sábado, 7 de enero de 2017

"La verdad sobre editores y autores" por Juan Bonilla

Kurt Wolff pensaba que había dos clases de escritores: los que se presentaban al editor mediante una carta en la que trataban de defender lo que habían escrito y los que se presentaban directamente en el despacho del editor convencidos de que su presencia era indispensable para que se produjera el encantamiento. Robert Walser pertenecía al primer tipo: sus cartas eran maravillosas descripciones de los libros de relatos que enviaba (y Wolff sabía que aquellos relatos no alcanzarían a más de 100 lectores, pero se convenció de que merecía la pena poner en mano de esos 100 lectores los cuentos de Walser, que hubieron de esperar muchos años, a una reedición de Suhrkamp, para merecer una tirada de 1.000 ejemplares).
Gustav Meyrink era el capitán de los escritores del segundo tipo: se presentó en el despacho del editor y empezó a vender las bondades de su obra y, luego de media hora de monólogo, dio por hecho que Wolff estaría encantado de ocuparse de la edición de sus novelas. Todavía faltaría un tercer tipo de escritor: lo representaba Kafka, también en esto un adelantado, aunque involuntariamente. Sin que tuviera precedente en la experiencia del joven editor Wolff, Kafka les llegó por una tercera persona: Max Brod. Algo así como un agente. Lo que Brod contaba de los textos de Kafka tenía tal convicción que los editores le insistieron en que les llevase al genio o les mostrase sus fantasías. Un genio que, en persona, parecía muy poco seguro de su genialidad, o más bien poco seguro de que su genialidad pudiera despertar el menor interés en nadie, a pesar de lo cual Wolff publicó Contemplación, una brevísima gavilla de textos que necesitó de amplios márgenes para lograr dar el grosor de un delgado volumen.
Wolff -que dio a conocer no solo a Walser y Kafka sino también a autores como Karl Kraus, Georg Trakl o Heinrich Mann- pensaba que había dos tipos de editores: los que editan los libros que merecían ser leídos y los que editan los libros que la gente quiere leer. Los de la segunda categoría, como nuestra afamada folclórica, «se deben a su público». Los primeros se aventuran en la empresa de crear un público. Naturalmente para Kurt Wolff, los editores de la segunda categoría apenas merecían el nombre de editores.
Pero ¿no podía darse en alguna ocasión la circunstancia, todo lo dichosa que se quiera, de que lo que la gente quisiera leer fuera precisamente aquello que merecía ser leído, por utilizar los dos rangos de Kurt Wolff? Y en cualquier caso, para detectar en la gente ese deseo de leer algo y ofrecérselo, ¿no era necesario asimismo un talento, un olfato, una capacidad que sí que hacía merecedor del nombre de editor a quien lo ostentara? Maxwell Perkins tenía ese olfato y ese talento. Cuando llegó a sus manos la primera versión de la primera novela de Scott Fitzgerald (A este lado del Paraíso, 1920) enseguida vio que aquel muchacho desconocido conseguía captar la atmósfera de la época y que una legión de jóvenes iban a sentirse reflejados en aquellas páginas en las que el cuidado verbal se daba la mano con una asombrosa capacidad para retratar personajes e indagar en ellos a través de sus hechos. La novela lanzó al, acaso, más formidable novelista americano del siglo XX, en cualquier caso a uno de los indispensables («To Maxwell Perkins in apreciation of much literary help and encouragement», se lee en la dedicatoria de Hermosos y malditos, 1922). Perkins venció toda reticencia para que aquella novela viese la luz y para empujar a Scott Fitzgerald a una vida de escritor -de la que sacaría grandes réditos tanto económicos como literarios, pues sus artículos recordando la época en la que pagaban muchos dólares por un relato, escritos cuando el negocio estaba en quiebra y su talento se apagaba, son una delicia: pueden leerse en Mi ciudad perdida, libro del que Scott entregó a Perkins un índice, aunque no llegó a editarse en vida del autor, entre otras cosas porque Perkins consideraba que lo que mejor convenía a Scott era publicar ficción-.
Otro de los autores con los que Perkins trabó una consolidada amistad que fue más allá del negocio literario fue Hemingway, a quien, cuando éste se recluyó en Cuba, le escribía largas cartas pidiéndole que dejara de preocuparse de si sus libros funcionaban o no, de si subían en la tabla de los más vendidos. Tenía la intuición de que Por quién doblan las campanas iba a devolverle a Hemingway la fortaleza y el prestigio que se habían ido diluyendo entre las élites sin que perdiera por ello la atención de los miles de lectores que le tenían por el novelista americano más notable del siglo.
