domingo, 11 de septiembre de 2016

Elegía (a mi Seat Ibiza, con quien tanto he rodado)


Era blanco, aunque mi desidia
le oscureció la piel con cagadas de pájaro
y mosquitos estampados.
Era blanco y majestuoso,
no tanto como la Victoria de Samotracia,
ni como el Ferrari de Marinetti,
pero casi.
Se derrumbó a los veinte años
cuando todavía alcanzaba los 140.
De repente se ahogó su voz, dejó de rugir.
No había nada que hacer,
a pesar de que conservaba en perfecto estado
las extremidades y los órganos vitales.
Enmudeció, como el Imperio romano,
como las aulas en verano,
como el arrullo de la fuente en la sequía,
como el DJ a las nueve de la mañana.
El mecánico me miró con tristeza
y sentenció: "La junta de culata está dañada".
El mecánico me detuvo la sangre
y me anudó el estárter.
Fui su auriga durante veinte años.
Me arroparon sus asientos de tela,
su techo con quemaduras de cigarro,
sus esterillas de goma sin fijación.
Me acompañó por las carreteras de La Mancha,
hasta el borde del mundo,
y acogió a compañeros de instituto,
a alumnos, a familiares y a desconocidos.
Era tan hospitalario como los feacios
y Nausicaa lo fueron con Ulises.
Solo la enemiga de la zona azul
lo perseguía con saña
pese a su discreción.
Aceptaba zapatillas con barro,
medias color carne, botas de montaña,
zapatos de tacón, mocasines pasados de moda,
hasta pies desnudos.
Abrió caminos en la nieve
y surcos en el barro.
Saltaba isletas, cortaba líneas continuas,
arrollaba montes y laderas,
sembraba espacios y recogía paisajes.
Fue mi compañero, mi amigo,
mi DJ, mi guía turístico, mi lecho,
mi refugio, mi fiel escudero.
Fue y ya solo es hierro y plástico fundido.
Le erigiré un túmulo en el corazón del desguace.

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