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domingo, 12 de marzo de 2017

"La encrucijada lingüística" por Carlos Mayoral


El lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Eso, tan simple, uno lo empieza a comprender más tarde. En mi caso, ocurrió el primer día de instituto. En algún barrio de la periferia, muy lejos de los días azules de antaño. El colegio, atrás ya, se mantenía intacto en mi memoria, no lo niego. Con esos muros que nadie quiso saltar y esos jerséis de cuello picudo. Sin embargo, el edificio que ahora ocupábamos invitaba a la fuga y desabrochaba las camisas, cochambroso, como en un régimen penitenciario de primer orden. Qué tiene que ver esta extraña introducción con un texto lingüístico, habrá de preguntarse el lector. Nada, contestaría el autor, si no fuera porque la primera asignatura que cursó dentro de aquella cárcel grisácea fue de Lengua.
En la escuela habíamos asistido a las clases de Literatura de la mano de Teodosia, profesora burgalesa de verbo áspero y seguro, con una preceptiva férrea que aún hoy recordamos. Era el camino oficialista. Sin embargo, aquella mañana de octubre apareció por el aula una mujer joven (al menos, con los parámetros que maneja hoy mi memoria). Marisa, así dijo llamarse, vestía con unas medias negras y unos zapatos que todavía hoy me parecen de cristal. No diré que su verbo fuera menos ajustado que el de Teodosia, quizás todo lo contrario. Digamos que lucía un desparpajo lingüístico que no se averiguaba en las arrugas del rostro siempre serio de Teo.
Entonces aprendimos que no se habla una lengua sino un código marcado por una situación, por un lugar, por un instante. Que hay tantas y tantas formas de corrección. Por eso, decíamos, el lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Han pasado los años y las puertas lingüísticas siguen abriéndose tanto como cerrándose las de mi memoria. Por eso, y en honor a ellas, me he propuesto enumerar casos ambiguos, de los que saldremos por donde decida nuestra intuición. Opciones lingüísticas que pueden resolverse por varios caminos. Me pregunto cuál hubieran tomado ellas.

Comillas españolas / comillas inglesas
«Comillas españolas» o “comillas inglesas”. En este apartado, la marea parece imparable. El escritor puede decantarse por unas o por otras a la hora de enmarcar un texto o de reproducir una cita. Pero lo cierto es que la jerarquía de las comillas inglesas dentro de los teclados informáticos parece condenar al ostracismo a las siempre dignas comillas latinas, que se pierden entre caracteres ASCII y textos de otro tiempo.

Según la RAE, la marea de hablantes cultos de «ciertas zonas de España» que prefieren utilizar la forma «le» cuando el referente es un hombre ha conseguido que, solo para el masculino singular, el uso de «le» en función de complemento directo sea aceptado. Por tanto, es tan válido «ayer le vi» como «ayer lo vi».

Participio regular / Participio irregular
Hay tres verbos que en la actualidad pueden utilizar tanto el participio regular como el irregular. Así, has freído las patatas tanto como has frito, has imprimido tantas páginas como has impreso y te has proveído de tantos plátanos como te has provisto.
Ir por / ir a por
Otro camino que la RAE tiene la elegancia de dejarnos elegir. Detrás de un verbo de movimiento (ir, venir, salir), el hablante podrá inclinarse por omitir o incluir la preposición «a» siempre con el sentido de «en busca de» («ir a por pan», «ir por pan»). 

Saludo español / saludo inglés 
Esto parece Trafalgar, y es que el dominio del idioma inglés comienza a notarse en distintas fórmulas del lenguaje. Esta, en concreto, tiene que ver con el encabezamiento en cartas y correos. 
La fórmula española consta de dos puntos y mayúscula.
Querido Juan:
Te escribo esta carta…
Mientras, la inglesa elige la coma:
Querido Juan,
Te escribo esta carta...
*Nota: la fórmula inglesa aún no ha sido aceptada por la Academia, pero domina el escenario práctico.

De 2000 / Del 2000
Otra disyuntiva lingüística. En caso de que alguien prefiera referirse a este milenio que nos ocupa, podrá referirse al año con o sin artículo delante. Así, este texto está escrito tanto en el marzo del 2017 como en marzo de 2017.

Septiembre / setiembre 
Ambas formas están aceptadas por la RAE. Gracias a o por culpa de la relajación progresiva que la p cuando esta forma parte del grupo consonántico [pt]. Este grupo, heredado del latín (ejemplo: aptare > «atar»), tiende a morir de la mano de términos como «séptimo» o «corrupto».

Octubre / otubre
Mismo caso que el anterior pero con el grupo consonántico [kt]. Esta relajación también se refleja en evoluciones como pictor > «pintor».

Masculino / femenino
Hay sustantivos que pueden ser utilizados tanto en masculino como en femenino sin cambiar por ello su grafía. Es el caso de la maratón y el maratón, la azúcar y el azúcar, el mar y la mar.

Alrededor / al rededor 
Según la RAE, tanto el adverbio como la locución son correctas. Todo viene del sustantivo rededor (contorno o redor). Eso sí, la Academia etiqueta la locución como «poco usada».

Enseguida / En seguida
«Inmediatamente después en el tiempo o en el espacio». Para referirnos a este significado, la RAE nos sugiere dos grafías: en seguida y enseguida. No obstante, también nos indica que la preferencia ha de ser la escritura en una sola palabra.

Extranjerismo adaptado / extranjerismo no adaptado
Hay quien se toma un güisqui en lugar de un whisky, como hay quien vive en un chalet antes que en un chalé. La adaptación de extranjerismos es un proceso tedioso y largo, cuya aceptación depende exclusivamente de la voluntad del hablante.

