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jueves, 11 de mayo de 2017

A un calzoncillo en una lámpara


Dedicado a los "escritores" criados en platós televisivos

Máximo esplendor del vil calzoncillo,
gloria a la jaima de escroto y zurraspa.
Todos rendidos a la hez de la caspa,
todos a los pies del resto amarillo.

Loo, me entrego, adoro, venero,
me sumo al amor del dios excremento.
Nadie se atreva a emitir un lamento
contra el imperio de tanga y braguero.

Hoy es el mundo de la porquería,
huerta de heces, de limo y de fama.
Dejadme unirme a los fastos del ano.

Nadie se atreva contra la jauría.
¡Viva la fiesta que el hedor aclama!
     No levantaré el buen gusto en vano.    

domingo, 30 de abril de 2017

Tarados en Alcalá de Henares y la sombra de Cervantes


Tengo la fea costumbre de salir a correr por las mañanas cuando visitamos cualquier ciudad. Lo suelo hacer temprano y casi siempre en días de fiesta, con lo que me recreo con las calles desiertas y el sol de estreno que devuelve el sosiego después de noches de ajetreo y regocijo. Son pocos los ejemplares con los que me encuentro y no suele ser gente que se muestre muy normal, salvo si les acompaña un perro o si proceden de China o de cualquier otro país oriental. Me explico. Las criaturas con las que me topo, cuando el sol es un infante y el empedrado está recién regado, no tienen apariencia de ser convencionales. Hoy mismo, he salido a las nueve y me he dado con un joven que llevaba un periódico viejo en la axila. Hablaba solo. También me han salido al paso un viejo que con una vara señalaba al infinito y una señora con un carro de supermercado en el que llevaba a su gato paralítico. De los señores con perro y de los chinos ni hablamos. No me ha extrañado en absoluto este escaparate de excentricidades. Al contrario, es lo habitual. Probad a salir en cualquier ciudad en un día festivo a esas horas de la mañana.
El atractivo del día me lo proporcionaba la ciudad, Alcalá de Henares, el lugar que vio nacer a Cervantes. No, no es un sitio cualquiera. Aquí los locos tienen su pedigrí. Uno puede identificar a los tarados con personajes del autor de La Galatea. El joven temeroso con el periódico en el brazo que le habla a la facultad de Filosofía es el licenciado Vidriera. No cabe ninguna duda. Sale a la calle solo, cuando nadie lo puede rozar, cuando no hay peligro de que lo quiebren, porque su naturaleza de vidrio corre peligro entre las multitudes y entre el trajín de los autobuses de línea. El viejo que apunta a la luna con su vara es el sabio Frestón, el que hizo desaparecer de la biblioteca de don Quijote todos los libros de caballerías. Y la señora del carrito quién es: Maritornes, no. Ella no llevaría a un perro en el morral. Tampoco Quiteria, la prometida de Camacho y amante de Basilio. Ni la condesa. No había tan buena voluntad en ella. Tengo que volver sobre mis pasos para escrutarla. Ahí está su rostro cuarteado y su esputo de ferroviario. Ya lo tengo, es el cura amigo de don Quijote, vestido de doncella. Sí, de la misma guisa que cuando intentó devolver a su aldea al loco desmigado.
No, no hay ninguna criatura a estas horas que goce de buena salud a no ser que lleve un perro de la traílla o sea chino. Eso es evidente. Tampoco yo estoy muy bien, lo vengo notando desde hace unos años, desde que veo en los rostros de los transeúntes las imágenes de los libros. En fin, paciencia y barajar.  

lunes, 17 de abril de 2017

"Sueños" de Quevedo en el Teatro de la Comedia


Disfruté la obra de teatro Sueños protagonizada por Juan Echanove el sábado pasado, y la disfruté hasta las heces. Hacía tiempo que no me embebía una representación como lo hizo este engendro de Gerardo Vera y la verdad es que no esperaba, ni mucho menos, tanto como me ofreció. A veces habría que hacer callar a los críticos o simplemente no leerlos. Lo digo en este caso por Javier Vallejo y su reseña en "El País" acerca de Sueños. Cuando salí del Teatro de la Comedia me pregunté entre otras muchas cosas, ¿qué obra vería este señor?, porque sus impresiones no solo distaban de las mías, sino que algunas de ellas parecían sacadas de las propias obsesiones del crítico o de sus prejuicios, pero no de lo que ocurrió sobre las tablas. Se queja Villarejo de que el vídeo de Álvaro Luna no aporta nada y que se debería haber utilizado la palabra de Quevedo en vez de las imágenes. Al haber leído la crítica antes de ver la obra, esperaba que la representación estuviera plagada de vídeos sin medida y sin concierto. Nada más lejos de la realidad: el vídeo aparece poco y con la única intención (y yo creo que muy acertada) de darle una dimensión mágica a las divagaciones oníricas de Quevedo. La puesta en escena, el vestuario, el clima de irrealidad creado en un espacio casi diáfano consigue introducirnos en los oscuros pensamientos de don Francisco y hace plásticas sus obsesiones. Gerardo Vera no solo consigue embarrarnos en una metafísica angustiosa, sino que además la hace de fácil digestión. Es muy difícil (y en esto es en lo poco que estoy de acuerdo con el crítico) plasmar en la escena un material tan complejo como los Sueños y discursos, y todavía más difícil hacer digerible al público actual la prosa densa y conceptista de Quevedo. Es, de hecho, muy complicado, que una obra de pensamiento se desarrolle en las tablas con ligereza y con el interés del público, que se lo pregunten a Unamuno o a Azorín. Y sin embargo, tras la representación, salí convencido de que sí: se pueden representar los pensamientos, las obsesiones, los sueños, la metafísica y hacerlos atractivos al público sin tener que recurrir a la anécdota. La atmósfera creada por el vestuario, la coreografía, la puesta en escena, EL VÍDEO y, sobre todo, el buen hacer de los actores, en especial Juan Echanove (Quevedo), Óscar de la Fuente (diablo y cardenal), Lucía Quintana (Aminta) y Marta Ribera (Muerte), construyen un complejo edificio de obsesiones en el que el espectador asciende y desciende como si fuera uno más de sus pobladores. Se nos invita a profundizar en la idea de la muerte, del amor, de la fama y a chapotear en reflexiones más mundanas sobre el poder, la corrupción, la Iglesia... Todo extraído de las obras de Quevedo y todo bien engarzado por la pericia de José Luis Collado, cuya versión no solo expone una vertiente importante del poeta barroco, sino que, además, amasa sus ideas con el aliño necesario para que se digieran con ajustada ironía. Sí, quizá falta, como dice el crítico, más Quevedo, pero es imposible, en una obra de dos horas reducir el complejísimo mundo del autor barroco. La versión de Collado es limpia, no abandona a Quevedo en ningún momento y es tan compacta como la puesta en escena. El exceso sentimental del final de la obra se compensa con una construcción tan sólida que ni siquiera ese pero lo es. 
Un consejo: id a ver esta representación, hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en el teatro y que no accedía a la "catarsis" con tanta facilidad. Hablamos mucho de ella en la clases de literatura, pero es difícil conocerla de veras. Otro consejo: leed a los críticos después de ver la obra o no los leáis, directamente. O sí, leedlos para luego tener el placer de desdecirlos.          

