Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que llevarán el mosquetón a la funerala. En mitad de la noche alguien lanzará desde un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del Mediterráneo. La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores sueños. Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano. De hecho la división de España en dos bandos irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se tiene frente a la república. Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados.
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domingo, 9 de abril de 2017
"República" por Manuel Vicent
Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que llevarán el mosquetón a la funerala. En mitad de la noche alguien lanzará desde un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del Mediterráneo. La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores sueños. Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano. De hecho la división de España en dos bandos irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se tiene frente a la república. Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados.
"Gastad en los maestros" por Javier Moreno Luzón
Estos días puede verse en Madrid una espléndida exposición
dedicada a Manuel Bartolomé Cossío, un intelectual de hace un siglo cuya obra
aún nos conmueve. Colaborador de Francisco Giner de los Ríos y heredero suyo al
frente de la Institución Libre de Enseñanza,
Cossío fue un gran historiador del arte que redescubrió el valor de El Greco y
defendió el patrimonio histórico-artístico español. Pero todo su quehacer,
desde los viajes de estudios hasta el interés por los museos o las misiones en
aldeas perdidas, estuvo marcado por su vocación de educador. A su juicio, la
principal tarea de aquel tiempo consistía en sacar a España del atraso, la
ignorancia y el dogmatismo; construir un país desarrollado, a la europea, de
ciudadanos conscientes y libres.
Para institucionistas como Giner,
Cossío y muchos otros, la pieza clave de esa ingente labor se hallaba en el
maestro. Nada se adelantaría en el terreno educativo sin un personal preparado
y reconocido. En una España rural y analfabeta, donde avanzaban las órdenes
religiosas embarcadas en la lucha contra la modernidad, estos liberales
superaron sus prejuicios antiestatistas y se comprometieron con Gobiernos
dispuestos a impulsar la enseñanza pública. Se empeñaron en mejorar los
salarios del magisterio, que pasaron de los municipios al Estado; y también su
formación, con escuelas reformadas, centros experimentales donde probar nuevos
métodos y becas para conocer los progresos extranjeros. Un esfuerzo notable,
aunque insuficiente, que culminó durante la Segunda República.
Hoy vivimos en una sociedad muy distinta, urbana y diversa. El
analfabetismo ha desaparecido, los niveles medio y superior se han expandido y
los profesores, en general, no reciben ya sueldos de miseria. Sin embargo, las
reflexiones de pedagogos como Cossío todavía conservan su vigor. Desde luego,
no se sorprenderían al saber que en Finlandia, ese paraíso didáctico de
nuestros días, el éxito se fundamenta en la consideración social del
profesorado. Y estarían de acuerdo en que la lucha contra la desigualdad que no
ceja requiere la presencia de los docentes mejor equipados en los colegios con
alumnos de menos recursos. La frustración que aquí producen las constantes
reformas educativas se deriva, en buena parte, de la poca participación de los
profesores en su diseño y de su consiguiente falta de compromiso con ellas.
Más aún, los recortes presupuestarios
de la última década han agravado la situación, con aulas sobrecargadas de
estudiantes y escasas de profesores, que además sufren a menudo contratos
precarios. Los recursos para la educación estatal, eje en la búsqueda de la
igualdad de oportunidades, se desvían a la privada, con subvenciones que
favorecen a las clases medias y altas. En las Universidades, las jubilaciones
de una plantilla envejecida no conducen a la oferta de puestos dignos para los
mejores investigadores y docentes, sino a la contratación masiva de asociados
que, mediante un truco leguleyo que les hace pasar por profesionales independientes,
perciben ingresos que rondan el salario mínimo. Con todo ello se pierden
ocasiones de captar talento, que acaba por marcharse, y se degrada el
aprendizaje. Es decir, nos quedamos atrás en la crucial creación de capital
humano.
Las inercias y rigideces corporativas minan los centros. Aún hay
profesores que se limitan a dictar apuntes u obligan a sus alumnos a memorizar
sus propios manuales. Los procedimientos institucionistas, socráticos y
activos, alérgicos a los libros de texto y a la mera instrucción mecánica,
resultarían revolucionarios en numerosas aulas. Mientras tanto, los sindicatos
presionan para cerrar la puerta a la libre competencia en el reclutamiento y a
la evaluación, siquiera interna, de actividades que pagamos todos. No obstante,
ninguna medida obtendrá fruto si no se cuida al profesorado, cuyo maltrato hace
que palabras tan manidas por políticos, rectores y gerentes como excelencia o
modernización suenen a sarcasmo. En términos célebres de Cossío, de 1882,
“dadme un buen maestro y él improvisará el local de la escuela si faltase, él
inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta,
pero dadle a su vez la consideración que merece”. O, como también reclamaba:
“Gastad, gastad en los maestros”.
sábado, 11 de marzo de 2017
"Los vencedores" por Antonio Muñoz Molina
A las cinco de la madrugada me despertó un mal sueño y para
distraerlo leyendo me sumergí en una pesadilla. Pero es que hay libros
infecciosos que uno no puede dejar de leer, aunque, si lo hace antes de dormir,
es muy posible que después de haberle alterado la vigilia le siembren de
terrores los sueños. No estaba leyendo una novela de miedo. A estas alturas el
miedo de los libros o de las películas con muchas vísceras y cubos de sangre
demasiado roja ya no asusta a nadie. Drácula
y la criatura del Doctor Frankenstein
y hasta Freddy Krueger son ya figuras
recortadas de cuento infantil. Hannibal Lecter deleitándose con casquería
humana y con las Variaciones Goldberg es
un personaje ridículo. En el miedo, como en casi todo lo demás, las invenciones
de la imaginación son muy limitadas y tienden a la repetición y al aburrimiento
de lo previsible. Para sentir terror, en esta época, en esta era de Trump y
Putin y El Asad y Marine Le Pen y Geert Wilder y Kim Jong-un, no hay más que
consultar el periódico o poner la radio por la mañana. El pánico de un titular
o de una información dura minutos como máximo. El de un libro permanece durante
días, y como la mente humana, y más aún la mente lectora, puede tender al
masoquismo, el resultado es un agobio que se hace más grave según progresa la
lectura y que, buscando cuanto antes llegar al final, exagera su daño.
El libro que me ha quitado el sueño y el poco sosiego que tenía es
un ejemplo admirable de periodismo de investigación, de la máxima calidad
informativa y narrativa. Se titula Dark Money,
y lo publicó hace algo más de un año Jane Mayer, una escritora en The New Yorker. Como pasa con cierta
frecuencia, el libro tuvo su origen en un largo
artículo que Mayer había escrito hace ya siete años para la
revista: la crónica escalofriante de cómo dos hermanos, Charles y David Koch,
dueños de la segunda empresa más poderosa de Estados Unidos, llevaban más de
treinta años financiando
el activismo de la derecha más radical en Estados Unidos a
través de una fundación que les permite grandes ventajas fiscales y un grado de
anonimato que tiene mucho de impunidad. Cuando las leyes imponían limitaciones
a las cantidades de dinero que empresas o particulares podían gastar en
campañas políticas, los hermanos Koch se las saltaban encubriendo como
filantropía lo que era tráfico de influencias y compra directa de candidatos,
casi todos ellos republicanos. En 2010, el Tribunal Supremo suprimió esas
limitaciones legales, argumentando, no sin gran cinismo, que una empresa tiene
el mismo derecho a la libertad de expresión que un ciudadano individual, y que
por tanto poner límites al dinero que quieran gastar apoyando a un candidato es
como quitarle ese derecho.
Las cantidades de ese dinero oscuro que detalla Jane Mayer son
inconcebibles. Los hermanos Koch reúnen la tercera fortuna más grande de
Estados Unidos, después de Warren Buffett y Bill Gates. Su compañía, Koch
Industries, posee pozos de petróleo, refinerías, oleoductos, empresas
madereras, minas de carbón, papeleras. En los años setenta, alarmados por la
presión fiscal sobre los ricos y por las trabas que empezaban a poner a su
dominio despótico las primeras leyes de protección del medio ambiente y los
avances hacia un mínimo de equidad social —los derechos civiles, las políticas
contra la pobreza, las garantías sindicales para los trabajadores—, los
hermanos Koch emprendieron una batalla primero ideológica y luego directamente
política. Era una época en la que había ciertos consensos básicos entre
republicanos y demócratas en torno a algunos logros heredados del new deal de
Roosevelt y de la gran sociedad de Johnson. Se asocia a la derecha
con el conservadurismo y la conformidad ideológica, pero los Koch aplicaron la
fuerza inmensa de su dinero a un proyecto literalmente revolucionario:
desguazar el Estado para que no hubiera ninguna interferencia pública en el
funcionamiento del capitalismo; reducir o eliminar los impuestos a los ricos;
suprimir la asistencia médica gratuita a los viejos, los niños y los pobres;
desmantelar la Seguridad Social. Y, desde luego, desactivar cuanto antes las
nuevas leyes aprobadas en los primeros setenta —algunas durante la presidencia
de Richard Nixon— para remediar la contaminación del aire, de la tierra y de
las aguas que habían llevado a cabo impunemente durante más de un siglo las
empresas mineras y petroleras. Los Koch crearon una especie de club de
multimillonarios dedicado a una tarea doble de adoctrinamiento y descrédito.
