hasta el desvarío. Navega a barlovento desde la buhardilla de esa granja a la que ha bautizado con nombre de barco, Arrowhead. «Mi habitación parece un camarote y por las noches, cuando me despierto y oigo cómo chilla el viento, casi se me antoja que la casa tiene demasiada vela y que debiera subirme al tejado y aparejar la chimenea». Aunque hace semanas que ya no duerme. Ni tiene ojos para otra cosa que no sean sus propios párrafos. Su historia. Su Leviatán: Moby Dick.
Había llegado a Pittsfield buscando tranquilidad, pero encontró el vértigo. El campo tenía algo de la vastedad asfixiante del océano. Le recordaba al mar. Salió huyendo de Nueva York con la esperanza de que lejos de la ciudad recuperaría su ritmo de trabajo. Esa fuerza titánica que le había llevado a acabar Redburn y Chaqueta blanca en solo cuatro meses.
«Escribo una novela sobre mi experiencia en la caza de ballenas». Cuando lo dice todavía no ha llegado al momento inevitable en el que todo autor miente a su editor. O, al menos, no en lo sustancial. Porque lo que Melville no contaba es que nunca se alistó como arponero. Si alguna vez llegó a serlo, tuvo que ser por fuerza a bordo del Charles & Henry, en el que pasó menos de seis meses. Y aunque no era demasiado para presentarse como cazador de monstruos marinos, sí que lo fue para su inspiración. O para su desesperación.
Herman Melville, en su océano de ficción, en ese lugar que no aparece en los mapas, está a punto de descubrir que lo que late ante sus ojos, en las páginas emborronadas, es un libro distinto al que había planeado. No es un relato de aventuras. Es una caza que le va a cambiar la vida. La que va a terminar de arruinar su mente dividida entre la melancolía y la vehemencia. Entre la tierra y el mar.
No deja que le interrumpan. No quiere comer. Tiene en la nariz el olor del aceite de ballena. Siente el Atlántico arrogante bajo los pies. Le lleva. Le eleva. Le hunde. Le arrastra. Herman Melville ha caído en una locura monomaníaca. Está obsesionado por acabar este libro. En algún momento, en aquella mesa frente al monte Greylock, el libro abrió sus fauces y se tragó su razón.
Melville ha comenzado su historia sin sospechar dónde se embarca. Como todas las travesías. Como las que acaban en tragedia. Como la que ha encendido su imaginación. La vieja odisea que los balleneros cuentan de New Bedford a Nantucket. La tragedia del Essex hundido por una ballena. Un cachalote demoniaco había atacado al barco. Con la determinación de un asesino. Lo había embestido y había esperado a que la tripulación se agotara achicando el agua para volver y rematar el trabajo. Aquel mastodonte sabía lo que hacía. Sabía que el golpe sería fatal. Y, sin embargo, lo peor estaba todavía por llegar. Se atrevería a escribirlo en 1821 Owen Chase, el segundo de a bordo del desgraciado Essex: evitaron las islas más cercanas porque estaban habitadas por salvajes caníbales, pero en su viaje desesperado en las precarias balsas que pudieron salvar terminaron comiéndose los unos a los otros. Porque la justicia poética, la mayoría de las veces, funciona al revés.
«La lectura de esta historia asombrosa, aquí en el mar sin tierra, tan cerca de la verdadera latitud del naufragio, ha tenido un efecto sorprendente en mí». Herman Melville descubre el suceso a bordo del Acushnet. Acaban de cruzarse con otro ballenero, el Lima, no lejos de las islas Marquesas y, como es costumbre, las tripulaciones comparten unas jornadas. Y charla. Y alcohol. Y miedos. Así conoce Melville al hijo de Owen Chase, que le dejaría una copia del libro de su padre. Nunca nada le había impresionado tanto. Tenía veintidós años. La historia se quedó con él.
