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martes, 30 de agosto de 2016

"La mejor novela española de los últimos cincuenta años" (fragmento) por Raúl Cazorla


1. Los rivales
Dar premios es fácil, lo complicado es que nos pongamos de acuerdo en los elegidos —como los trabajadores de la tienda de discos de Alta fidelidad, que componían listas en torno a los criterios más disparatados— y, si bien no existen razones para que los libros, los discos, las pelis, compitan entre sí, aunque no exista tal cosa como «La mejor novela española de los últimos cincuenta años», supongo que hacen falta de vez en cuando carteles, anuncios de neón, campanadas. Quién teme al premio feroz, me pregunté una vez, cuando en principio solo parece haber ventajas en los concursos: ganan los premiados, los medios tienen un estupendo evento informativo, la editorial consigue la carta de la promoción, los lectores escuchan nuevos nombres. Los únicos que pierden, claro, son los no premiados, qué tontería más obvia, pues esta falta de reconocimiento público se convierte en ocasiones en causa de ostracismo editorial, criba de lectores o, peor aún, un progresivo silencio literario según pasan los años.
A la hora de seleccionar el título de este artículo, yo ya había decidido mucho tiempo antes, sin pasar por ningún complejo sistema de selección, cuál era, a mi juicio, la mejor novela española de los últimos cincuenta años («española» se usa aquí solamente con su valor de gentilicio, por supuesto). Hice trampas, pues. Mi objetivo no es la tiranía de los nombres —la jerarquía en la literatura es absurda—, sino conseguir su atención sobre esta novela, que hablemos de por qué es excepcional y merece más lectores, aunque hayan pasado cuarenta y cuatro años desde su publicación. No hace falta consenso, al fin y al cabo: esto no es una lección de anatomía, solo juegos de palabras.
Para aligerar la trifulca, para que este texto no fuera un repaso al canon de los últimos cuarenta años, por el que aún tiene que pasar tiempo, me he centrado en los grandes títulos de los sesenta (solo a partir de 1966) y setenta, el periodo de la gran eclosión de la narrativa española a mi juicio, impulsada por el boom editorial de la narrativa latinoamericana, y las décadas de la gran transformación social y cultural de la Península.
Empecemos con los santones. Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, quizá la novela más radical estilísticamente publicada en los sesenta en España, se queda fuera del debate porque su primera edición es de 1961; Cela publicó durante esas décadas dos de sus novelas más reconocidas, San Camilo, 1936 (1969) y Oficio de tinieblas 5 (1973); Miguel Delibes, mucho más prolífico, publicó entre otras la famosa Cinco horas con Mario(1966; Las ratas es de 1962). Cualquiera de estas merecería el título, supongo, pero ya hemos dicho que a los consagrados no les hace falta más publicidad gratuita, así que, ¿para qué seguir? Además, creo ya haber insinuado lo suficiente que este premio obedece a mi falible criterio, y la verdad es que ni Cela, que es un prodigioso maestro de la lengua castellana, ni Delibes, un narrador nato con un prodigioso oído para el castellano, están entre mis clásicos personales. A cada cual, lo suyo, que decía Sciascia.
Una de las que puntúan más alto de aquellos años para mí es Parte de una historia (1967), de Ignacio Aldecoa, la última novela de su autor antes de su muerte en 1969. Me sorprende que no sea más conocida: prodigioso relato ambientado en una isla de pescadores cercana a Isla Mayor (trasunto ficticio de Lanzarote), está escrita en una prosa cuidadísima, afilada como un cuchillo, que no cae nunca en topicazos retóricos ni en simplicidades. Más famoso como cuentista, Aldecoa demostró con Parte de una historia que dominaba el género de la novela (corta) con una soltura apabullante. Lo que acaso se viera en algún momento como defecto (es una especie de diario de viaje y, por tanto, se sale del realismo social imperante) se ha convertido en una de sus grandes virtudes: una novela sobre el destino inevitable (el individual y también el colectivo) contada con atmósferas de trazos opresivos y nítidos.