Empezaron a financiar cátedras universitarias en las que se propagaban las
ideas ultraliberales más extremas. Fundaron publicaciones y patrocinaron a
autores de libros que desacreditaban todo lo que tuviera que ver con la acción
del Gobierno, y que calificaban cualquier norma protectora de los trabajadores
o de los débiles como una intromisión totalitaria en el albedrío de las personas,
en el funcionamiento libre de la sociedad y del mercado. Cuando la alarma sobre
el calentamiento global empezó a difundirse, contrataron a las mismas agencias
de relaciones públicas que en los años sesenta habían trabajado a sueldo de las
compañías tabaqueras para esconder el peligro mortal del tabaco. Para conseguir
el máximo beneficio, prescindían en sus minas y en sus refinerías de cualquier
medida sanitaria para proteger la salud de los trabajadores o de la gente que
vivía en las inmediaciones.
La enumeración documentada de horrores, extorsiones y abusos que
hace Jane Mayer lo deja a uno sin aliento. Pero más aún asombra el éxito de la
manipulación ideológica promovida por los hermanos Koch y sus células
subversivas de multimillonarios: no solo multiplican su riqueza y garantizan su
impunidad, sino que además convencen a una parte considerable de las víctimas
del expolio de que sus enemigos no son ellos: el enemigo es la gente liberal y
elitista que quiere subir impuestos, extender la sanidad accesible, imponer
leyes medioambientales, todo lo cual traerá pobreza y eliminará puestos de
trabajo.
A las cinco de la madrugada, lo primero que leí al abrir Dark Money fue una cita de Warren
Buffett, ese abuelete chispeante que tiene más dinero que varios países
medianos juntos, pero que, según propia confesión, paga menos impuestos que su
secretaria. Un periodista le pregunta si cree en la lucha de clases, y Buffett
responde: “Por supuesto que sí. La hemos ganado nosotros”.
lunes, 6 de febrero de 2017
"Pecado y expiación en el año 1000: el lado cómico de la Edad Media" por Kiko Amat
Milagros y milagreros:
Si uno examina los milagros expuestos en ambos Testamentos y en
las vidas de los apóstoles durante los primeros años del cristianismo, es
inevitable concluir que a la milagrez de la Edad Media le quedaba solo una
barrita de batería. Como si entre Cristo y sus mágicas huestes la
hubiesen desgastado por el sobreúso, vaya. Ese milagreo en reserva llega al
Medievo en un estado renqueante y francamente exiguo, por lo que cuentan las
crónicas de la época. Un tal Bernardo, «maestro de las escuelas de Angers»,
relata cómo el relicario de la Santa Fe en (algún culo de mundo de) Aquitania
resucitó a un mulo que había caído derrengado en un camino, y que su caballero
había mandado desollar. Ni panes ni peces a capazos, ni ciegos que de repente
leen letra muy pequeña ni céreos semitas que abandonan su cadavérica
horizontalidad: un puto borrico. Un asno que se había pegado tal susto al
escuchar la palabra «desollar», el pobre, que del julepe había regresado al
mundo de los vivos. Ese es el milagro espectacular de la era. Bernardo, quizás
sospechando que su audiencia distaba de haberse quedado impresionada por la
gran saga del burro cataléptico, añade en sus crónicas que la estatua
antropomórfica de san Benito en Taury (Troyes) fue la causante de que un «perro
negro, totalmente rabioso» atacase a un procurador injusto de la zona llamado Godofredo y
le desgarrara «la nariz». O sea: los menesterosos anarquistas de la época
atizan a un perrazo asesino para que le mastique la cara al vil Godofredo
El-Ahora-Desnarizado, y tenemos que agradecérselo a un cacho-madera con vaga
forma de santo fanfani. Bah. Como evasiva ante la policía política de la
época me parece excusable («¡No hemos sido nosotros, que ha sido el San Benito
este!»), pero como intervención divina no cuela. Para mí que los santos de
entonces debieron ser parecidos al mago chapuzas aquel de la clase de Harry
Potter, cuya varita solo suelta decepcionantes chispazos y llufas de
diversa consideración.
Reliquias y relicarios:
El asunto de las reliquias de santos hacia el siglo XI debió
de ser un mercado más nutrido y lucrativo que el de las figuras articuladas de
una franquicia Pixar, o el merchandising de una gira mundial de U2.
Por no decir el efecto pacificador que toda aquella casquería de mártires
troceados tenía sobre el famélico vulgo. «Sobre el respeto que [las reliquias]
inspiran descansa de hecho todo el orden social; puesto que todos los
juramentos que intentan disciplinar el tumulto feudal se prestan, en efecto,
con la mano sobre un relicario», nos ilumina Georges Duby. Tiene
cachondeo, entonces, que todo aquel «tumulto feudal» se apaciguara con solo
posar las manos sobre el equivalente medieval de un Lego Star Wars y mascullar
un par de latinajos de genuflexión servil. Lo de las reliquias era un chanchullo
espectacular, en fin, una de las supercherías mercantiles más exitosas de la
cristiandad. Como en la carn d’olla catalana,
de los santos se aprovechaba todo: fragmentos del prepucio del Mesías (no
bromeo), huesos metacarpianos en salmuera, el cerumen de las orejas de san
Chindasvinto y el sagrado esfínter de santa Matilda. Todo era susceptible de
ser adorado. Los testículos de san Malaquías también, en efecto. Y ni me hablen
del Lignum Crucis (o reliquia del madero con el que crucificaron a Jesús de Nazaret):
si uno unía todos los cachillos de leño santo que había desperdigados por
Europa y Oriente, el volumen de maderaje habría servido para armar toda la
flota imperial británica dos o tres veces. Por supuesto, el pedazo más grande
de Lignum Crucis está en España, pueblo de renombrada fiabilidad histórica e
innata aversión nacional al timo. ¿Que cuál es mi reliquia favorita, escucho
que preguntan? Es una decisión injusta, pero creo que me decanto por la cabeza
ENTERA de san Juan Bautista (aunque hay una veintena repartidas por ahí,
incluso en el Nuevo Mundo; seguro que con un Made in Taiwan en la
base del cuello), quizás por la euforia generalizada y «vivo regocijo» estilo
MDMA que inundaba la cristiandad cada vez que lo sacaban de paseo. O porque me
recuerda a las cabezas en frascos de Futurama.
Los ocho pecados
capitales. No, espera, te lo dejo en siete:
Es bien sabido que Gregorio Magno, papa romano del siglo VI,
fue el primer piernas en hablar de siete pecados capitales: los
mundialmente conocidos gula, avaricia, lujuria, vanagloria (hoy orgullo), ira,
pereza y envidia. Poco antes eran también pecado la ebriedad y la tristeza.
Ahora que lo pienso: quizás incluso más atrás (en el siglo iii, pongamos)
existían seiscientos cincuenta y un pecados capitales, y era un endiablado
tormento llevar la cuenta de todos tus actos pecaminosos. ¿Tener sabañones?
Pecado. ¿Silbar fragmentos de Annie? Pecado. ¿Agarrar mal el lápiz?
Pecado, y encima mortal. Supongo que por sentido común y falta de inquisidores
se irían reduciendo los pecados hasta llegar a los siete que conocemos. Pero
volvamos por un instante al asunto de la ebriedad y la tristeza. O sea, que si
tu damisela te había dejado por culpa (tal vez) del musgo micológico que
alfombraba tu dentadura y decidías matar las penas echándote un par de
lingotazos de hidromiel al gollete, ibas de morros al infierno, y por partida
doble. Triple, si todavía almacenabas en tu corazón algo de ciega ira contra
aquella golfa abandonante (triple life,
como en la legislación estadounidense). Un borrachín con tendencia a la
melancolía, así, podía abandonar para siempre toda esperanza de ingresar en el
reino de los cielos (en mi pueblo no se habría salvado ni un alma, empezando
por mí mismo). De forma muy sospechosa, además, la mayoría de esos siete
pecados dejaban de serlo mágicamente si quien los practicaba era un señor
feudal, un caballero andante con acceso a montura y mandoble o el prelado
pederasta de algún burgo dejado de la mano de Dios. Lo opuesto a como es ahora,
vaya.