Casi una década después, el relato del naufragio del infortunado Essex aleteaba todavía en su cabeza. Con la fuerza de una ballena de esperma. Como el coletazo definitivo que ya no se salva con un golpe de timón. Y, sin embargo, o quizá por la obsesión con la que le golpea, Melville no consigue avanzar. Varado frente a la página en blanco, necesita un viento que no encuentra. Y el viento llegará. En forma de tormenta. Un huracán llamado Nathaniel Hawthorne.
Se conocieron el verano en el que Melville llegó a Pittsfield. Eran los primeros días luminosos lejos de su nostalgia ya casi cotidiana. Le gustaba el lugar y la compañía. Aquel pedazo de Massachusetts se había convertido en un refugio de poetas y literatos. Y no dudó en sumarse a ellos para compartir un día de campo, una excursión que había preparado un abogado de la zona fascinado por aquella tribu ilustrada. Melville esperó el lunes 5 de agosto de 1850 con ansiedad. Amaneció el día con una bruma impropia del verano. Pero los caminantes no iban a renunciar a su pequeña conquista de Monument Mountain. ¿Qué podía pasar? Pasó que la tormenta descargó con la furia de latitudes que Melville recordaba muy bien. Y mientras los otros reían y gritaban, lo que quedaba en él del joven marinero le llevó al borde de un precipicio para retar al viento. Como si navegara en popa cerrada en medio del temporal. Y como si el gesto fuera una provocación, la tempestad arreció. Herman Melville y Nathaniel Hawthorne buscaron refugio en una hendidura entre las rocas de la montaña. Pasaron dos horas allí. Y la historia de la literatura cambió. Porque aquel día de agosto, Herman y Nathaniel se hicieron amigos. Descubrieron que compartían ideas, sentimientos, dudas, aspiraciones. Hablaron de las letras y de la vida. Y lo que no suele pasar, pasó. Se encontraron dos seres que solo podían comprenderse. Herman empezó, por fin, a ser Herman. Y la ballena comenzó a ser Moby Dick.
A los pocos días, Melville había destripado su pobre manuscrito. Decía que era una revisión, pero lo había reventado desde el mismo corazón del texto. Como quien busca el aceite en la profundidad de la cabeza de un cachalote. En algún lugar, entre aquellos párrafos que se le habían resistido durante meses, entre los recuerdos difusos de las noches en cubierta, escondido en las palabras que tan trabajosamente había encadenado, estaba el libro que siempre quiso escribir. Lo iba a lograr pasara lo que pasara. «Como búho me muevo en el ocaso, debido al ocaso de mis ojos». Se atrevía a confesárselo a su fiel amigo Evert Duyckinck, editor de Literary World. Pero el ocaso de sus ojos era el de un visionario. Algo en él había cambiado. En su mesa, en la buhardilla de una granja de Massachusetts, tierra adentro, Herman Melville se había convertido en Ahab.
¿Es eso que avista más allá del horizonte de sus balleneros la verdadera historia que desea contar? ¿Es esta la epifanía que esperaba? ¿El viento que lo impulsaría? ¿Es este monstruo el que tendrá que vencer? Este es.
Misiva a misiva, Melville comparte con Hawthorne la inevitable tortura en la que se estaba convirtiendo Moby Dick. Lo habían hablado los dos en una de esas largas noches de confesiones. Herman quería arrancarse un libro del cerebro, que la idea se hiciera palabra sin tener que atravesar su cuerpo, ni su recuerdo, ni su dolor. Pero para eso había que atreverse a algo peor: a arrancar el pensamiento de la mente. «Es comparable a la delicada y peligrosa empresa de separar la pintura de su panel: hay que raspar todo el cerebro para que la operación pueda hacerse con seguridad».
Melville sabía lo que le estaba pasando. Sabía que había libros de dos clases: los que exigen la tinta y «los que se beben la sangre». Y su ballena es un vampiro. Aquí está la paradoja: había evitado contar el episodio de canibalismo de los supervivientes del Essex y, por una extraña ley de la compensación, la novela le estaba devorando a él. Leviatán comiendo a su padre. El único destino posible cuando se firma un pacto con el diablo. La única salida: sucumbir, sumergirse, perder pie. Caer en la maldición de Ahab.