Quixote / Quijote
Hasta los albores del XIX, el sonido de j o g antes de e o i podía representarse con x. Las formas que han sobrevivido al holocausto, sobre todo en nombres propios (Texas, México), se consideran hoy más adecuadas bajo el paraguas del arcaísmo.
La Argentina / Argentina
El Perú, los Estados Unidos, la Argentina… Algunos países permiten que su nombre propio sea acompañado por un artículo. Será decisión del hablante utilizarlo o no. Eso sí, no dependerá de su voluntad colocárselo a los que no lo aceptan (España, Portugal) ni a los que lo llevan indivisiblemente consigo (La Habana, Las Vegas).

Post / pos
Ahora que la posverdad está tan de moda, es de justicia recordar que será el hablante el encargado de decidir si el prefijo mantiene la «-t» final o no. Se considera hoy más adecuado suprimirla, excepto si el núcleo empieza por «s» (postsociedad).

Quizás / quizá 
Este adverbio solo recogía en un principio la forma que prescinde de la «-s», aunque por analogía con otros adverbios se decidió añadir al final la consonante, que hoy es igualmente válida y, como en todos los casos anteriormente descritos, será el hablante el que decida la adecuación de cada forma.


miércoles, 8 de marzo de 2017

"Lázaro: cien padres" por Raúl del Pozo

El Lazarillo de Tormes, de autor desconocido, tiene cien padres. El padre auténtico era molinero y le achacaron ciertas sangrías en los costales por lo cual fue hecho preso. La novela se publicó en tiempos del emperador Carlos V después de ser prohibida y luego expurgada por la Inquisición. Se le ha atribuido a Diego Hurtado de Mendoza, al fraile jerónimo Juan de Ortega, a Lope de Rueda, a Pedro de Rhúa, a Hernán Núñez de Toledo y hasta a Fernando de Rojas. Como es imposible hacer una prueba de paternidad con los vocablos y los estilos o lograr que intervenga la Fiscalía, tendremos que dejarnos trajinar por la pandilla de catedráticos que se inventan hijos ilustres pagados por el patriotismo de campanario. Me envía una de sus Hojas volanderas desde Cuenca mi amigo José Luis Muñoz para decirme que cobra fuerza la tesis de que el autor del Lazarillo es el conquense Alfonso de Valdés. La catedrática Rosa Navarro ha publicado una nueva edición de su obra -Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo- en la que insiste, frente al silencio y sátiras de los del canon académico, con 600 notas nuevas, en que Alfonso Valdés fue el verdadero autor y no escribió la autobiografía de un pícaro, sino una sátira erasmista contra los clérigos bulderos y pederastas que daban cebolla al pobre Lázaro.

Pero enseguida surge otro posible padre: Luis Vives, que tenía motivos para atacar a la Iglesia y a la Inquisición. Francisco Calero, otro catedrático, le tira sus libros a la cabeza a Rosa Navarro negando que el padre biológico fuera Valdés. Para probarlo aporta un argumento chusco: "Si se le preguntara a Lázaro que quién preferiría como padre, seguro que elegiría a Vives". Luis Vives es un gran candidato y una víctima del brazo secular. Enseñó y aprendió en las universidades de Oxford y Lovaina. Nació en un año áureo, 1492 -tal día como ayer hace 525 años-, cuando Antonio de Nebrija publicaba la Gramática castellana y Cristóbal Colón, antiguo corsario, iniciaba la travesía del mar tenebroso. Pronto levantó el vuelo hacia el destierro, siempre con el temor a que lo quemasen. Fueron judíos sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos. Cuando enseñaba en Oxford, Enrique VIII y Catalina de Aragón asistían a sus clases. Su estilo duro, pero sobrio, grave y notable, por la claridad, corrección y limpieza, bien pudiera ser el del Lazarillo. "Vives -piensa José Ortega y Gasset- no ejecutó ninguna hazaña monumental, como en sus días Gonzalo de Córdoba, Colón, Vasco de Gama, Magallanes y Elcano, ni organizó una magnífica fuerza religiosa, como San Ignacio de Loyola. No fue un divino poeta que en su andar levantase el vuelo del faisán verbal, de la expresión imprevista y maravillosa, vívida, dinámica, que se sostiene en el aire por la magia de la gracia o la precisión. Pero Vives es precisamente lo contrario de todo eso y -bajo cierto ángulo- algo más sutil que eso". Procuró pasar inadvertido, pero le dijo a Erasmo: "No se puede hablar ni callarse sin peligro". La Inquisición quemó a su padre, arrebató los bienes a su familia y Vives fue un exiliado constante; nunca volvió a Valencia.