Satanás y el Anticristo:
Tratándose de tiempos impíos como aquellos, no es extraño que el
demonio anduviera a su bola por todo lo ancho y largo del año 1000. O al menos
eso era lo que afirmaban los monjes del momento, que en apresurada exégesis
atribuían cualquier nadería (un quítame allá ese sarpullido sobaquero, un
orzuelo de la parienta, un ataque de ventosidades mortíferas) a la presencia
del Maligno. Los llamados oráculos sibilinos, best sellers de la
época, anunciaban que la llegada del Anticristo vendría precedida por unas
cuantas señales inconfundibles. Según la tradición profética, esas «señales»
incluirían «malos gobernantes, conflicto civil, guerra, peste, sequías,
hambres, cometas, muertes repentinas de personajes importantes» y también la
invasión de hunos, mongoles o cualquier otra horda de bigotudos alfanje en
ristre. Ya pillan el turbador hándicap de los oráculos: en la Edad Media, todas
esas «señales» eran el pan de cada día. De ahí la atmósfera
apocalíptico-genocida reinante. En todo caso, por ahí iba Satanás, sin escolta
ni bigote postizo ni gafas de folclórica, sufriendo encontronazos constantes
con cualquier hijo de ramera. Raoul Glaber, monje y cronista de la época,
relata en el libro V de sus Historias que una noche despertó para
hallar a un «enano horrible de ver» al pie de su camastro. No, no era yo. Se
trataba de un ente «de estatura mediocre, cuello menudo, rostro demacrado, ojos
muy negros, frente rugosa y crispada, nariz encogida, boca prominente, labios
hinchados…». He dicho que no era yo, leches. Glaber, que tenía la grabadora a
mano, continúa su informe forense durante varias líneas, el muy latoso, para
concluir que aquel demoníaco adefesio lucía también inevitable «barba de
chivo», «dientes de perro» y, de forma más inquietante, «nalgas temblorosas».
Aciago fin, pues, para Lucifer, el ángel más hermoso de las huestes
celestiales, a quien hacia el año 1000 parecía que las cosas del amor y los
negocios le iban peor que nunca. De Querubinísimo Mayor de Dios a chaparro
noctámbulo fumador de crack con culo temblón. A eso llamo yo caer en
desgracia, Lu.
Y es que la tradición juanina (del Apocalipsis de san Juan) estaba completamente obcecada con la
figura del Anticristo, siervo e instrumento de Satán, un «monstruo con cuernos
que mora en las profundidades», una «formidable personificación del poder
destructor y anárquico». Lo chungo de todo esto es que el sambenito de esa
personificación podía caerle encima a cualquier imbécil; los monjes y súbditos
no se mataban recopilando pruebas, y definían como «Anticristo» al primer
monarca incompetente que se cruzara en su camino. Norman Cohn nos dice que
«cualquier gobernante que pudiera ser considerado un tirano se consideraba apto
para recibir los atributos del Anticristo». De forma asaz artera, si las
profecías fallaban (y siempre fallaban) y aquel rey solo era un
cantamañanas sifilítico y catavinos que no sabía hacer la O con un canuto en
lugar del «dragón, esa antigua serpiente» que habían predicho las más cenizas
admoniciones de los frailes, se le degradaba fulminantemente y pasaba a ser
solo «precursor» del Anticristo, el cabo chusquero con trompetica que avisaba
de la llegada del gerifalte. Método científico estilo año 1000, como ven. Se
parece un poco al sistema «JUSTIN BIEBER DENIES
SMOKING BASE!» típico de la prensa amarilla. Primero suelta el rumor, que
siempre hay tiempo de desmentirlo (aunque tizne), y luego ya veremos qué pasa.
Penitencias y
mortificaciones, o los sutiles encantos de la flagelación:
«Alguien tiene que lavar todo el mal creado», que cantaban Los
Canguros en 1988. Y en la Edad Media, ya lo dije, el «mal» campaba a sus
anchas por la cristiandad y allende los mares, y con él la necesidad universal
de purgarlo. Lo de la obsesión por la penitencia era en el año 1000 una cosa
tan generalizada y popular como lo es hoy la fijación por la firmeza de glúteos
o cada nueva serie interminable de HBO. Dejando de lado lo de organizar
cruzadas locatis cada dos por tres —que terminaban invariablemente como el
rosario de la aurora— la forma más célebre de mortificación era la flagelación
o, mejor dicho, autoflagelación (si flagelabas de esquinillas a otro incauto no
contaba como penitencia). Lo del autoazote redentor se inventó en el siglo XI en
algún monasterio perdido de Italia —nadie había sido tan gilipollas como para
ponerlo en práctica hasta entonces— y prendió como la pólvora entre los
frailes, que siempre andaban necesitados de tormento BDSM carno-rectal. Al poco
tiempo ya era un dance craze que
había infectado al pueblo cavernario, como la zumba, y todo el mundo procedió a
arrearse con el látigo como si no hubiese un mañana (y nunca mejor dicho, desde
el punto de vista escatológico-milenarista, pues la población creía de
veras que no llegaría a ver un nuevo amanecer).
La cerril masa al principio se infligía esa severa tortura con la
humilde esperanza de que Dios, juez castigador, «depusiera su ira, les
perdonara sus pecados» y punto, pero en un santiamén ya había entrado en juego
la chifladura redentora típica del periodo. Norman Cohn define a los
flagelantes como «una élite de redentores por la autoinmolación»; o, dicho de
otro modo, peña que no solo creía que se estaba salvando a sí misma a latigazo
limpio, sino también que su salvación afectaba a toda la comunidad. Sí, esas
nuevas procesiones de flagelantes, en su tosca imitatio Christi colectiva,
se veían a sí mismas como supermártires que cargaban con los pecados de todo el
mundo y no, como uno estaría tentado a pensar, como una panda de julays
histriónicos y ensangrentados que montaban más escandalera que un cantante emo
de los noventa. Y, sin embargo, la ciudadanía se los tomaba al pie de la letra.
Cuando los veían aparecer con sus estandartes y velas encendidas, y los tipos
—ya casi en cueros— procedían a aplicarse leña fustigante durante horas delante
de la iglesia del pueblo, «los criminales confesaban, los ladrones devolvían
sus botines, los usureros renunciaban al interés de sus préstamos, los enemigos
se reconciliaban y las querellas eran olvidadas». Hay que admitirlo: la cosa
era espectáculo en estado puro. El movimiento flagelante fue, junto a los
cruzados, el primero de la historia en poseer algo parecido a un uniforme
(vestidura blanca con cruz roja delante y detrás y capucha o sombrero a juego),
y entre la pinta ku-klux-klanesca, aquel «sembrao» de antorchas y el consiguiente look Núremberg,
y todos los TCHAKS TCHAKS y cantos y berridos («¡Virgen santa, ten piedad de
nosotros!») y lamentos, y las caras de raver pasadísimo a las seis de
la mañana en mitad del mix largo del «Higher State of Counciousness»… En fin, cualquiera no se arrepiente
de algo. Yo habría confesado hasta aquel asunto de las canicas del Peláez,
en 1979. Lo único condenable del asunto de los flagelantes revolucionarios es
que al cabo de un tiempo de andar vergajeándose los omoplatos por esos mundos
de Dios empezaron a aburrirse de la rutina, y entonces procedieron a instaurar
pogromos de cariz antisemita en cada villorrio donde iban a caer. Lo que nos
lleva a:
Plagas, pestes y
matanzas a gogó:
Alguien tenía que tener la culpa de todo aquello, y los
judíos, hacia 1348-49, pillaron lo que no está escrito y un poco más. Háganme
el favor de recordar que fue en aquel lapso de tiempo cuando tuvo lugar la
terrible peste negra, la mayor epidemia de fiebre bubónica que ha visto la
humanidad, y que se llevó por delante a un tercio de la población. Un tercio,
que se dice pronto. Ya pueden imaginar que, siguiendo una honorable costumbre
medieval, la plaga fue interpretada como «castigo divino por las transgresiones
de un mundo pecador» y, una vez efectuadas las ansiadas demostraciones
público-nudistas de purgación con gran derramamiento de hemoglobina, procedió a
buscarse a algún «pasmao» que pudiera cargar alegremente con el resto de pecado
insostenible (y derramar también algo de su hemoglobina, a poder ser). Si se
trataba de un tío con acento raro, barba forestal y yarmulke, mejor que mejor.
En efecto: como volvería a suceder innumerables veces en la
historia (en España también), los judíos fueron los hombres que serían culpados
por TODO. A principios de 1349, alguna mente preclara —de las más brillantes de
su generación— anunció que la causa de la peste negra era el vertido de veneno
en las reservas de agua, y la jauría procedió a apiolar, en este orden, a «los
leprosos, los pobres, los ricos y el clero, hasta que se centraron
definitivamente en los judíos». El populacho se cansó de la matanza hacia marzo
(tres meses seguidos de pogromo, la madre que los parió; supongo que al
menos debían parar para las comidas), pero en julio sobrevino una segunda horda
genocida promovida por los cada vez más chiflados flagelantes. Los judíos
llegaron a considerar a todos aquellos ceporros zurriagantes encapuchados como
«sus peores enemigos», y con razón. Nadie tuvo la presencia de ánimo para
recordarles a aquella panda de ultranazarenos chillones que la peste, ese
instrumento igualitario sin par, no hacía distinciones entre judíos y gentiles,
ricos o pobres, genios o ñus. Pero daba igual, y ya era demasiado tarde para
consideraciones intelectuales de ese calado: la gran farra, el gran impulso, la
última raya de speed a hora
desaconsejable, el inmenso drama escatológico debía seguir hasta su consecución
lógica: el Fin de los Días, el cumplimiento de la Tercera Edad y el
advenimiento del Apocalipsis. Cuando todos nuestros pecados serían purgados y
los puros de corazón ascenderían como un solo hombre al reino de los cielos.