sábado, 28 de enero de 2017

Adolescens II


"F., H. y Á."

F. R. tiene nombre de emperador romano o de caballero medieval o de grupo musical alternativo. En realidad, es un muchacho de doce años que no ha empezado todavía a crecer. Se parece a Rocco - el de Rocco y sus hermanos-. Su perfil no es tan perfecto como el de Alain Delon, pero hubiera dado mejor como protagonista de la película que el propio actor francés.
En menos de un mes de clase, ha logrado la hazaña de ser expulsado junto a dos de sus compañeros. Es nuevo en el centro. Acaba de llegar del colegio de primaria y no le ha intimidado el hecho de encontrarse con chicos mayores ni le ha impresionado un ambiente desconocido. F. es agresivo. No controla su mal genio y no conoce la frontera entre el bien y el mal. Golpea en cuanto tiene ocasión, desafía al profesor de Educación Física (el más serio y fornido del claustro) y se comporta con impasibilidad cuando se le reprende. Es el Clint Eastwood de 1º de ESO. Aborda una bronca del Director como el actor americano un duelo bajo el sol.
Hoy le ha pegado un puñetazo en la barriga a un compañero suyo y unas patadas violentas en la espinilla porque el otro le ha golpeado fortuitamente con el brazo durante una carrera. F. lo cuenta y se defiende sin pasión, sin nervios, con absoluta naturalidad. Como si el papel de acusado lo sufriera todos lo días. Como esos delincuentes habituales que están cansados de declarar ante la policía y lo hacen con el mismo desparpajo que quien saca dinero del cajero.
F. es bajito, peina la raya a un lado y su rostro redondo no expresa ninguna emoción: ni rabia, ni ira, ni desencanto, ni abulia, ni por supuesto arrepentimiento. Su padre apenas para por casa y su madre parece intimidada por la actitud indolente del muchacho. En la reunión de expulsión, intenta disculparlo y él muestra el rostro de Rocco antes de la pelea o el de Clint después de cargarse al malo.
Uno de sus profesores nos habla de los problemas que tuvo en los tres últimos cursos de primaria, durante los cuales, las agresiones a compañeros y los desafíos a los maestros eran continuos. No tomaron medidas drásticas porque consideraron que un niño de nueve, diez u once años era aún recuperable para las buenas prácticas ciudadanas. “Lleva el conflicto en los genes”, sentencia. Mientras tanto, F. atiende a las diatribas del director y a la defensa de la madre con la misma mirada bovina. Como las putas de las rotondas ven pasar los coches.

H. viene de otro país. Pronuncia un español perfecto, sin asomo de acento extranjero. Se ha criado en España y se cagó sobre la tapa del váter del colegio cuando cursaba quinto de primaria (diez años). H. llora cuando le afeo su conducta: delante del profesor, ha soltado un “hijo de puta de mierda” contra un compañero que, según él, le había arreado una bofetada. Cuando vuelve a casa desde el instituto no suele encontrar a nadie. Su padre está en paradero desconocido y su madre vuelve del trabajo a las diez de la noche. Eso nos ha dicho el muchacho, porque no hemos podido hablar con su familia. A H. le caen lagrimones de plomo. Es de la misma altura que F., pero no tiene sus hechuras. H. se quiebra nada más recriminarle su comportamiento en el patio, cuando corrían en la clase de Educación Física. Se lían a golpes y a insultos ante el profesor y el director. Ellos y otro alumno, más desconcertado que ellos dos.

A. es el más alto de los tres. También se muestra compungido por lo que ha sucedido, como H., pero se excusa en las órdenes de su padre: “Me ha ordenado que al que se meta conmigo le arree”. Según su versión, F. le ha pegado una patada y él se ha girado y al primero que ha visto ha sido a H. Le ha dado una bofetada y luego, sin querer, ha golpeado a F. Las versiones coinciden, pero de una forma extraña, todos son inocentes. Para nosotros todos son culpables.

sábado, 21 de enero de 2017

Nacimiento de Donald Trump


Donald Trump vino al mundo envuelto en llamas y jaleado por los chillidos de los roedores. Si en aquel tiempo hubiera habido evangelistas, habrían pregonado su nacimiento como el del Mesías porque esa misma noche se incendió el corral de Manolo y su colección de hurones asoló el pueblo. Eran sin duda señales de un advenimiento singular: el fuego, los hurones deambulando sin rumbo por las calles, las ratas huyendo de los predadores y el comadrón de Utiel detenido en medio de la carretera por un grupo de mujeres que lo asaltaron al grito de “¡Nitrato de Chile!”
Trump, por supuesto, no es su apellido original. A su padre le llamaban “Tales de Águilas” y a su madre “Atenea de Jumilla”, originarios de una pedanía de Murcia. Hasta la llegada de Constantín y Larissa fueron los únicos inmigrantes de la comarca. Lo registraron en el padrón como Donaldo Zurita Pleguezuelos, así consta.