jueves, 29 de diciembre de 2016

"Espacio: Juan Ramón Jiménez y lo eterno" por Rafael Narbona


“El lenguaje es la morada del ser -afirma Heidegger en su Carta sobre el humanismo (1949)-. En su morada habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de esa morada”. Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-San Juan, Puerto Rico, 1958) escribió entre 1936 y 1942 un conjunto de poemas que más tarde se agruparían bajo el título En el otro costado. El libro incluye dos de sus obras fundamentales: Romances de Coral Gables y Espacio, que inicialmente se publicaron de forma independiente. Romances de Coral Gables apareció en México en 1948, y Espacio en la revista Poesía Española, en 1954. La primera edición de En el otro costado no vio la luz hasta 1974, cuando la poetisa, profesora y crítica literaria Aurora Albornoz editó póstumamente la obra, resolviendo con enorme sensibilidad e inteligencia los múltiples problemas que planteaba el manuscrito original. Juan Ramón había pensando como primer título El Ausente y, más tarde, Lírica de una Atlántida, que prefirió reservar como título general para los poemas de su última época. Los textos que surgieron en esos años constituyen el primer tramo de su marcha ascendente hacia una poesía estrictamente depurada, con una percepción fructífera de la muerte, una exigente introspección y un diálogo ininterrumpido con un dios inmanente, que se intuye como la suma de los procesos internos de la conciencia poética. “Espacio”, un largo poema en prosa dividido en tres fragmentos, sintetiza el espíritu de una época que encara la poesía como una forma de conocimiento abocada a la experiencia de lo inefable, con sus cimas y sus caídas. El desplazamiento de la poesía de Juan Ramón hacia la prosa poética refleja la búsqueda de nuevas formas que expresen el latido más profundo de lo real. La poesía no puede transigir con los límites de la gramática y la lógica, cuyo objetivo último es ordenar, clasificar y manipular. El poeta anhela otro orden, que no se corresponde con criterios de funcionalidad. Por eso, ignora -o transgrede- la gramática  y vulnera los principios de la lógica, abriendo un espacio que posibilita la manifestación de lo esencial. “Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar”, escribe Heidegger. El anhelo de superar la contingencia de un yo inseparable de su peculiaridad material se advierte tanto en los “borradores silvestres” como en la obra de madurez de Juan Ramón Jiménez. A lo largo de casi toda su producción, el poeta opone el caos a la armonía pitagórica, la penumbra de la razón a la luz mística, el olvido a la eternidad, recurriendo a símbolos como el círculo, la fuente o la rosa para expresar ese orden esencial, originario, donde el ser comparece como lo más próximo y el hombre como su necesario interlocutor.
La desnudez y totalidad que caracterizan el último tramo de la poesía juanramoniana brotan de una disposición de escucha claramente opuesta a la voluntad de poder de la razón técnico-instrumental. De acuerdo con el programa expuesto en Diario de un poeta recién casado (1916), se pretende ir a la cosa misma, no dejarla caer, permitir que se muestre en su plenitud y en su misterio, en su gozosa materialidad y en su perdurable espiritualidad. Las distintas formas de vida -un chopo, un río, un hombre- no se agotan en su individualidad. No son simples objetos, sino “elementos eternos” orientados a “la vida verdadera”. Sin embargo, la razón sólo advierte su dimensión como entes, sin reparar en el despliegue del ser que soporta su existir. Ese reduccionismo surge de la instrumentalización del lenguaje como simple herramienta, sin otro cometido que asignar un valor de uso a las cosas. La autenticidad del poeta se mide por su capacidad de emancipar al lenguaje de ataduras y conceptos, asumiendo un proyecto que paradójicamente puede conducir al silencio: “Creo que en la escritura poética, como en la música y la pintura -confiesa a Luis Cernuda en una carta escrita en Washington en 1943-, el asunto es la retórica, ‘lo que queda’, la poesía. Mi ilusión ha sido ser más cada vez  el poeta de ‘lo que queda’, hasta llegar un día a no escribir”. Como ha señalado Francisco Javier Blasco, Juan Ramón establece una importante distinción entre poesía y literatura: “Lo que generalmente se quiere imponer como poesía es literatura; lo que nosotros queremos imponer como poesía es alma”. El verdadero poeta no se conforma con producir belleza formal, relativa: “La poesía está mucho más allá de la belleza relativa, y su espresión pretende la belleza absoluta”. La literatura no es forma, sino esencia: “La letra (la literatura) mata. Es la esencia la que vive, la que contagia, la que comunica, la que descubre…”. La literatura es arte que acontece en el tiempo y el espacio. La poesía trasciende el tiempo y el espacio, afincándose en la eternidad. Aunque la poesía pura y abierta de Juan Ramón Jiménez nunca pierde “su raíz existencial”, su origen último es -con palabras de Blasco- “la fuerza de irradiación y transformación de una realidad misteriosa e inefable, sin la cual jamás habrá poesía posible. Dicha fuerza se puede experimentar, pero no definir conceptualmente. Escapa por ello al análisis y a la selección”.
