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miércoles, 12 de julio de 2017

Cuando Calderón quiso ser Lope y Cervantes a la vez: "La dama duende" en el Festival de Almagro


Tuve la felicidad de asistir anoche en Almagro a la representación de La dama duende de Calderón, puesta en escena por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Un Calderón muy lopesco, dinámico, ágil, divertido. De verso fácil y palabra afilada. Tiene una cualidad excepcional esta obra, como muchas otras del teatro clásico: consigue transformar en el paladar un argumento de borrajas en cocochas de merluza aderezadas con un pil pil bien trabado. Sin los juegos de palabras del verso calderoniano, sin la solidez del equívoco lingüístico, sin el dominio de las formas, esta comedia no sería otra cosa que un divertimento de palacio. Pero Calderón convierte una trama aguachirle de capa y espada en un denso aguamiel de sabrosas esencias. 
Viene al pelo acercar la obra a la época romántica. La Compañía Nacional acierta (como casi siempre) y los enredos sentimentales adquieren un mayor tono de parodia en ese ambiente decimonónico. El personaje de Notario, un don Juan tan enamorado que en el intento de adornar su retórica amorosa trabuca el discurso y dice justo lo contrario de lo que desea transmitir a su dama (entregada y confundida), es una de las delicias de esta comedia. Otra, y no menor, es el juego quijotesco del lenguaje que Ángela, la dama enamorada (Marta Poveda), utiliza en sus cartas para conquistar a su deudo don Manuel (Rafa Castejón). Nos remite a los libros de caballerías y a la parodia que terminó con ellos, el Quijote. Todo el enredo sentimental se tiñe de juego lingüístico caballeresco, cervantino y lopesco, que eleva la comedia en un aire metaliterario. Cosme, el criado de don Manuel, culmina este amor juguetón por la palabra escrita: "Será que no sé leer en cartas y sí en libros". 
Los personajes son, y ellos mismos parecen saberlo, caricaturas de novelas sentimentales y caballerescas. Ángela quiere conquistar con la palabra antigua, con "fermosura", como hacían Amadís y don Quijote. Don Juan, con retruécanos que se le van de las manos y se convierten en monstruos que dicen lo que no desean decir. Don Luis se recrea en el desdén y ama porque es despreciado. Beatriz se une a la aventura de la dama duende y espera que se decidan las palabras de don Juan. Cosme se refugia en la bebida, en el chascarrillo y en la locura de la trama. Y nosotros, espectadores convencidos, nos entregamos a la deliciosa puesta en escena de la CNTC y nos embarcamos en el disparate y en la parodia desde el primer momento. 
Un verso líquido y claro, un dinamismo apabullante, unas interpretaciones sin fisuras y una voz cazallesca (la de Marta Poveda) que llena de carácter el escenario. Un placer para los sentidos ese entrar y salir de camas y divanes, de líos sentimentales y juegos de honor, de persecución del placer y huida de la represión social. Un placer ver el choque de espadas y de versos en el escenario con tanta naturalidad que se funden los siglos sobre el escenario. No es el siglo XIX, ni el XVII, ni el XXI; es el juego de la palabra y la representación, el placer de la ficción echa carne sobre el escenario del Hospital de San Juan en Almagro. Y los murciélagos siguen disfrutando del espectáculo.      

viernes, 7 de julio de 2017

"Glosa al puntoycomismo" por Carlos Mayoral



Es el punto y coma un signo de puntuación épico, un héroe dentro del amplio abanico de signos de puntuación en castellano. Lo digo así, directo, para dejar claro el tono del discurso.

El punto y coma no es más que ese ente siempre desconocido, que hace de su desconocimiento un arte; ese ente siempre aislado, que hace de su aislamiento un orgullo; ese ente enigmático, como si se empeñara en mostrar solo la patita de la abuela bajo la puerta del cuento. Eso sí, su uso tiende a difuminarse entre la marea de letras que nos invade. No parece bastar para su supervivencia la elegancia de su grafía (;), que combina los dos rasgos genéticos de sus familiares más ilustres: por un lado, la robustez del punto; por otro, la ligereza de la coma. No importa, aun así va desapareciendo poco a poco con cada texto sin nadie que lo remedie. No obstante, su aura permanece ahí, en el corazón de nuestra gramática, esperando a que la subjetividad del escritor decida por él, ansioso por no ser el último de sus hermanos que salga escena. Siempre fue así, hay muchos tipos de pausas: la corta, a la que nos condena la coma; la media, obligada por el punto y seguido; la definitiva, simbolizada con el punto final… y luego está la pausa del punto y coma, que nadie sabe cuál es, pero que es la más refinada de todas ellas. Porque hay veces que la realidad nos pide una pausa sin saber muy bien para qué. Esas son las verdaderas pausas, las provechosas, las que no tienen principio ni fin. Delante de todas ellas, aunque muchas veces no lo sepamos, hay un punto y coma.