El corral donde nació Trump estuvo iluminado casi toda la noche porque era paredaño al de Manolo. Las llamas no se apagaron hasta que amaneció. El parto fue liviano. De caderas anchas, la “Atenea de Jumilla” se asomó al vano de la puerta para decirle a su marido que volviera pronto de la taberna cuando, de repente, notó cómo se le humedecían. Al bajar la vista, vio salir al engendro como si no fuera suyo. El pequeño Trump se golpeó la cabecita con la piedra del umbral antes de que su madre lo atrapara por el pescuezo. La criatura lloraba a pulmón rajado, pero el golpe no dañó ningún órgano vital. En el establo no había mula ni buey, pero sí que aparecieron por allí tres esquiladores que buscaban trabajo y ayudaron a apagar el fuego. Cuando entraron en el corral donde había nacido el señalado, la madre roncaba sobre un jergón de paja y el engendro había hecho callar a las ratas con sus berridos. Despertaron a Atenea y le ofrecieron tabaco de picadura, anís del Mono y migas ruleras…

domingo, 15 de enero de 2017

El paraguayo, mi tío, la muerte y diez ovejas


Con los labios arados por la intemperie, así lo recuerdo.
El paraguayo nos relata la muerte de Toni con delicadeza. Se remonta a la hora de la madrugada, cuando el ya difunto despertó y se levantó de la cama con lentitud.  No debía alterar a los cinco bypass que esperaban cualquier agitación para enclaustrarlo de nuevo en el hospital. Toni odiaba los centros médicos, a pesar de las enfermeras. Los odiaba porque olían a sacristía y a linimento de futbolista.
Se remansa el paraguayo en la narración. Es muy importante para él no olvidar ningún detalle. Los hombres solo mueren una vez y los amigos también, aunque parezcan más veces. El paraguayo cuida con esmero las palabras. Algo que en esta parte del océano hemos olvidado. Le cuesta componerlas porque su lengua natal es el guaraní, pero para él contar los hechos de ese día supone algo tan importante como pronunciar una conferencia en la Sorbona. "Toni me llamó para que sacara el tractor. Yo le dije que hacía mucho frío, que la siembra podía esperar al día siguiente, pero él se empeñó. Anunciaron lluvias en el parte y si llueve no se puede sembrar. Desde que abandonó la escuela, Toni siempre se levantó con el sol, ustedes ya lo saben. Eso decía. Yo también me levanto con el sol, aunque no sé de escuelas". El paraguayo es pequeño, moreno, con las mejillas sonrosadas y los ojos pequeños, achicados por la honda tristeza. Cuando habla, saca las manos de la cazadora para que acompañen como se debe a las palabras. Unas manos de labrador, aún con restos de muerte y semillas. "Así que nos subimos al tractor y fuimos hasta el comercio del pienso. Allí cargamos tres sacos de simiente. Le dije a Toni que no tocara ninguno, pero aún me ayudó con el último. Cuando salimos a la calle, se quejó: Paco, ahora sí que tengo frío. Pero él estaba bien. Se reía de buena gana. Paramos a almorzar. Toni embolsó (comió) muy bien. Tenía muy buenas hambres. Se embolsó un buen bocadillo y se bebió casi un litro de zumo, pero seguía lamentándose del frío. Cuando terminamos, cargamos la tolva y fuimos al campo a sembrar. Yo iba delante, a pie. Preparaba el terreno. Toni conducía el tractor, como siempre. Las diez ovejas que nos quedaron, después de vender casi todo el ganado, seguían al vehículo. De repente, vi que se le volcaba el cuerpo sobre el tractor. Fui hacia él y lo frené como pude. Después lo cogí de los sobacos y lo incorporé. No me respondía. Intenté reanimarlo. Yo hice primeros auxilios en la mili, allá en Paraguay. Seguía sin responder. Llamé por teléfono a su hermano, que no andaba lejos, y entre los dos conseguimos bajarlo del tractor con mucho esfuerzo. Había cogido muchos kilos después del último ataque al corazón. Enseguida llegaron los muchachos de la ambulancia. También intentaron reanimarlo, pero ya estaba amoratado y no había nada que hacer. Se fue en un momento, sin despedirse y sin dar molestias. Así, con el frío metido en las entrañas".
Ni siquiera dio un ¡ay! al expirar. Vivió solo tanto tiempo que apenas hablaba.  Bueno, solo no. Lo acompañaron siempre sus ovejas. Ellas, y en sus últimos años, una familia de paraguayos le aliviaron la desolación. Desde siempre trabajó en el campo, desde niño. Él era el sol: salía de amanecida y volvía a casa con el crepúsculo. El viento de solano le avisaba para recoger los hatos. Solo conoció a una mujer, la paraguaya con la que entabló una relación que duró apenas una semana. La arrolló un tren en un paso a nivel sin barreras. Después del primer infarto, comprobó que era peor estar encerrado en un hospital a que se te parara el corazón. No había tomado nunca ningún tipo de medicación. Por eso posiblemente cuando le dieron aquellas pastillas para descansar mejor, después del primer infarto, le provocaron alucinaciones. Salió a la calle, sonámbulo, a las cinco de la mañana, en calzoncillos y descalzo. Se cruzó todo el pueblo de esta guisa. Un panadero se lo encontró tiritando los cinco grados bajo cero, agarrado a una reja. No sabía quién era ni cómo se llamaba. Al día siguiente no recordaba nada.
Si hubiera guardado reposo como le ordenaron los médicos tras el primer bypass, habría muerto sin remisión. No habría habido ocasión de que le insertaran el segundo. Y así, de surco en surco, hasta cinco. Toni era hermano de mi madre. Ella lo quería como a uno de sus hijos. Era tan inocente y tan sencillo como la tierra que sembraba. Yo no hice nada por él. Solo este relato de su último día.    

miércoles, 11 de enero de 2017

Un profesor pirata: Alberto Sacido

Un profesor pirata, un colega de veras que propone unos métodos de enseñanza distintos que sirven para  enseñar y no para adocenar.

