miércoles, 4 de enero de 2017

Don Quijote es de Lisboa


En esta teoría estoy: después de viajar a Lisboa y pasar cuatro días allí, me ronda la idea de que el hidalgo español que Cervantes retrató, el viejo melancólico que recorrió La Mancha armado como un caballero medieval, no era originario de un pueblo manchego, sino de una calle de Lisboa. La descripción inicial que nos da Cervantes de su personaje es una falacia, uno más de los muchos engaños que contiene la historia. No, don Quijote no estaba loco, ni mucho menos. Don Quijote padecía de saudade y tenía inscrito en su carácter ese espíritu desdichado y nebuloso que he podido observar en muchos de sus compatriotas allende las fronteras de la Extremadura. No es gravedad, ni antipatía, ni por supuesto misantropía. El Caballero de la Triste Figura es un taxista lisboeta callado, taciturno que quiere dejar su trabajo, desea abandonar el eterno asiento de su Mercedes sin suspensión para subirse a lomos de algo que se mueva, pero que se mueva de veras. Y no andar al lado de turistas, burócratas o adolescentes ebrios, aguantando sus lenguas ininteligibles y sus ínfulas del primer mundo. Don Quijote es un hidalgo de Lisboa, con el espíritu entristecido por una ciudad monótona, sin brillo y por una música que nunca anima al baile. Don Quijote vive junto a Pessoa en una calle empedrada por donde el tranvía circula atestado de turistas, salvando a los muchachos que se sientan al sol en el filo de la acera, sin nada que hacer, sin ningún juego entre las piernas. Don Quijote era de comer frugal, de vela y abstinencia, de mucho leer y poco reír, como los conserjes de los hoteles de Lisboa: amables, enjutos e impasibles. Arañados por la conciencia del morir, sus ojos siempre están traspasados por la guadaña de quien añora la vida. Ese es don Quijote, sin duda: un recepcionista de hotel o un taxista que trabaja y vive a orillas de un estuario y que se ha rebelado contra su destino.

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