La novela galardonada más previsible sería Si te dicen que caí (1970), de Juan Marsé, quizá la mejor novela de los últimos cincuenta años si esto fuera la lista de un jurado académico y no la de un solo lector. Después de haber publicado varias novelas magníficas, Marsé decide dejarse la piel en esta y darlo todo. Aquí, con una prosa en su plenitud, está concentrado el microcosmos de su literatura: la necesidad de la invención y del juego conjugada con la recuperación de la memoria, a menudo también recreada y ficticia; los personajes desamparados, los buscavidas, los que pelean por saber quiénes son; y, sobre todo, un narrador portentoso que fabula entre los recuerdos y la ficción, entre la ilusión de la fuga y la realidad más descarnada de la posguerra. A Marsé, en cualquier caso, no le faltan lectores ni reconocimiento, labrado con un largo historial narrativo, así que sigo pensando que el premio le hace falta más al otro.
Imagino que también debería entrar en la disputa cualquiera de las novelas de Benet de este periodo, Volverás a Región (1967) y Una meditación (1970), aunque yo tengo debilidad por esta última, con esa frase de una musicalidad hipnótica con la que empieza: «De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de las más modestas, era una de las mejor emplazadas». Maravillosa descomposición del hilo narrativo, con una voz que juega a la digresión constante y a las oraciones interminables, Una meditación es una piedra de sol de nuestra lengua, menos reconocida de lo que se merece, pese a que a mi juicio pierde por KO contra la ganadora si se valoran otros factores que debe tener una gran novela, como olfato para rebuscar en la basura y ahondar en el corazón de los humanos. A Benet, el grand style, como él siempre reivindicó, le pierde, para bien y para mal.
De las que he leído de Francisco Umbral, otra bestia parda de los setenta, la que más me impresionó con diferencia fue Mortal y rosa (1975), un bellísimo artefacto a medio camino entre el diario, el libro de apuntes y el ensayo literario. Curioso que sea el libro que mejor ha sobrevivido al prolífico Umbral, un estilo más que un narrador, quizá porque las páginas escritas a raíz de la muerte de su hijo pequeño están escritas con una rabia contra la literatura que trasciende la retórica y el jugueteo verbal que tanto encandilaba a Umbral. Además, un libro a veces se cruza en nuestra biografía, tiene el peso de una amistad o de un suceso, y adquiere un valor de lupa desde la que mirar los placeres y los días; en mi caso me pasó con Mortal y rosa, así que no soy, no puedo ser, neutral con él.
¿Y Goytisolo? El eterno desplazado, el más secreto, pese a ser un inmenso dotado para los vericuetos de la lengua, Goytisolo lleva años haciendo una obra rigurosa, encarnada en la libertad de la poesía más que en la narración. De los setenta es nada menos que la trilogía del mal, que incluye esa belleza llamada Reivindicación del conde Don Julián (1970), de la que solo recuerdo, sin embargo, la espesura de los signos y un viaje, bastante solipsista, hacia uno mismo. Altamente recomendable para lectores escogidos. No es mi caso, me temo.
Por cierto, que en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, de la que alguien ha dicho que es la gran novela de los últimos cuarenta años. Yo, en cambio, que leí en la adolescencia El misterio de la cripta embrujada (1978), y guardo esa lectura como un tiempo de felicidad absoluta, me he quedado a medias con La verdad varias veces. Prometo volver.

