sábado, 13 de enero de 2018

Diarios de jefatura: la historia sagrada de Cristo.


Este nombre no es ficticio, ni se me habría ocurrido nunca por muchas historias con personajes estrafalarios que hubiera inventado. Cristo está acojonado, literalmente. “Me dan ganas de llorar y muchas”. “No te cortes, desahógate”. Cristo es un mártir, una víctima de la mala suerte. Es la primera vez que se escapa. Apenas tiene alguna falta de asistencia y se ha estrenado con los dos porreros del instituto. “Ellos han sacado una cosa verde y se la han fumado, pero le juro que yo no sabía lo que era”. A Cristo lo ha registrado la policía y no se ha meado encima porque es joven, atlético y aún retiene bien los esfínteres. No le han encontrado nada, pero él sigue angustiado. “¿Qué me va a pasar? ¿Qué van a hacer conmigo?”. “El paredón o la cárcel”, estoy a punto de decirle, pero me reservo la broma. El muchacho me da verdadera pena. Cristo es repetidor de 2º de ESO, pero nunca ha pasado por jefatura. “Trabaja poco en clase, pero no molesta”, esta es la declaración de los profesores que lo conocen. La mayoría se apiadan del pobre Cristo, mártir y a punto de ser crucificado mucho antes de los treinta y tres.    
Al día siguiente de la aventura porrera, justo cuando me dirijo a almorzar aparecen por el despacho Cristo y su madre. Esto, dicho así, sería motivo de investigación eclesiástica, pero ni Cristo es Cristo ni su madre es la Virgen. Cierro el despacho y comentamos lo ocurrido el día anterior. La madre me escucha para cotejar mi versión con la de su hijo. Al comprobar que coinciden, le recrimina a Cristo haberse escapado del centro y, encima, con gente que conocía poco o nada. La colombiana se apasiona en el discurso y al chico le brotan las primeras lágrimas. “Tu padre medio muerto, mihijo, y tú escapando de clase. Yo limpiando el culo a las viejitas y tú, mihijo, registrado por la policía. No ves que podían haberte degollado o haberte pegado dos tiros”. La Virgen, perdón, la madre de Cristo habla de la peligrosidad de las calles como si todavía se encontrara en algún barrio de Cali o Medellín. “¿Y si se hubiera presentado la policía en casa para registrarla por si escondemos droga? ¡Ay, mihijo, esto no lo merecemos! Somos pobres, pero decentes y yo solo quiero que seas bueno. Como tu padre, el pobrecito, que se está muriendo”. Ella también arranca a llorar y le dice a su hijo que el instituto es su segunda casa y nosotros sus segundos padres. Me conmueve. Cristo, vestido de chándal blanco impoluto, no aguanta las lágrimas de su madre. Apenas puede articular palabra. La mujer, más bajita que el chico, se abraza por fin a Cristo. Suena el timbre que indica el fin del recreo y finaliza la sesión con un “muchas gracias por sus cuidados” que me da de almorzar. 

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