miércoles, 4 de enero de 2017

Don Quijote es de Lisboa


En esta teoría estoy: después de viajar a Lisboa y pasar cuatro días allí, me ronda la idea de que el hidalgo español que Cervantes retrató, el viejo melancólico que recorrió La Mancha armado como un caballero medieval, no era originario de un pueblo manchego, sino de una calle de Lisboa. La descripción inicial que nos da Cervantes de su personaje es una falacia, uno más de los muchos engaños que contiene la historia. No, don Quijote no estaba loco, ni mucho menos. Don Quijote padecía de saudade y tenía inscrito en su carácter ese espíritu desdichado y nebuloso que he podido observar en muchos de sus compatriotas allende las fronteras de la Extremadura. No es gravedad, ni antipatía, ni por supuesto misantropía. El Caballero de la Triste Figura es un taxista lisboeta callado, taciturno que quiere dejar su trabajo, desea abandonar el eterno asiento de su Mercedes sin suspensión para subirse a lomos de algo que se mueva, pero que se mueva de veras. Y no andar al lado de turistas, burócratas o adolescentes ebrios, aguantando sus lenguas ininteligibles y sus ínfulas del primer mundo. Don Quijote es un hidalgo de Lisboa, con el espíritu entristecido por una ciudad monótona, sin brillo y por una música que nunca anima al baile. Don Quijote vive junto a Pessoa en una calle empedrada por donde el tranvía circula atestado de turistas, salvando a los muchachos que se sientan al sol en el filo de la acera, sin nada que hacer, sin ningún juego entre las piernas. Don Quijote era de comer frugal, de vela y abstinencia, de mucho leer y poco reír, como los conserjes de los hoteles de Lisboa: amables, enjutos e impasibles. Arañados por la conciencia del morir, sus ojos siempre están traspasados por la guadaña de quien añora la vida. Ese es don Quijote, sin duda: un recepcionista de hotel o un taxista que trabaja y vive a orillas de un estuario y que se ha rebelado contra su destino.

viernes, 30 de diciembre de 2016

Joseph K. y las compañías telefónicas


Protagonista de esta historia: Joseph K. (personaje robado a Kafka), con trabajo fijo, familia fija y torpeza contrastada.
Nombres de las tres empresas de telefonías móviles: X, Y y Z. Expertas en extorsiones, chanchullos y enredos de folletín.

Joseph K. está cansado de que su compañía X de telefonía móvil le estafe. No respetan las condiciones del contrato y no tiene ganas de pleitos. Decide llamar a la compañía Y para ver otra alternativa. Una operadora de Y (ecuatoriana) le plantea la posibilidad de cambiar de compañía sin ningún esfuerzo y sin ningún coste para Joseph K. Ellos se encargan de todos los trámites. Joseph K. acepta la propuesta.
Cuando el técnico (de Usera) llega para instalar el router y la línea fija le informa de que le asignarán un nuevo número de teléfono, pero en dos días recuperará el antiguo. Después de un mes, Joseph K. no ha recuperado su número antiguo. Los contactos que llaman a su fijo se pierden en el limbo de las líneas telefónicas.
Llama a una operadora (dominicana) de la compañía Y. Le aseguran que en dos días recuperará el teléfono. La portabilidad está en trámite. Pasan dos meses y medio y Joseph K. no ha recuperado su antiguo número de teléfono. Según otra operadora (de Vallecas), debe esperar otro mes. Mientras tanto, llega un recibo de su antigua compañía X por un servicio del que ya no disfruta, el de su perdido número fijo. Desesperado por las interminables gestiones y de que cada operador (de España, Sudamérica y Europa del Este) le dé una razón distinta, decide contactar con otra compañía.
Llama a las operadoras de la compañía Z (todas de Algete). Muy amables, le ofrecen cambiar de compañía sin ningún coste. Ellos, la compañía Z, se encargan de todos los trámites. Le instalan un router nuevo ( el tercero).
El técnico (de Requena) le informa de que le asignarán un nuevo número de teléfono, pero pronto recuperará el antiguo. Para evitar problemas anteriores, da de baja el número fijo que le había instalado la compañía Y. Le amenazan con cobrarle una penalización. Cuando llama a la compañía Z para que no le ocurra lo mismo que en la compañía Y con su fijo, está a punto de romper todos los teléfonos, los routers y los móviles. La operadora (de Algete) le pasa con otro departamento. Una nueva operadora (de Algete) le mantiene a la espera hasta que se corta la comunicación. Así durante dos horas y media.
Por fin consigue contactar con una operadora (de Burgos) decidida a solucionar el problema. Ella solicitará la portabilidad del número fijo antiguo, pero Joseph K. debe firmar un nuevo contrato. Después, la compañía fundirá el fijo de la portabilidad con los móviles contratados anteriormente y luego se dará de baja el fijo nuevo que le instaló la compañía. Joseph K. en su torpeza y confusión accede.
A los pocos días recibe otro router de la compañía Z ( el cuarto). La compañía X le comunica que debe pagar una penalización por la portabilidad de su fijo antiguo. La compañía Y le comunica que debe pagar una penalización por la cancelación de su número fijo. La compañía Z le comunica que debe pagar una penalización por la cancelación del número fijo que le instalaron con el primer router. Joseph K. ya no se dedica a su negocio, ya no piensa en su familia. Su vida está entregada a hablar con las operadoras de las compañías X, Y y Z (de todo el mundo). Es una nueva vida, absurda y cosmopolita. Sueña con routers y discute con máquinas. La conversación más inteligente que ha mantenido en el último mes ha sido esta:
Z: Si es cliente de Z, marque 1; si quiere dar de baja algún servicio, marque 2; si su consulta es cualquier otra, marque 3.
(Marca 1)
Z: El tiempo de espera estimado es de dos a cinco minutos.
(Música de sanatorio)
Z: El tiempo de espera estimado es de dos a cinco minutos.
(La misma música de sanatorio)
Z: Buenas tardes, ¿en qué puedo servirle?
Joseph K.: Quisiera casarme con usted.
Z: Si es usted cliente, marque 1; si quiere dar de baja algún servicio, marque 2...
(Música de sanatorio. Al fondo alguien llora)
(Se repite la escena cinco veces).
No lo dude, si quiere convertirse en un personaje de Kafka, cambie de compañía telefónica.