Ahora le han dedicado una película (mediocre) a Perkins. Se interesa en su relación de maestro con el novelista Thomas Wolfe, a quien prácticamente esculpe, disolviendo todas sus dudas, dirigiendo sus pasos, un poco como un director de orquesta que no sabe tocar el violín pero consigue que 10 violinistas saquen al aire la melodía que quiere escuchar. De los dos papeles de Perkins, aunque el más legendario sea el de tallador de escritores, el más útil, para hacernos idea de lo que fue, quizá sea el de amigo de sus autores, el que trata de igual a igual a Scott Fitzgerald y Hemingway, aquel cuyas cartas a sus autores pudieron recopilarse en un volumen lleno de detalles de vida cotidiana y consejos y también muchas dudas, pero, sobre todo, rebosante de una ciega confianza en la eficacia y belleza de lo que escribían sus autores. Naturalmente Kurt Wolff hubiera afeado a Perkins que estuviese tan pendiente del impacto de los libros de sus autores y, naturalmente, Perkins le hubiese respondido que había algo a lo que él, como editor asalariado que era, tenía que responder ante Charles Scribner's Sons & Wolff: la cuenta de resultados.
También T.S. Eliot tenía que responder a la cuenta de resultados: ésta no es un invento de las últimas décadas en las que todo el mundo da por bueno que vivimos en tiempos de literatura comercial, masticable, que necesita rendir beneficios para merecer salir a la luz (seguramente no ha habido otra época como la nuestra en la que tantos libros que salen a la luz sean deficitarios y haya tantos Kurts Wolffs buscando a 100 lectores para sus Roberts Walsers). Ciertamente, las opiniones de grandes editores como Jason Epstein en La industria del libro y Andre Schiffrin en La edición sin editores parecen inclinar la balanza hacia un panorama desastroso en el que «la edición de calidad» fue aniquilada en favor del libro comercial que satisface la demanda del día. Son testimonios tajantes que se proponen de alguna forma como algo más que un síntoma: la transformación del mundo editorial es resultado de los efectos de las doctrinas liberales sobre la difusión de la cultura, para lo cual el libro no puede ser más que una mercancía sobre la que obtener grandes beneficios.
Puede que esos días lleguen -o puede que no-, pero lo cierto es que basta darse un paseo por una librería bien surtida para darse cuenta de que ni el panorama es tan aterrador ni es tan verdad que la edición de calidad ha sido arrasada. Y, aunque sea cierto que la necesidad de producción es enloquecedora y las novedades apenas duran unas semanas en las librerías, también lo es que internet se ha convertido en una librería de fondo como las de los años 60 y 70, en las que era fácil encontrar libros publicados una década antes. Así que acaso el problema no esté en la calidad de las ediciones, ni en las decisiones de los Perkins de hoy, sino más bien en la curiosidad de los lectores, en sus necesidades o quizá en la peligrosa apuesta de la autoridad competente, que rige la educación, que parece empeñada en convencer a quien la padezca de que la literatura no es una necesidad.
Como se sabe, Pound hizo de editor de Eliot -como Kurt Wolff, empezó buscando 100 lectores para obras que creía que los merecían-. Aunque no firmaba con su nombre, sabía aliarse con pequeños editores para producir preciosos volúmenes. Eliot le mostró un largo poema que había escrito después de publicar Prufrock y otras observaciones. Pound aplicó una tijera salvaje sobre el poema. La tijera es la herramienta favorita de los editores americanos, piénsese en lo que hizo Gordon Lish con los cuentos de Carver, que luego salieron en su versión original para que podamos comprobar si acaso no se pasó un poco con aquellos trasquilones que, en efecto, añadían misterio: Barry Hannah llegó a declarar que Gordon Lish era un genio: tachaba de una página quince líneas y dejaba sólo cinco, y por mucho que le doliera al autor, Gordon Lish llevaba razón. "Era un genio", dijo Hanna. Genio es precisamente el título original de la película sobre Perkins.
En el caso de Pound y Eliot, el resultado es La tierra baldía. Las intervenciones de Pound transformaron un poema al que le sobraban datos y explicaciones en un misterioso artefacto que todavía hoy conmueve y pone en pie un mundo -el que empieza tras la Gran Guerra-. Después Eliot asumió labores de editor en la casa Faber & Faber y allí dio cobijo a nuevos poetas que renovarían la poesía inglesa: Auden y Spender, primero, a comienzos de los años 30, y Ted Hughes más tarde. También publicó en el año 39 ese cacao titulado Finnegans Wake con que se cerraba la obra de Joyce. Joyce tuvo también una editora colosal cuando nadie parecía interesado en su producción: Sylvia Beach, librera de la parisina Shakespeare and Company, en cuyas memorias brilla emocionante una página en la que tiene que ir a la estación de tren para recoger los primeros volúmenes del Ulysses, publicado con cubierta de azul griego. En su caso, la obra precede a la editorial: se hizo editora solo para publicar el Ulysses.
Pero ser editor es también una profesión de riesgo: hay leyendas que todos conocemos acerca de manuscritos de obras colosales arrojadas a la papelera por un editor. Y rechazos famosos como el protagonizado por Proust y Gide -el segundo era editor de la NRF cuando le llegó el primer volumen de la novela de Proust-. En su caso fue la pereza la que le empujó a echar a un lado el tocho que Proust acabó imprimiendo a sus expensas. 

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