lunes, 29 de agosto de 2016

"Mil veces no" por Rafael Luis Pleguezuelos


Me gusta pensar en la literatura como en un triángulo perverso: el que forman escritores, editores y lectores, a vueltas con sus eternas relaciones depredadoras. Como en todo buen juego, cada cual realiza su tarea al tiempo que vigila a los demás. Ninguno puede vivir sin el otro, y además el sistema tiene una trampa: dos de los gatos quieren cazar el mismo ratón, ese lector cuyos gustos son difícilmente adivinables y que por tanto nunca se sabe hacia dónde va a correr. Editor y escritor, para colmo, entran en la cacería al tiempo que sueñan con un paraíso prometido: el de la historia de la literatura. Las historias de tensión entre los tres vértices del triángulo son mis favoritas, porque con frecuencia son las que mejor te permiten entender qué ocurre dentro de los libros. La literatura es una de las artes en las que conocer las relaciones externas te ayuda a entender las internas, y la razón es que todo se fabrica con el mismo material: las emociones del escritor.
Con la intención probable de demostrar al mundo que la Biblioteca Británica es mucho más que originales de Shakespeare, poemas de Milton y grabados insólitos de Blake, la institución ha inaugurado en su web la exhibición de una colección de documentos contemporáneos que son auténticas golosinas para el amante de literatura. Con ese laconismo casi perverso de los anglosajones, la muestra de la Biblioteca Británica se llama simplemente Artículos de Colección, y está compuesta por unos trescientos archivos en los que podemos encontrar todo tipo de testimonios sobre esas batallas eternas entre los tres vértices del triángulo a los que me refería al principio. Hay fragmentos de diarios de Sylvia Plath rebosantes de confesiones vitales y dudas artísticas, imprescindibles para seguir buceando en el más bello de los desequilibrios. También cartas de un James Joyce que describe su proceso de escritura, acompañadas de un recorte del New York Times que detalla la persecución a la que fue sometido el editor del Ulysses en América, no porque los lectores no se vieran con fuerzas para leerlo —como ocurriría ahora— sino por graves acusaciones de inmoralidad. El artículo incluye algo que visto con ojos del siglo XXI parece una broma más en torno a la inaccesibilidad de la novela: casi mueve a la risa leer que el magistrado del caso reconoce sus problemas para resolver la acusación de inmoralidad porque la novela es «ininteligible».
Pero entre todos los documentos presentados ahora por la British Library, el que me ha fascinado es la reproducción de una carta de rechazo editorial en la que un T. S. Eliot hiriente y airado negaba a George Orwell la publicación de Rebelión en la granja. En el documento, sostenido en la autoridad del membrete de Faber & Faber Ltd, —todavía un prestigioso sello en nuestros días, algo meritorio cuando los catálogos parecen más un bazar que un verdadero proyecto editorial—, el poeta argumenta que «no estamos convencidos de que ese sea el punto de vista correcto desde el que criticar la situación política presente». Unos renglones después, la carta de rechazo se vuelve más explícita y menciona en un tono mucho más coloquial, como si ya mediaran un par de cervezas entre Eliot y Orwell, que «tus cerdos son mucho más inteligentes que los otros animales, y por tanto más cualificados para gobernar la granja». La misiva demuestra un buen conocimiento del material, no obstante, y permite comprobar que T. S. Eliot se tomó su trabajo de juzgar Rebelión en la granja en serio, aunque la historia de la literatura y tantos millones de lectores disientan de sus apreciaciones.