jueves, 29 de diciembre de 2016

Un paseo con mi padre


Hoy he ido a caminar al monte. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Hoy he disfrutado de la naturaleza en soledad. Como fue costumbre en mi padre en sus últimos años. Durante todo el paseo me he arrepentido de no haber salido nunca con él. Su mutismo, su silencio, su distancia con el resto del mundo no hacían fácil el acercamiento, pero yo tampoco hice nada por recortarla.
Un año antes de su muerte me aproximé a él por casualidad. Me documentaba para escribir una novela sobre la posguerra y necesitaba su colaboración. Nunca creí que estuviera tan dispuesto a hablar, a confesar intimidades desconocidas para mí. Quizás ese mutismo, esa apariencia huraña y distante no eran más que una pose. Un comportamiento habitual entre los de su generación, una huida hacia adentro. Era difícil hablar con ellos, o eso me parecía a mí, hasta que comencé a preguntarle por sus inicios en el comercio, por la muerte de su padre tras salir de la cárcel, por sus juergas de juventud, por las miserias de posguerra. La conversación fluyó como nunca. Más de cuarenta años a su lado y nunca me había hablado con esa confianza. Nunca me había hablado.
Por eso me arrepiento de no haber salido a caminar a su lado. Él amaba el placer solitario del paseo. Se calaba el sombrero, agarraba el cayado y se calzaba las botas. Salía de casa antes de comer y a veces volvía con la piel quemada o los pies helados. Nunca se me ocurrió decirle: "Me voy contigo". Creíamos, como un asunto de fe, que su elección era firme: soledad y mutismo. Quizá no percibimos que necesitaba de nosotros para escapar de esa sucia mazmorra en la que estuvieron amordazados todos los que crecieron durante la posguerra. Quizás debiera haberle propuesto: "Me voy contigo". Y su soledad y su mutismo habrían acabado mucho antes. Quizás.
No sé si es demasiado tarde, pero, echando mano de la metafísica machadiana, hoy lo he acompañado.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Epopeyas modernas: el hombre contra la bañera


El lugar de la batalla es de lo más inhóspito: un "hotel spa" inaugurado en 2015, dotado de todos los elementos modernos capaces de desmoronar la fortaleza del más intrépido guerrero. Al entrar en el baño de la habitación 207, se cierra la puerta estrepitosamente, gracias a un mecanismo fotoeléctrico. De allí no se puede salir sin derramar valor y sangre. Se entra desnudo, con la esperanza de que la batalla será limpia, sin juego sucio. El baño es un cubo gris, pulido, como un refugio nuclear. A través de las rendijas del techo llega la banda sonora: ritmos tenues del más variado electrolatino. El guerrero entra en la bañera. Los apliques de fontanería no parecen apliques, sino adornos de tanatorio. Tras un análisis visual, el héroe da con el mecanismo que hace salir el agua por el grifo. Intenta averiguar cuál es la espita para que se active el chorro de la ducha. Encuentra un pitorro (no conozco el término técnico) de aluminio, prueba a levantarlo, pero no puede. Prueba a girarlo. Se mueve, gira, gira más, salta el pitorro y sale un chorro fino y violento de agua que riega el techo del búnker. Suda el héroe para introducirlo de nuevo en su ubicación original. Cierra el grifo. Prueba de nuevo, grita, pide ayuda, pero nadie lo oye. El búnker es hermético. Nadie puede salir de allí si no es con la victoria entre los dientes. Por fin consigue subir el pitorro. El agua brota por los agujeros de la ducha y el héroe está  a punto de llorar de emoción. La ducha no es de alcachofa. Su forma es la de un tubo de relevos. Con las manos mojadas resulta muy difícil dominarlo y, de hecho, gira y gira. Se riegan las paredes del búnker con el agua a presión. Salta el testigo de las manos del guerrero y se retuerce en el fondo de la bañera como una culebra de plata. Cierra de nuevo el grifo. El agua está helada. Nada indica hacia dónde girar el grifo para que salga agua caliente. Ni color rojo ni azul. Un cilindro brillante que se hace difícil de manejar. Aterido, el guerrero se seca las manos, después de alcanzar con dificultad la toalla que está colgada a un brazo y medio de la bañera. Abre de nuevo el grifo, controla la serpiente de aluminio y consigue hacer salir el agua caliente. Cierra de nuevo el grifo, animado por la conquista. En una bandeja de nácar reposa el tubo de gel. Abre el tapón y comprueba que una lámina también plateada impide la salida del jabón. Intenta arrancarla, no encuentra la pestaña, se desespera, grita, pide ayuda, pero solo se oye el rumor electrolatino, "Caliente, nena, caliente...". De nuevo el frío atenaza sus manos. Al fin, con la esquina de una uña, abre una brecha y sale el gel del tubito. La emoción embarga al héroe, que tiembla, y no de miedo, en el fragor de la batalla. Un aroma extraño le cubre la piel. Con las manos enjabonadas todavía resulta más difícil accionar el grifo, subir el pitorro y sujetar el testigo de ducha. Un sudor de impotencia recorre la voluntad del guerrero. Tiembla de frío. Renuncia. Intenta coger la toalla, está demasiado lejos, cae, grita, pide ayuda, un dolor intenso en la cadera le impide levantarse. El agua sale de nuevo a presión por el pitorro mal cerrado, se estrella contra el techo y, por fin, cesa el electrolatino. Se ha dado paso a la música marcial, mucho más adecuada al momento de la derrota. Héctor ha caído. Lo celebra el diseñador de los "hoteles spa".        

