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domingo, 30 de abril de 2017

"La interdisciplinariedad en aforismos" por Jorge Wagensberg


Cuando un avión rompe la barrera del sonido se observan unas magníficas ondas de choque. Ante un espectáculo así uno no puede dejar de penar: esto tiene que servir para algo más (lo mismo le pasó a Newton con la manzana). Y en efecto, de esta idea surge otra gran idea, nada menos que la de eliminar las dolorosísimas piedras en un riñón sin necesidad de recurrir a la cirugía. Tengo la fantasía de que un piloto de caza se estaba tomando una copa, como todos los viernes, con un amigo urólogo. Mientras el médico se lleva el vaso a los labios, el militar presume describiendo su experiencia. Ha visto con sus propios ojos cómo ciertos materiales se desintegraban sin que ningún otro objeto los tocara siquiera. El whisky con hielo se detiene en un punto a medio camino entre la mesa y sus labios: ¿Puedes repetirme eso? ¿Qué dices que has hecho? ¿Qué dices que has visto? Naturalmente, la aeronáutica de guerra y la formación de piedras en un riñón son dos disciplinas bien distantes y los resultados de una no se pueden secuestrar directamente. Solo las ideas en bruto tienen licencia para sobrevolar la frontera, lo que en ningún modo ocurre con las conclusiones elaboradas. Por ello al médico no se le ocurrió atar a sus pacientes al morro del avión de su amigo. Lo que hizo fue tomar la idea prestada para iniciar con ella una investigación interdisciplinaria. Hoy la litotricia extracorpórea por onda de choque es un tratamiento no invasivo que ahorra riesgos, dolores e incomodidades. También es una prueba de la trascendencia que puede llegar a tener el hábito de tomarse una copa con los amigos de vez en cuando.

1. La realidad no tiene la culpa de los planes de estudios que se acuerdan en escuelas y universidades.
2. Para cambiar de disciplina agítense las ideas, los métodos y los lenguajes.
3. Disciplina: conjunto de ideas, métodos y lenguajes para comprender un pedazo de realidad.
4. Nada hay más interdisciplinario que la propia realidad.
5. El pulpo mimético de Indonesia (Thaumoctopus mimicus) tiene talento interdisciplinario, multidisciplinario, pluridisciplinario y transdisciplinario, lo que le permite, si conviene, hacerse pasar por hasta 15 quince especies distintas.
6. Interdisciplinariedad: práctica en la que ciertos vicios son virtudes: intrusismo, promiscuidad, dispersión…
7. ¿Qué hacer? Comprender (no tenemos nada mejor que hacer). ¿Comprender qué? Comprender la realidad (no tenemos nada más a mano).
8. Las disciplinas se pueden reproducir por simple contacto físico.
9. Las aulas universitarias son disciplinarias, sus cafeterías interdisciplinarias.
10. El límite de la hiperespecialización (saber todo de nada) es tan grotesco como el de la hipergeneralización (saber nada de todo).
11. Comprender cómo se las arregla un pez para nadar requiere nociones de zoología, etología, anatomía, fisiología, evolución, mecánica, hidrostática, hidrodinámica, ingeniería…
12. El especialista ahorra energía a costa de aceptar un riesgo mayor frente a la incertidumbre (el osito koala solo come eucaliptus).
13. El generalista despilfarra energía para enfrentarse a un riesgo menor frente a la incertidumbre (la rata come cualquier cosa).
14. Solo existe un lugar en el que lo interdisciplinario pierde todo interés: en un bosque con más árboles que ramas.
15. El conocimiento interdisciplinario avanza a golpe de concentración y de dispersión.
16. Es tan difícil encontrar humor en un buen poema como no encontrarlo en un buen aforismo.
17. La pureza es una mezcla de referencia.
18. El conocimiento avanza por las costuras de sus disciplinas.
19. El gran interés de la conversación interdisciplinaria se da cuando sus interlocutores no ignoran lo mismo.
20. En 1865 Maxwell integra el magnetismo, la electricidad y la óptica en una sola disciplina: el electromagnetismo; en 1905 Einstein integra la mecánica, la termodinámica y el electromagnetismo; hoy esperamos unificar la física cuántica y la gravitación… o la irrefrenable tenencia politeísta del conocimiento científico.
21. Dedicarse a una sola disciplina es como hablar un único idioma: empequeñece la realidad.
22. La mera existencia de la ética y la estética obliga a que cualquier otra disciplina sea interdisciplinaria. 

sábado, 29 de abril de 2017

"Quieren tradición" por Antonio Muñoz Molina


El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un anuncio turístico de la Xunta de Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior; tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre, el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo, pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años, cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias, como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un artículo que publiqué en 1996, Andalucía obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que provocara reacciones más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero, entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España, probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio. Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios, no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.