Bla, bla.
Como ya sabemos, no sucedería así. Lo único que acarrearía todo
aquel insensato derramamiento de sangre sería un montón de charcos que fregar y
una pila enloquecida de cadáveres que carbonizar. Y todos aquellos hábitos
hechos jirones, malaguanyats. Con los años sí caería sobre nosotros la ira
de Dios con máxima potencia exterminadora, pero no vendría en forma de plagas
croantes o reptiles lacustres que emergían de las simas miasmáticas del Hades,
sino de series de TV españolas (Gym Tonic es
el puro Anticristo, por supuesto), libros pueril-eróticos que se tornan
superventas mundiales, hipotecas subprime y
redes antisociales. ¿El 1000, los años oscuros? No me hagan reír.
sábado, 4 de febrero de 2017
Reseña crítica de "El pensamiento crítico de Rafael Sánchez Ferlosio" del amigo Juan Antonio Ruescas
En este artículo de la Revista Claves de Razón Práctica nº 250 Ernesto Baltar analiza el libro de Juan Antonio Ruescas sobre el escritor y pensador español Rafael Sánchez Ferlosio. Ruescas ha sabido compendiar las principales obsesiones que han nutrido el pensamiento de Ferlosio, aclara sus conceptos fundamentales y elabora una síntesis iluminadora sobre su trabajo y aportación al pensamiento contemporáneo.
[Comienzo del artículo]
Por fin un libro se atreve a analizar las claves del pensamiento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos. Lo hace además con seriedad y finura, ofreciendo una excelente introducción -sencilla, rigurosa, ordenada- a un pensamiento en extremo complejo; complejo no tanto por la dificultad de sus conceptos o presupuestos filosóficos (coincidentes en gran parte con la Escuela de Fráncfort) sino sobre todo por las peculiaridades estilísticas del autor, entregado a una escritura concienzuda y laboriosa que podríamos caracterizar como "pasamanería de la sintaxis".
Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) comenzó su andadura creativa como novelista de éxito con Alfanhuí y El Jarama, pero enseguida quiso huir del "grotesco papelón del literato" y decidió recluirse en su casa para dedicarse por entero al estudio de la gramática, centrando desde entonces su escritura en el género ensayístico y en los artículos de prensa. Precisamente en el último año la editorial Debate ha reunido estos trabajos de no-ficción en dos gruesos volúmenes, bajo el título de Altos estudios eclesiásticos y Gastos, disgustos y tiempo perdido, respectivamente. La novela El testimonio de Yarzof, publicada en 1986, fue una milagrosa excepción a esa decisión tajante, categórica, de no escribir más ficción.
martes, 31 de enero de 2017
"El ingenio y la hondura de Juan Bonilla" por Martín López-Vega
La brillantez de la obra de Juan Bonilla
(Jerez de la Frontera, 1966) repartida por su obra en prosa y verso, ha
planteado a menudo a sus lectores una pregunta de difícil respuesta: ¿qué
tal conviven el ingenio y la hondura? En sus mejores pasos, la respuesta de la
obra de Bonilla es contundente: de maravilla. En la memoria de cualquiera
de sus lectores están esos versos suyos que han hecho que sepamos lo que pasa
cuando a la rutina se la cae la t o que la verdad ya no es más que un periódico
de Murcia. Como con casi todo, el problema está en dar con la justa medida, en
elegir, de todas las ocurrencias, solo aquellas que trascienden el chiste.
Poemas
pequeñoburgueses (Renacimiento) es el nuevo libro de poemas de Juan Bonilla
tras recopilar sus versos anteriores en Hecho en falta (Visor). La primera parte, titulada igual que
el libro, nos devuelve al Bonilla que no renuncia a buscar una sonrisa en el
lector, pero no solo una sonrisa: “Oh Insolvencia, tú sí que sabes / el nombre
exacto de las cosas”, termina el primer poema, titulado “Herencia”. Ese tono
convive con otro más grave, el de poemas como “Ya no más”, que arranca: “El
futuro pasó como una guerra / de antepasados parlanchines, / condecorados por
no ser valientes, / por no haber entrado en el combate, / no haber muerto / y
poder inventarse alegremente / la guerra en la que no estuvieron nunca”.
“Desiderata” enumera los libros que no cuenta con encontrar en librerías de
viejo: “Me moriré sin conseguirlos”. “Apuntes de bachillerato” es una
serie de poemas cuyos títulos remiten a asignaturas. “Belleza es todo
aquello / que te la ponga dura”, dice “Historia del arte” (para señores, habría
que añadir). De lo grave a lo leve transita Bonilla usando siempre un tono
llano y conversacional que deja todo el riesgo en manos de su ingenio. Todo lo
demás tiende a la contención: ni en la sintaxis, ni en la elección del
vocabulario, ni en la estructura de los poemas hay nada que se salga de lo que
uno esperaría de un poeta de aquellos que llamábamos de la experiencia. Salvo
el talento que salva con una pirueta final unos poemas que fácilmente podrían
haber acabado en lo banal.
Otra historia encontramos en la segunda parte
del libro, titulada “El día de regalo” y subtitulada “Borrador de un poema”, un
poema que volvería por sí solo a Juan Bonilla como uno de nuestros poetas
imprescindibles. El poema arranca hablándonos de alguien que inicia su día
haciendo todo aquello que detesta. ¿Por qué? “Digamos que es costumbre
familiar. / Cuando se muere un padre alguno de sus hijos / tiene que regalarle
un día, / hacer durante un día las cosas que el difunto ya no hará, / ponerse
en su lugar”. El poema avanza convirtiéndose en un entrelazado de biografía del
padre, reflexión sobre las relaciones paternofiliales y esas pequeñas
cosas que son nuestro autorretrato sin que nosotros lo sepamos. El poema es un
borrador porque espera que “algún día mi hijo lo descubra entre mis cosas, / y
piense: un día de regalo, vale, padre”, “y me regale uno de los milagrosos días
de su vida / cuando el milagro de la mía haya terminado / y corrija y termine
este poema”. Creo que ganaría limando algún exceso conversacional (“ya te
digo”, ese “qué cabrón” repetido) por su redundancia; el tono del poema ya es
conversacional, y cargar las tintas demasiado en eso reduce la tensión del
poema. Pero es un poema enorme, que no debería faltar en ninguna de las
antologías que de este tiempo se hagan.
“Cincuenta años de éxitos”, tercera parte del
libro, remeda en su título el de la primera entrega publicada de Bonilla
(entonces eran justo la mitad, 25). “Canicas en un bote de cristal”, primer
poema de la sección, es un borrador de autobiografía a base de recuerdos: “Cincuenta
años, Juan Bonilla. / Mi más sentido pésame. / Mi felicitación más fervorosa.
// A partir de este punto recomiendan / caminar siempre de espaldas / para que
el futuro se empequeñezca en el retrovisor: / tienes toda la muerte por delante”.
La ironía es un ingrediente peligroso en
poesía. Es un antídoto que impide al poeta ponerse estupendo, pero que tiene la
peligrosa contraindicación de volverlo superficial. Casi siempre Juan Bonilla
la administra con maestría, pero sin duda consigue sus mayores logros cuando usa
apenas unas gotas. Por eso poemas como “Caminas en un bote de cristal” nos
dejan una sonrisa pensativa y otros como “El día de regalo” nos conmueven y nos
cambian. Por eso Poemas
pequeñoburgueses es un título ingeniosillo, que no hace justicia a los
poemas enormes que contiene.
lunes, 23 de enero de 2017
"Ferlosio: por la calle de en medio" por Andrés Trapiello
El papel que tuvieron Unamuno y Ortega en la
vida pública española y en el debate de ideas lo ha desempeñado en cierto modo
durante los últimos cuarenta años Rafael Sánchez Ferlosio. Sin embargo, este
reduce a Unamuno prácticamente a un puñado de ripios y a Ortega a unos cuantos
ortegajos, palabra que él puso de moda y que no por jocosa es menos injusta.
¿No encuentra en ellos nada de valor? Por supuesto que sí. Esto es parte de su
complejidad como intelectual. Porque, aunque no esté él muy de acuerdo, Ferlosio
es un intelectual, alguien que se ha tomado en serio lo de pensar, un pensar
que no necesariamente desemboca en la acción. De hecho, si de algo sospecha
Ferlosio es de la acción, y si algo evita él con cautela es la acción.