La lectura que en su momento hiciera T. S. Eliot no me sirve simplemente para mostrar el error del poeta, porque eso sería ridículo. El señor Eliot (ganador del Premio Nobel de Literatura en 1948, entre otros galardones), como cualquiera de nosotros, está en su perfecto derecho de no disfrutar Rebelión en la granja. Tampoco pretendo ofrecer ejemplos de rechazo a grandes textos de la historia de la literatura como tantas veces se ha hecho, concluyendo simplemente que si se persevera se puede conseguir la gloria literaria, entre otras cosas porque entiendo que es una conclusión errónea y sacada de la excepción, no de la norma, y que para colmo con frecuencia se sirve como la sopaboba de los mediocres. ¡Cuántas veces hemos oído la historia del prolongado rechazo de Harry Potter y la piedra filosofal y su posterior publicación millonaria en boca de personas que escriben poemas en los que siempre llueve! En la zona del triángulo que afecta a editores y escritores, se olvida con la facilidad del propio interés que un porcentaje elevadísimo de los rechazos editoriales son justos, y que por otra parte si las editoriales realmente intentaran diseccionar todo lo que les llega diariamente consumirían gran parte de sus recursos en un departamento que estaría continuamente buscando flores en la suciedad. Encontrar una Rebelión en la granja entre tantos manuscritos sin un estándar razonable les consumiría demasiados recursos, sin olvidar que encontrar textos, nos guste o no, es solamente una parte del proceso editorial. A muchos puede escocer esto que digo, pero no por ello deja de ser cierto. Además, la respuesta fácil de que el tema de los rechazos editoriales es simplemente una cuestión de fortuna de alguna forma devalúa al verdadero talento, cada vez que un aspirante sin oficio ni habilidad piensa que al que ha triunfado con un buen texto simplemente le ha acompañado la suerte que a él no. Y sabemos que no es solo eso.
No obstante, no todos los clásicos rechazados tuvieron la suerte de encontrar la flemática intelectualidad de Eliot. Nabokov recibió una carta de rechazo editorial en la que se definía a su Lolita como «perturbadora y nauseabunda» (sic), definición acompañada del nada sutil consejo de que «fuera enterrada bajo una piedra durante mil años». Kipling fue rechazado por un editor de San Francisco argumentando que «simplemente no sabe usar la lengua inglesa». Sylvia Plath envió la Campana de Cristal bajo el seudónimo de Victoria Lucas al editor Knopf, y en la carta de rechazo original y sucesivas escribió tres veces mal su nombre —ya un tipo de desprecio de alguna manera—, a pesar de que en algún momento llegó a saber que era Sylvia Plath quien realmente estaba detrás del texto. La carta descartaba la Campana de Cristal de una manera tan humillante como curiosa: «Dudo que alguien más lo publique, así que es posible que nosotros tengamos otra oportunidad en el futuro». También le invitaba a «usar su talento de manera más efectiva la próxima vez», algo que no pudo ser porque Sylvia Plath se suicidó seis semanas más tarde de recibir el rechazo. La editorial Knopf desclasificó hace unos años el informe de En el camino, de Jack Kerouac –—que finalmente, para gozo de tantos lectores, acabó publicando Viking— y compartió las razones ofrecidas por el sello para descartarla: «El suyo es un talento muy mal dirigido… esa novela enorme, desmadejada y sin final aparente probablemente venda muy poco y reciba críticas sardónicas por todas partes».
Hay rechazos crueles pero también los hay curiosos: declinaron el Moby Dick de Herman Melville con una misiva en la que se le animaba a encontrar un capitán con un rostro más popular entre los lectores jóvenes, acompañado de una sugerencia y una pregunta que podrían pasar directamente a la antología de los disparates. La sugerencia era nada más y nada menos si «el capitán no podría luchar contra jóvenes y quizá voluptuosas doncellas», y la demoledora pregunta consistía en: «¿Tiene que ser una ballena?». Gertrude Stein, ofreciendo un manuscrito, obtuvo de Arthur Fifield, fundador de la editorial AC Fifield, esta especie de poema futurista del rechazo editorial: «Soy solamente uno, solo uno, solo uno. Solo un individuo, uno cada vez. No dos, no tres, solamente uno. Solamente una vida que vivir, solamente sesenta minutos en una hora. Solamente un par de ojos. Solamente un cerebro. Solamente un individuo. Siendo solamente uno, teniendo solamente un par de ojos, teniendo solo un tiempo, teniendo solo una vida, no puedo leer tu manuscrito tres o cuatro veces. Ni siquiera una vez. Solamente un vistazo, un vistazo es suficiente. Ni una copia se vendería. Ni una. Ni una».