sábado, 22 de abril de 2017

"Barroco blanco" por Marcos Ordóñez


Quevedo, hombre de extremos, contradictorio, gran desconocido. Misógino y adorador de la mujer, místico y tabernario, antisemita que denuncia la esclavitud de los negros, en uno de los muchos textos que destellan en estos Sueños, tapiz pasionalmente tramado por Gerardo Vera y José Luis Collado en la Comedia, a partir de los cinco discursos furiosos y caóticos que el joven poeta dirige contra los “abusos, vicios y engaños, en todos los oficios y estados” de un Siglo de Oro con pies de barro, en un clima patrio de decadencia y hundimiento moral. Vera y Collado se han enfrentado a todo un reto: ceñir la esencia de un personaje inabarcable y acercarnos a un lenguaje tan alto como arduo sin apoyarse en una trama dramática, sino pintando una suerte de retrato expresionista, con tonos cambiantes y continuos saltos temporales. Tiene la función una ambiciosa voluntad de espectáculo total, músicas espléndidamente seleccionadas (Bach, Monteverdi, Béla Bartók, Jed Kurzel, cantos árabes), sugerentes audiovisuales de Álvaro Luna, luz helada y ardiente de Gómez-Cornejo y un espacio abierto, concebido por Vera y Alejandro Andújar, que recrea un infierno blanco (“el hombre no puede luchar contra lo blanco, que hace posible todo cuanto pueda soñarse”) con ecos de balneario a lo Sorrentino, de quien hay incluso un guiño literal a La juventud.
El viejo Quevedo (Juan Echanove) amanece en un hospital con la cabeza que va y viene entre los recuerdos de su caída, el paraíso de su juventud napolitana y el cercano más allá, todo revuelto y bullente. Echanove está enorme: lo más intenso y conmovedor que le he visto desde Cómo canta una ciudad (Lorca/Pasqual) y Plataforma (Houellebecq/Bieito). Notable trabajo físico (ese cuerpo corroído por la sífilis, con los pies destrozados), poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón, alucinado y doliente. Te lleva de la nariz a donde quiere: escucharle alternar los pasajes de los Sueños, que hacen pensar en un recontratatarabuelo de Céline, con los sonetos amorosos o las sátiras censorias es un auténtico regalo. Ferran Vilajosana es un joven galeno que rechaza y a la vez reverencia el ingenio de sus demoledoras chanzas al gremio médico. Lucía Quintana tiene un papel bombón: una enfermera en la que Quevedo cree ver a Aminta, su amor italiano. En su delirio, él quiere que ella recuerde los poemas que le dedicó, y así vuelan juntos recitándose esas joyas, culminadas, como no podía ser menos, con “Cerrar podrá mis ojos”. Y hay un trasluz de Heiner Müller cuando ella le susurra: “Siempre amé tu parte más deforme”. Sugerencias: creo que a Echanove no le hace falta subrayar con tono o gesto (en ciertos momentos) la trascendencia de lo que dice, del mismo modo que Lucía Quintana tiene sobrada belleza física y verbal como para deslizarse (de nuevo: en ciertos momentos) hacia una innecesaria zalamería.
Echanove está enorme: notable trabajo físico, poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón. El infierno blanco y algunos de sus habitantes me evocan el teatro de Nieva: a don Francisco Bis le hubiera gustado esa decadente principessa perfumada con Eau de Guermantes que sirve con sorna Abel Vitón. En pareja clave esperpéntica, Antonia Paso es la portera de las zahúrdas y la Envidia (vestida de amarillo: otro desafío). Óscar de la Fuente, actor de sobrados recursos (ahí está su matizado Cardenal), sirve un Diablo con zumba y poderío. Ya sé que el bicho pide desmesura, pero quizás no haga falta acercarla tanto a la del doctor Frank-N-Furter de The Rocky Horror Picture Show.
Llega luego la Señora Muerte, para que la descomunal Marta Ribera se luzca con una guadañera carnal, vitalísima, que dice textos redondos y soberbiamente colocados: me gustó una barbaridad.
Quevedo va a encontrarse ahí abajo con el espectro de don Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna y gran señor de Sicilia, su protector, otro notable trabajo de Markos Marín, que con similar sobriedad borda el perfil de don Enrique de Villena, el Nigromante: con ambos sostiene bellos diálogos sobre el pasado ido y el irremediable declive de la España de los Austrias. Cabe destacar también la cita con el Desengaño, viejo y ciego pero lúcido, a cargo de Eugenio Villota (también muy medido como el fiel Montalbán), o el triple rol de Chema Ruiz: en el infierno será Judas, y el Hombre a secas, desnortado y amargo, y el esclavo negro mencionado al principio. La escena última es una preciosidad. Tras la omnipresencia del blanco llega la oscuridad para tintar indumentaria y lecho del poeta, que muere quijotescamente en brazos de Aminta, y hay que ver y escuchar a Quintana y Echanove despidiéndose con las más bellas frases de los sonetos. Vera y Collado parecen tan fascinados por Quevedo que tal vez han querido meter demasiadas cosas en la bolsa, desbordándola. Algunas podas no le vendrían mal al texto: creo que ya están en ello. El público, puesto en pie, aplaude el talento, el riesgo y la entrega de estos Sueños. Y yo me sumo.