La del intelectual es una categoría diferente
de la del escritor o la del filósofo. La mayor parte de los filósofos
seguramente considerarían a Ferlosio un escritor, pero no está claro que la
comunidad de los escritores lo tenga por uno de los suyos, siquiera como
venganza (Ferlosio ha confesado muchas veces que dejó de escribir ficción
–novelas y cuentos que gozaron al mismo tiempo del éxito de verdad y delsuccès d’estime–, cuando decidió
tempranamente no seguir interpretando “el bochornoso papelón del literato”).
Pero el suyo es un caso parecido al de
Unamuno y Ortega. A Unamuno, autor de importantes textos filosóficos, lo
consideramos más un escritor, y Ortega, autor de notables piezas literarias,
sigue siendo para la mayoría un filósofo. ¿Y Ferlosio? ¿Cómo hemos de leerle,
como escritor, como filósofo del lenguaje? Él tiró por la calle de en medio al
describirse como “plumífero”.
Tenemos ante nosotros los dos voluminosos
tomos recién publicados, con sus ensayos y escritos de no-ficción. Muchos de
ellos aparecieron en los periódicos y contaron con un apreciable número de
lectores, que los leía con verdadera devoción, insuficiente a menudo para
desmigar su hermetismo. La culpa la tenía en parte el estilo, y eso que
Ferlosio es todo lo contrario de un estilista. Nos referimos a la hipotaxis a
la que su autor se ha referido en tantas ocasiones, esa capacidad que tiene un
texto de implementarse en oraciones subordinadas, paréntesis y meandros que
amenazan con estancar o colapsar el propio texto y dejar sin oxígeno al lector.
Con los años ha reconocido que las responsables de su barroquismo fueron las
anfetaminas, y que eso de la hipotaxis es en el fondo una presuntuosa bobada.
Pero le cuesta no dejar de admirarla en ocasiones: “En la hipotaxis la frase ha
de doblar limpiamente el cabo de Hornos, sin meterse por el estrecho de
Magallanes”, ha dicho. O sea, el texto como un imponente bergantín a todo
trapo.
Pero esa majestad de su prosa que ha admirado
a unos, también ha desanimado a muchos. ¿Vale la pena leerlo?, se preguntan
estos. Aunque el propio Ferlosio haya respondido a esto con bastante humor (“Yo
estoy sobrevalorado” ha declarado alguna vez también, y hacía este
autorretrato: “Yo tengo unas lecturas demasiado superficiales y demasiado pobres
para hablar seriamente y con competencia de muchos autores que cito. No soy un
hombre culto. Yo no soy más que un ilustrado a la violeta. He leído por encima.
A veces acierto y digo las cosas bien. Pero solo eso”), sí, yo creo que merece
mucho la pena leerlo. Desde luego ha valido la pena haberlo leído, día a día,
durante estos cuarenta años.
En primer lugar por estar en presencia de
alguien que ha pensado con una libertad inusitada y sobre todo tipo de asuntos
peregrinos, en el sentido que se daba antiguamente a esta palabra. El punto de
partida, como si dijéramos, la metodología, ha sido siempre el mismo, aplicar a
las palabras la filosofía de la sospecha: las carga el diablo y conviene mirar
sus costuras, porque es en ellas donde suelen anidar los piojos que infectan
todos los lenguajes, principalmente los del poder.
Eso le ha llevado a escribir con escrupulosa
precisión, como quien redacta prospectos de medicamentos. En cuanto al tono que
emplea, ese tono tonante, valga el retruécano, esa imprecación, furia e
indignación suyas con las que parece sermonear a sus lectores (La homilía del
ratón tituló a uno de sus libros, él, que tiene aspecto de león viejo),
hay que tomárselo más bien como otro rasgo de humor, pero no de mal humor. Es,
digamos, su carácter, lo que lo hace característico, como a Charlot sus
andares.
Y aunque los temas que le han ocupado sean
numerosos, podríamos resumirlos en estos: contra la identidad y las patrias,
empezando por España, y, por extensión, contra el Progreso, origen de la violencia
y las expiaciones a que da lugar; contra la guerra, presentada como instrumento
divino, y, por tanto, contra el Estado (“si aceptas el Estado, aceptas la razón
de Estado”) y contra la épica, aunque, paradójicamente, por contagio acaso, su
prosa tiene a menudo un empaque épico; contra las religiones que niegan el
principio de realidad a favor de la trascendencia; y contra todo aquello que
sustente cualquiera de las identidades, por insignificante que parezca, y de
ahí que Ferlosio acabe disparando a todo lo que se mueve con el nombre de rock,
Walt Disney, deportes, publicidad, museos, procesiones, cultura de masas,
televisión; y, en fin, contra la literatura (sus caladeros son preferentemente
extraliterarios y preliterarios, se llamen Plutarco, Bernal Díaz o don Pascual
Madoz).
No es necesario tampoco que el lector muestre
su acuerdo con todas y cada una de las tesis ferlosianas, para empezar porque
el propio Ferlosio no parece precisar nuestro acuerdo ni lo contrario, pues se
diría que escribe para aclararse él mismo esas cuestiones. La experiencia es
única. Y cuando asistimos a su pensar sin la mediación de la
hipotaxis (como en la fascinante conversación que mantiene con Miguel Delibes
hijo a propósito del fuego y de la naturaleza, publicada en uno de esos tomos,
o cuando ha mantenido una entrevista con un interlocutor de altura, sea Azúa, o
en la dedicatoria a su hija Marta, “quien más he querido en este mundo”, que le
recuerda una “campanita de convento”, o en tal o cual pecio), entonces, es algo
único. Nadie tan fino para descubrir el habla viva en los libros viejos o en la
calle (su injusta denostación de El
Jarama ha de verse como un rasgo de su dandismo, porque se nos
olvidaba decir: Ferlosio ha sido y es, incluso con zapatillas de orillo y ese
destartale indumentario suyo, uno de los hombres más elegantes de España,
espiritualmente hablando me refiero) ni nadie tan sagaz como él para poner al
descubierto las trampas sutiles del lenguaje. Podrá comprobarlo cualquiera en
estos tomazos que ha editado Ignacio Echevarría, quien los ha dotado de unas
oportunas y utilísimas notas. Si como Pirrón de Elis, el primer elitista de
verdad, no practica la acción (“lo más sospechoso de las soluciones es que se
las encuentra siempre que se quiere”, decía en uno de sus célebres aforismos),
tratándose de él tampoco es grave.
jueves, 12 de enero de 2017
"No me convenzes, ni con Z ni con C" por Sergio del Molino
Había leído y escuchado a tanta gente
cabreada por Convénzeme, con Z de Zweig, el programa de libros de Mercedes
Milá en Mediaset, que me vi tentado de comprobar si era tan irritante como
decían. Y la verdad es que no lo es, y eso no es bueno para el programa, si se
hace caso a su manifiesto fundacional, expresado por la propia Milá: “No
queremos escritores, ni editores, ni críticos: han tenido su tiempo, han
hablado de todo lo que han querido y a los lectores nunca nos han hecho caso.
Jamás nos han preguntado por qué leemos, por qué nos gusta tanto un libro o por
qué nos disgusta otro. Ha llegado nuestro momento”. Hay una beligerancia contra
los escritores, editores y críticos, entendidos como un establishment sordo y
ciego a los gustos y pasiones del pueblo oprimido. Es decir, es un programa
contra mí, o debería sentirlo contra mí. Debería enfadarme, hacerme retorcer en
mi sillón de orejas y provocar que se me cayesen la pipa, el monóculo y la copa
de brandy. Y, sin embargo, me quedo como estoy. El programa me deja
indiferente. Si acaso, si lo pienso un poco, algo triste, pero esa tristeza
viene por mi propia reflexión, no es culpa del programa en sí.
Digo triste porque sé de sobra lo
dificilísimo que es abrir ventanas en la tele y en la radio (incluso en la
prensa, cada vez más) para hablar de libros. Sé (porque me lo han dicho
mientras tomaban un vino conmigo, no son suposiciones) de tres o cuatro prestigiosas
presentadoras, y algún presentador, que llevan años suplicando que les dejen
montar un programa de libros o de contenidos culturales, y no hay manera.
Incluso en televisiones públicas, que llevan en su razón de ser el encargo de
divulgar la cultura, el tiempo dedicado a los libros es rácano y sus
responsables trabajan siempre con una espada de Damocles porque sus jefes
tienen pánico a dejar hablar a un escritor más de cinco minutos, no sea que se
esfume la poca audiencia que se tiene. Hay tan poquita cosa y es tan improbable
que un libro arañe un ratito de tele, que cuando se consigue, hay que hacerlo
muy bien. Un programa como Convénzeme podría tener sentido en un
panorama audiovisual donde fuera cierto eso que dice Milá de que “han tenido su
tiempo” y “han hablado de todo lo que han querido”. ¿Dónde? ¿En qué cadena?