jueves, 8 de diciembre de 2016

"Lisabeta y la maceta de albahaca", variación sobre un cuento de Boccaccio


Lisabeta lloraba con desconsuelo todas las tardes sobre una planta de albahaca. La acariciaba como si se tratara del rostro de su amado, con una melancolía sin fondo. Vertía sus lágrimas durante horas y horas. Los vecinos contemplaban con curiosidad la intensa tristeza de Lisabeta. La muchacha había perdido la belleza y la lozanía en menos de dos meses. El descuido de su cabello y la hondura de sus ojos eran reflejo de una enfermedad del alma que le estaba robando la vida a manos llenas. A pesar de las luminosas tardes del sur de Italia. A pesar de la algarabía y la felicidad de la primavera. A pesar de que nada le faltaba: ni comida, ni joyas, ni vestidos, ni sol, ni juventud. A pesar de todo eso, un mal muy hondo corroía a Lisabeta. Lloraba sin consuelo en el alféizar de la ventana. Acariciaba las hojas de la albahaca y prestaba su vitalidad a esa planta que crecía con la desproporción de una pasión adolescente. Aspiraba Lisabeta su aroma. Aspiraba hasta marearse de perfume. Un perfume que con cada lágrima se volvía más fresco, más sólido. La vitalidad que se iba segundo a segundo del rostro de Lisabeta la recogía la albahaca para enriquecer su aroma y su verdura. Los pájaros gustaban de acercarse hasta la ventana y arrullar con su canto aquella tristeza de loba moribunda.
Los vecinos, heridos por la nostalgia de la belleza perdida, avisaron a los hermanos de Lisabeta -algunos por conmiseración, los más por malicia-. Al comprobar las locuras que su hermana dedicaba a un tiesto de albahaca, decidieron arrancárselo de entre las manos. Lisabeta se arrojó al suelo, suplicó, derramó sus últimas lágrimas para que no le arrebataran su consuelo, pero los hermanos, aún más animados por la desesperación de la muchacha, no consintieron en devolvérselo. Ella tenía que mejorar su aspecto para casarse cuanto antes con un mercader al que sacar el mayor beneficio posible del enlace. Había que alejarla de esa planta que estaba causando su desgracia y la de la familia. Sus padres habían muerto y eran ellos los que cuidaban de su hermana y de la buena herencia que les dejaron.
Abandonaron a Lisabeta en su habitación. Estaba en el suelo, agotada por el sufrimiento. La tumbaron sobre la cama y ordenaron a la sirvienta que le preparara una tisana. Cuando volvieron de su negocio, encontraron a muchos vecinos en la puerta de su casa. Lisabeta había muerto esa misma mañana, consumida por la pena. Su muerte había acercado a los curiosos hasta la rica mansión de los hermanos huérfanos y todos lamentaban la pérdida de una muchacha tan bella y joven -algunos con verdadera conmiseración, los más por malicia.
Los dos hermanos, después de haber enterrado el cuerpo decrépito de Lisabeta, se acercaron hasta la albahaca. Estrellaron el tiesto contra el suelo y de la tierra vieron brotar los rizos y luego la calavera de Lorenzo, el empleado de su almacén. Ellos mismos habían enterrado su cuerpo en un descampado, a las afueras de la ciudad.    

lunes, 5 de diciembre de 2016

Días como puños


Hay días tapizados de aspereza,
días lóbregos que ensucian las venas
con hastío de otoño, de sangre
podrida por el tiempo y su indecencia.
Hay días tan húmedos, tan lánguidos
que nadie tiene aliento para hablarles,
días tan óseos, que nadie flexiona
sus horas ni retuerce sus mañanas,
sus tardes, sus ocasos.
Hay días como puños.
de labio partido
y mentón disuelto.
Esos días tan largos como ríos
que no desembocan nunca
que no sanan, no se secan,
no son músculo, ni caricia,
ni siquiera arrastran agua,
sino bruma.
Hay días que no son días,
solo llamadas eternas
de máquinas telefónicas.