Luego está ese plural invariable (la coma, las comas; el punto, los puntos; el punto y coma, los punto y coma), como si una forma valiera por todas. Es como el plural de dios, que en el mundo moderno y occidental pierde sentido. El símil no es exagerado, los puntoycomistas vemos al signo como una especie de deidad a la que tenemos que rendir pleitesía. El propio texto le rinde pleitesía. De hecho, todas las palabras que siguen al punto y coma han de ser escritas con minúscula (excepto, como ocurre con todo en la lengua, en contados escenarios). Esta suerte de humillación narrativa es lo menos que podríamos esperar de una figura tan importante para el castellano como es esta. Su difícil supervivencia responde a un motivo principal: corren malos tiempos para la subjetividad. Es este un mundo marcado por las reglas y, lo que es peor, por la complicidad del habitante del siglo XXI para adaptarse a ellas. El hecho de que el punto y coma ofrezca una cierta libertad es, en opinión de estos párrafos, una licencia que el castellanohablante no está dispuesto a permitirse.

Eso sí, la dignidad de un punto y coma nunca puede ponerse en duda. Por ejemplo, la Real Academia adapta la mayoría de usos de nuestro signo a la utilización de otros signos. Alrededor de este asunto, el puntoycomista siempre encuentra la mirada alta de este signo cuando se enfrenta al Diccionario panhispánico de dudas. Por ejemplo, de su utilización más extendida, la RAE dice: «Separa los elementos de una enumeración cuando se trata de expresiones complejas que incluyen comas». ¿Acaso no queda claro que ceñirnos siempre a la prevalencia de la coma es insuficiente? Un verdadero puntoycomista sabe que hay complejidades (utilizando el mismo término que la RAE) que no caben en una pausa de una coma, como se sugería al principio del texto. Es decir, las reflexiones que más exigen a las meninges salen siempre de un punto y coma, ya lo deja claro el DPD. 

El segundo uso que del punto y coma recoge la Docta Casa es, sin duda, mi favorito. Lo enuncian así: «Se utiliza para separar oraciones sintácticamente independientes entre las que existe una estrecha relación semántica». La relación semántica. Nunca imaginé que a los puntoycomistas nos pusieran en bandeja la razón de nuestras sinrazones. Solo nosotros somos capaces de encontrar la relación semántica que merece un punto y coma. ¿Y qué relación es?, preguntará el lector. ¿Acaso importa? Lo realmente valioso es el fruto de esa relación. La Academia lo sigue definiendo bien: «La elección de uno u otro signo depende de la vinculación semántica que quien escribe considera que existe entre los enunciados. Si el vínculo se estima débil, se prefiere usar el punto y seguido; si se juzga más sólido, es conveniente optar por el punto y coma». Da en el clavo. Ese vínculo sólido es el que mantiene todavía vivo este texto. 

El tercer uso que recoge el diccionario es, quizás, el minoritario entre todos ellos. Se debe colocar el punto y coma delante de ciertas conjunciones (mas, pero, sin embargo; todo adversidad) siempre que las oraciones a las que da paso la conjunción tenga «cierta» longitud. La Academia utiliza ese adjetivo, «cierta», de nuevo colocando sobre las espaldas del hablante el peso de una decisión tan importante como es imponerle una pausa a nuestra vida. Como si no tuviéramos bastante con decidir la velocidad punta, la aceleración, el rock and roll; ahora también tendremos que hacer hincapié en el freno, en la duda, en el silencio. Dado que se trata de conjunciones en su mayoría adversativas, todo puntoycomista sabe que la mejor manera de contradecir algo o a alguien (en este caso, una idea) es colocando un punto y coma sobre su dignidad textual. Es, al fin y al cabo, el sino de todo «símbolo»: «simbolizar» algo en nuestro imaginario. El último apéndice académico referido al uso del punto y coma es un tanto desconcertante. Reza algo así: «Detrás de cada uno de los elementos de una lista cuando se escriben en líneas independientes y se inician con minúscula». Como no tengo ni idea de a qué se refiere, solo puedo decir que pondré punto y coma como está mandado cuando de saltar líneas se trate; de hecho, la mayoría de lenguajes de programación finiquitan sus sentencias con este signo. Alguien debió de verlo claro.

