viernes, 6 de octubre de 2017

Viaje de "El País de los Estudiantes": de Budapest a Praga, cuarto día (24-IX-2017)


Los viajes en tren ya no son de nuestra época (el AVE no es un tren, claro). De hecho, nos resultan tan ajenos, que los chicos casi consiguen que nos quedemos para los restos en Budapest (tampoco me habría importado mucho) porque han descubierto a última hora un Burger King.
Después de la comida basura, el día nos reserva un retroceso en el tiempo: siete horas de viaje calmado, siete horas compartiendo urinario, alientos y desalientos con gentes desconocidas en un espacio de cuatro por dos (a veces menos). Un muestrario de tipos humanos (eslovacos, húngaros, checos y españoles, principalmente): un deportista con la bici a cuestas; un levantador de peso con sus músculos a cuestas; un beodo con sus cervezas a cuestas; un informático con sus cables a cuestas; nosotros, con nuestros móviles a cuestas; y, por fin, el loco, sin nada a cuestas, aparece primero con pantalones holgados y luego sin ellos, con los calzones meados y unas chanclas de piscina, pasea por los pasillos y termina orinando con la puerta del servicio de par en par, para que todo el mundo vea que quien no lleva nada a cuestas no tiene nada que esconder. 
Pasan las estaciones y el tren se va poblando de más y más tipos curiosos. Ya no cabemos todos en los asientos y el viaje es largo. Lo que se prometía como una travesía del transiberiano húngaro, se convierte en un autobús hindú. Un tren hacinado no es nada agradable, sobre todo por lo que se recuerda de estos viajes en Centro Europa. No exageremos, nosotros los llevamos bien en el vagón restaurante: con pato guisado y con un eslovaco que bebe cervezas de lata y las estruja como a los cerdos de Honrubia.
Después de siete horas, la llegada a Praga se convierte en el abrazo de la madre tras ser apaleado por el forzudo de la clase. Praga, nocturna y populosa, nos acoge con la piedra negra y los ojos orientales atiborrando las terrazas. Hace once años esta ciudad no era la misma. Los ríos de japoneses secan los adoquines, las mesas y las sombrillas de los restaurantes ocultan la belleza de las calles, los flases de los móviles asedian cualquier atisbo de monumento o de minucia. Praga se está convirtiendo en otra Venecia, otra ciudad zarandeada y adulterada por la voracidad de la idiotez viajera. El espíritu de Benidorm y de la Sagrada Familia devora la Europa monumental. Sin embargo, siempre hay un refugio donde abrevar la sed del paseante. Hay algo que se conserva entre algodones: la buena comida y la cerveza recia. Hasta se olvida uno de la manada.    

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