domingo, 20 de noviembre de 2016

"La trama" por Alberto Massa


Pruebe a meterse unas pinzas (lo necesariamente finas) por la cadena de huesecillos. Llegue hasta el tímpano. Somos conscientes que esta empresa duele, no ha de preocuparse. Apriete bien las pinzas. En este momento conviene apretar los dientes lo más fuerte que sepa. Procure, por mucho que no lo consiga, extraer. Choque. Adquiera. Saboree cómo el dolor desaparece. Comprendemos que es probable del tímpano brame un pitido molesto. Cállese, su esposa no tiene culpa de que eso duela. Su hijo tampoco. Esto ha sido cosa de usted. Quizás no debió contratar nuestros servicios ¿Se arrepiente? ¿Cómo? ¿Mucho, poco, demasiado, en exceso? Tranquilo, puede sacar la pinza. Este es un manual para que usted, definitivamente, sea capaz de controlar su ansiedad. Ayer rompió un jarrón. Se cagó en la comida de su perro Burton. Amenazó a su hijo con el cinto. Su mujer está sufriendo. Coja este martillo y esta aguja. Pruebe a acariciar el iris de su ojo izquierdo con la aguja. Espere, se nos ocurre algo mejor. Extraiga el mechero con el que enciende sus habanos los domingos del bolsillo izquierdo y queme la punta. Encienda la mecha de esa pequeña aguja. Es poco más grande que una de esas que usan en acupuntura. Es lo suficientemente fina. ¿Se marea? ¿Usted se marea? El vendedor del producto le dijo que era probable que, durante el ejercicio, tuviese alguna que otra náusea. Vaya al baño. Vomite. Tenga cuidado de que toda esa bilis caiga en el inodoro o su mujer tendrá que pasar una fregona. Sufra, es usted un auténtico hijo de la gran puta. No obstante, hace lo que puede por cambiar y eso le honra. Desde nuestra empresa concedemos un aplauso a todo lo que está poniendo de su parte. Regresemos a la aguja con la punta quemada. Clave en el paladar. No vaya demasiado aprisa. Sienta. Este es un dolor rico. Por favor, caballero, límpiese la sangre con mejor disimulo. No es tanta. Sabe mal, es cierto. Su esposa ha recibido órdenes de prepararle unas judías verdes, uno de sus platos favoritos. Clave más. No, señor. Ahora queremos que se lo meta hasta dentro de un solo golpe. Apenas tres centímetros. Bien. Si le sale una lágrima permítase relajarse comprobando cómo acaricia el perfil de su nariz. El moflete derecho se encuentra curándose de ira. Piense en el mar. Su boca, en este momento, es una ola a punto de repetirse. Ande, descanse un poco. Nuestra empresa le agradece su comportamiento. Respire. Toque su corazón. ¿Late muy aprisa? Es buena señal. Ahora agarre sus testículos y apriete lo más fuerte que sepa. No sabe hacer trampas. No debe. Debe apretar hasta sentir que su nuez se resiente. No está apretando ¿Qué es lo que le impide hacer caso? ¿Acaso estamos en esto juntos en balde? Recoja el martillo del suelo. Dígale a su mujer que le dé un golpe en esas, sus partes. Vaya a la cocina y dígale: Por favor, Concha, esto es una cosa de tres contando a nuestro hijo. Deja la preparación de ese plato tan exquisito, coge este martillo y atízame en los huevos. Ella procurará hacer caso a las órdenes de comportamiento asignadas para su rol. Bien. Da usted pena ahora mismo ¿Sabe? Revolcándose por la cocina. ¿No puede respirar? En la medida en que el dolor cesa puede notar cierto regusto. Decrece su mal. Dígale a Conchi que use el aceite hirviendo de la sartén con la que acaba de freír un huevo para usted y lo vierta sobre su cara de cerdo dolido. Lo sentimos. Es duro. Uno de nuestros autos de fe más fieros. Contamos con que deberá observar su cara y verá cómo prevalecen esas quemaduras. Conchi, hágalo, dígale que lo haga. Es por amor. Debe hacerlo. Queremos que recuerde. Bien. Tranquilo. Siéntese en la silla. Procure gritar hacia dentro. El vecino de abajo trabaja de tres a nueve. Se llama Ramón y se encuentra disfrutando del escaso descanso del que goza. Por favor, no grite. Nuestros servicios funcionan al 190%. Evitará sus nervios. Se apuntará a un gimnasio. Concederá valor a las terapias de Alcohólicos Anónimos a las que asiste cada jueves. Vaya al médico. Habrán de coser. Serán unos cuantos puntos. Todo. Absolutamente todo es por su bien. Mañana, caso de que le hayan dado el alta, trabajaremos la parte del iris ¿Recuerda aún dónde dejó el soplete que enviaron en persona a su domicilio tres de nuestros mejor dotados especialistas? Coma un poco antes de ir al médico. Conchi prepara unas judías verdes maravillosas. Estas están recién rehogadas. Espere. Le recordamos que, en todo momento, debe cuidarse. Deje a su hijo tranquilo. Sólo está haciendo las tareas del colegio. Sabemos todo lo demás. Lo difícil que le es llegar a fin de mes y que, en el fondo, como bien ha demostrado aceptando nuestra terapia, quiere lo mejor para usted y para su familia. Enhorabuena. Vaya al médico. Su esposa le acercará en el coche de alquiler de nuestra propia empresa. Por favor, señor ¿No cree que olvida algo? Haga el favor de vestirse antes de salir por esa puerta. Ha sido usted muy amable. Reiteramos la enhorabuena. Y recuerde: debe estar preparado para los ejercicios de mañana. Le recordamos que son un poquito duros. Ninguno de ellos, si se atiene a nuestras instrucciones, lo matará. Pulse aceptar. Es el botón derecho de su móvil. Muy buenas tardes y mucha suerte en el hospital, caballero. 

sábado, 12 de noviembre de 2016

"La muerte en Venecia" y un billete de tren de 1987


Al abrir La muerte en Venecia cae un billete de tren de 1987. Leí por primera vez esta historia cuando tenía 24 años. Ese billete amarillo que registra un viaje de Utiel a Valencia por 37 pesetas es el cartón de la nostalgia, el pasaje para visitar los estragos del tiempo.
¿Qué sensaciones me dejó ese libro la primera vez que lo leí? No lo sé con certeza. Solo recuerdo que al poco tiempo vi la película de Visconti y me compré el disco de la quinta sinfonía de Mahler. O la impresión que me causó fue muy intensa o el esnobismo me llevó muy lejos.
Al releerlo, no extrañé ni a Aschenbach ni a Tadzio ni a Venecia. Veintinueve años después los reconozco como a esos amigos que no ves hace tiempo y, en el reencuentro, ninguno se extraña. Todos actuamos con naturalidad. La metamorfosis de Aschenbach quedó estampada en mi memoria, así como la imagen de una Venecia esplendorosa y a la vez decadente y enferma. El viejo austrohúngaro dominado por la disciplina férrea del artista centroeuropeo ve cómo se desmorona todo su ideario cuando pasa por delante de él un adolescente polaco, Tadzio. Mann echa mano de los diálogos de Fedro para explicar la fascinación que produce la belleza, el abismo al que nos aboca cuando se introduce dentro de nuestra alma. El viejo escritor se tinta las canas, se maquilla, intenta paliar el deterioro causado por el paso de los años para no espantar la frescura magnífica de Tadzio, al que observa en la playa con el deleite del enamorado más entusiasta. Una epidemia de cólera barre silenciosamente la ciudad, la hunde en el aroma fétido y dulzón de la peste. Y a pesar de la alarma y de la imprudencia de permanecer allí, el viejo artista no abandona la ciudad. La belleza se impone a la disciplina y a la muerte por un momento. Ve por última vez al muchacho en la playa. No cruza palabra con él, ni siquiera le roza los rizos rubios de su cabeza, ni siquiera puede apartarlo de la violencia. Su cuerpo, su rostro, su cabello, provocan en el espíritu lo que el artista busca transmitir en su obra. Y, como siempre, la muerte vence. Aschenbach enferma y muere elevado por una pasión inesperada, atrapado por la despiadada condición de una ciudad que lo ha entregado al amor y a la muerte.
Viajé a Venecia este mismo año y reconocí la ciudad como si hubiera paseado por sus calles de agua, a pesar de no haber estado allí nunca. Como he reconocido a Tadzio y a Aschenbach al volver a encontrarme con ellos. El vagón en el que viajé a Valencia en 1987 posiblemente también lo reconocería si lo hubiera leído.      