La vida se decide entre silencios. Es tan simple como eso. Mañana, en el fragor de un texto, la quietud de un punto y coma nos hará grandes. Los días son demasiado largos, los textos demasiado rápidos; pero todo puntoycomista sabe que en el espacio que cabe en un punto y coma (ya saben, menor que un punto, mayor que una coma) se esconde la esencia de cualquier épica.

Que se lo digan, si no, a las trece veces que, a través de estos renglones, se dejó ver.

lunes, 3 de julio de 2017

Emilio Lledó: "Hay que hacer mentes libres" por Tereixa Constenla



Ser el sabio oficial de un país es agotador. Todos, todo el rato, quieren una frase redonda, una enseñanza iluminadora, una conferencia memorable. Emilio Lledó (Sevilla, 1927) dice que está aburrido de escucharse a sí mismo. Pero no lo está. Sabe que solo a través de la palabra puede incitar a la reflexión. Y en hacer pensar está desde que se convirtió en profesor de Historia de la Filosofía: “Creo mucho en la cultura, en el sentido técnico de la educación, de hacer una persona crítica, y al mismo tiempo la educación es también unos modales. Por eso la Educación para la Ciudadanía es fundamental. No se trata de enseñar asignaturitas, sino de hacer pensar”.

En Dar razón (KRK), el libro que resume 50 años de entrevistas con el filósofo y académico, se aprecia esa pervivencia de sus afanes: “Se ve que tengo las mismas obsesiones”. Si en 1965 lamentaba “la estrechez de muchos de nuestros planteamientos pedagógicos”, en 2017 censura “la proliferación de colegios privados que rompen el principio de igualdad”. La devoción de ayer hacia los libros de texto se ha trasladado hoy a los ordenadores. Ni unos ni otros, por sí solos, enseñan a pensar.

En este ejercicio de revisión que propone la obra –editada originalmente en 1997 por la Junta de Castilla y León-, Lledó recupera el prefacio original, donde abordaba la dificultad de trasladar el carácter de lo oral a lo escrito, "la gran transformación a la que obliga el paso de la siempre cálida, redonda, articulación de cada sonido, hacia ese espacio plano de una escritura que no ha sido escrita, que fue hablada y oída 'al aire de su vuelo' y que tendría que forzar la conversión de un lector en un nuevo e imprevisto oyente.

Eran tiempos difíciles con algo bueno: la confianza en que el futuro era la tierra prometida. “He vivido la guerra y el franquismo, tengo una experiencia muy larga de esperanzas y desesperanzas. Cuando era profesor en La Laguna, Valladolid o Barcelona había la esperanza de que las cosas iban a mejorar. Y, de alguna forma, algo de franquismo sigue. El nombre de democracia sirve a mucha gente, a aquella a la que se refería aquel cartel que, durante la guerra civil, se veía en algunas calles ‘No pasarán’. Pero pasaron y, con todas las variaciones que sean, siguen pasando”.Tras la relectura, Lledó no ha sentido incomodidad. “Me reconozco en él, aunque en este libro era como si me desnudara un poco. Reconocerse en el pasado y encontrar en él una cierta coherencia siempre da alegría”. Coherencia y coraje para explorar territorio movedizo en 1970. Un periodista de El Día de Tenerife formula como quien no quiere la cosa: “Ya que habla usted de los griegos sería muy conveniente que habláramos de la democracia”. Entrevistado y entrevistador entran al pantano. “La gente ha hecho caso a eso que desde chicos nos enseñan: ver, oír y callar”, añade el primero. “Sí”, responde Emilio Lledó, “y no hay nadie que se levante a decirle al basileus (gobernante) que no está de acuerdo con sus decisiones…”.

Y no es que el profesor piense que todo es lo mismo: “En estos años de democracia se han logrado cosas importantes; pero tal vez se ha tenido miedo al recordar la historia inmediata o al comprobar que, como en el 23F, podían caer amenazas de golpes de estado. Ha habido cosas traídas por la democracia, como la libertad de expresión, aunque no vale para nada si solo sirve para decir imbecilidades. La verdadera libertad de expresión es la que procede de la libertad de pensamiento. Lo que hay que hacer es mentes libres”.

¿Y no le tentó la política para transformar la educación? “No nunca. Habría sido tan radical que no habría durado ni dos días. Por ejemplo, pienso que el dinero no puede, en democracia, marcar las diferencias de la educación. Soy un adicto a la enseñanza pública”.