Y, en fin, seguro que hay muchos otros, todos grandes, que ahora no me vienen a la cabeza o que a lo mejor no he leído, que es lo más probable, pero, después de todo, esto ya estaba decidido de antemano: de estos años prodigiosos para la literatura española, la más grande, la más ambiciosa, la que sacó todo el talento que llevaba su autor dentro, es El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. No me digan que no estaba cantado. (…)

miércoles, 24 de agosto de 2016

"Juan de Mairena, maestro apócrifo" por Rafael Narbona


Juan de Mairena nos aconseja huir del dogmatismo. La adhesión a un credo es un yugo que oscurece el juicio. “Tomar partido –señala Mairena, con la sabiduría de los sofistas- es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana”. Se ha dicho que Antonio Machado quizás habría actuado como su hermano Manuel, si la rebelión militar lo hubiera sorprendido en la zona donde triunfó el pronunciamiento, pero no parece probable. Los valores laicos y republicanos impregnan toda su obra, revelando que Antonio Machado siempre tomó partido por el proyecto de una España democrática y popular. Lejos de cualquier forma de fanatismo, su adhesión a la Segunda República obedece a un imperativo de la razón. El diálogo, la tolerancia y la duda sólo son posibles en el marco de la libertad, nunca en una plaza dominada por tribunos, terratenientes y curas aficionados a sentarse en la mesa del rico, ignorando la parábola bíblica del pobre Lázaro y el avariento Epulón. Manuel Machado se mostró servil con Franco, el dictador que aniquiló brutalmente a sus adversarios, invocando una idea de España opuesta a la voluntad de clarificación del racionalismo ilustrado. El jacobino Antonio Machado prefirió ejercer la resistencia hasta que los bárbaros lanzaron su última ofensiva sobre Madrid. El valiente rompeolas no pudo soportar la rabia de la España negra y tridentina, que acabó con la Edad de Plata de nuestra cultura.
Juan de Mairena describió el infierno como “la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco”. El reloj de arena que acompaña a la guadaña nunca deja de girar. El ser humano contempla con angustia ese movimiento, pues sabe que la clepsidra que escancia la arena lo aproxima a la muerte. La eternidad es un misterio, tal vez una simple ensoñación de una mente hostigada por el imparable devenir. Sólo el instante parece real y quizás la única forma de permanencia que podamos imaginar. El instante no es una vivencia, sino un don de la palabra. La poesía no es un simple tributo a la belleza. La poesía es la forma más alta de trascendencia. Admirador de Henri Bergson, Antonio Machado asimiló gran parte de sus enseñanzas. Al igual que el filósofo francés, pensaba que el tiempo es duración, una vivencia que retiene el pasado y anticipa el futuro. Si el instante se reduce a un punto en el espacio, el tiempo se fractura en una sucesión de compartimentos estancos. Es la visión de la mecánica, que interpreta el universo como materia inerte y divisible. Por el contrario, Bergson describe el cosmos como el hilo de un ovillo, que se ondula y comunica en todos sus momentos. El tiempo es algo vivo, que fluye en todos los sentidos. Los instantes se penetran mutuamente, manteniendo una comunicación permanente entre lo vivido y el porvenir. No hay dos instantes idénticos. El tiempo es irreversible porque cada momento es diferente y nunca deja de transformarse. El pasado que se reescribe incesantemente. La memoria es la fuerza creativa que imprime al tiempo una estructura abierta y narrativa. El ser se dice. No es algo fijo y permanente. La palabra es la flecha que vivifica el tiempo. Mairena apunta que la palabra poética sólo manifiesta su poder transformador en la voz de “los niños de las escuelas populares”, cuya dicción siempre es más precisa y auténtica que la declamación huera de los recitadores. Sólo la inocencia puede captar el latido de la palabra, recreando el mundo y recogiendo la cosecha de los días pretéritos.
La poesía no es una cifra que mide los versos o un espejo situado en la orilla del tiempo, sino un acto creador que ensancha lo real: “Todo amor es fantasía/ […] No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás…”. La comprensión de la poesía no depende de la intuición, sino del pensamiento. “No es lo mismo pensar –advierte Mairena- que haber leído”. Pensar no es urdir filigranas, sino actualizar la sabiduría popular, que nunca ha tolerado un formalismo vacuo y preciosista: “Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos”. El saber popular reconoce a los maestros como Abel Martín, cuya modestia se parece a la de Platón, dispuesto a atribuir sus reflexiones a Sócrates, su mentor. El saber popular entiende que el folklore es “cultura viva y creadora de un pueblo”. El folklore es el alma de las naciones. El pueblo griego no habría existido sin Homero, que sintetizó los relatos recitados por poetas ambulantes o aedos en las distintas polis. El genio de Atenas llamea en los hexámetros de la Ilíada, alumbrando retrospectivamente una unidad cultural que sólo se hizo realidad en el terreno de la poesía, pues la rivalidad entre las diferentes ciudades impidió la unidad política.

