lunes, 5 de febrero de 2018

"Fusiles y ruiseñores: la Guerra Civil fue una guerra de poetas" por Eduardo De Los Santos


Pío Baroja negó el asiento a una Tercera España cuando, poco antes de la guerra, dijo que no se aceptarían términos medios: «O comunista o fascista». Y César M. Arconada, mucho antes, en 1926, afirmaba que uno podía ser lo que quisiera excepto liberal, que no había «para un joven, nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado, que las ideas políticas de un doctor Marañón». Había que tomar partido. Ledesma Ramos, en La conquista del Estado, invitó a los indecisos a desalojar las primeras filas, por ser incapaces de enfrentar con la debida grandeza los hechos que se avecinaban. Largo Caballero, en el polvorín de 1933, periódico en ristre, amenazaba a las derechas con la guerra tras las elecciones.

En cierto sentido, la Guerra Civil fue una guerra de poetas. Desde el primer día, Nacionales y Republicanos trataron de poner al mayor número de artistas e intelectuales de su lado. Hay bastante acuerdo en que los primeros ganaron la guerra de las armas, mientras que los segundos ganaron la otra: en palabras de Juan Ramón Jiménez, «por cada hombre representativo que puedan presentar las derechas, hay diez en las izquierdas». Muchos de ellos habían sido hasta entonces desconocidos por el gran público, y la notoriedad les vino con la guerra, mientras que otros escritores de generaciones anteriores que se sumaron a la rebelión y que eran populares antes de ella quedaron al finalizar eclipsados u olvidados. Según cuenta Trapiello en Las armas y las letras, los escritores del 14, a la vera de un 98 valiente (cómo olvidar el caso Unamuno contra Millán Astray), pero sin dotes para la política, habían cargado la pistola con la que los del 27 ahora se apuntaban. Y los del 27, que ya eran los del 36, dispararon. Unos pocos dispararon balas, pero la mayoría se dedicó a las palabras, que en la guerra son, según Alberti, como disparos.

La poesía no puede alejarse del dolor, olvidar la «microvida» (J. A. Valente), siempre tan micro y tan frágil, para escribir la «macrohistoria». La mejor poesía de la Guerra es la poesía del hombre que «tiembla de frío, tose, escupe sangre», que dice César Vallejo. Y el verdadero poeta en guerra es el que sabe, con tristeza, pero sin abandonar la esperanza, que todo lenguaje es falso, que todo poema es insuficiente cuando los cuerpos se destrozan en las calles. Lo demás fue propaganda.

En el Madrid de 1936 hubo poesía y hubo propaganda; resurgió aquellos días el poeta que es viento del pueblo, «el poeta como juglar de guerra» (título de un artículo de Juan Gil-Albert). A Alberti, por ejemplo, le pedían siempre coronar sus discursos (y daba muchos en aquel Madrid) con el poema «A galopar», y los milicianos lo recitaban con él. «Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas» escribió Miguel Hernández, con la cabeza muy alta.

Hay tres poetas republicanos, en la historia de la Guerra Civil, cuyas historias son especialmente ilustrativas y que resumen la tristeza que provoca pensar en aquellos años. El primero de ellos murió de viejo, en Democracia. El segundo, en la cárcel, enfermo y desnutrido al término de la guerra. El tercero fue asesinado apenas había comenzado. A sus voces se sumarían, lejanas, las voces de sus predecesores, la voz serena de Antonio Machado, cuyos días azules y sol de la infancia terminaron en su tímido exilio en Collioure; la voz de Unamuno, encerrado en su casa de Salamanca, viejo y solo después de plantar cara a la barbarie; la voz de Juan Ramón, a quien sus propios compañeros amenazaron de muerte para que abandonara España. Son solo tres ejemplos, tres nombres de entre todos los nombres: Rafael Alberti, Miguel Hernández y Federico García Lorca.

