jueves, 8 de diciembre de 2016

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: el Decamerón" por Ernesto Filardi


Cada uno de nosotros tiene una lista de libros pendientes, del mismo modo que cada uno tiene su lista de libros que desearía no haber leído. Sobre todo una a la que podríamos llamar Libros Clásicos Que De Algún Modo No Consciente Sabes Que Deberías Haber Leído Pero Te Resistes A Ello Porque No Tienes Muy Claro Por Dónde Empezar. ¿Acaso no tenemos todos nuestra lista de clásicos por leer? Algunos no los hemos leído por pereza, otros porque ya sabemos cómo acaban, y otros, sencillamente, porque hemos tenido cosas mejores que hacer. No es que debamos avergonzarnos por ello, pues tres mil años de tradición literaria (solo en Occidente) hacen que sea bastante lógico el tener algún libro pendiente. En este tema, de todos modos, es necesario tener cuidado con la semántica: ¿acaso clásico es sinónimo de antiguo cuando hablamos de literatura? Sí, pero no. Todos los libros clásicos son antiguos; pero el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española), en su tercera acepción, nos ayuda a comprender por qué no todos los libros antiguos son clásicos:
Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia.
Lo que no aclara el DRAE es quién decide lo que es digno de imitación. O lo que es lo mismo: ¿quién decide lo que es bueno y lo que no? ¿Usted? ¿Yo? ¿Mi tía María la que vive en Leganés? ¿En quién podemos confiar para tener un criterio objetivo sobre un libro? Buena pregunta, ¿verdad? Dense un tiempo para buscar una posible respuesta.
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
¿Qué juez es lo suficientemente sincero e imparcial como para sentenciar si un texto literario es modelo digno de imitación?
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
En efecto. La respuesta es el tiempo. Un clásico es una obra a la que el tiempo no solo no ha olvidado sino que le ha dado una suerte de denominación de origen. Un texto que siglos después de su creación sigue vivo porque su contenido sigue vigente. Su mensaje. Su discurso. Quizás un poco oxidado si algunos aspectos tan importantes como el lenguaje o el estilo no se corresponden del todo con los que usamos hoy, pero vivo a fin de cuentas. O, si lo prefieren, que aún no ha muerto. Es decir, un libro inmortal.
Esto no tiene nada que ver con el éxito comercial. To have and to hold, de Mary Johnston, fue el libro más vendido en Estados Unidos en 1900. No les suena demasiado, ¿verdad? Claro que no. Es un libro antiguo, otro más, que el tiempo ha decidido olvidar. Tanto la Celestina como el Quijote fueron también grandes éxitos desde el primer día de su publicación. Pero no han pasado a la posteridad por ello, sino por ser buenas obras. ¿Pero qué significa «bueno» cuando hablamos de literatura? ¿O, más concretamente, «ser bueno»? Estamos tan acostumbrados a pontificar sobre lo bueno y lo malo desde nuestros minúsculos púlpitos unipersonales que solemos olvidar la diferencia entre que algo sea bueno (o malo) y que ese algo nos parezca bueno (o malo). Quizás deberíamos, en nombre de nuestro amor a la lectura, desarrollar un doble criterio: el de saber si ese libro es bueno o no, y el de si nos lo parece. A fin de cuentas, tenemos todo el derecho a que algo bueno no nos guste. Otra cosa es ser conscientes de que esa opinión subjetiva no merma su calidad, por muy subjetiva que también sea la calidad literaria. A mí, por ejemplo, Azorín y Kerouac me aburren soberanamente, aunque jamás podría decir de ellos que son malos autores.