La conciencia republicana de Machado se refleja en un patriotismo autocrítico: “Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que sois: de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos”. Un buen español lidia con nuestras imperfecciones, sin ocultarlas o minimizarlas: “La posición es honrada, sincera y profundamente humana. Yo os invito a perseverar en ella hasta la muerte”. Antonio Machado continúa la estela de Cervantes, mostrando que el amor a España sólo puede concebirse desde el inconformismo. No podría ser de otro modo en un maestro del optimismo trágico. Utópico, Mairena pide lo imposible: “Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito”. Alonso Quijano fracasa una y otra vez, pero su idealismo es la única brújula que puede orientarnos. Los españoles son aficionados a denigrarse, sin dedicar demasiado tiempo a conocerse: “Una pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en nuestras almas un espíritu crítico que necesariamente ha de funcionar en falso y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles”. La grandeza de España no está en sus hazañas de ultramar, sino en las clases populares: “En España lo mejor es el pueblo –escribe Antonio Machado en las últimas semanas de la guerra-. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invaden la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre”. Juan de Mairena no es un señorito, sino un maestro que dialoga y cuestiona sus enseñanzas. Su sentido crítico no implica menosprecio o escasa autoestima. Su palabra es tiempo que discurre como un río caudaloso, sembrando plenitudes y claridades. Su poesía es duración, memoria que preserva y revive lo anterior, sin dejar de apuntar a un futuro que se hace con barro, ilusión y alguna brizna de desengaño. Aún es pronto para despedirse de él.

martes, 23 de agosto de 2016

"La casa" poema en prosa de Luis Cernuda


Desde siempre tuviste el deseo de la casa, tu casa, envolviéndote para el ocio y la tarea en una atmósfera amiga. Mas primero no supiste (porque eso lo aprenderías luego, a fuerza de vivir entre extraños) que tras de tu deseo, mezclado con él, estaba otro: el de un refugio con la amistad de las cosas. Afuera aguardaría lo demás, pero adentro estarías tú y lo tuyo.
Un día, cuando ya habías comenzado a rodar por el mundo, soñando tu casa, pero sin ella, un acontecer inesperado te deparó al fin la ocasión de tenerla. Y la fuiste levantando en torno de ti, sencilla, clara, propicia: la mesa, el diván, los libros, la lámpara –atmósfera que llenaban con su olor algunas flores de la temporada.
Pero era demasiado ligera, y tu vida demasiado azarosa, para durar mucho. Un día, otro día, desapareció tan inesperada como vino. Y seguiste rodando por tantas tierras, alguna que ni hubieras querido conocer. Cuántos proyectos de casa has tenido después, casi realizados en otra ocasión para de nuevo perderlos más tarde.
Sólo cuatro paredes, espacio reducido como la cabina de un barco, pero tuyo y con lo tuyo, aun a sabiendas de que su abrigo pudiera resultar transitorio; ligera, silenciosa, sola, sin la presencia y el ruido ofensivos de esos extraños con los que tantas veces ha sido tu castigo compartir la vivienda y la vida; alta, con sus ventanas abiertas al cielo y a las nubes, sobre las copas de unos árboles.

Pero es un sueño al que ya por imposible renuncias, aunque sea realidad de todos a la que no puedes aspirar. Tu existir es demasiado pobre y cambiante –te dices, escribiendo estas líneas de pie, porque ni una mesa tienes; tus libros (los que has salvado) por cualquier rincón, igual que tus papeles. Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida.