Pero Lledó es poco dado a la desesperanza profesional. “La vida me da la vida. Yo no me aburro. Estoy feliz en mi trabajo”. Rodeado de 10.000 libros, escribe en un despacho donde conviven los retratos de Aristóteles y Kant con los de sus hijos y nietos. Acaba de recibir tres obras suyas traducidas al francés y un ejemplar de Imágenes y palabras, que acaba de reeditar Taurus, uno más de la larga treintena de libros que ha escrito. Cree que podría haber publicado algunos más con algo de pragmatismo y ayuda. A punto de cumplir 90 años, después de haber recibido el Nacional de las Letras y el Princesa de Asturias de Humanidades, sigue con ganas de aportar. Su nuevo ensayo abordará aspectos de la identidad, la intimidad, la ideología y el afecto. “Me siento querido por muchos exalumnos. Pienso que he sido profesor y me ha gustado lo que hacía. Tal vez he contagiado ese gusto. Sentía que lo que hacía era importante, no porque lo hiciera yo, sino por la educación”.

lunes, 5 de junio de 2017

"Juan Goytisolo: Réquiem por un nómada" por Rafael Narbona


Nómada incurable, mestizo vocacional, marginal autocomplaciente, Juan Goytisolo tejió su identidad mediante rupturas. Abandonó el derecho por las letras, repudió la educación católica recibida en los jesuitas, se hizo afrancesado para expresar su desprecio por la España franquista que había asesinado a su madre en Barcelona durante un bombardeo en un aciago marzo de 1938; se acercó a los heterodoxos (Blanco White, Francisco Delicado, Fernando de Rojas, Américo Castro) para destacar que la auténtica faz de nuestro país era fruto de la promiscuidad cultural entre moros, judíos y cristianos; huyó a Túnez y, más tarde a Marruecos, para expresar su incapacidad de vivir en una Europa ensimismada y fríamente racionalista; reivindicó las periferias y las sensibilidades que cuestionaban los dogmas y valores de la civilización occidental; hizo de su sexualidad un desafío permanente contra la intransigencia y el puritanismo.

Cuando aceptó el Premio Cervantes no cesó de nadar contra corriente, aprovechando la ocasión para expresar su indignación contra los recortes económicos y la pérdida de derechos laborales. Aunque se marchó de España a finales de los cincuenta por razones políticas, convirtió su condición de exiliado en una posición filosófica y existencial. El exilio puede ser una desgracia, pero también representa la oportunidad de observar el mundo desde una perspectiva excéntrica. Siempre es preferible deambular por los márgenes que vivir hipnotizado por el centro. El escritor no debe reconocer otra patria que la literatura y el compromiso ético.

Ateo beligerante, su escepticismo religioso no le impidió adentrarse en la poesía de Juan de Yepes, que "por amor a Cristo" adoptó el nombre de San Juan de la Cruz, alumbrando una pasión mística, cuya cuerda lírica, erótica y teológica vibra al mismo compás que la tradición sufí. En Las virtudes del pájaro solitario (1988), fluye una voz indeterminada que discurre entre calculadas ambigüedades, demoliendo las nociones de tiempo, espacio e identidad. El pájaro solitario persigue "el espíritu del amor, que es Dios". Solitario, canta suavemente desde lo alto, feliz de no poseer nada, salvo su voz. "Alabemos a Dios, que nos dio el lenguaje de los pájaros", exclama el escritor sufí Najmuddin Kubra (s. XIII). Goytisolo no esconde una fe camuflada o reelaborada. Simplemente, se identifica con la herejía mística, que ama al mundo hasta el extremo de aniquilar el yo y negar la eternidad.

Aunque repudiara su etapa realista, Duelo en el paraíso (1955) ya albergaba la poética que maduraría años más tarde. Al evocar la retirada del ejército republicano y la desbandada de los civiles, escribe: "Matar a un pájaro es tan absurdo como patalear en el vacío…". El niño que nos acompaña desde los primeros brotes de conciencia patalea para no morir, pero finalmente sucumbe a la madurez, que no descansa hasta acallar su canto. "Todo es ilusión: la vida, la muerte, el ansia de durar", añade Goytisolo con un tono sombrío que recuerda el timbre de los escritores barrocos. Sólo el poeta se libra de ese destino, porque nunca deja de ser un niño. La poesía es lo único sagrado en un mundo maltratado por teólogos y centuriones. Sólo en su recinto vuela el pájaro solitario, enamorado de la noche oscura donde litigan los amantes.