En Madrid, unos días antes de la sublevación de Franco, había sido fundada la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, nacida del germen de la Asociación de Escritores Revolucionarios. Tras rechazarla Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, su presidencia pasó a Bergamín, que la compartió con Alberti. Llegaban los jóvenes. Con María Teresa León dirigieron El mono azul, noticiero y revista de poesía, ensayo, e instrucción militar… con una sección bastante oscura a cargo del propio Alberti que se llamaba «A paseo» (figuraron aquí, por ejemplo, los nombres de Unamuno, d’Ors, Giménez Caballero y Sánchez Mazas). Llevar a alguien «a dar un paseo» en Madrid significaba asaltarlo de noche, llevarlo a una checa, y pegarle un tiro. Juan Ramón se marchó al darse cuenta de que no estaba a salvo tras un incidente con un anarquista que a punto estuvo de mandarlo a paseo por error, literalmente. Ramón Gómez de la Serna hizo lo mismo al ver pasear una mañana al poeta Pedro Luis de Gálvez (que tenía fama de asesino y que fue responsable, según de la Serna, del fusilamiento de Pedro Muñoz Seca) con un revólver al cinto.

Alberti, fascinado por Rusia, entusiasmado con la defensa de Madrid y con la Revolución, fue uno de los más importantes líderes comunistas de la capital. Reclamado y fotografiado en todas las esquinas de la ciudad, siempre acompañado por su mujer, fue una auténtica estrella mediática, dio mítines, recitales y discursos y, al estallar la guerra, decidió ocupar el palacio de Heredia Spínola. En La arboleda perdida relata algunas de sus vivencias allí, durante los que María Teresa León ha declarado que fueron «los mejores años de nuestra vida». Morla Lynch, que se había quedado a cargo de la embajada chilena tras la huida de Pablo Neruda con su amante, no titubea en sus diarios cuando afirma que los Alberti «fueron muy sensibles a los buenos alojamientos durante la guerra» y que encontraba al poeta cada día más gordo mientras él mismo y los refugiados de su embajada languidecían por falta de recursos. También Juan Ramón reconoció que Alberti se había servido de las circunstancias, y Trapiello asegura que autorizó personalmente muchos de los paseos de aquellos días (acusación que le ha reprochado duramente Benjamín Prado).

Distinto es el caso de Miguel Hernández. De origen humilde, uno de los más jóvenes, él sí cantó en primera línea y fue, además, un hombre adorable y apreciado (en palabras de su biógrafo José Luis Ferris) no solo por los republicanos, sino también por sus amigos del bando franquista, como Dionisio Ridruejo, José María Alfaro o Rafael Sánchez Mazas. Escribió: «El 18 de julio de 1936, frente al movimiento de los militares traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida». En el palacio de Heredia Spínola se ganó un puñetazo de María Teresa León cuando, indignado por el banquete que allí se estaba celebrando mientras los milicianos morían de hambre en las trincheras, dijo: «Aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta».

Morla Lynch le ofreció la embajada como refugio al final de la guerra, en caso de que no consiguiera el pasaporte para salir de España. Hernández rechazó la oferta, pues consideró que hacer eso habría sido como desertar a última hora. Alberti, por su parte, escribió a Morla una carta pidiendo asilo para tres miembros de la Alianza de Intelectuales. No hubo mención de Miguel Hernández en ella. Y es que, según el testimonio personal que Benjamín Prado confió a Trapiello, Alberti creía que podría haberle salvado la vida si no hubieran estado enemistados (presunción tal vez exagerada, pues ni sus amigos nacionales pudieron sacarlo de prisión antes de que la enfermedad lo matara). Como ya sabemos, Miguel Hernández, cuya fama en 1939 estaba cerca de la de García Lorca, reconoció ante el juez sus ideales antifascistas y revolucionarios y fue encarcelado; murió en la prisión de Alicante en 1942.

En el prólogo que escribe su protector José María de Cossío para la edición de El rayo que no cesa que él mismo preparó en 1949, leemos: «Su conducta exaltada en el conflicto fue digna del respeto de todos, por su humanidad y limpieza. Así fue reconocido unánimemente, y si la muerte no hubiese truncado la vida que había respetado la guerra, sin duda que hoy oiríamos su canto de poeta libre en esta misma España presente siempre en su verso y en su vida». Emocionado, el bueno de Cossío no pudo decir en aquel momento lo que es de justicia decir ahora: que el poeta había muerto encerrado, sin esa humanidad y sin esa limpieza que tan digna del respeto de todos le parecía.

