jueves, 12 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": quinto día (25-IX-2017); Praga, ciudad de vacaciones.


Praga se ha convertido en un parque temático. No me lo esperaba. De buena mañana, Itka, nuestra guía checa, nos acompañará a visitar el castillo. La saludamos en el vestíbulo del hotel. Su marido le regala vuelos en paracaídas y parapente. Quiere deshacerse de ella, nos dice, y sonríe abiertamente, con una simpatía atractiva. Su altura y sus rasgos duros, de valquiria eslava, no concuerdan con su carácter mediterráneo, abierto y dicharachero. Tenemos suerte. Es lunes y todavía podemos ver el salón de los Pasos Perdidos y la catedral de san Vito sin abrirnos paso a codazos y empujones. A pesar de que las piaras de orientales y escolares (entre ellos, nosotros) somos muy abundantes, nos advierte Itka que el domingo era imposible dar una zancada sin mantener una disputa por la posición en el área o en el crucero de la catedral. Desde el interior, la altura de las bóvedas impresiona. Estos monumentos góticos están hechos para que uno se sienta el ser más insignificante del mundo. Los vitrales solo son comparables a los de la catedral de León y la negrura de su fachada nos recuerda el paso de los años y el descuido de los gobernantes. Itka se queja una y otra vez de su indecente presidente de gobierno (no sé a qué me recuerda todo esto). 
En el Callejón del Oro es más difícil abrirse paso, pero conseguimos ver las casitas de colores. La de Kafka, un kiosko, también en el interior de algunas de ellas, museos etnológicos que admiten fotos y nostalgia. Los jardines del castillo sollozan de melancolía. Entre estanques lánguidos, laberintos y palacios románticos, Bécquer podría haberse inspirado para componer sus rimas si no fuera porque en vez de golondrinas sobrevuelan el espacio búhos reales. 
El barrio de Malastrana sigue, por suerte y porque es un lunes de finales de septiembre, a salvo de la masificación del barrio viejo. La cerveza sigue siendo, como en Budapest, recia y bien servida, en tabernas antiguas con el sabor centroeuropeo de los refugios cálidos para caminantes. Mientras, los chicos, se esparcen en Starbucks. Las malditas sirenas del capitalismo están por todos lados y encantan a todo tipo de muchachos: rebeldes, menos rebeldes, pasmados, nada pasmados, abiertos al mundo y nada abiertos al mundo. Todos se estrellan en los acantilados de los cafés servidos en vasos de cartón. A ver quién es el guapo que compite con las sirenas del capitalismo. Ni siquiera los mandatarios madrileños de Podemos se resisten a sus encantos. Un pequeño altercado en ese acantilado, nos lleva a la embajada española. Tres mujeres nos atienden en un salón oscuro con ganas de cerrar pronto. Sí, es la embajada española. 
La visita al museo de Kafka es tempestuosa y escandalosa. Los chicos conocen al autor, saben de él, pero no participan de su siniestra visión del mundo. Tienen 18 años, algunos menos. Quizás Franz con esa edad no pensaba como en El Proceso, o quizás sí. Estas nieblas constantes del centro de Europa dan para muchas murrias. Una taberna frente al museo celebra las hazañas del bravo soldado Svejk, el personaje de Jaroslav Hasek, que conocí antes que en el libro en una serie de televisión que me ha sido imposible volver a ver. El personaje pasa por tonto y salva el pellejo a pesar de estar en los más peligrosos escenarios de la Primera Guerra Mundial. Su idiotez es un salvoconducto para la supervivencia y para la risa. 
Por la noche y a pesar del agobio turístico, conseguimos abrevar en lugares con mucho encanto y música de jazz en directo que solaza a cualquiera. Siempre, claro, atravesando el escenario multitudinario del puente Carlos: pintores, grupos de música y puestos de abalorios rodean a los turistas que son muchos y comentan el negro hollín que reviste las famosas esculturas del famoso puente. En las calles más populosas ofrecen teatro negro (la misma obra que hace once años, una Alicia en un país no muy inocente), tortura, sexo y música clásica interpretada y bien cobrada en las numerosas iglesias que jalonan el trayecto hasta la Plaza del Reloj. Nosotros preferimos los callejones con serpentín. Cenamos en "U Parlamentu", un restaurante sencillo con fotos de intelectuales que, no sé si por suerte o por márketing, están detrás de nosotros, vivitos y abrevando. Parecen sacados de una tertulia de la bohemia española de los treinta: chalinas, melenas y melopeas. También fuman con desparpajo, al margen de las normativas legales (esto también me suena a una parte de España, pesar de la lejanía).    

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