Juan Ramón Jiménez empleó trece años en escribir “Espacio”. Durante ese período, leyó -entre otros- a Spinoza y Hegel, realizando pequeñas incursiones en la física de Einstein mediante textos divulgativos. De Spinoza, asimiló la idea de un dios inmanente, indiscernible de la naturaleza. Aunque el filósofo judío holandés niega la inmortalidad individual, admite que todo lo existente experimenta la compulsión de subsistir, de perdurar indefinidamente. Juan Ramón asumió ese conflicto como un diálogo permanente entre la conciencia interior y la conciencia absoluta, entre el yo finito y una infinitud inmanente que fluye sin descanso, reuniendo los distintos momentos del devenir. De Hegel, aprendió que el Espíritu se objetiva progresivamente, de acuerdo con una perfectibilidad creciente. Esa idea le ayudó a preservar la esperanza, no ya de un más allá inteligible, sino de un mundo capaz de redimir sus conflictos mediante la fraternidad universal. La vida del Espíritu no sólo salva a la humanidad, sino que además ofrece un mañana a las cosas, pues nada es despreciable en un proceso de perfección. “Espacio” puede leerse como una recreación de la historia del Espíritu, que sortea el riesgo del nihilismo, postulando el carácter inaudito e irrepetible de cada brizna de realidad. Por último, Juan Ramón Jiménez incorporó a su poesía la descripción de la realidad psíquica como un “flujo de conciencia”, un movimiento que responde a reacciones inmediatas con el entorno y no a pautas lógicas preestablecidas. Esta teoría, formulada por William James, se combinó en muchas ocasiones con las investigaciones de Freud sobre el inconsciente, según las cuales las pulsiones primarias proceden del instinto. El monólogo interior de James Joyce y la escritura automática de los surrealistas intentaron reproducir el “flujo de conciencia”, a veces prescindiendo de cualquier pretensión de sentido. Juan Ramón procedió de modo parecido en “Espacio”, pero conteniendo la dispersión y preservando el significado. Como ha señalado Víctor García de la Concha, el poeta de Moguer “parte no tanto de ideas cuanto de ritmos y emociones”.
En el prólogo de “Espacio”, Juan Ramón apunta que siempre ha fantaseado con un poema “sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz”. En otro lugar, afirma que “Espacio” nació “en una embriaguez rapsódica”, como “una fuga interminable”. Y -de nuevo en el prólogo- aclara: “Lo que esta escritura sea ha venido libre a mi conciencia poética y a mi espresión relativa, a su debido tiempo, como una respuesta formada de la misma esencia de mi pregunta o, más bien, del ansia mía de buena parte de mi vida, por esta creación singular”. No sin cierto eco órfico-pitagórico, afirma en el Fragmento primero: “Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses”. Juan Ramón escribe dios en minúscula, distanciándose de la teología católica, que atribuye a Dios omnipotencia, providencia y omnisciencia. “¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es?”. La insistencia en escribir dios en minúscula retrasó la aparición de “Espacio” en España, pues en la inmediata posguerra la censura eclesiástica oponía su veto a cualquier ejercicio de libertad, particularmente si se aplicaba a sus dogmas. ¿De qué dios habla el poeta? ¿De un dios identificado con la conciencia interior, con un yo romántico hipostasiado como suprema objetivación del espíritu? ¿De un dios que se confunde con la naturaleza? ¿Estamos ante una interpretación panteísta de la divinidad? Juan Ramón no se baña en las aguas de la exasperación romántica, con su subjetividad exacerbada. Tampoco se adhiere al credo panteísta. El dios al que alude es un absoluto al que se accede mediante la contemplación y la experiencia interior. Un absoluto inmanente, que deviene y crece con la cosecha del tiempo. Un absoluto que reúne la identidad y la alteridad, lo uno y lo múltiple. Es un absoluto que nos hace salir de nosotros mismos y regresar con la conciencia iluminada por un chispazo de logos. Logos que no es razón cartesiana, instrumental, sino razón poética, que funde lo central y lo periférico, la subjetividad y la otredad. Pese a que Juan Ramón aseguró haber visto “en lo místico panteísta, la forma suprema de lo bello”, su intimismo -que convoca al yo con su inevitable historia- siempre apunta al otro, al “hombre hermano”. El dios intuido por el poeta es la fuente de “esa esperanza májica” que llamamos eternidad. No se refiere a la eternidad anunciada por la iglesia católica, con la que rompió en 1917, sino a una eternidad que suma y no resta, “la suma que es el todo y no acaba”. La eternidad vive. No es algo inmóvil y, menos aún, un bucle. El círculo que fascina al poeta no esconde el eterno retorno, sino una apertura. La eternidad es suma, pero la suma no es cantidad, sino amor. La eternidad no es duración ilimitada (“grande es lo breve”), sino abundancia, profusión. Sólo podemos entender la naturaleza de lo eterno mediante imágenes, como el mar, quizás la metáfora más poderosa del segundo Juan Ramón: “Para acordarme de por qué he nacido, vuelvo a ti, mar”. La eternidad es un ideal y la conciencia finita no puede vivir sin ideales: “Hombres, mujeres, hombres; hay que encontrar el ideal, que existe”. Mirando hacia atrás, rectifica: “No, no era todo menos, como dije un día, ‘todo es menos’; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser más, del todo más”. La fecundidad de la muerte, que añade y no resta, revela la verdadera dimensión del presente: “¡Sí, todo, todo, ha sido más y todo será más! No es el presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve cada vez; y lo que deja y lo que coje, más, más grande”.
El presente no es algo desdeñable, sino un milagro sucesivo, una teofanía en progreso. Con sensibilidad franciscana, Juan Ramón Jiménez celebra el canto de un pájaro: “¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del aire nuestro, derramador de música completa!”. Para comprender, no hay que elaborar conceptos. Para comprender, hay que cantar y amar. “Pájaro, amor, luz, esperanza; nunca te he comprendido como ahora; nunca he visto tu dios como hoy lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me comprende”. Juan Ramón finaliza el Fragmento primero con optimismo dionisíaco: “¡Qué regalo de mundo, qué universo májico, y todo para todos, para mí, yo! […] Todo es nuestro y no se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo que haces, amor, no acaba nunca!”. Podemos vislumbrar la eternidad en “la presencia concreta” de las “imájenes de amor”. Esa presencia está al alcance de todos, pero sólo la percibe el poeta -y poeta es todo hombre que reconoce la belleza absoluta. “Suma gracia y gloria de la imajen”, escribe Juan Ramón. La imagen no es algo efímero o imposible, sino la verdad profunda del ser.