En 1966, Goytisolo inicia el ciclo novelístico de Álvaro Mendiola, el fotógrafo que construirá su identidad, extirpando sus raíces. Exiliado antifranquista, le parece insuficiente perseverar en su disidencia. Se impone ir más allá, buscar al otro, al extranjero, al paria, y eso es imposible sin divorciarse del lenguaje y la razón occidentales. En Señas de identidad (1966), Reivindicación del conde don Julián (1970) y Juan sin Tierra (1975), la verdadera innovación no son los recursos formales, que alteran el orden cronológico, la distinción de las voces narrativas, los signos de puntuación y los registros estilísticos, sino la búsqueda del otro, de la alteridad, de la diferencia. Al lanzarse a esa aventura, Goytisolo se enredó en un diálogo infinito con Góngora, el arcipreste de Hita, Manuel Azaña, que encarnan el reverso de la tradición española, ese otro lado que se ha pretendido enterrar y silenciar. Nunca renunció a su condición de "niño asombrado" que ha conocido tempranamente las pasiones cainitas y que no conocerá la paz hasta confundirse con la muchedumbre de la plaza de Xemaá el-Fná. Cuando publica Makbara (1980), ya no es un europeo que pretendió imitar a Thomas Mann en su juventud, cuando soñaba con emular la saga familiar de Los Buddenbrook, sino un feliz desterrado al que ya no le cohíben los tabúes de la sociedad occidental, sedienta de poder y enemistada con la vida. Ya sólo escucha la voz de Omar Jayam, incitándole a amar el cuerpo, la materia y la finitud: "Entrégate al placer, oh mortal, sin recelos: / nadería es el mundo y nadería la vida / y nadería esa bóveda hecha de nueve cielos. / Amar y beber es cierto, ¡y lo demás mentira!" (Trad. Ramón Vives Pastor).

Juan Goytisolo fue un nómada y un místico. Un nómada que cruzó todas las fronteras, incluidas las morales y culturales, y un místico que no creyó en Dios, pero sí en la rebeldía, el placer carnal y la belleza del mundo.

lunes, 22 de mayo de 2017

"No te fíes del narrador" por Marta Fernández




Sabes que está aquí. A este lado del papel. Y parece inofensivo y desarmado. Un ser hecho de palabras en primera persona. Un ser todo ojos y diccionario. Que mira y que dice. Y te fías. Porque siempre ha sido así. Porque el narrador es tu cicerone. Porque te lleva, te explica, te revela, te abre su mente, te presta su cuerpo inventado para que puedas entrar en esa dimensión ajena llamada ficción. Es tu aliado. A veces, tú eres el suyo. Solo te puedes poner de su parte. Y sin embargo, ya deberías saber que no siempre merece tu confianza. Tendrías que haber aprendido que la voz que te habla, a veces, te engaña. Que no todo el mundo ha venido aquí a decir la verdad.

Quizá debiste sospechar de aquel muchacho del peto. Pero tú eras un lector primerizo también. Y te parecieron familiares sus titubeos. Su bendita inexperiencia. «Nunca he visto nada más que mentirosos, una vez y otra». Y aunque en el primer capítulo Huckelberry Finn ya te avisaba de que todo el mundo miente, incluido él, decidiste embarcarte río abajo, hasta donde el Mississippi te quisiera llevar. O hasta donde te llevara Marc Twain —un caballero, recuérdalo, que tampoco firmaba con su nombre real—. Y según avanzaba el viaje comprendiste que Huck no es Tom Sawyer, que su autor se ha vuelto más pesimista y que quizá su personaje no decía toda la verdad.

¿Cómo va a decir la verdad quien sabe tan poco de la vida? Tan poco como Holden Caulfield que cree que el mundo ideal debería ser como la taxidermia del Museo de Ciencias Naturales. Un espacio donde nada cambia, donde los hermanos no mueren, donde se para el camino que te lleva a la madurez. «¿Se acuerda de esos patos que hay siempre nadando ahí? Sobre todo en primavera. ¿Sabe usted por casualidad dónde van en invierno?». Se lo pregunta Holden, ante el lago helado de Central Park, con la cara pasmada del Tony Soprano al que le vuelan las mascotas. Como si conociendo la ruta de la fuga asegurara la vuelta. Pero lo único que aseguró fue dejar la interrogación suspendida en el aire, para que se le enganchara como un mantra a Mark David Chapman. Ese admirador no fiable que en la puerta del Dakota llenó la ausencia de los patos con la sangre de John Lennon.

Pero Lennon no sabía dónde van los patos. Como no lo sabía Holden Caulfield, pobre Peter Pan enfurecido incapaz de interpretar el mundo. Ni siquiera se da cuenta de que no ha entendido el poema que inspira su fantasía: los niños corriendo entre el centeno. No Holden, no hay un campo que acaba en un precipicio lleno de pequeños a punto de caer. No hay nadie a quien salvar. Nuestro narrador tiene tan poco crédito como su memoria. Nos miente a todos. El azote de los farsantes es solo un farsante más.