Por eso el Pequod es un manicomio. Un barco conducido por un iluminado, cargado de marineros que han dejado en tierra la razón. Sabe Melville, porque lo ha vivido, que solo con una dosis de locura se pueden afrontar esas travesías. Así eran los hombres que había conocido cuando, adolescente, huérfano y arruinado, él también se tuvo que hacer a la mar. Quizá entonces ya estaba allí el germen del delirio. El mal bicho que poseería su cabeza. La monomanía. La sombra de la ballena mitológica que nunca llegó a ver. Esa pieza inalcanzable que uno nunca se termina de cobrar. El final que nunca se alcanza porque para eso es el final. El éxito quizá. El dinero que no había vuelto a ganar desde sus primeras novelas. Aquellas que no pasarían a la historia pero que le habían dado el aplauso popular. Y que ahora parecían tan lejanas. «Aunque escribiera los Evangelios de este siglo moriría en la pobreza», se había lamentado en una carta a Hawthorne. Tenía razón.
Lo sabía bien Melville, que había trajinado la Biblia de los Salmos al Eclesiastés. Había paseado por el otro Paraíso, el de Milton. Se había admirado al ver al doctor Frankenstein fabricando a su criatura. Se había dejado seducir por la reina Mab. Había caído rendido ante los versos de Shakespeare. Había envidiado a Hawthorne. Y como un Alonso Quijano, poseído por las lecturas y las letras que le laceraban, había perdido la cordura.
«Los Harper consideran que Melville se ha vuelto un poco loco». Lo escribe un primo de Hawthorne. Ha acabado Moby Dick y su enajenación es una evidencia. Habría bastado con leer cuidadosamente el primer párrafo del libro para comprender que el estado de ánimo de su autor era, en el mejor de los casos, tan turbio como el de Ismael, «con un noviembre húmedo y lluvioso sobre su alma».
Si un sub-subbibliotecario hubiera recopilado los extractos de su declive en la prensa de aquellos días no habría quedado duda: «Herman Melville, loco». «Su fantasía está enferma». «Debe sospecharse que Melville ha salido de un manicomio». «Lo mejor sería que a corto plazo encerraran a este autor». Apenas recaudaría quinientos cincuenta y seis dólares con Moby Dick. Y la sorpresa espantada de la crítica, que se confirmaría en su siguiente novela, Pierre o las ambigüedades, terminó de sepultarlo. Melville no se iba a recuperar. Confinado en la galera de los malditos, comprendió que la ballena le había hundido.
«No lo compre», le escribió a su amada Sarah Morewood. «No lo lea cuando salga, porque este no es libro para usted. No es un pedazo de fina seda de Spitalfields, sino que tiene el horrible tacto de una tela tejida con los cables y las amarras de los barcos. Sopla a través de él un viento polar, y lo sobrevuelan aves de presa».
Las mismas aves de presa que cercaban su mente. Esas que impresionarían a su amigo Nathaniel Hawthorne cuando, años después, se reencontraban en Inglaterra. Más viejo, más triste. Derrotado. Vagando por el mundo. Sin dar con Moby Dick.
«Hay ciertos momentos únicos, ciertas ocasiones, en este extraño asunto al que llamamos vida, en los que un hombre toma todo el universo por una tremenda broma, y a pesar de que no llega a percibirlo con claridad, queda la sospecha de que la burla no es a expensas de nadie más que de él mismo».
Lo sospechó Melville en el capítulo cuarenta y nueve de su novela. Que en el centro mismo del océano de la locura, ante las fauces de la ballena que nunca habrá de existir, estaba él: demente y desesperado, Ahab sin barco y sin presa, incapaz de dar caza a su obsesión. Incapaz de escapar de su propio Leviatán. Devorado por la pálida ilusión de Moby Dick.