No es casual que Juan Ramón Jiménez colaborara durante su exilio con Orígenes, la revista fundada por José Lezama Lima. Ambos poetas concebían al hombre como un ser para la eternidad, pero con una importante diferencia: Lezama creía en la resurrección del cuerpo y el alma; Juan Ramón, en cambio, sólo esperaba una inmortalidad impersonal, que podíamos intuir al descubrir el rumor del universo en nuestro interior, con su espacio, su tiempo y su luz, expandiéndose como una interminable obertura. En cualquier caso, el camino hacia la eternidad pasa necesariamente por la poesía, que convierte el pasado -aparentemente inerte- y el futuro -aún inexistente- en luminosa presencia.

martes, 27 de diciembre de 2016

"Unamuno, último acto" por Miguel Barrero


Si son las acciones las que definen a los hombres, aquel día Miguel de Unamuno se mostró ante los demás con todas las de la ley. Corría el 12 de octubre de 1936 y la Universidad de Salamanca celebraba en su paraninfo el solemne acto de apertura del curso. Francisco Franco había excusado su asistencia, pero sí acudía en representación suya su mujer, la ovetense Carmen Polo. También estaban allí, entre otros, el obispo de la diócesis, Enrique Plá y Deniel, el poeta José María Pemán y el general africanista Millán-Astray, quien llegó escoltado por un grupo de legionarios armados con metralletas. Los sublevados del 18 de julio tenían instalado su cuartel general en la ciudad del Tormes, convertida en epicentro de los fascismos ibéricos. Habían convertido el Día de la Raza en una ceremonia de exaltación nacional. El evento universitario era una parte más, acaso la más relevante, del programa diseñado para la ocasión.
La ciudad donde habían impartido sus clases Fray Luis de León o Elio Antonio de Nebrija era un lugar peligroso en aquellas fechas. Escribió Luciano G. Egido un gran libro, Agonizar en Salamanca (Tusquets), que recrea a la perfección el ambiente a la vez hostil y estrafalario que se respiraba por sus calles en aquellos días inciertos. El general Franco tenía instalado su despacho en el palacio episcopal, se preparaba una gran ofensiva sobre Madrid —de donde se apresuraban a salir las autoridades republicanas ante la inminencia de un ataque— y parecía que la guerra se pondría pronto del lado de los rebeldes. En la trastienda comenzaban las represalias contra aquellos que, con más o menos entusiasmo, se habían adherido a la defensa del sistema legalmente establecido y, en consecuencia, veían cómo se les declaraba enemigos acérrimos de la nueva España que estaba por nacer.
Mientras ocurría todo esto, Miguel de Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca y uno de los intelectuales totémicos de la Generación del 98, se sumía en el desconcierto. Nunca había sido un hombre que rehuyera los inconvenientes de la duda, pero la situación política del país le estaba poniendo contra las cuerdas. Él, que llegó a izar la bandera de la II República en el Ayuntamiento de Salamanca en el cada vez más lejano abril de 1931, había acabado por desencantarse ante el rumbo de los sucesivos gobiernos y se vio apoyando el alzamiento militar, por entender que abriría una revolución humanista en la que la lógica y la razón acabarían triunfando sobre el cerrilismo cainita. Cuando en la mañana de aquel 12 de octubre de 1936 abandonó su casa y se puso a caminar, calle Compañía arriba, hacia la Universidad, ya estaba seguro de cuánto se había equivocado, aunque aún no se atreviera a confesarlo abiertamente. No era sencillo. Incomprensiblemente, se había identificado demasiado con una causa que no le pertenecía. A diario llegaban desde Madrid las pullas que le lanzaban quienes, creyendo tenerlo a bordo de su barco, le habían sorprendido navegando en compañía de la tripulación contraria, y él mismo iba viendo cómo, lejos de perseverar por la senda de la regeneración, los que se habían levantado en armas aprovechaban las posiciones que iban ganando para tomarse la revancha contra quienes abrazaban la causa opuesta e imponer sus odios y rencores sobre cualquier idea de reconciliación.
Aquella mañana, en el paraninfo, Unamuno no tenía previsto intervenir. Su cometido se limitaba a abrir el acto y distribuir los turnos de palabra, según le correspondía por su condición de rector. Sí hablaron José María Pemán, que pronunció un discurso de corte ultracatólico y fascista, y también el profesor Maldonado, que en la misma línea llegó a tildar de «anti-España» a los vascos, los catalanes y, en general, todos aquellos que se mostraban desafectos a la cruzada cuyo inicio había tenido lugar unos meses antes en Marruecos. El viejo rector había escuchado en silencio mientras tomaba notas en un papel que sacó del bolsillo interior de su chaqueta. Luego se supo que se trataba de una carta que pocos días atrás le había remitido la esposa de Atilano Coco, un íntimo amigo suyo que había sido arrestado tras la sublevación y cuya liberación él mismo había solicitado, sin ningún éxito, ante el gobernador civil. Cuando Maldonado puso fin a su intervención, Unamuno respiró profundamente. El autor de aquel ensayo titulado Del sentimiento trágico de la vida, que tanta repercusión había tenido, estaba viendo cómo el último tramo de su existencia se convertía en toda una tragedia a la que urgía escribir un final acorde con su desarrollo. Por eso, en vez de limitarse a clausurar el acto, se levantó de su asiento en la mesa presidencial y caminó lentamente hacia el estrado, con aquel papel en el que había garabateado algunas anotaciones inconexas bien apretado entre los dedos de su mano derecha.

—Estáis esperando mis palabras, me conocéis bien y sabéis que sois incapaz de permanecer en silencio; a veces, quedarse callado equivale a la aquiescencia —dijo tras ubicarse ante el atril, la mirada fija en los asistentes—. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos «anti-España»; pues bien, con la misma razón pueden decir ellos lo mismo. El señor obispo —añadió mirando a Plá y Deniel—, lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona, y aquí está para enseñar la doctrina cristiana que no queréis conocer. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao y llevo toda mi vida enseñando la lengua española, que no sabéis.

Cuentan que, en ese instante, Millán-Astray empezó a gritar: «¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?». Sus escoltas enarbolaban las metralletas como si el mando les hubiese requerido que presentaran armas. Alguien desde el público gritó: «¡Viva la muerte!». Justo después, en lo que Dionisio Ridruejo, que estaba presente, calificaría como «un exhibicionismo fríamente calculado», el militar alzó la voz: «¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña, son dos cánceres en el cuerpo de la nación! ¡El fascismo, remedio de España, viene a exterminarlos, cortando en la carne viva y sana como un frío bisturí!». La excitación le impidió seguir hablando. Se cuadró, alguien desde la bancada profirió un «¡Viva España!» y el paraninfo quedó sumido en un silencio sepulcral. Unos sonreían orgullosos. Otros dirigían angustiadas miradas de soslayo al anciano rector, que seguía de pie en el estrado y retomó pronto la palabra.

—Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de «¡Viva la muerte!» —dijo con la misma serenidad con que Fray Luis de León había referido, unos siglos atrás, su «Como decíamos ayer» al iniciar su primera clase tras la condena impuesta por los tribunales inquisitoriales—. Esto me suena lo mismo que «¡Muera la vida!». Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido —el aludido, tuerto y cojo como consecuencia de varias heridas que había sufrido en la guerra de Marruecos, se revolvió en su asiento—. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esa superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. El general Millán-Astray desea crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por eso quisiera una España mutilada.

Hubo testigos presenciales que aseguraron que, tras escuchar esto, Millán-Astray se llevó la mano a la pistola, y que si no abrió fuego contra el rector fue porque Carmen Polo, con un leve gesto, le hizo abandonar sus intenciones. Preso de la furia, el militar gritó: «¡Muera la inteligencia!», a lo que un sorprendido Pemán opuso: «¡No! ¡Mueran los malos intelectuales!». Sobre el alboroto de insultos y proclamas patriotas, Unamuno continuó su intervención sin amilanarse:

—Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.

Algunos se encararon con Unamuno e intentaron agredirle. Millán-Astray, que logró contener sus impulsos, le ordenó que se cogiera del brazo de Carmen Polo para abandonar el lugar sin incidentes. Él así lo hizo. Una fotografía célebre le muestra saliendo de la sede universitaria rodeado de individuos que escenifican el saludo fascista. Es una imagen curiosa: si algo abunda en ella son las figuras humanas, pero hay algo que mueve a quien la observa a concluir, aun desconociendo su contexto, que el rector anciano y exhausto, que ocupa el centro de la composición, se encuentra terriblemente solo.
Apenas tres años después, cuando se disponía a salir con sus familiares camino del exilio, el poeta Antonio Machado dejó acuñadas unas palabras cuya resignación no esquivaba la esperanza en una futura justicia poética: «Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado». En la mañana del 12 de octubre de 1936, Miguel de Unamuno se redimía ante la Historia al mismo tiempo que daba por finiquitada su propia biografía. Tras los sucesos del paraninfo —Franco, tras enterarse de lo ocurrido, dictaminaría que Millán-Astray había actuado correctamente—, se le despojó de su cargo de rector y se le condenó a un arresto domiciliario que le mantendría confinado en su vivienda de la calle Bordadores hasta el final de sus días. El mismo Unamuno que había sido presentado como uno de los adalides intelectuales del levantamiento pasó a convertirse en un despojo al que convenía evitar y cuya memoria debía relegarse forzosamente al ostracismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, en medio de una gran nevada que convertía las calles de la ciudad en una alfombra blanca sobre la que se iban dibujando las huellas indelebles del oprobio. La casa donde exhaló su último suspiro aún existe. En su fachada se grabaron hace tiempo las últimas estrofas de la conmovedora oda que dedicó a su tierra adoptiva.

Del corazón en las honduras guardo
tu alma robusta; cuando yo me muera
guarda, dorada Salamanca mía,
tú mi recuerdo.

También acertó en eso. Cuando se cumplen ochenta años de su muerte, la figura de Miguel de Unamuno resulta imprescindible para comprender la literatura y el pensamiento en la España que atravesaba atónita la primera mitad del siglo XX. Su recuerdo jamás ha dejado de estar presente en el acontecer diario de la ciudad que baña el Tormes. El eco de aquel «Venceréis, pero no convenceréis» con que rubricó el último acto de su vida aún resuena de cuando en cuando, como resuenan los ecos de esas profecías que, por mucho tiempo que pase.

martes, 22 de noviembre de 2016

lunes, 26 de septiembre de 2016

"La leyenda del último traje de Antonio Machado" por Javier Cercas

Cómo es posible que la guerra terminara hace casi 80 años y todavía tengamos que contener las lágrimas ante la tumba de Antonio Machado. Eso es lo que me pregunto en silencio cada vez que voy con mi familia al cementerio en que descansa el poeta, en Colliure, el pueblito francés situado a pocos kilómetros de la frontera española donde, huyendo de la victoria franquista, Machado encontró refugio y murió justo antes del fin de la guerra. La tumba se halla a la entrada del cementerio y está siempre cubierta de los ramos de flores de sus visitantes; yo nunca le llevo nada. Aunque cada año, ante ella, me acuerdo de un poema de Machado; este verano fue ese que empieza “Yo voy soñando caminos / de la tarde” y que luego sigue: “En el corazón tenía / la espina de una pasión. / Logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”. Cuando acabo de decirlo, alguien pregunta si eso significa que no hay vida sin dolor y que, si te quitas el dolor, te quitas la vida. “Puede ser”, contesto. Otro pregunta –esto siempre lo pregunta alguien: no falla– cuándo va a volver Machado a España, o si no debería haber vuelto ya. “No lo sé”, contesto. “De momento está bien donde está”. Muñoz Molina ha escrito que el barranco de Víznar, el lugar donde asesinaron a Lorca, es nuestro Poets’ Corner, el majestuoso lugar de Westminster donde los ingleses entierran a sus grandes escritores; nada que objetar, salvo que, si falla Víznar, aquí está Colliure.
Al salir del cementerio me adentro en el callejón Antonio Machado y veo al pasar junto a un patio una pareja de ancianos. Pocos metros más allá desemboco en el hotel donde el poeta se alojó durante sus últimas semanas de vida, con su hermano José y su madre, que está enterrada con él. El hotel es un viejo caserón de tres plantas, con balaustradas y escalinatas de piedra; en tiempos de Machado se llamaba Bougnol Quintana; yo siempre lo he visto cerrado. Nos quedamos mirando la fachada y, cuando llevamos un rato frente a ella, pido a mi familia que me espere y vuelvo con los dos ancianos, que se acercan a mí en cuanto me ven a la entrada de su patio. Son ingleses, se llaman Weaver, parecen encantados de atenderme. En inglés, les pregunto si llevan muchos años viviendo allí; me contestan que no viven allí, pero que pasan allí los veranos desde finales de los años ochenta. Les pregunto si han oído hablar de Machado. “Claro”, me contestan y, cuando les digo de dónde soy, me preguntan: “¿Es verdad que es el Shakespeare español?”. “No”, contesto; me oigo añadir: “Pero es el mejor poeta español moderno”. Luego les pregunto si viene mucha gente a ver su tumba. “Mucha”, asienten. Me cuentan que al principio Machado y su madre estaban enterrados en una tumba humildísima y luego los cambiaron a la actual, que el hotel lleva 25 años vacío, que el Ayuntamiento intentó comprarlo sin éxito. Después les pregunto si han oído contar historias del paso de Machado por Colliure. “Alguna”, reconoce el señor Weaver. Y me cuenta lo siguiente. Al parecer, los habituales del hotel estaban muy intrigados porque nunca veían comer juntos a los hermanos Machado, y algunos atribuyeron esa rareza a una inquina provocada por las amarguras del exilio; hasta que un día descubrieron la verdad: los hermanos no tenían más que un traje, y se lo turnaban para bajar al comedor. “Es sólo una leyenda”, sonríe el señor Weaver. “Quizá no sea verdad”.
Me despido de los Weaver y me reúno con mi familia, que me somete a un interrogatorio sobre mi entrevista a los dos ancianos y, mientras caminamos hacia el coche para volver a casa y divago sin responder, me pregunto si voy a ser capaz de contarles la leyenda del último traje de Machado, si acertaré a explicar sin que me tiemble la voz que hay hombres que no aceptan perder la dignidad ni en la peor de las derrotas, y me digo que sólo nos habremos arrancado la última espina de la pasión de Machado cuando ya nadie tenga que contener las lágrimas en Colliure por su culpa, que entonces él también podrá por fin volver a casa y que, aunque quizá ya no nos quede corazón, ese día la guerra habrá terminado de verdad. “Mejor os lo cuento en un artículo”, respondo.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