domingo, 9 de abril de 2017

"República" por Manuel Vicent


Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que llevarán el mosquetón a la funerala. En mitad de la noche alguien lanzará desde un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del Mediterráneo. La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores sueños. Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano. De hecho la división de España en dos bandos irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se tiene frente a la república. Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados. 
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"Gastad en los maestros" por Javier Moreno Luzón


Estos días puede verse en Madrid una espléndida exposición dedicada a Manuel Bartolomé Cossío, un intelectual de hace un siglo cuya obra aún nos conmueve. Colaborador de Francisco Giner de los Ríos y heredero suyo al frente de la Institución Libre de Enseñanza, Cossío fue un gran historiador del arte que redescubrió el valor de El Greco y defendió el patrimonio histórico-artístico español. Pero todo su quehacer, desde los viajes de estudios hasta el interés por los museos o las misiones en aldeas perdidas, estuvo marcado por su vocación de educador. A su juicio, la principal tarea de aquel tiempo consistía en sacar a España del atraso, la ignorancia y el dogmatismo; construir un país desarrollado, a la europea, de ciudadanos conscientes y libres.
Para institucionistas como Giner, Cossío y muchos otros, la pieza clave de esa ingente labor se hallaba en el maestro. Nada se adelantaría en el terreno educativo sin un personal preparado y reconocido. En una España rural y analfabeta, donde avanzaban las órdenes religiosas embarcadas en la lucha contra la modernidad, estos liberales superaron sus prejuicios antiestatistas y se comprometieron con Gobiernos dispuestos a impulsar la enseñanza pública. Se empeñaron en mejorar los salarios del magisterio, que pasaron de los municipios al Estado; y también su formación, con escuelas reformadas, centros experimentales donde probar nuevos métodos y becas para conocer los progresos extranjeros. Un esfuerzo notable, aunque insuficiente, que culminó durante la Segunda República.
Hoy vivimos en una sociedad muy distinta, urbana y diversa. El analfabetismo ha desaparecido, los niveles medio y superior se han expandido y los profesores, en general, no reciben ya sueldos de miseria. Sin embargo, las reflexiones de pedagogos como Cossío todavía conservan su vigor. Desde luego, no se sorprenderían al saber que en Finlandia, ese paraíso didáctico de nuestros días, el éxito se fundamenta en la consideración social del profesorado. Y estarían de acuerdo en que la lucha contra la desigualdad que no ceja requiere la presencia de los docentes mejor equipados en los colegios con alumnos de menos recursos. La frustración que aquí producen las constantes reformas educativas se deriva, en buena parte, de la poca participación de los profesores en su diseño y de su consiguiente falta de compromiso con ellas.
Más aún, los recortes presupuestarios de la última década han agravado la situación, con aulas sobrecargadas de estudiantes y escasas de profesores, que además sufren a menudo contratos precarios. Los recursos para la educación estatal, eje en la búsqueda de la igualdad de oportunidades, se desvían a la privada, con subvenciones que favorecen a las clases medias y altas. En las Universidades, las jubilaciones de una plantilla envejecida no conducen a la oferta de puestos dignos para los mejores investigadores y docentes, sino a la contratación masiva de asociados que, mediante un truco leguleyo que les hace pasar por profesionales independientes, perciben ingresos que rondan el salario mínimo. Con todo ello se pierden ocasiones de captar talento, que acaba por marcharse, y se degrada el aprendizaje. Es decir, nos quedamos atrás en la crucial creación de capital humano.
Las inercias y rigideces corporativas minan los centros. Aún hay profesores que se limitan a dictar apuntes u obligan a sus alumnos a memorizar sus propios manuales. Los procedimientos institucionistas, socráticos y activos, alérgicos a los libros de texto y a la mera instrucción mecánica, resultarían revolucionarios en numerosas aulas. Mientras tanto, los sindicatos presionan para cerrar la puerta a la libre competencia en el reclutamiento y a la evaluación, siquiera interna, de actividades que pagamos todos. No obstante, ninguna medida obtendrá fruto si no se cuida al profesorado, cuyo maltrato hace que palabras tan manidas por políticos, rectores y gerentes como excelencia o modernización suenen a sarcasmo. En términos célebres de Cossío, de 1882, “dadme un buen maestro y él improvisará el local de la escuela si faltase, él inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta, pero dadle a su vez la consideración que merece”. O, como también reclamaba: “Gastad, gastad en los maestros”. 