Acaso todos somos farsantes alguna vez. Lo son los adolescentes y los obsesos. Y los enamorados. Lo es Humbert Humbert cortejando a la madre cuando desea a la hija. Cegado. Aliterante. Loco. Criminal. Pederasta. Desesperado. Compulsivo. Embustero.

Uno de esos embusteros que quieren contar la verdad. La versión redentora de sus faltas. La que justifica sus crímenes. Dice Nabokov que Humbert pasa ocho semanas de escritura frenética. Aporreando las teclas como un kamikaze. Consciente de que va a morir de amor o de reclusión. Hasta que el lector detective que hay en ti descubre un error en su historia. El profesor se equivoca con las fechas, como Holden se equivocaba con el poema del centeno. Hay quien dice que su desbarajuste con el calendario es solo el rastro de miguitas que deja Nabokov para que descubramos que su personaje es un fraude. No te fíes de Humbert Humbert. ¿Cómo te puedes creer a un caballero que pierde la cabeza en el primer párrafo? Pero los lectores somos permisivos. Nos gana con su arranque anafórico. Nos secuestra y nos contagia el síndrome de Estocolmo de todos los letraheridos.

Unreliable narrator. El término lo acuñó Wayne C. Booth, el único narrador de fiar que aparece en este texto. Catedrático de la Universidad de Chicago, a principios de los sesenta inventaría las categorías que la crítica sacralizaría después: el autor implícito, la distancia del que escribe o el narrador no fiable. Para Booth el escritor era una araña y su labor pasaba por tejer una red invisible en la que atrapar al lector. Una red de palabras. Quizá influyó en ese afán su educación en el seno de una familia descendiente de pioneros mormones. O que él mismo difundiera la fe haciendo de misionero por los fly-over-states. O que intentara desentrañar las trampas retóricas de las Escrituras, el texto de cuatro cronistas que no siempre se ponen de acuerdo en las circunstancias de su personaje principal —claro que la historia demostraría después lo difícil que resulta ponerse de acuerdo en las circunstancias de Dios—.

Para Booth el narrador fiable es el que habla o actúa de acuerdo con las normas y la lógica de la obra. Mientras que el no fiable, no. Ese que te manipula, que tiende trampas, que miente, que oculta información, que esconde ases marcados que nos obligarán a releer mentalmente la novela cuando, al final, hayamos desplegado la baraja entera.

Pecadores suicidas como Humbert Humbert. Inocentes inexpertos como Huck Finn. Insomnes desquiciados como el narrador anónimo de El club de la lucha. El juguetón Tristram Shandy. El sospechosísimo Roger Ackroyd en el queAgatha Christie nos hace confiar.

O los locos. Tan efectivos al otro lado de la página. Locos en lo mínimo, como el Zeno de Italo Svevo, que se miente contándose que cada cigarrillo es el último, que embauca a su psiquiatra y que seduce a James Joyce. Locos encerrados a salvo de la ultraviolencia, con terapias en forma de beethoveniano lavado de quijotera —y no hace falta decir más del Alex de Burgess—. Locuras recurrentes, como la conciencia laberíntica de El cerebro de Andrew, con la que Doctorow jugó a ser trapecista entre neuronas ajenas. La locura cotidiana del Stevens de Ishiguro —mayordomo compulsivo y perfeccionista empeñado en pulir las aristas del corazón—. Y locuras transitorias y salvadoras: la de Pi, que convierte su tragedia de náufrago en un exótico bestiario que esconde la verdad.

Pero en el concurso de narradores desquiciados se lleva el premio el Gran Jefe, el indio que limpia los borboteos de la esquizofrenia en el psiquiátrico de Alguien voló sobre el nido del cuco. Su balanza solo se equilibra entre la mentira y el desvarío. Tan farsante que consigue fingir durante años que ni habla ni escucha. Tan falso que se hace pasar por mudo y se convierte en narrador. Y narra la historia de otro impostor: Randle Mc Murphy, un chorizo cualquiera que prefiere ser tomado por tarado que ir a prisión. ¿De verdad te puedes creer a un tipo que pretende no poder hablar para después hablar sin parar para contar la historia de un crimen que en el fondo quiere ocultar? No. ¿Cómo te vas a fiar de un narrador que pudiendo huir en la primera página no se larga del infierno hasta el final?