lunes, 22 de agosto de 2016

"La muerte de un signo ortográfico" por Carlos Mayoral


Como Aureliano frente al pelotón de fusilamiento, siempre habré de recordar el día en que mi profesora de Lengua, una anciana de nombre antediluviano y estricta preceptiva ortográfica, me llevó a conocer el signo de apertura de interrogación (Teodosia, no te olvidaré). ¿Qué hemos hecho con esa elegante manera de abrirle nuestra duda al texto? No culparé a nadie, a menudo hay en estos soportes que ahora utilizamos ciertas restricciones que amenazan con exterminar esta noble raza tipográfica. Ciento cuarenta caracteres por aquí, deja espacio para un vídeo por allá. Mientras, mi querida profesora burgalesa, que nos azotaba con historias sobre cómo el Cid había jurado en Santa Gadea gracias al primer castellano, se revuelve allí donde esté viendo cómo el símbolo de apertura de interrogación ya no le importa a nadie.
Probablemente algún lector esté preguntándose quién es este tipo que cuestiona mi pulcra utilización de las comas y mi generosa conducta con los puntos. Si pertenecéis a este grupo, el texto también va con vosotros. ¿No os dais cuenta de que ahí afuera se está acabando, por ejemplo, con ese modo de expresar a la vez una pregunta y una exclamación mezclando, como en esta interminable frase, ambos signos!
Estamos exterminando los signos ortográficos. Y hay algo todavía peor: somos reincidentes. No es la primera vez que nuestra inercia destructiva acaba con estos tesoros. En el desierto de imagen, vídeo, GIFstreaming y quién sabe cuántas demoníacas plataformas más, este pequeño oasis gráfico amenaza con secarse. Pronto contaremos con un emoticono para cada emoción. Incluso contaremos con un emoticono para bailar sobre la tumba en la que enterramos las comillas, otro para ciscarnos en los corchetes. Nosotros, los de entonces, no sé si seremos los mismos, pero sí sé que recordaremos a nuestras profesoras de nombre antediluviano explicando la diferencia entre el punto final y el punto y seguido.
Apocalíptico, dirán algunos. Líneas atrás comentaba que no es la primera vez que ocurre. Que varios signos ortográficos cayeron para dar paso a estos que ahora desfallecen. A continuación enumeraremos unos cuantos que sucumbieron a la moda tipológica del momento. Como el Aureliano de principios del texto, estamos condenados a perder todas las guerras.

Los siete puntos
La primera ortografía, allá por 1741, recoge el uso de esta especie de puntos suspensivos con la intención de omitir una expresión o término. Antes de la aparición de esta norma, solían utilizarse tantos puntos como longitud se considerase que ocupaba el conjunto omitido. Finalmente, la Academia fijó en siete el número de puntos que habrían de utilizarse para este tipo de marcas. Varios siglos después, nuestra natural inclinación por la pereza nos ha privado de esta maravilla ortográfica.
Ejemplo: «No me seas ……….» (cosecha propia).

Apóstrofos garcilasistas
Este signo, aunque todavía figura en la RAE, corre tanto peligro de extinción que ni siquiera el influjo del omnipresente inglés podrá salvarlo. En castellano fue utilizado con frecuencia en los siglos XVI y XVII. De aquella hermosa manera de omitir apenas nos quedan algunos topónimos de lenguas cooficiales y algún que otro valiente de cuyas licencias narrativas es mejor no acordarse. Su uso se extendió con fuerza a través de la poesía renacentista (Garcilaso, Boscán, etc.).
Ejemplo: «Tierras d’Alcañiz negras las va parando» (Cantar de Mio Cid).

Licor suäve
Todo el que haya leído el célebre soneto de Lope se habrá extrañado al ver cómo el autor le coloca una diéresis sobre la letra «a». Este signo se utilizaba como recurso métrico para separar los diptongos en dos sílabas. Como tantas otras preceptivas poéticas en este siglo XXI, la diéresis métrica huyó el rostro al claro desengaño. La diéresis resiste de manera numantina sobre la letra «u». Quién sabe, si todo sigue así, cuánto tardará en desfallecer.
Ejemplo: «Convertido en vïola, / llora su desventura» (Garcilaso de la Vega).