Otro problema al abordar la lectura de los clásicos es que a muchos les entra el canguelo recordando aquellas terribles clases de Literatura en las que se tenía que memorizar la fecha de nacimiento de Jorge Manrique, las características de la épica medieval y eso tan arcaico de contar sílabas con los dedos, amén de esa palabreja tan graciosa que es la sinalefa. ¿Cómo no vamos a tener miedo a los clásicos si, en muchos casos, sus principales defensores han sido siempre filólogos armados con sesudos ensayos y profesores parapetados tras comentarios de texto con miles de apartados donde analizar la estructura externa, la estructura interna y el uso de las herramientas literarias? Filólogos y maestros que suelen olvidar que, además del estudioso de la forma y el contenido, hay un tipo de lector claramente mayoritario: el que lee por el simple placer de leer. No podemos acercarnos a los clásicos como si estuvieran en una mesa de taxidermista: los clásicos están vivos, y merecen ser tratados como tal. Hay que sacarlos de paseo, tomar un café con ellos, escuchar lo que tienen que contarnos, contarles nuestras cosas y quedar de vez en cuando para ponerse al día. «No es verdad», dirán algunos, «los clásicos son aburridos. No se entienden. Hablan raro». Bueno, unos sí y otros no. Pero lo mismo pensarán, yo qué sé, los gallegos de los de Badajoz o los mexicanos de los españoles, y no por eso vamos a dejar de hablarnos unos con otros si nos apetece entablar amistad. En el caso de la literatura, contamos además con la inestimable ayuda de las notas a pie de página, que vienen a ser algo así como ver algo en versión original subtitulada.
Anímense. Saquen un rato para abordar su lista personal de clásicos por leer. Argumentos a favor hay mil, como estosesteeste o incluso este. Pero ninguno es tan poderoso como que los clásicos son, por definición, buenos libros. No lo digo yo: lo dice el tiempo, no se me ha de tachar. Y si no saben por dónde empezar, qué más da. Cojan uno y comiencen a leer. Háganlo por orden alfabético, por el color de la portada, por el que más rabia les dé. Y si aun así siguen sin decidirse, quizás les pueda ayudar esta nueva serie de artículos de Jot Down que comienza hoy con una de las mejores colecciones de cuentos de la literatura universal.
1348. La epidemia de peste que recorre Europa se está cebando con la orgullosa ciudad de Florencia. Nadie sabía qué hacer ante una enfermedad «que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo». Así que un grupo de mozos (siete chicas y tres chicos) deciden marcharse a una quinta a las afueras de la ciudad para evitar el contagio y esperar a que este Apocalipsis en forma de plaga acabe cuanto antes. Qué planteamiento, ¿verdad? Si cambiásemos la fecha por una de dentro de unas décadas y la palabra peste por ataque nuclear, epidemia zombi o invasión alienígena nos encontraríamos con un blockbuster distópico próximamente en todas sus pantallas. Solo que el Decamerón no es un thriller ni sus personajes viven aterrorizados, pues es más una exaltación luminosa del beatus ille y del collige, virgo, rosas. O lo que es lo mismo, un canto a la esperanza del que huye del mundanal ruido. ¿A quién no le apetecería, por ejemplo, marcharse a una villa en la Toscana con unos amigos hasta que se acabe la crisis de una vez? A eso se dedican estos jóvenes: a disfrutar de la belleza de la vida. Que parece que no, pero existir existe. Oigo desde aquí los comentarios jocosos de algún lector más jocoso aún: «Si son jóvenes, lo que harán es retozar todo el día entre ellos». Muy gracioso esto, sí. Pero todos sabemos que esa no es la verdad. A lo que dedican —y no todos— la mayor parte del tiempo es a intentar retozar. Que es lo que les pasa a estos florentinos veinteañeros. Sobre todo, cómo no, a los varones. Sería más fácil emplear un verbo más directo en lugar de retozar, sí, pero estaríamos traicionando la delicadeza con la que Bocaccio describe el despertar a la sensualidad de estos muchachos y muchachas. «¿Me está usted diciendo que el Decamerón, esa joya del Renacimiento escrita por Giovanni Bocaccio, que está considerada como la primera obra en prosa escrita en lengua italiana, es un libro de jóvenes en celo?». Pues sí, caballero, es justamente eso lo que estoy diciendo. Me alegro de que usted tenga más comprensión lectora de lo que dice el informe PISA. Lo que no estoy diciendo en absoluto es que el Decamerón sea un libro que merezca la pena leer porque trate de jóvenes en celo. Pero vayamos a lo importante: ¿qué es lo que hacen estos jovencitos para intentar retozar? Pues lo que hemos hecho todos: hacernos los simpáticos, tontear compulsivamente y, sobre todo, contar historias. Da igual que nosotros comiéramos pipas y echáramos nuestros primeros cigarros en un banco del parque o que los protagonistas del Decamerón canten y rían en ese lugar paradisíaco (locus amoenus para los puristas) en el que están confinados: tanto ellos como nosotros nos desenvolvemos en sociedad contando y escuchando historias; el mayor descubrimiento del ser humano desde la época de las cavernas, cuando hombres y mujeres se sentaban en torno a la hoguera para compartir 
sus experiencias, sus temores y sus fantasías.