sábado, 11 de marzo de 2017

"Los vencedores" por Antonio Muñoz Molina


A las cinco de la madrugada me despertó un mal sueño y para distraerlo leyendo me sumergí en una pesadilla. Pero es que hay libros infecciosos que uno no puede dejar de leer, aunque, si lo hace antes de dormir, es muy posible que después de haberle alterado la vigilia le siembren de terrores los sueños. No estaba leyendo una novela de miedo. A estas alturas el miedo de los libros o de las películas con muchas vísceras y cubos de sangre demasiado roja ya no asusta a nadie. Drácula y la criatura del Doctor Frankenstein y hasta Freddy Krueger son ya figuras recortadas de cuento infantil. Hannibal Lecter deleitándose con casquería humana y con las Variaciones Gold­berg es un personaje ridículo. En el miedo, como en casi todo lo demás, las invenciones de la imaginación son muy limitadas y tienden a la repetición y al aburrimiento de lo previsible. Para sentir terror, en esta época, en esta era de Trump y Putin y El Asad y Marine Le Pen y Geert Wilder y Kim Jong-un, no hay más que consultar el periódico o poner la radio por la mañana. El pánico de un titular o de una información dura minutos como máximo. El de un libro permanece durante días, y como la mente humana, y más aún la mente lectora, puede tender al masoquismo, el resultado es un agobio que se hace más grave según progresa la lectura y que, buscando cuanto antes llegar al final, exagera su daño.
El libro que me ha quitado el sueño y el poco sosiego que tenía es un ejemplo admirable de periodismo de investigación, de la máxima calidad informativa y narrativa. Se titula Dark Money, y lo publicó hace algo más de un año Jane Mayer, una escritora en The New Yorker. Como pasa con cierta frecuencia, el libro tuvo su origen en un largo artículo que Mayer había escrito hace ya siete años para la revista: la crónica escalofriante de cómo dos hermanos, Charles y David Koch, dueños de la segunda empresa más poderosa de Estados Unidos, llevaban más de treinta años financiando el activismo de la derecha más radical en Estados Unidos a través de una fundación que les permite grandes ventajas fiscales y un grado de anoni­mato que tiene mucho de impunidad. Cuando las leyes imponían limitaciones a las cantidades de dinero que empresas o particulares podían gastar en campañas políticas, los hermanos Koch se las saltaban encubriendo como filantropía lo que era tráfico de influencias y compra directa de candidatos, casi todos ellos republicanos. En 2010, el Tribunal Supremo suprimió esas limitaciones legales, argumentando, no sin gran cinismo, que una empresa tiene el mismo derecho a la libertad de expresión que un ciudadano individual, y que por tanto poner límites al dinero que quieran gastar apoyando a un candidato es como quitarle ese derecho.
Las cantidades de ese dinero oscuro que detalla Jane Mayer son inconcebibles. Los hermanos Koch reúnen la tercera fortuna más grande de Estados Unidos, después de Warren ­Buffett y Bill Gates. Su compañía, Koch Industries, posee pozos de petróleo, refinerías, oleoductos, empresas madereras, minas de carbón, papeleras. En los años setenta, alarmados por la presión fiscal sobre los ricos y por las trabas que empezaban a poner a su dominio despótico las primeras leyes de protección del medio ambiente y los avances hacia un mínimo de equidad social —­los derechos civiles, las políticas contra la pobreza, las garantías sindicales para los trabajadores—, los hermanos Koch emprendieron una batalla primero ideológica y luego directamente política. Era una época en la que había ciertos consensos básicos entre republicanos y demócratas en torno a algunos logros heredados del new deal de Roosevelt y de la gran sociedad de Johnson. Se asocia a la derecha con el conservadurismo y la conformidad ideológica, pero los Koch aplicaron la fuerza inmensa de su dinero a un proyecto literalmente revolucionario: desguazar el Estado para que no hubiera ninguna interferencia pública en el funcionamiento del capitalismo; reducir o eliminar los impuestos a los ricos; suprimir la asistencia médica gratuita a los viejos, los niños y los pobres; desmantelar la Seguridad Social. Y, desde luego, desactivar cuanto antes las nuevas leyes aprobadas en los primeros setenta —algunas durante la presidencia de Richard Nixon— para remediar la contaminación del aire, de la tierra y de las aguas que habían llevado a cabo impunemente durante más de un siglo las empresas mineras y petroleras. Los Koch crearon una especie de club de multimillonarios dedicado a una tarea doble de adoctrinamiento y descrédito. Empezaron a financiar cátedras universitarias en las que se propagaban las ideas ultraliberales más extremas. Fundaron publicaciones y patrocinaron a autores de libros que desacreditaban todo lo que tuviera que ver con la acción del Gobierno, y que calificaban cualquier norma protectora de los trabajadores o de los débiles como una intromisión totalitaria en el albedrío de las personas, en el funcionamiento libre de la sociedad y del mercado. Cuando la alarma sobre el calentamiento global empezó a difundirse, contrataron a las mismas agencias de relaciones públicas que en los años sesenta habían trabajado a sueldo de las compañías tabaqueras para esconder el peligro mortal del tabaco. Para conseguir el máximo beneficio, prescindían en sus minas y en sus refinerías de cualquier medida sanitaria para proteger la salud de los trabajadores o de la gente que vivía en las inmediaciones.
La enumeración documentada de horrores, extorsiones y abusos que hace Jane Mayer lo deja a uno sin aliento. Pero más aún asombra el éxito de la manipulación ideológica promovida por los hermanos Koch y sus células subversivas de multimillonarios: no solo multiplican su riqueza y garantizan su impunidad, sino que además convencen a una parte considerable de las víctimas del expolio de que sus enemigos no son ellos: el enemigo es la gente liberal y elitista que quiere subir impuestos, extender la sanidad accesible, imponer leyes medioambientales, todo lo cual traerá pobreza y eliminará puestos de trabajo.
A las cinco de la madrugada, lo primero que leí al abrir Dark Money fue una cita de Warren Buffett, ese abuelete chispeante que tiene más dinero que varios países medianos juntos, pero que, según propia confesión, paga menos impuestos que su secretaria. Un periodista le pregunta si cree en la lucha de clases, y Buffett responde: “Por supuesto que sí. La hemos ganado nosotros”. 