"Todos los cernudas" por Francisco Brines


Con ocasión del centenario de Luis Cernuda estamos asistiendo a una ininterrumpida sucesión de actos conmemorativos del hecho, y presumo que hubiera originado en él una también ininterrumpida sucesión de frases sarcásticas. Tal vez esto último hubiera sido su mayor satisfacción. Cernuda, al que siempre acompañó la gran estimación de otros poetas y de los mejores lectores, llega por tal celebración, y mucho más tardíamente de lo que ocurrió con sus escasos iguales, al conocimiento general del lector común. Sin embargo su influencia en las generaciones posteriores a la suya es la mayor y más sostenida de las obtenidas por los demás poetas del 27, y sólo es comparable, a lo largo del siglo XX, a las de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.

La catástrofe de 1936 escindió España y a los españoles, y en el caso de nuestro poeta fue ello determinante. Podemos hablar de un primer Cernuda, el radicado en su país, y un segundo: el del exilio. Une a los dos una misma esencial visión del mundo y una continuada instalación fatal, y a la vez cultivada, en una soledad radical. Entre las paradojas que se pueden observar en la persona de Cernuda, una de las más significativas es la mezcla de fortuna y adversidad que le acompañó en sus años jóvenes. Siendo estudiante de Derecho en su ciudad tuvo la suerte de que un profesor, tan inteligente como sensible, Pedro Salinas, advirtiese en aquel tímido y retraído alumno su gran sensibilidad y talento. Actuó generosamente, y fue un mentor solícito y constante: a los veintitrés años ya tenía abiertas las puertas de las más importantes revistas poéticas de aquel tiempo, entre ellas Revista de Occidente, y antes de salir de Sevilla había aparecido en la malagueña Litoral su primer y juvenil libro.

Cernuda siguió, a partir de aquí, un itinerario poético de formación y enriquecimiento tan variado como el de sus compañeros, mas con unas características tan personales como independientes. Atento, pues, a los movimientos generales de la época, pero nunca gregario. El mayor infortunio de esta poesía es que tan sólo se publicó otro libro exento antes de la recopilación de su obra hecha en 1936, en la que se insertaron nada menos que cuatro libros inéditos. Acometió la escritura de seis libros y lo hizo desde cinco estéticas diferentes.

El primero, Perfil del aire, se escribe en la tendencia de la poesía “pura”, con mayor cercanía expresiva a la poesía de Guillén, aunque más afín al mundo melancólico de Juan Ramón. Debió ser Salinas, gran amigo de aquél, quien le acercara a esta primera admiración, entonces sin reservas. Ya en los años celebratorios del centenario de Góngora, y aunque siempre la estimación por él fue grande, en esa común vuelta “clásica” lo hace por otra vía diferente, y su particular homenaje lo dirige a Garcilaso, con quien siente una mayor afinidad espiritual. Su título, égloga, elegía, oda, nos dice que se trata de composiciones estróficas. Habría que esperar a 1936, en el centenario de aquél, para que los poetas más jóvenes entonces (entre ellos Rosales) lo adoptasen como poeta tutelar. Cuando abandona Sevilla la libertad sobrevenida se corresponde, en contacto con Francia, con la adopción del superrealismo, del que le importan la libertad formal, su magia y rebeldía. Se ayuda de él para lograr un desvelamiento interior que le lleva, en Los placeres prohibidos, su segundo libro surrealista y de mayor claridad lógica que Un río, un amor, a exponer por vez primera en la poesía española su aceptada condición homosexual. Acabada dolorosamente una breve e intensa historia amorosa escribe el más autobiográfico de estos primeros libros, ahora acompañándose de la sombra confidencial y expresiva de Bécquer, y que titula con un verso de éste, Donde habite el olvido. Si con Garcilaso se habría originado toda la poesía clásica española, con Bécquer se habría dado principio a la verdadera poesía moderna entre nosotros (así lo observó en Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón, y también le agradaba que se pudiera ver en él). Fue su segundo libro publicado. El mayor esplendor verbal, y a la sombra de Hölderlin, lo encontramos en los largos poemas de Invocaciones; es el último libro de su época española y en él se exalta un mundo pagano y hedonista. De este Cernuda proviene, en buena parte, el grupo cordobés de Cántico que, al fijarse sobre todo en este último Cernuda, llevó a cabo una poesía no meramente estética y evasiva, como serían inculpados por algunos partidarios de la poesía social, sino de acusada revulsión moral, dada la católica dominante de aquella España.