Ese infierno lisérgico de Ken Kesey —el que él mismo vivió convertido en cobaya humana en una institución mental en Menlo Park— se parece mucho al de Allen Ginsberg. Como se parecen sus paraísos artificiales. «La primera vez que vi a Allen Ginsberg estaba en una fiesta al lado de la chimenea». Kesey, Ginsberg y sus juergas. Una pasará a la historia. 7 de agosto de 1964. La corte psicodélica de Kesey recibe a los Ángeles del Infierno en su rancho de California. Hunter S. Thompson recordaría el glorioso desfase en su tesis antropológica —o centaurológica— sobre los moteros salvajes. Tom Wolfe daría su versión vertiginosa y onomatopéyica en Ponche de ácido lisérgico. Y Ginsberg la convertiría en poema alucinado. Pero de aquella celebración alcaloide surgiría algo más. La versión en prosa de Aullido, la única pseudonovela que Ginsberg llegó a escribir. Una historia con un narrador tan poco fiable como cabría esperar. Otra peripecia en un reformatorio mental.

Rockland, donde estabas más loco que yo apenas supera las cien páginas. No hace falta más. Impresa con técnica mimeográfica, como muchos otros trabajos de la época del universo underground. Según la leyenda, Ginsberg escribe su único experimento en prosa tras una apuesta en aquella fiesta desparramada que recuerda a la génesis de Frankenstein. La novela es un retruécano que forma un bucle perfecto con su poema Aullido. Cuenta la misma traumática experiencia —su paso por el Instituto Psicológico Presbiteriano de Columbia— pero retuerce el punto de vista. El poco fiable narrador no es uno de los enfermos. Es el director de la institución. Un doctor atractivo por fuera y demoníaco por dentro que resulta ser el verdadero tarado. El perturbado que mantiene prisioneros a los mejores cerebros de su generación. Hasta el final no sospechamos que el respetable Dr. Kashady —que nunca falte un guiño a N. C.— es el mayor desequilibrado de la institución.

Ginsberg nos obliga a reconstruir la novela hasta el principio con otra perspectiva, a interpretar la historia con la piedra de Rosetta fundamental que no encontramos hasta el último capítulo: la confirmación de que su director es un voraz sádico. Así es el narrador no fiable: nunca termina de hacer su trabajo, lo tiene que rematar el lector.

Lectores sabios a los que les va la marcha. Lectores que, en ocasiones, son también editores tan avezados como Maxwell Perkins. Cuando recibió Trimalchio se deshizo en elogios sobre esa novela maravillosa que «tan bien fusionaba sin perder la unidad las incongruencias de la vida moderna». Pero le faltaban datos sobre el personaje central: Jay Gatsby. Y Francis Scott Fitzgerald se pone a reescribir. Da información sin darla. Presenta al millonario misterioso sin desvelar su secreto. Y solo podía hacerlo a través de Nick Carraway, al que convierte en testigo observador de Gatsby pero no le concede una lupa para escudriñar su pasado.

El Nick Carraway de Fitzgerald va por la vida sin cristal de aumento. Otros narradores no fiables afrontan su trabajo a través de una lente deformante. Lo hace Ford Madox Ford en El buen soldado, que no es solo la historia más triste jamás contada, también la más difusa. Lo hacen quienes se convierten en narradores de su vida, la real, a través del cristal rosa de la memoria. Maestros de la ficciobiografía. ¿De verdad, Leni Riefenstahl, que no sabías nada de lo que estaba haciendo Hitler? ¿De verdad que ignorabas que después de pasar delante de tu cámara los niños gitanos de Tierra baja continuarían su camino hacia Auschwitz para el último fulgor del Zyklon-B? A veces los narradores no fiables de la vida verdadera dan mucho más miedo que los de la ficción. Más miedo que el diablo epistolar de C. S. Lewis, que el narrador laberíntico de La casa de hojas, que el asesino confeso de 1922, que los enigmáticos contadores de las historias de Neil Gaiman, que el feroz psicópata de Easton Ellis hambriento de sangre por Wall Street.

El mundo está lleno de narradores que mienten a este lado del papel. A este. El lado desde el que te escribo. El lado desde el que confesé que Wayne C. Booth era el único narrador de fiar que aparecía en este texto. Sí. En algún punto de esta historia te tendí la trampa de una mentira. Pero no puedes decir que te he engañado. Te avisé desde el principio: no te fíes del narrador.

sábado, 13 de mayo de 2017

Ferlosio contra Disney


Contra Disney

“Hasta la crema de la intelectualidad se toma en serio inmundicias no sólo estéticas sino también ideológicas, como Casablanca o Lo que el viento se llevó; ya que las convenciones del ‘derecho narrativo’, además de ser ideológicas ya en cuanto formas o más bien fórmulas en sí, se han convertido también en eficaz instrumento pedagógico, potenciador de ideologías. El paradigma supremo de semejante función educativa es Walt Disney, el gran corruptor de menores y la mayor catástrofe estética, moral y cultural del siglo XX”.