¿Cuándo fue eso? ¿Por qué me lo perdí? Si hubiera una oferta de programas
culturales decente, se podría complementar con todas las tonterías y boutades que
se quieran, pero, que yo sepa, Convénzeme es el único espacio que
Mediaset dedica a los libros en todos sus canales, que suman muchísimas horas
de programación. Es también el único programa dedicado a los libros emitido por
una televisión privada. Si ese es el compromiso de la tele con la literatura,
sólo puedo tomármelo a broma. Mediaset nos quiere contar un chiste, nada más.
Un programa grabado en una librería
(propiedad de la presentadora) con teléfonos móviles en lugar de cámaras. Ahora
se llama innovación lo que antes era cutrerío, hacer las cosas con el
presupuesto de un Bollicao y con el espíritu de unos alumnos haciendo prácticas
para aprobar una asignatura. Cuando un medio de comunicación apuesta por algo,
se nota principalmente en que tiran la casa por la ventana. En plató, recursos,
gente, técnica, lo que sea. Convénzeme parece más una concesión
contractual para retener a una estrella, como si pide cerezas y champán en el
camerino. ¿Que quiere media horita para sus cosas de libros? Pues se compran
unos iPhones y se apaña, que caprichos más raros se han concedido. Luego se
coloca en la parrilla de uno de esos canales de la TDT que nadie ve y que no se
sabe qué hacer con ellos. Mínima molestia para Mediaset, y Mercedes Milá, tan
contenta con su juguete nuevo.
En cuanto al contenido, el enfoque populista,
marca registrada de Milá en casi todos sus productos, causa más risa que
indignación. Tiene que ver con esa creencia totalizadora, fermentada en las
redes sociales, de que el pueblo ha tomado la palabra, arrebatándosela a los sacerdotes
que la tenían secuestrada. Yo creo, de nuevo, que es simple pereza y chapuza: a
los lectores espontáneos que salen no hay que pagarles. Buscar colaboradores
cualificados que sepan de lo que hablan no sólo cuesta dinero, sino que
requiere tiempo y esfuerzo para seleccionarlos, y ni Mediaset ni Mercedes Milá
están para recoger currículos ni hacer pruebas de cámara. Llenar el programa
con aportaciones espontáneas libera también la partida de guionistas del
presupuesto. Cuando una cadena presume de dejar participar a la audiencia o
incluso le dice que ella forma parte del equipo es porque quiere que la
audiencia le haga el programa gratis.
Cabe preguntarse qué interés tienen los
juicios literarios de lectores que pasaban por allí, de quienes no sabemos nada,
ni su bagaje cultural, ni de dónde vienen, ni adónde van. A los críticos,
escritores, periodistas y escritores se les podrá tener en cuenta o no, pero se
trabajan su credibilidad. Ustedes podrán tomarse en serio las recomendaciones
que dejo aquí cada semana o pensar que soy un idiota iletrado, pero no soy un
misterio: si ponen mi nombre en google averiguarán un montón de cosas sobre mi
trayectoria, mis libros, mis artículos, mis intervenciones, mis conferencias,
etcétera, y esa información les servirá para poner en contexto mis juicios y
decidir si merece la pena perder el tiempo con ellos. A mí no me interesan las
recomendaciones que trae el viento. A usted, tampoco. ¿O valora por igual los
consejos de todos sus amigos? Cuando necesita una guía, una recomendación o una
pista, ¿pregunta al azar a la primera persona que se cruza por la calle o
procura acercarse a alguien que sabe del asunto que le preocupa? Cuando se va
un fin de semana a Londres, ¿a quién le pregunta por un restaurante? ¿Al amigo
que ha vivido diez años en Londres o al que nunca ha salido de su pueblo? Que
un completo extraño, cuya relación con la literatura ignoro, me diga que hay
que leer o que desleer tal o cual libro, ¿qué me aclara?
Hay en España periodistas, escritores,
guionistas y presentadores con enorme talento y oficio, capaces de producir
contenidos culturales para un público generalista que no den vergüenza ni
parezcan el trabajo de fin de curso de unos alumnos de segundo de periodismo. Convénzeme es
una burla a la vocación y el trabajo de toda esa gente. Una burla tan gratuita
como el coste del programa. Una burla que sólo se consiente en el ámbito de la
cultura, porque no veo que se hagan programas de deportes o de política con
intervenciones de tipos espontáneos. Las cadenas no consentirían que entrase
cualquiera a hablar de esos temas. Para eso sí que hay selección y
profesionalización. Para los libros… Total, si sólo son libros, ¿qué más da?
Rellena como sea y termina rápido.
sábado, 7 de enero de 2017
"La verdad sobre editores y autores" por Juan Bonilla
Kurt Wolff pensaba que había dos clases de escritores: los
que se presentaban al editor mediante una carta en la que trataban de defender
lo que habían escrito y los que se presentaban directamente en el despacho del
editor convencidos de que su presencia era indispensable para que se produjera
el encantamiento. Robert Walser pertenecía al primer tipo: sus cartas
eran maravillosas descripciones de los libros de relatos que enviaba (y Wolff
sabía que aquellos relatos no alcanzarían a más de 100 lectores, pero se convenció
de que merecía la pena poner en mano de esos 100 lectores los cuentos de
Walser, que hubieron de esperar muchos años, a una reedición de Suhrkamp, para merecer una tirada de
1.000 ejemplares).
Gustav Meyrink era el capitán de los escritores del segundo
tipo: se presentó en el despacho del editor y empezó a vender las bondades de
su obra y, luego de media hora de monólogo, dio por hecho que Wolff estaría
encantado de ocuparse de la edición de sus novelas. Todavía faltaría un tercer
tipo de escritor: lo representaba Kafka, también en esto un adelantado, aunque
involuntariamente. Sin que tuviera precedente en la experiencia del joven
editor Wolff, Kafka les llegó por una tercera persona: Max Brod. Algo así
como un agente. Lo que Brod contaba de los textos de Kafka tenía tal convicción
que los editores le insistieron en que les llevase al genio o les mostrase sus
fantasías. Un genio que, en persona, parecía muy poco seguro de su
genialidad, o más bien poco seguro de que su genialidad pudiera despertar el
menor interés en nadie, a pesar de lo cual Wolff publicó Contemplación, una brevísima gavilla de
textos que necesitó de amplios márgenes para lograr dar el grosor de un delgado
volumen.
Wolff -que dio a conocer no solo a Walser y Kafka sino también a
autores como Karl Kraus, Georg Trakl o Heinrich Mann- pensaba que había
dos tipos de editores: los que editan los libros que merecían ser leídos y los
que editan los libros que la gente quiere leer. Los de la segunda categoría,
como nuestra afamada folclórica, «se deben a su público». Los primeros se
aventuran en la empresa de crear un público. Naturalmente para Kurt Wolff, los
editores de la segunda categoría apenas merecían el nombre de editores.
Pero ¿no podía darse en alguna ocasión la circunstancia, todo lo
dichosa que se quiera, de que lo que la gente quisiera leer fuera precisamente
aquello que merecía ser leído, por utilizar los dos rangos de Kurt Wolff? Y en
cualquier caso, para detectar en la gente ese deseo de leer algo y ofrecérselo,
¿no era necesario asimismo un talento, un olfato, una capacidad que
sí que hacía merecedor del nombre de editor a quien lo ostentara? Maxwell
Perkins tenía ese olfato y ese talento. Cuando llegó a sus manos la primera
versión de la primera novela de Scott Fitzgerald (A este lado del Paraíso, 1920) enseguida vio que aquel muchacho
desconocido conseguía captar la atmósfera de la época y que una legión de
jóvenes iban a sentirse reflejados en aquellas páginas en las que el cuidado
verbal se daba la mano con una asombrosa capacidad para retratar personajes e
indagar en ellos a través de sus hechos. La novela lanzó al, acaso, más formidable
novelista americano del siglo XX, en cualquier caso a uno de los
indispensables («To Maxwell Perkins in apreciation of much literary help and
encouragement», se lee en la dedicatoria de Hermosos
y malditos, 1922). Perkins venció toda reticencia para que aquella novela
viese la luz y para empujar a Scott Fitzgerald a una vida de escritor -de la
que sacaría grandes réditos tanto económicos como literarios, pues sus
artículos recordando la época en la que pagaban muchos dólares por un relato,
escritos cuando el negocio estaba en quiebra y su talento se apagaba, son una
delicia: pueden leerse en Mi ciudad
perdida, libro del que Scott entregó a Perkins un índice, aunque no llegó a
editarse en vida del autor, entre otras cosas porque Perkins consideraba que lo
que mejor convenía a Scott era publicar ficción-.