¿Para qué traigo estas anécdotas, entonces, si no es para abundar en el efecto/bálsamo Harry Potter? Pues porque este tipo de historias sirven para llegar a dos reflexiones de interés: la primera, hacernos conscientes de las dificultades del verdadero escritor para mantener a lo largo de su carrera una doble fortaleza, que además es contradictoria en sí misma: creer a ciegas en su material, pues de lo contrario de dónde va a sacar la fuerza para seguir luchando cada día con las propias dificultades del oficio, y a un tiempo ser capaz de asimilar las críticas a su trabajo, incluso aquellas que lo invalidan totalmente. Un escritor que no sabe escuchar las críticas de los demás, por dotado que se encuentre para su arte, tiene un margen de mejora muy estrecho y no cesará de repetir ciertos errores. Cualquier artista sabe que el aprendizaje viene con la humildad y el perfeccionamiento que esta trae consigo. La cuestión difícil, y a la que se enfrentaron los autores que he mencionado, es saber cuándo hay que realizar la acción contraria: blindarse y cerrar los oídos a las críticas porque una voz interior te dice que son los demás los que se equivocan. Cuando Stevenson entregó el primer borrador de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde a su mujer, esta lo arrojó al fuego delante de una visita porque le pareció un «completo disparate». Un Stevenson necesitado de dinero y que por aquel entonces luchaba contra la tuberculosis y su adicción a la cocaína tuvo que pasar tres días volviendo a escribir la historia para poder presentársela al editor.
La primera conclusión por tanto es que el alma del escritor verdadero debe estar hecha de un material que sea firme y resistente como el hierro pero a un tiempo poroso como una esponja. Ser capaz de resistir y asimilar, acertando en la decisión de cuándo toca una acción u otra. Eso es un talento en sí mismo. Volviendo al primer caso de este artículo: por esas insospechadas conexiones que uno puede descubrir en el material literario, el propio archivo de la British Library contiene un documento en el que el propio T. S. Eliot expresa sus dudas acerca de si La tierra baldía llegaría a ser un buen texto. Todos los escritores que han pretendido llevar su arte más lejos, o a un territorio no explorado, en algún momento de su carrera se han visto en la necesidad de volverse jueces de su propio talento y emitir un fallo acerca de quién está equivocado en el juego escritor-editor-lector, cuándo hacer caso al resto del mundo, en la presunción de que tu obra simplemente puede ser desafortunada (todos los artistas, hasta los más geniales, han producido alguna obra que lo es) y cuándo perseverar porque hay algo bueno en ella que saldrá a flote antes o después. Es bien conocida la anécdota de que John Kennedy Toole, autor de esa maravillosa biblia del realismo sucio que es La conjura de los necios, fue incapaz de asimilar las críticas de su obra. Lo curioso del caso es que uno de los rechazos editoriales que ha trascendido declinaba publicar la novela porque la encontraba «obsesivamente fea y grotesca». Los amantes de La conjura de los necios —entre los que me incluyo— coincidirán en que lo que realmente fascina de la obra de Kennedy Toole es precisamente eso, su capacidad para producir poesía a partir de lo feo y grotesco.

Esta última anécdota nos deja a las puertas de la segunda conclusión, más vaporosa pero igualmente sugerente: la posibilidad de pensar que hay una medida muy considerable de puro azar en la composición de lo que consideramos sólido, esa historia de la literatura que mencionaba al principio como el paraíso prometido de las dos partes del triángulo que están en el negocio. No hace falta decir que nuestro panorama de letras sería muy diferente si Moby Dick, o La conjura de los necios, Dr. Jekyll y Mr. Hyde o En el camino no se hubieran incorporado a nuestra tradición. Así que lo que entendemos por el sustrato fundamental de la literatura no es más que el producto de un juego de dados. Otros textos podrían haber entrado en su lugar, y por tanto se hubieran creado otros efectos de imitación, porque en el fondo el arte no es más que una repetición más o menos disimulada. Eso también quiere decir, como en una de esas bellísimas paradojas borgianas, que existe otro mundo literario que no vemos, una historia de la literatura paralela y sepultada, compuesta por todos los libros que no superaron el rechazo y que tenían tanto valor como los que llegaron hasta nosotros.

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