La intuición y el gran acierto de Cernuda fue que, al reunir este tan heterogéneo conjunto, le buscó un título propio y certeramente significativo. La realidad y el deseo no sólo le daba unidad de libro único al conglomerado de todos ellos y así se relacionaban unos con otros, sino que señalaba en él, con exactitud, la visión del mundo subyacente en toda su poesía. Quedaba mostrada la fatalidad y coherencia de la voz que desde ella nos hablaba. La esencia de su poesía la constituye el conflicto que se establece entre los dos términos, ya que el deseo, en muy contadas ocasiones, logra el “acorde” con la realidad, que se muestra esquiva. Parece que en Cernuda sólo se produce brevemente con el amor, en el Arte o en la Naturaleza, y buscará aquél con disposición escéptica y fervorosa o se cobijará, aunque con exigencia, en estos con una mayor confianza. Lo comprobaremos con más evidencia aún en la poesía escrita en el exilio, y que ya seguirá siempre bajo la misma denominación general.

La experiencia bélica, y sus ingratas circunstancias, lo zarandearon de tal modo que le vemos arribar como un náufrago a su nuevo destino. Sin patria, lengua, familia, amigos, vencido, con desengaño político, sin profesión elegida, tiene que buscar, para poder sobrevivir, el eje de su propia y más desnuda conciencia. Instalado en el nuevo país se encontrará de inmediato con otra guerra, por fortuna no civil, aunque sólo mundial. Esta sucesión catastrófica hace que, desde su soledad y desnudez afectiva, quede expuesto a la más inclemente intemperie, y es entonces cuando estará en condiciones de calibrar la entera dimensión del hombre contemporáneo. Sabe que debe expresar la experiencia de la vida en su complejidad, y para ello había obtenido, gracias en gran parte al profundo estudio de la poesía inglesa, la expresión poética adecuada y personal. Ya no hay que seguir ascendiendo, pues se ha encontrado con una planicie definida. El hombre y el poeta han madurado conjuntamente. Pudo hacer enteramente suya la frase de Machado: “la poesía es el diálogo de un hombre con su tiempo”, mas también sabemos que para Cernuda lo más esencial fue siempre que el poeta respondiera al espíritu de su época. Lo cumplió con entera dedicación y acierto.


La presencia de la ética, desvelada y construida, en el curso de su poesía es el aspecto quizá más visible y abundante de su obra, hasta el punto de que en este terreno es con probabilidad el más rico, y el más vivo por su significación perdurable, de los poetas españoles de su siglo. Lo más relevante es que la obliga a que sea siempre una conquista personal. Es, por lo tanto, una ética que por individual es independiente, y que no por ello se opone al valor colectivo que pueda también encerrar.

En ocasiones nos puede sorprender por lo inesperado que formula, pero nunca se pondrá en duda su autenticidad, la verdad del hombre que la expresa. Piénsese, desde sus posiciones políticas, en aquel acercamiento suyo religioso, precisamente en el trance de la guerra civil, o su repetida exaltación de Felipe II. No son sino toques comprobatorios de su particular verdad, la celebración del espíritu cuando brota con fe. En Cernuda nunca hay componendas. Y no hay compartimentos exclusivos, pues al mismo tiempo nos encontramos con el poeta lírico, metafísico, cotidiano, esteta, crítico, meditativo. La poesía quiere abarcar la mayor parte de la experiencia existencial del hombre. También nos enseña que el lenguaje hablado, en poesía, puede ser tan variado y natural como lo son los hombres que lo emplean. El suyo era el que correspondía a un hombre culto, reflexivo, reticente y apasionado a un tiempo, ligeramente atildado en ocasiones, tan desdeñoso de la pedantería como de la vulgaridad. El poder creador en el lenguaje se exige según el mundo que se nos quiere mostrar. Cernuda es un poeta tan hondo como complejo y todo ello se nos entrega, sin mengua de su abundancia y diversidad, con la más trabada coherencia. El resultado es esa sensación de haber llegado a la entera verdad de un hombre. Un poeta ejemplar que tardó demasiado en llegar a España.

Llegábamos a su poesía como el azar nos permitía, pero lo hicimos sin reservas. Recuerdo aquella hermosa y fría tarde de octubre en Cambridge cuya memoria, aunque demasiado disminuida, ya sólo yo guardo. Claudio Rodríguez, con una velada emoción que me sorprendió, nos iba mostrando los lugares que aún guardaban el paso alejado de Cernuda. J. A. Valente y yo, más decididamente cernudianos, le acompañábamos en aquel paseo de encuentros. Visitamos el árbol que cantara, y junto al cual le era tan grato “dejar morir el tiempo divinamente inútil”, ya sin sombra bajo la sombra extinguida del anochecer. Después nos acercamos al despacho del profesor Edward Wilson, buen amigo del poeta sevillano y su traductor en Londres, tan buen lector como persona, y allí seguimos hablando sobre él viendo libros suyos. Es posible que mi más bella tarde cernudiana. Unos pocos días después, y sin despedirse de nadie, imprevisto como en él era costumbre, se marchó para siempre. Debe haber encontrado ya la playa desde donde mirar eternamente un mar. Deseo que alterne esa mirada con la de un bello y juvenil acompañante, y que el sol no se ciegue nunca. El tiempo en la eternidad.