Dicho y hecho: cada uno de ellos contará una historia al día durante el tiempo que durará su estancia en la finca. Pero como en este reality show florentino son todos muy renacentistas (y por tanto amantes del orden y la simetría), los jovencitos deciden amablemente entre ellos que tanto cachondeo tiene que estar regido por unas normas. Así que cada noche uno de ellos será nombrado rey o reina para que, entre otras responsabilidades, decida el tema sobre el que tratarán las historias que se narren el día siguiente. Tan solo a Dioneo, el más ingenioso de todos, se le permite salirse del tema propuesto cada día. Hasta aquí el contexto en el que se sitúa el Decamerón. Muchos lectores prefieren saltarse esta introducción para ir directamente a los cuentos. Puede hacerse, pues estos son completamente independientes. Desde aquí recomendamos que no lo hagan, pues, aunque sutil, la relación que se establece entre los jóvenes es un bello estudio de usos amorosos del Trecento, por no hablar del moderno componente metaliterario: las reacciones, halagos y críticas a cada uno de los relatos por parte de los otros nueve narradores. Pero aún hay algo más: una de las características de la literatura es que nos enseña que otros mundos son posibles. Mundos ficticios como Utopía, Lilliput o Macondo,  pero también versiones mejoradas del nuestro. Si releen el párrafo anterior verán que tras esa pátina de happy hippy love, Bocaccio nos plantea la posibilidad real de que en nuestro mundo hombres y mujeres sean iguales y felices por ello; que el poderoso sea elegido en armonía, que este comprenda que su labor es promover la felicidad de sus súbditos para que esa armonía no se rompa. Y, de paso, recordarnos que la libertad individual (incluso rozando la anarquía) debe ser un elemento sine qua non para alcanzar la estabilidad social. Aún así, esto no deja de ser un marco para el desarrollo de los cuentos. Aquí cabría decir aquello de marco incomparable, pero como esto no es un lugar común sino un locus amoenus, diremos que es un marco literario que potencia la unidad de la historia (Florencia, la peste, jóvenes en celo) frente a las obras de arte individuales que son cada uno de los cien relatos (diez días, diez narradores). Bocaccio, siguiendo el gusto medieval por las colecciones de cuentos como el Sendebar, el Calila e Dimna y otros tantos, recopila aquí un microcosmos  en el que todos los lectores u oyentes puedan quedar satisfechos ante el despliegue de cuentos trágicos, cómicos, satíricos, religiosos, sensuales, de aventuras, exóticos, dramáticos, reflexivos, heroicos… Algunos son simples chistes populares y otros, novelas cortas. Muchos están anclados irremisiblemente en la época en que fueron escritos, pero otros nos aportan un punto de vista que incluso hoy nos parece, digamos, no mainstream. La claridad de su estructura, la multiplicidad de temas, la brevedad de la mayoría de los relatos y la sencillez del lenguaje convierten al Decamerón en una lectura muy recomendable para todos aquellos que todavía sienten por los clásicos ese respeto reverencial de se-mira-pero-no-se-toca. Sería impensable hablar aquí de todos y cada uno de los relatos. Ni siquiera en Jot Down nos atrevemos a escribir algo tan largo. Así que nos conformaremos con detenernos en un relato que resume las principales características del libro. Se trata del cuento 32, en boca de Pampinea.