lunes, 6 de febrero de 2017

"Pecado y expiación en el año 1000: el lado cómico de la Edad Media" por Kiko Amat


Milagros y milagreros:
Si uno examina los milagros expuestos en ambos Testamentos y en las vidas de los apóstoles durante los primeros años del cristianismo, es inevitable concluir que a la milagrez de la Edad Media le quedaba solo una barrita de batería. Como si entre Cristo y sus mágicas huestes la hubiesen desgastado por el sobreúso, vaya. Ese milagreo en reserva llega al Medievo en un estado renqueante y francamente exiguo, por lo que cuentan las crónicas de la época. Un tal Bernardo, «maestro de las escuelas de Angers», relata cómo el relicario de la Santa Fe en (algún culo de mundo de) Aquitania resucitó a un mulo que había caído derrengado en un camino, y que su caballero había mandado desollar. Ni panes ni peces a capazos, ni ciegos que de repente leen letra muy pequeña ni céreos semitas que abandonan su cadavérica horizontalidad: un puto borrico. Un asno que se había pegado tal susto al escuchar la palabra «desollar», el pobre, que del julepe había regresado al mundo de los vivos. Ese es el milagro espectacular de la era. Bernardo, quizás sospechando que su audiencia distaba de haberse quedado impresionada por la gran saga del burro cataléptico, añade en sus crónicas que la estatua antropomórfica de san Benito en Taury (Troyes) fue la causante de que un «perro negro, totalmente rabioso» atacase a un procurador injusto de la zona llamado Godofredo y le desgarrara «la nariz». O sea: los menesterosos anarquistas de la época atizan a un perrazo asesino para que le mastique la cara al vil Godofredo El-Ahora-Desnarizado, y tenemos que agradecérselo a un cacho-madera con vaga forma de santo fanfani. Bah. Como evasiva ante la policía política de la época me parece excusable («¡No hemos sido nosotros, que ha sido el San Benito este!»), pero como intervención divina no cuela. Para mí que los santos de entonces debieron ser parecidos al mago chapuzas aquel de la clase de Harry Potter, cuya varita solo suelta decepcionantes chispazos y llufas de diversa consideración.