domingo, 30 de abril de 2017

"La interdisciplinariedad en aforismos" por Jorge Wagensberg


Cuando un avión rompe la barrera del sonido se observan unas magníficas ondas de choque. Ante un espectáculo así uno no puede dejar de penar: esto tiene que servir para algo más (lo mismo le pasó a Newton con la manzana). Y en efecto, de esta idea surge otra gran idea, nada menos que la de eliminar las dolorosísimas piedras en un riñón sin necesidad de recurrir a la cirugía. Tengo la fantasía de que un piloto de caza se estaba tomando una copa, como todos los viernes, con un amigo urólogo. Mientras el médico se lleva el vaso a los labios, el militar presume describiendo su experiencia. Ha visto con sus propios ojos cómo ciertos materiales se desintegraban sin que ningún otro objeto los tocara siquiera. El whisky con hielo se detiene en un punto a medio camino entre la mesa y sus labios: ¿Puedes repetirme eso? ¿Qué dices que has hecho? ¿Qué dices que has visto? Naturalmente, la aeronáutica de guerra y la formación de piedras en un riñón son dos disciplinas bien distantes y los resultados de una no se pueden secuestrar directamente. Solo las ideas en bruto tienen licencia para sobrevolar la frontera, lo que en ningún modo ocurre con las conclusiones elaboradas. Por ello al médico no se le ocurrió atar a sus pacientes al morro del avión de su amigo. Lo que hizo fue tomar la idea prestada para iniciar con ella una investigación interdisciplinaria. Hoy la litotricia extracorpórea por onda de choque es un tratamiento no invasivo que ahorra riesgos, dolores e incomodidades. También es una prueba de la trascendencia que puede llegar a tener el hábito de tomarse una copa con los amigos de vez en cuando.

1. La realidad no tiene la culpa de los planes de estudios que se acuerdan en escuelas y universidades.
2. Para cambiar de disciplina agítense las ideas, los métodos y los lenguajes.
3. Disciplina: conjunto de ideas, métodos y lenguajes para comprender un pedazo de realidad.
4. Nada hay más interdisciplinario que la propia realidad.
5. El pulpo mimético de Indonesia (Thaumoctopus mimicus) tiene talento interdisciplinario, multidisciplinario, pluridisciplinario y transdisciplinario, lo que le permite, si conviene, hacerse pasar por hasta 15 quince especies distintas.
6. Interdisciplinariedad: práctica en la que ciertos vicios son virtudes: intrusismo, promiscuidad, dispersión…
7. ¿Qué hacer? Comprender (no tenemos nada mejor que hacer). ¿Comprender qué? Comprender la realidad (no tenemos nada más a mano).
8. Las disciplinas se pueden reproducir por simple contacto físico.
9. Las aulas universitarias son disciplinarias, sus cafeterías interdisciplinarias.
10. El límite de la hiperespecialización (saber todo de nada) es tan grotesco como el de la hipergeneralización (saber nada de todo).
11. Comprender cómo se las arregla un pez para nadar requiere nociones de zoología, etología, anatomía, fisiología, evolución, mecánica, hidrostática, hidrodinámica, ingeniería…
12. El especialista ahorra energía a costa de aceptar un riesgo mayor frente a la incertidumbre (el osito koala solo come eucaliptus).
13. El generalista despilfarra energía para enfrentarse a un riesgo menor frente a la incertidumbre (la rata come cualquier cosa).
14. Solo existe un lugar en el que lo interdisciplinario pierde todo interés: en un bosque con más árboles que ramas.
15. El conocimiento interdisciplinario avanza a golpe de concentración y de dispersión.
16. Es tan difícil encontrar humor en un buen poema como no encontrarlo en un buen aforismo.
17. La pureza es una mezcla de referencia.
18. El conocimiento avanza por las costuras de sus disciplinas.
19. El gran interés de la conversación interdisciplinaria se da cuando sus interlocutores no ignoran lo mismo.
20. En 1865 Maxwell integra el magnetismo, la electricidad y la óptica en una sola disciplina: el electromagnetismo; en 1905 Einstein integra la mecánica, la termodinámica y el electromagnetismo; hoy esperamos unificar la física cuántica y la gravitación… o la irrefrenable tenencia politeísta del conocimiento científico.
21. Dedicarse a una sola disciplina es como hablar un único idioma: empequeñece la realidad.
22. La mera existencia de la ética y la estética obliga a que cualquier otra disciplina sea interdisciplinaria. 

sábado, 29 de abril de 2017

"Quieren tradición" por Antonio Muñoz Molina


El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un anuncio turístico de la Xunta de Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior; tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años, cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias, como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un artículo que publiqué en 1996, Andalucía obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que provocara reacciones más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero, entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España, probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.