viernes, 11 de noviembre de 2016

El alumno de 16 años que se convirtió en Sigfrido


Un aula de instituto. Quinta hora de un día señalado por los augures. Brunilda es María y Crimilda, Andrea. Sigfrido es Sergio y Günther, Mario. El dragón, Amanda y Hagen, Iván. Brunilda y Crimilda llevan pamelas de Venecia y Sigfrido, una espada de plástico. Günther se significa como rey con una corona de papel que le ha fabricado Lorena y el cofre de cartón encierra el tesoro de los Nibelungos. Todo está preparado para la representación. Ellos no saben de qué va el Cantar de los Nibelungos, pero adentrarse en una historia desconocida disfrazados y como protagonistas los convierte en alumnos receptivos, alegres y emocionados. Todo lo contrario de lo que uno suele encontrarse en las aulas. Sigfrido (Sergio) mata al dragón (Amanda) de un certero espadazo y vuelve en barco (una silla) al reino de Günther. Se le declara de rodillas a Crimilda (Andrea), como Günther (Mario) a Brunilda (María). Antes, Günther ha hecho unas flexiones a petición de la exigente Brunilda. La primera parte acaba bien. Dos bodas oficiadas por Celia en las que los novios se prometen amor eterno. La segunda parte, el lunes. La clase se entusiasma con la representación improvisada y el atrezo de los chinos. Yo también. Suena el timbre. Me llevo las pamelas, el cofre, la espada y la corona de cartón. La ilusión nos ha sacudido durante 55 minutos. Esto es la enseñanza, esto es la vida. Quien lo probó lo sabe.

domingo, 30 de octubre de 2016

Penélope


Desde hace meses, apenas veo los bosques. No percibo los aromas que trae la brisa de la tarde, ni escucho los arroyos. Desde hace meses, quizá años, el infatigable tejedor que es el tiempo va suturándome los párpados, la nariz y los oídos para que todo quede en silencio, para que nada entusiasme a la mirada, para que las emociones se pierdan en el olvido. Desde hace meses, intento, como Penélope, destejer lo que va tejiendo el tiempo. Sacar punto a punto las costuras con que los años van cerrando los sentidos. Pero es más rápido y más experimentado. La sastrería del tiempo tiene demasiados operarios y experiencia contrastada. Es inútil competir. No hay manera de destruir el sudario que apaga el amanecer y enmudece la brisa. Solo veo perros sueltos por los caminos y solo espero desgracias al volver los recodos. Solo huelo el polvo y las escopetas.  

sábado, 15 de octubre de 2016

Sánchez Ferlosio dixit

Nadie como Ferlosio ha sabido escrutar las entrañas de las tradiciones:

“Predicar una nueva fe entre practicantes de un viejo culto animista, tibio y desgastado puede ser un propósito con esperanza de éxito, pero proponer el escepticismo y el agnosticismo entre gentes entusiasmadas y enfervorizadas con sus propios dioses patrios no solo parece tarea desesperada, sino también el mejor modo de atizar el fuego, ya que para la llama de la creencia no hay mejor leña que el hostigamiento, porque permite inflamarse a los creyentes en eso que suele llamarse santa indignación”

miércoles, 12 de octubre de 2016

La decepción de Atenea


La diosa Atenea abandonó, frustrada, aquellos territorios. Las gentes que allí moraban la habían despreciado y nunca más quiso saber de ellos. Quedaron sin su consejo y sin su protección. Deambularon durante siglos guiados por la brutalidad y la superstición. Caminaban a tientas por los caminos, tropezaban una y otra vez, caían y comían tierra, sin que la experiencia les sirviera de escarmiento. Hermes, el mensajero de los dioses, se apiadó de ellos. Los vio tan indefensos, tan expuestos a la ignorancia que les envió un televisor y un ordenador. Como Atenea, salió de aquellos territorios escaldado. En cuanto los objetos enviados por los dioses transformaron en manos de esos hombres, los convirtieron en instrumentos de violencia y de tortura. Convirtieron las palabras en colmillos afilados con que desgarrar la yugular del vecino y Hermes se avergonzó de su candidez.

sábado, 8 de octubre de 2016

La ausencia y la palabra (a Cristina)

La palabra como bálsamo,
como ambulatorio de la angustia,
contra el hachazo de la muerte joven.

Al fondo del aula
está vacía su silla.
Ha enmudecido su voz cargada de desgracias,
ha desaparecido el frágil perfil,
la sonrisa quebrada.

Nadie explica por qué
la muerte es tan impía, tan desalmada,
por qué desgarra carne nueva
a dentelladas.
Solo queda el estupor de la ausencia
que nos extirpa la saliva
para que no podamos escupirle
en la cara.
Porque a los pájaros les han arrancado las alas
y se estrellan contra el suelo.
Porque de las ubres los niños
solo extraen estiércol.
Porque pisamos cristales rotos
con los pies desnudos
y se hincan hasta el hueso.
Porque solo queda el estupor de la ausencia
y nadie explica por qué
la muerte se ceba con el despertar,
con el entusiasmo de los ojos brillantes.

Ha enmudecido la voz de la niña
al fondo del aula.
Ha desaparecido el frágil perfil,
la risa quebrada,
su voz cargada de desgracias.
Y nadie ha venido a explicarnos
por qué.

Solo el bálsamo de las palabras
sirve de parche a la angustia.
Sin adhesivo, poroso,
demasiado liviano para aguantar
el torrente de sangre
nueva
que ha desencadenado
ella,
la muerte.

Sube la cuesta con dificultad,
recupera el resuello
y las amigas le tienden su aliento
para llegar a la plaza.
Sube, sube y vive
en el recuerdo,
hasta la Plaza Mayor de Salamanca.
Solo el bálsamo de las palabras.