Reliquias y relicarios:
El asunto de las reliquias de santos hacia el siglo XI debió de ser un mercado más nutrido y lucrativo que el de las figuras articuladas de una franquicia Pixar, o el merchandising de una gira mundial de U2. Por no decir el efecto pacificador que toda aquella casquería de mártires troceados tenía sobre el famélico vulgo. «Sobre el respeto que [las reliquias] inspiran descansa de hecho todo el orden social; puesto que todos los juramentos que intentan disciplinar el tumulto feudal se prestan, en efecto, con la mano sobre un relicario», nos ilumina Georges Duby. Tiene cachondeo, entonces, que todo aquel «tumulto feudal» se apaciguara con solo posar las manos sobre el equivalente medieval de un Lego Star Wars y mascullar un par de latinajos de genuflexión servil. Lo de las reliquias era un chanchullo espectacular, en fin, una de las supercherías mercantiles más exitosas de la cristiandad. Como en la carn d’olla catalana, de los santos se aprovechaba todo: fragmentos del prepucio del Mesías (no bromeo), huesos metacarpianos en salmuera, el cerumen de las orejas de san Chindasvinto y el sagrado esfínter de santa Matilda. Todo era susceptible de ser adorado. Los testículos de san Malaquías también, en efecto. Y ni me hablen del Lignum Crucis (o reliquia del madero con el que crucificaron a Jesús de Nazaret): si uno unía todos los cachillos de leño santo que había desperdigados por Europa y Oriente, el volumen de maderaje habría servido para armar toda la flota imperial británica dos o tres veces. Por supuesto, el pedazo más grande de Lignum Crucis está en España, pueblo de renombrada fiabilidad histórica e innata aversión nacional al timo. ¿Que cuál es mi reliquia favorita, escucho que preguntan? Es una decisión injusta, pero creo que me decanto por la cabeza ENTERA de san Juan Bautista (aunque hay una veintena repartidas por ahí, incluso en el Nuevo Mundo; seguro que con un Made in Taiwan en la base del cuello), quizás por la euforia generalizada y «vivo regocijo» estilo MDMA que inundaba la cristiandad cada vez que lo sacaban de paseo. O porque me recuerda a las cabezas en frascos de Futurama.

Los ocho pecados capitales. No, espera, te lo dejo en siete:
Es bien sabido que Gregorio Magno, papa romano del siglo VI, fue el primer piernas en hablar de siete pecados capitales: los mundialmente conocidos gula, avaricia, lujuria, vanagloria (hoy orgullo), ira, pereza y envidia. Poco antes eran también pecado la ebriedad y la tristeza. Ahora que lo pienso: quizás incluso más atrás (en el siglo iii, pongamos) existían seiscientos cincuenta y un pecados capitales, y era un endiablado tormento llevar la cuenta de todos tus actos pecaminosos. ¿Tener sabañones? Pecado. ¿Silbar fragmentos de Annie? Pecado. ¿Agarrar mal el lápiz? Pecado, y encima mortal. Supongo que por sentido común y falta de inquisidores se irían reduciendo los pecados hasta llegar a los siete que conocemos. Pero volvamos por un instante al asunto de la ebriedad y la tristeza. O sea, que si tu damisela te había dejado por culpa (tal vez) del musgo micológico que alfombraba tu dentadura y decidías matar las penas echándote un par de lingotazos de hidromiel al gollete, ibas de morros al infierno, y por partida doble. Triple, si todavía almacenabas en tu corazón algo de ciega ira contra aquella golfa abandonante (triple life, como en la legislación estadounidense). Un borrachín con tendencia a la melancolía, así, podía abandonar para siempre toda esperanza de ingresar en el reino de los cielos (en mi pueblo no se habría salvado ni un alma, empezando por mí mismo). De forma muy sospechosa, además, la mayoría de esos siete pecados dejaban de serlo mágicamente si quien los practicaba era un señor feudal, un caballero andante con acceso a montura y mandoble o el prelado pederasta de algún burgo dejado de la mano de Dios. Lo opuesto a como es ahora, vaya.