Otro de los autores con los que Perkins trabó una consolidada
amistad que fue más allá del negocio literario fue Hemingway, a quien, cuando
éste se recluyó en Cuba, le escribía largas cartas pidiéndole que dejara
de preocuparse de si sus libros funcionaban o no, de si subían en la tabla de
los más vendidos. Tenía la intuición de que Por quién doblan las campanas iba a devolverle a Hemingway la
fortaleza y el prestigio que se habían ido diluyendo entre las élites sin que
perdiera por ello la atención de los miles de lectores que le tenían por el
novelista americano más notable del siglo.
Ahora le han dedicado una película (mediocre) a Perkins. Se
interesa en su relación de maestro con el novelista Thomas Wolfe, a quien
prácticamente esculpe, disolviendo todas sus dudas, dirigiendo sus pasos, un
poco como un director de orquesta que no sabe tocar el violín pero consigue que 10
violinistas saquen al aire la melodía que quiere escuchar. De los dos
papeles de Perkins, aunque el más legendario sea el de tallador de escritores,
el más útil, para hacernos idea de lo que fue, quizá sea el de amigo de sus
autores, el que trata de igual a igual a Scott Fitzgerald y Hemingway, aquel
cuyas cartas a sus autores pudieron recopilarse en un volumen lleno de detalles
de vida cotidiana y consejos y también muchas dudas, pero, sobre todo,
rebosante de una ciega confianza en la eficacia y belleza de lo que escribían
sus autores. Naturalmente Kurt Wolff hubiera afeado a Perkins que estuviese tan
pendiente del impacto de los libros de sus autores y, naturalmente, Perkins le
hubiese respondido que había algo a lo que él, como editor asalariado que era,
tenía que responder ante Charles Scribner's Sons & Wolff: la cuenta de
resultados.
También T.S. Eliot tenía que responder a la cuenta de
resultados: ésta no es un invento de las últimas décadas en las que todo el
mundo da por bueno que vivimos en tiempos de literatura comercial, masticable,
que necesita rendir beneficios para merecer salir a la luz (seguramente no ha
habido otra época como la nuestra en la que tantos libros que salen a la luz
sean deficitarios y haya tantos Kurts Wolffs buscando a 100 lectores para sus
Roberts Walsers). Ciertamente, las opiniones de grandes editores como Jason
Epstein en La industria del libro
y Andre Schiffrin en La edición sin
editores parecen inclinar la balanza hacia un panorama desastroso en el que
«la edición de calidad» fue aniquilada en favor del libro comercial que
satisface la demanda del día. Son testimonios tajantes que se proponen de
alguna forma como algo más que un síntoma: la transformación del
mundo editorial es resultado de los efectos de las doctrinas liberales sobre la
difusión de la cultura, para lo cual el libro no puede ser más que una mercancía sobre
la que obtener grandes beneficios.
Puede que esos días lleguen -o puede que no-, pero lo cierto es
que basta darse un paseo por una librería bien surtida para darse cuenta de que
ni el panorama es tan aterrador ni es tan verdad que la edición de
calidad ha sido arrasada. Y, aunque sea cierto que la necesidad de producción
es enloquecedora y las novedades apenas duran unas semanas en las librerías,
también lo es que internet se ha convertido en una librería de fondo como las
de los años 60 y 70, en las que era fácil encontrar libros publicados una
década antes. Así que acaso el problema no esté en la calidad de las ediciones,
ni en las decisiones de los Perkins de hoy, sino más bien en la curiosidad de
los lectores, en sus necesidades o quizá en la peligrosa apuesta de la autoridad
competente, que rige la educación, que parece empeñada en convencer a quien la
padezca de que la literatura no es una necesidad.
Como se sabe, Pound hizo de editor de Eliot -como Kurt Wolff,
empezó buscando 100 lectores para obras que creía que los merecían-. Aunque no
firmaba con su nombre, sabía aliarse con pequeños editores para producir preciosos
volúmenes. Eliot le mostró un largo poema que había escrito después de publicar Prufrock y otras observaciones. Pound
aplicó una tijera salvaje sobre el poema. La tijera es la herramienta favorita
de los editores americanos, piénsese en lo que hizo Gordon Lish con los cuentos
de Carver, que luego salieron en su versión original para que podamos comprobar
si acaso no se pasó un poco con aquellos trasquilones que, en efecto,
añadían misterio: Barry Hannah llegó a declarar que Gordon Lish era un genio:
tachaba de una página quince líneas y dejaba sólo cinco, y por mucho que le
doliera al autor, Gordon Lish llevaba razón. "Era un genio", dijo
Hanna. Genio es
precisamente el título original de la película sobre Perkins.
En el caso de Pound y Eliot, el resultado es La tierra baldía. Las intervenciones de Pound transformaron un
poema al que le sobraban datos y explicaciones en un misterioso artefacto que
todavía hoy conmueve y pone en pie un mundo -el que empieza tras la Gran
Guerra-. Después Eliot asumió labores de editor en la casa Faber
& Faber y allí dio cobijo a nuevos poetas que renovarían la poesía inglesa:
Auden y Spender, primero, a comienzos de los años 30, y Ted Hughes más tarde.
También publicó en el año 39 ese cacao titulado Finnegans Wake con que se cerraba la obra de Joyce. Joyce tuvo
también una editora colosal cuando nadie parecía interesado en su producción: Sylvia
Beach, librera de la parisina Shakespeare and Company, en cuyas memorias
brilla emocionante una página en la que tiene que ir a la estación de tren para
recoger los primeros volúmenes del Ulysses,
publicado con cubierta de azul griego. En su caso, la obra precede a la
editorial: se hizo editora solo para publicar el Ulysses.
Pero ser editor es también una profesión de riesgo: hay leyendas
que todos conocemos acerca de manuscritos de obras colosales
arrojadas a la papelera por un editor. Y rechazos famosos como el protagonizado
por Proust y Gide -el segundo era editor de la NRF cuando le llegó el primer
volumen de la novela de Proust-. En su caso fue la pereza la que le empujó a
echar a un lado el tocho que Proust acabó imprimiendo a sus expensas.
sábado, 24 de diciembre de 2016
"Gente de pocas palabras" por Juan Tallón
Hablar no es malo, pero hablar poco es mejor. Se acaba antes. En
general, hablar debería ser una operación breve más a menudo. No hay tanto que
decir, a fin de cuentas. Todo debiera ser relativamente breve, casi siempre,
para pasar al siguiente punto, o irse a casa. Ciertas frases, después del
primer verbo, se vuelven muros grasientos, infranqueables. Pronunciarse con
brevedad encierra su dificultad, claro. No todo el mundo vale para ser gente de
pocas palabras. Digamos que no basta callar, sin más. Un individuo parco,
reservado, no es alguien silencioso, que nunca tiene nada que decir. En
absoluto. Es más, tiene probablemente mucho que decir, pero renuncia, o lo dice
en corto, codificado, hacia dentro. Pocas palabras no es simplemente mucho
silencio a su alrededor. Las pocas palabras son otra cosa. De
entrada, son las que son, las justas, las que se necesitan, ni una más. Pocas,
aunque algunas. Son cierta filosofía de la sobriedad, y la idea de que la vida
pasa enseguida, en especial cuando la cuentas con muchas frases. Esa actitud hay
que poseerla. No se imposta. Ni se improvisa, a menos que lleves toda la
vida ensayándola. Alguna vez leí que cuando William Faulkner murió,
en su pueblo natal de Oxford, Mississippi, los negocios locales pusieron un
cartel que decía: “En memoria de William Faulkner, este negocio permanecerá
cerrado desde las 2.00 hasta las 2.15 pm. 7 de julio de 1962”. Fue un homenaje
modesto, corto, brevísimo, pero que la historia no olvidó. La brevedad es
efectiva, y no por ello breve, si deja eco.
En mi último puesto de trabajo remunerado, en un ministerio que no
viene al caso, había un ordenanza en la segunda planta, pequeño y calvo, que te
abría la puerta y te daba muy bien los buenos días, apenas en dos palabras, y
cuando le preguntabas cómo estaba, te respondía “chst”, en solo una,
encogiéndose de hombros. Así durante 11 meses, hasta que me echaron y les dije
“chao”, en italo-gallego, y muy brevemente también. Muchas veces la gente de
pocas palabras, a la que hablar le produce gran pereza, incluso frustración,
porque sospechan que no sirve de nada, resulta más interesante que aquella
locuaz. Lo digo por el ordenanza, que hasta dónde averigüé, preparaba un ensayo
sobre el chotis desde hacía 30 años. Los individuos que guardan silencio
después de unas breves palabras, también pueden ser elocuentes, a su manera.
Nunca aburren. El secreto de aburrir es contarlo todo, como si fueses un vulgar
y exhaustivo escritor de diarios. David Padilla, artista jienense conocido
por ser hombre de pocas palabras, ejerce la soltura en la comunicación a través
solo del arte, en silencio. Hablar sobre algo que de por sí ya se explica, le
parece una pérdida de tiempo, de ahí que su última exposición se titule Mejor
pintar. Es decir, mejor pintar que dar cháchara. Hay teóricos de la creación, y
a su vez creadores, como Jean Echenoz, que consideran que el autor poco
tiene que decir de su obra. “Un libro no se escribe para después hablar de él,
sino para no tener que hablar, sobre todo para no tener que hablar”, sostiene.