Y, al fin, Federico García Lorca. Hay que imaginar la voz de Chavela llamándolo, cuando dijo que sabía que sería él quien la llevaría al otro lado, coincidiendo misteriosamente con la convicción de Leonard Cohen. Al poco tiempo de estallar la guerra, se había refugiado en Granada, en casa de su amigo Luis Rosales. Fue delatado aparentemente por el hermano, obediente falangista, y fusilado la madrugada del 18 de agosto de 1936 en un barranco entre Alfacar y Víznar. Lo ejecutaron por ser «el secretario de Fernando de los Ríos» y «muy rojo» (algo había que poner). Este tipo de chivatazos y raptos nocturnos fueron comunes y acabaron en muertes como la de Lorca, o como la de la mujer de Ramón J. Sender en Zamora, a la que los falangistas negaron la confesión que había pedido por no estar casada por la Iglesia y cuyo ejecutor fue, al parecer, un tipo del pueblo que la había cortejado y que ella había rechazado años atrás.

La muerte de Federico, tan temprana, se convirtió en el símbolo que resume y recuerda a todos los muertos que no conocemos. Dijo Gibson: «Lorca es hoy el desaparecido más famoso y llorado del mundo entero. Representa a todas las víctimas inocentes de la Guerra Civil… y de todas las contiendas. Su obra es inmensa, su mensaje hondamente fraternal. Cualquier página suya, cualquier verso, cualquier metáfora, puede cambiar una vida». Al asesinato de Federico trataron de equiparar los nacionales el de Ramiro de Maeztu por los republicanos, en Madrid, también al comienzo de la guerra. Que no tuvieran éxito no significa que no sea verdad: a Maeztu también lo asesinaron.

Federico había sido amigo de todos. Jorge Guillén (que pasó toda la guerra en Sevilla, apoyando más o menos el vesánico régimen del general Queipo de Llano), en el prólogo a las obras completas de Lorca editadas por Aguilar en 1954, dice: «Lo sabe todo el mundo, es decir, en esta ocasión el mundo entero: Federico García Lorca fue una criatura extraordinaria. «Criatura» significa esta vez más que «hombre». (…) Junto al poeta -y no sólo en su poesía- se respiraba un aura que él iluminaba con su propia luz. Entonces no hacía frío de invierno ni calor de verano: hacía… Federico». Aleixandre habla de él en un artículo publicado en El mono azul en 1937: «En Federico, que pasaba mágicamente por la vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa en seguida como la luz, que él se llevaba efectivamente; en Federico, se veía sobre todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría, conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba con su presencia». En el poema «A un poeta muerto», Cernuda escribe que «(…) La muerte se diría / más viva que la vida / porque tú estás con ella (…)». Y Emilio Prados, después de contar cómo los olivares gimen, cómo la luna lo busca y lo llama la sangre derramada y tiemblan de miedo por él las madrugadas, le pregunta en «La llegada»: «¿En dónde estás, Federico? / Yo este rumor no lo creo. / ¡Cómo me duelen las balas / que hoy circundan tu recuerdo! / (…) Aguárdame, Federico; / mucho que contarte espero…». Por no mencionar aquel tango lloroso que Gloria Marcó le dedicó («el tango, Federico, hoy es tu tango»). Buñuel, en sus memorias, escribe que «el anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos nosotros. De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. (…) Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama», y añade que no lo mataron por ser homosexual (como dijo Dalí), sino «porque era poeta». Entiéndase: Lorca era un verdadero poeta.

Tuve un maestro, un amigo, que solía decir que los asesinos ‒como los terroristas o los dictadores‒ odian todo lo que es bello y verdadero. Cómo no iban a odiar la poesía entonces; cómo no iban a odiar a Federico. Cómo no iban a ser los primeros en morir, en aquella España que es la nuestra, los ruiseñores que se atreven a cantar donde cazan los fusiles.

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