Satanás y el Anticristo:
Tratándose de tiempos impíos como aquellos, no es extraño que el demonio anduviera a su bola por todo lo ancho y largo del año 1000. O al menos eso era lo que afirmaban los monjes del momento, que en apresurada exégesis atribuían cualquier nadería (un quítame allá ese sarpullido sobaquero, un orzuelo de la parienta, un ataque de ventosidades mortíferas) a la presencia del Maligno. Los llamados oráculos sibilinos, best sellers de la época, anunciaban que la llegada del Anticristo vendría precedida por unas cuantas señales inconfundibles. Según la tradición profética, esas «señales» incluirían «malos gobernantes, conflicto civil, guerra, peste, sequías, hambres, cometas, muertes repentinas de personajes importantes» y también la invasión de hunos, mongoles o cualquier otra horda de bigotudos alfanje en ristre. Ya pillan el turbador hándicap de los oráculos: en la Edad Media, todas esas «señales» eran el pan de cada día. De ahí la atmósfera apocalíptico-genocida reinante. En todo caso, por ahí iba Satanás, sin escolta ni bigote postizo ni gafas de folclórica, sufriendo encontronazos constantes con cualquier hijo de ramera. Raoul Glaber, monje y cronista de la época, relata en el libro V de sus Historias que una noche despertó para hallar a un «enano horrible de ver» al pie de su camastro. No, no era yo. Se trataba de un ente «de estatura mediocre, cuello menudo, rostro demacrado, ojos muy negros, frente rugosa y crispada, nariz encogida, boca prominente, labios hinchados…». He dicho que no era yo, leches. Glaber, que tenía la grabadora a mano, continúa su informe forense durante varias líneas, el muy latoso, para concluir que aquel demoníaco adefesio lucía también inevitable «barba de chivo», «dientes de perro» y, de forma más inquietante, «nalgas temblorosas». Aciago fin, pues, para Lucifer, el ángel más hermoso de las huestes celestiales, a quien hacia el año 1000 parecía que las cosas del amor y los negocios le iban peor que nunca. De Querubinísimo Mayor de Dios a chaparro noctámbulo fumador de crack con culo temblón. A eso llamo yo caer en desgracia, Lu.
Y es que la tradición juanina (del Apocalipsis de san Juan) estaba completamente obcecada con la figura del Anticristo, siervo e instrumento de Satán, un «monstruo con cuernos que mora en las profundidades», una «formidable personificación del poder destructor y anárquico». Lo chungo de todo esto es que el sambenito de esa personificación podía caerle encima a cualquier imbécil; los monjes y súbditos no se mataban recopilando pruebas, y definían como «Anticristo» al primer monarca incompetente que se cruzara en su camino. Norman Cohn nos dice que «cualquier gobernante que pudiera ser considerado un tirano se consideraba apto para recibir los atributos del Anticristo». De forma asaz artera, si las profecías fallaban (y siempre fallaban) y aquel rey solo era un cantamañanas sifilítico y catavinos que no sabía hacer la O con un canuto en lugar del «dragón, esa antigua serpiente» que habían predicho las más cenizas admoniciones de los frailes, se le degradaba fulminantemente y pasaba a ser solo «precursor» del Anticristo, el cabo chusquero con trompetica que avisaba de la llegada del gerifalte. Método científico estilo año 1000, como ven. Se parece un poco al sistema «JUSTIN BIEBER DENIES SMOKING BASE!» típico de la prensa amarilla. Primero suelta el rumor, que siempre hay tiempo de desmentirlo (aunque tizne), y luego ya veremos qué pasa.

Penitencias y mortificaciones, o los sutiles encantos de la flagelación:
«Alguien tiene que lavar todo el mal creado», que cantaban Los Canguros en 1988. Y en la Edad Media, ya lo dije, el «mal» campaba a sus anchas por la cristiandad y allende los mares, y con él la necesidad universal de purgarlo. Lo de la obsesión por la penitencia era en el año 1000 una cosa tan generalizada y popular como lo es hoy la fijación por la firmeza de glúteos o cada nueva serie interminable de HBO. Dejando de lado lo de organizar cruzadas locatis cada dos por tres —que terminaban invariablemente como el rosario de la aurora— la forma más célebre de mortificación era la flagelación o, mejor dicho, autoflagelación (si flagelabas de esquinillas a otro incauto no contaba como penitencia). Lo del autoazote redentor se inventó en el siglo XI en algún monasterio perdido de Italia —nadie había sido tan gilipollas como para ponerlo en práctica hasta entonces— y prendió como la pólvora entre los frailes, que siempre andaban necesitados de tormento BDSM carno-rectal. Al poco tiempo ya era un dance craze que había infectado al pueblo cavernario, como la zumba, y todo el mundo procedió a arrearse con el látigo como si no hubiese un mañana (y nunca mejor dicho, desde el punto de vista escatológico-milenarista, pues la población creía de veras que no llegaría a ver un nuevo amanecer).
La cerril masa al principio se infligía esa severa tortura con la humilde esperanza de que Dios, juez castigador, «depusiera su ira, les perdonara sus pecados» y punto, pero en un santiamén ya había entrado en juego la chifladura redentora típica del periodo. Norman Cohn define a los flagelantes como «una élite de redentores por la autoinmolación»; o, dicho de otro modo, peña que no solo creía que se estaba salvando a sí misma a latigazo limpio, sino también que su salvación afectaba a toda la comunidad. Sí, esas nuevas procesiones de flagelantes, en su tosca imitatio Christi colectiva, se veían a sí mismas como supermártires que cargaban con los pecados de todo el mundo y no, como uno estaría tentado a pensar, como una panda de julays histriónicos y ensangrentados que montaban más escandalera que un cantante emo de los noventa. Y, sin embargo, la ciudadanía se los tomaba al pie de la letra. Cuando los veían aparecer con sus estandartes y velas encendidas, y los tipos —ya casi en cueros— procedían a aplicarse leña fustigante durante horas delante de la iglesia del pueblo, «los criminales confesaban, los ladrones devolvían sus botines, los usureros renunciaban al interés de sus préstamos, los enemigos se reconciliaban y las querellas eran olvidadas». Hay que admitirlo: la cosa era espectáculo en estado puro. El movimiento flagelante fue, junto a los cruzados, el primero de la historia en poseer algo parecido a un uniforme (vestidura blanca con cruz roja delante y detrás y capucha o sombrero a juego), y entre la pinta ku-klux-klanesca, aquel «sembrao» de antorchas y el consiguiente look Núremberg, y todos los TCHAKS TCHAKS y cantos y berridos («¡Virgen santa, ten piedad de nosotros!») y lamentos, y las caras de raver pasadísimo a las seis de la mañana en mitad del mix largo del «Higher State of Counciousness»… En fin, cualquiera no se arrepiente de algo. Yo habría confesado hasta aquel asunto de las canicas del Peláez, en 1979. Lo único condenable del asunto de los flagelantes revolucionarios es que al cabo de un tiempo de andar vergajeándose los omoplatos por esos mundos de Dios empezaron a aburrirse de la rutina, y entonces procedieron a instaurar pogromos de cariz antisemita en cada villorrio donde iban a caer. Lo que nos lleva a:

Plagas, pestes y matanzas a gogó:
Alguien tenía que tener la culpa de todo aquello, y los judíos, hacia 1348-49, pillaron lo que no está escrito y un poco más. Háganme el favor de recordar que fue en aquel lapso de tiempo cuando tuvo lugar la terrible peste negra, la mayor epidemia de fiebre bubónica que ha visto la humanidad, y que se llevó por delante a un tercio de la población. Un tercio, que se dice pronto. Ya pueden imaginar que, siguiendo una honorable costumbre medieval, la plaga fue interpretada como «castigo divino por las transgresiones de un mundo pecador» y, una vez efectuadas las ansiadas demostraciones público-nudistas de purgación con gran derramamiento de hemoglobina, procedió a buscarse a algún «pasmao» que pudiera cargar alegremente con el resto de pecado insostenible (y derramar también algo de su hemoglobina, a poder ser). Si se trataba de un tío con acento raro, barba forestal y yarmulke, mejor que mejor.
En efecto: como volvería a suceder innumerables veces en la historia (en España también), los judíos fueron los hombres que serían culpados por TODO. A principios de 1349, alguna mente preclara —de las más brillantes de su generación— anunció que la causa de la peste negra era el vertido de veneno en las reservas de agua, y la jauría procedió a apiolar, en este orden, a «los leprosos, los pobres, los ricos y el clero, hasta que se centraron definitivamente en los judíos». El populacho se cansó de la matanza hacia marzo (tres meses seguidos de pogromo, la madre que los parió; supongo que al menos debían parar para las comidas), pero en julio sobrevino una segunda horda genocida promovida por los cada vez más chiflados flagelantes. Los judíos llegaron a considerar a todos aquellos ceporros zurriagantes encapuchados como «sus peores enemigos», y con razón. Nadie tuvo la presencia de ánimo para recordarles a aquella panda de ultranazarenos chillones que la peste, ese instrumento igualitario sin par, no hacía distinciones entre judíos y gentiles, ricos o pobres, genios o ñus. Pero daba igual, y ya era demasiado tarde para consideraciones intelectuales de ese calado: la gran farra, el gran impulso, la última raya de speed a hora desaconsejable, el inmenso drama escatológico debía seguir hasta su consecución lógica: el Fin de los Días, el cumplimiento de la Tercera Edad y el advenimiento del Apocalipsis. Cuando todos nuestros pecados serían purgados y los puros de corazón ascenderían como un solo hombre al reino de los cielos. Bla, bla.
Como ya sabemos, no sucedería así. Lo único que acarrearía todo aquel insensato derramamiento de sangre sería un montón de charcos que fregar y una pila enloquecida de cadáveres que carbonizar. Y todos aquellos hábitos hechos jirones, malaguanyats. Con los años sí caería sobre nosotros la ira de Dios con máxima potencia exterminadora, pero no vendría en forma de plagas croantes o reptiles lacustres que emergían de las simas miasmáticas del Hades, sino de series de TV españolas (Gym Tonic es el puro Anticristo, por supuesto), libros pueril-eróticos que se tornan superventas mundiales, hipotecas subprime y redes antisociales. ¿El 1000, los años oscuros? No me hagan reír.