Los grandes discursos se pudren enseguida. Con el tiempo, como
muchísimo sobrevive una frase, aguda, inmortal, hecha de pocas palabras, y bajo
la que late el espíritu inconfundible de lo breve. Esa resistencia suya al paso
del tiempo, inquebrantable, es la prueba de que tampoco había tanto que decir. Italo
Calvino abordaba el tema en la línea de Echenoz. O viceversa. Él lo dijo
antes. Y corto: “No es seguro que el autor sepa más de sí mismo que el lector.
Lo que cuenta es la obra. Los que hablan de sí mismos mienten siempre. Yo,
además, no repito nunca igual la misma historia dos veces seguidas, porque
sería muy aburrido. Así que en mí es mejor no confiar”. La parquedad de Calvino
procedía de sus antepasados. Era, digamos, una parte de una herencia. En su
familia siempre tuvieron la costumbre de la timidez y el silencio, salpicado solo
de vez en cuando por una frase. Cuentan que en 1984 Italo estaba en Sevilla con
su mujer, Chichita, argentina de origen. En un hotel de la ciudad, Jorge
Luis Borges, ciego desde hacía tiempo, estaba reunido con un grupo de amigos.
Llegaron también los Calvino. Mientras Chichita hablaban con su compatriota,
Italo, como era norma de la casa, se mantenía a una prudente distancia. Su
mujer, que lo conocía bien, le susurró al autor bonaerense: “Borges, Italo
también ha venido…”. Apoyado en su bastón, Jorge Luis Borges irguió la barbilla
y dijo con la hermosa calma de los ciegos: “Lo he reconocido por su silencio”.
No es que Borges fuese un charlatán, ojo. Hubo un encuentro entre él y Juan
José Arreola, en 1978, durante una visita del escritor argentino a México.
Arreola era conocido por su capacidad para hablar durante horas, buscando,
infructuosamente, el punto final. Pese a ello, el encuentro acabó. Al salir, le
preguntaron a Borges qué tal le había ido con Arreloa. “Bien, él hablaba, y me
dejó intercalar algunos silencios”, confesó.
Hablar se vuelve por momentos una montaña escarpada, traicionera,
en cuya cima no hay gran cosa, salvo vistas a la niebla y bajas temperaturas.
Cada frase es una tribulación, el martirio. Hay que concebirla, pensarla,
estructurarla, enunciarla, esperar que se entienda, lo que a menudo no ocurre,
afrontar las reacciones, y comenzar otra vez, frase nueva, pensar, estructurar… Juan
Carlos Onetti, camino ya de sus años cabizbajos, en su piso madrileño de la
Avenida de América, recibió un día una invitación para impartir una conferencia
en México D.F., en el marco de un congreso de escritores. Todo el mundo sabía
cómo era Onetti de parco. Le costaba dar conferencias, incluso dar monosílabos.
Tal vez por eso evitó decir “no”, y se limitó a hacer una pregunta
esclarecedora a los organizadores: “¿Y en esa conferencia, tengo que hablar?”
Hablar es a veces lo único que no está dispuesta a hacer incluso la gente muy
expresiva, como Onetti, capaz de desnudar al individuo en una frase, a cambio de
que sea escrita. Nadie le entendió mejor que Juan Rulfo, que quizá era más
hermético que él. Por eso, cuando coincidían en algún evento literario, se
buscaban para hablar en el bar del hotel, a su estilo, en un silencio
líquido. “Yo quiero mucho a Juan —contaba el propio Onetti—. Cuando me
encuentro con él, que suele ser en congresos, nos decimos: ‘¿Qué tal estás tú,
Juan?’, y él me dice: ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su
Coca-Cola y yo con mi whisky, y nos pasamos horas sin decirnos nada”.
No me rompas las pelotas
Hablar. Como si hubiese algo de que hablar. En sus momentos más
brillantes y solipsistas, Clarice Lispector defendía que la
comunicación era inviable, no ya en un mundo en el que habitaban millones y
millones de personas, sino en una cocina americana en la que solo había dos. Ni
siquiera cuando escribes consigues trasladar al papel exactamente eso que
piensas o imaginas. La mayoría siempre se pierde en el traslado. Una mudanza, a
la postre, siempre es una desaparición. En el fondo no puedes comunicarte.
Siempre habrá un adjetivo erróneo, un problema sintáctico, una coma mal puesta,
una metáfora indescifrable, una ambigüedad que se vuelve contra ti y te apuñala
por la espalda.
Cuando todavía compatibilizaba tabaco y baloncesto, en cadetes,
tuve un entrenador con ideas de esta clase. No creía demasiado en las palabras.
Era más de gestos, dibujos, guiños. En la charla táctica, minutos antes de
comenzar cada partido, nos reunía a pie de banquillo, formando un coro, y nos
lanzaba su perorata: “Chavales, ya sabéis…”. Eso era todo. “Chavales, ya
sabéis”. No sé si sabíamos, pero después de eso salíamos a la cancha
soliviantados, llenos de entusiasmo, tratando de saber, y habitualmente
perdíamos. De aquella época me quedaron grabadas no tanto las derrotas, como la
tendencia al esquematismo del entrenador. No volví a cruzarme con nadie así
hasta que empecé a tratar con algunos camellos. El camello es un individuo que
nunca te da la chapa. Solo quiere cobrar y perderte de vista. A menudo su frase
favorita es “Pírate, y no me rompas las pelotas”. El cineasta Kevin Smith capturó
a la perfección su naturaleza, cuando creó a Jay y Bob el Silencioso, dos
personajes más o menos patéticos que aparecen en casi todas sus películas.
Venden marihuana y se pasan el tiempo esperando clientes ante un supermercado,
en New Jersey. Jay habla por los codos y suelta tacos sin parar, mientras que
Bob, el camello por antonomasia, el camello de toda la vida, no suelta prenda,
aunque dice al menos un frase en cada película en la que aparece. Eso, cuando
vendes droga, basta.
Pocas palabras a veces son muchas. Incluso cuando decides callar,
el silencio se vuelve numeroso, bocazas, insoportable. Le pasaba a Paul
Wittgenstein con su hermano, cuando vivían en la mansión familiar de
Viena. Paul tuvo que interrumpir un día sus ejercicios de piano a una mano —no
tenía más— para golpear la pared que daba a los aposentos de Ludwig, donde
este escribía en silencio el Tractatus. “¡Cómo pretendes que toque el
piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!”, le gritó.
Existe una gran heterogeneidad entre la gente de pocas palabras.
Hay sacerdotes parcos, informáticos parcos, funcionarios parcos, políticos
parcos, camareros parcos, periodistas parcos. En mi época negra de redactor de
tercera fila, tuve una jefa de sección que tenía dos frases breves que
entrenaba a diario conmigo: “Esto, esto y esto, mal”, era una; la otra era
“¿Llamaste a la Diputación?”. Gente de pocas palabras son a menudo también
algunos deportistas y toreros, que como Echenoz con los libros, se muestran partidarios
de hablar solo en el terreno de juego o en la plaza. Hace 90 años, en
El Taquito, un local madrileño frecuentado por gente del gremio, se le ofreció
un ágape a Manolete. Aquello coincidió con la ruptura del convenio taurino
hispano-mexicano, que al parecer tenía gran trascendencia, y los comensales le
pidieron al maestro que hablara al respecto, para fijar posición. Manolete se
puso en pie y tan sóolo dijo: “Señores, yo hablo en los ruedos, muchas
gracias”. Y se sentó. La hermandad del toro es de pocas palabras,
tradicionalmente. Ahí está José Tomás. No se pronuncia nunca, salvo para
hablarle a la muerte cuando lo cornean. Entre las frases breves del toreo es
habitual citar la de Juan Belmonte, cuando Valle-Inclán, después de
soltar una arenga larga y jabonosa, remató con un ceremonioso: “Solo te falta
morir en la plaza”. El torero, parco de naturaleza, apenas añadió: “Se hará lo
que se pueda, don Ramón”, y agachó la cabeza.
En todo caso, la brevedad tuvo un maestro supremo: Augusto
Monterroso. Aborrecía la conversación. Era tan de pocas palabras, que llamarse
Augusto Monterroso le parecía latoso, casi un discurso, y con los años lo podó
hasta dejarlo reducido a Tito. Su brevedad fue célebre, en tal grado, que para algunos
se hacía incluso larga. Fue el caso de la mujer de un cónsul a la que le
presentaron durante una recepción en una embajada. Le explicaron que Augusto
era el autor del famoso cuento del dinosaurio. Se saludaron, y durante el
saludo, la mujer comentó: “Ah, el cuento del dinosaurio, recién lo estoy
leyendo, ya le contaré cuando termine”.
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