Alçad los braços
Otro de los símbolos extinguidos o en vías de extinción es la cedilla. Desapareció de nuestra ortografía en el siglo XVIII. Hasta entonces se utilizaba para darle a la «c» el mismo uso ante «a», «o» y «u» que ante «e», «i». Lo curioso en este caso es, además, su origen, mucho más hermoso que su desaparición. La cedilla nació como un adorno visigótico, una floritura caligráfica llamada «copete». No solo en este siglo se cuida la imagen.
Ejemplo: «Porque ves allí, amigo Sancho Pança, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes» (El Quijote, primera parte).

Virgulilla abreviadora
La célebre virgulilla, que aún hoy sirve como sombrero para la españolísima letra «ñ», tuvo en los albores del castellano un uso heredado del latín que poco a poco hemos ido perdiendo: abreviaba una palabra cuando esta no entraba en el renglón. De esta manera, era muy común ver cómo palabras repetitivas e intuitivamente reconocibles se difuminaban. Parece q esta moda d abreviar n es nueva.
Ejemplo: «que» sustituido por «q [con virgulilla]».

Antilambda o diplé
La antilambda o diplé (>) es el símbolo que hoy utilizamos para, por ejemplo, reflejar en matemáticas una comparación en la que uno de los dos términos es mayor que el otro: 9 > 8. En este caso, el origen del símbolo define perfectamente la naturaleza de la Edad Media en la península. Se utilizaba, en el momento en el que la línea que separaba el latín y la lengua romance castellana se iba perfilando y acentuando cada vez más, para introducir citas literales de la Biblia. Como curiosidad: es el origen de las actuales comillas latinas o españolas.

Asterismo ilustrado
El asterismo es un carácter tipográfico representado mediante tres asteriscos que forman un triángulo equilátero (). Además del hermoso origen etimológico del término (conjunto de estrellas) también es curioso el uso que al símbolo se le da, pues era utilizado para marcar el final de un capítulo dentro de una obra. Hoy podrá encontrárselo el lector en forma de pléyade alargada, en lugar del clásico triángulo medieval.

Párrafos calderonianos
El calderón (¶) es un símbolo que fue utilizado durante muchos siglos para establecer el comienzo de un párrafo. Normalmente se trazaba en un color diferente al resto del texto, por lo que a menudo se dejaba el espacio en blanco para, con otra tinta, insertarlo. Este es el comienzo de lo que hoy, pereza mediante, es el sangrado habitual antes de cada nuevo párrafo.

Arroba, el origen
Este símbolo, bandera de una generación a un ciberespacio enganchada, sello de todas las direcciones que hoy utilizamos, origen de canciones que habrán de pasar a la historia, fue ya utilizado en la Edad Media para expresar una medida de peso. El historiador Jorge Romance encontró en un documento de 1448 el famoso signo (@) para dar cuenta de un registro de trigo en la aduana entre Castilla y Aragón. Es el testimonio más antiguo que conocemos del célebre símbolo.
Ejemplo: «Una @ de vino, que es 1/13 de un barril, vale 70 u 80 ducados» (Carta de Francesco Lapiun, 1536).

La falsa cruz
El óbelo (†) es un signo prácticamente en desuso, del que la tipografía tira en muy contadas ocasiones como, por ejemplo, para especificar una fecha de defunción. Sin embargo, también en esa franja en la que el latín comenzaba a oscurecer en favor de sus resplandecientes dialectos se utilizaba para hacer referencia a falsedades o dudas.
Ejemplo: «El símbolo arroba aparece por primera vez en Aragón †».


Desaparecieron o están a punto de hacerlo estos y otros signos, como desaparecerán los que nos enseñó Teo. Quedarán reflejados en nuestra lengua como las cicatrices de una cultura que empezó a ser tal, precisamente, cuando pudo dar testimonio escrito de lo ocurrido. Detrás vendrán otros. Quién sabe cómo influirá en nuestro acervo la retahíla de caras sonrientes, interrogaciones irónicas o hashtags locos que fluye por nuestro día a día cada vez más asimilada. Otros nos recordarán como nosotros recordamos a los que en cierta ocasión nos mostraron la apertura de la interrogación. Y las cicatrices, como dijo Machado, seguirán iluminando.