El rey Agilulfo vive feliz en Pavía sin saber que uno de los palafreneros está enamorado de la reina Teudelinga. El palafrenero piensa que eso de la fidelidad está muy bien para los demás; y que si la reina quiere serlo, por él no hay problema siempre que él también pueda conseguir lo que pretende. Así que el buen mozo aprovecha que los reyes duermen en habitaciones separadas para colarse por la noche en la de ella, que, debido a la oscuridad y al silencio del palafrenero, piensa que es su marido y pasa su buen rato con él. Poco después, cuando el supuesto marido ya se ha marchado, al auténtico rey le apetece darse un revolcón con su esposa. Al llegar a la habitación y comenzar a hacerle arrumacos, la reina, juguetona, le pregunta el motivo de tanto fervor. Que si lo de antes le ha sabido a poco.
Llegados a este punto, los contemporáneos de Bocaccio habrían asesinado sin piedad a la adúltera y al vil palafrenero. Garcilaso hubiera compuesto una dolorosísima égloga en la que el rey, años después, seguiría lamentando su dolor. En manos de Shakespeare, el rey decidiría desterrarse tras un extenso monólogo en el que examinaría profundamente el comportamiento del alma humana. Calderón también le daría al monólogo, aunque lo llenaría de antítesis y paralelismos complejos antes de enviar a la reina al convento o, en última instancia, rebanarle el cuello con dolorosísimo pesar. Cualquier autor ilustrado aprovecharía la situación para valorar la necesidad de educar a los criados y así infundir en ellos el deseo de manifestar una actitud ejemplar. En un drama romántico vendría ahora una escena en la que, por este orden, el rey se habría tirado de los pelos, de los cabellos, exclamado «¡oh, ah!» una docena de veces, puesto los ojos en blanco, proferido juramentos espantosos en los que poder incluir aleatoriamente los términos horror, pavor y justo cielo, habría saltado por la ventana, caído encima del criado matándolo por accidente y salido de escena tras soltar una carcajada diabólica con los ojos otra vez en blanco. Galdós habría situado la escena en Madrid y se escucharían a lo lejos los buhoneros del Rastro. La Pardo Bazán argumentaría que nada de esto habría pasado si la mujer tuviera permitido socialmente iniciar ella el acercamiento sexual. Chéjov susurraría algo sobre la lentitud con la que cae la lluvia esta tarde mientras se calienta el samovar, Unamuno haría que el rey se replanteara la existencia de un dios tan inmisericorde, Lorca lo llenaría todo de lunas verdes con hormigas y Juan Ramón Jiménez hablaría de lo maravilloso que es ser Juan Ramón Jiménez. Pero Bocaccio no hace nada de esto. El rey Agilulfo es el más humano, el más cabal y, paradójicamente, el que más nos hace sonreír por lo inesperado de su reacción. Tan solo Cervantes, admirador del florentino, habría podido escribir un final tan redondo. Final que, por supuesto, no vamos a desvelar ya que pueden leer el relato completo aquí y así solo les quedarán noventa y nueve cuentos para terminar esta joya de la literatura universal.
Ayuda para vagos y maleantes: Si, a pesar de todo, la idea de leer cien cuentos escritos en el siglo XIV se hace un poco cuesta arriba, existen varias opciones para acercarse a este clásico: el Decamerón ha sido llevado al cine varias veces, aunque nunca de forma completa. Dado el alto componente erótico de muchos de los cuentos, casi todas las adaptaciones cinematográficas son de la época del destape. La mejor de todas es sin duda la dirigida por Pasolini en 1971. Al igual que Bocaccio crea un marco para unificar los cien cuentos, el director italiano lleva a la pantalla nueve cuentos engarzados gracias a una pequeña trama en la que un alumno de Giotto, interpretado por el propio Pasolini, pinta un fresco en el que incluye a personajes de diversos cuentos. El lirismo de algunas escenas se mezcla con el marcado erotismo de otras, difuminando un tanto la delicadeza característica de Bocaccio. Porque, a pesar de ser un libro de jóvenes en celo, no hay que entrar en el Decamerón con la idea de que vamos a encontrarnos cien cuentos picantes. Es mucho más que eso, igual que los clásicos son mucho más que libros antiguos que hablan raro: ¿por qué no pensar en ellos como en un locus amoenus donde disfrutar de todo tipo de historias mientras esperamos a que la peste pase de largo? 
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