martes, 12 de abril de 2016

"¿Cómo construimos la casa de Dios?" por Alfonso Vila Francés


A los primeros cristianos se podría decir que los pilló el toro. Un día estaban en las catacumbas, masacrados por Diocleciano, y al siguiente Constantino ganaba batallas con la cruz como emblema.
Tenían que improvisar algo rápido y se les ocurrió coger algo que ya existía y que les venía bien: la basílica romana, que era un edificio destinado a ejercer la justicia. Lo tenían todo hecho ya y no se molestaron más que en cambiar unas esculturas por otras y unos mosaicos por otros. Por un tiempo tuvieron de sobra. Cuando empezaron a abundar los santos y los bautizos, recuperaron viejos edificios romanos para hacer mausoleos y baptisterios, que eran edificios pequeños y de planta central, pero no demasiado originales. El único que se atrevió a crear algo nuevo fue Justiniano, con su Santa Sofía. Y no por la tipología de la planta, sino por su tamaño y por su cúpula sobre pechinas.
Llegamos a la Edad Media y con ella llegamos a los monasterios. Eso ya era otra cosa. La iglesia era parte de un gran conjunto. Sobre el año 1000 aparece el primer gran arte cristiano europeo, el románico. Antes hemos tenido algunos intentos, como el visigodo, el carolingio y el prerrománico asturiano; y desde luego, tenemos el arte bizantino, que no supone ninguna ruptura con el arte romano y continuará casi sin cambios hasta 1453, cuando finalmente caiga Constantinopla en poder del sultán Mehmed II. Pero el románico ya es otra cosa, algo que recuerda muy poco a la antigüedad clásica, ni en su escultura ni en su pintura ni tampoco en su arquitectura, que parece tan alejado como si perteneciera a otra civilización sin contacto con el mundo anterior. Naturalmente decimos «parece», porque los libros de Vitrubio no se olvidan nunca aunque se olviden, es decir, que cualquiera que se plantee construir algo en Europa, ya sea un puente, ya sea un castillo, ya sea un palacio, ya sea una iglesia, no puede librarse de las técnicas ni de los modelos romanos, como tampoco puede dejar de mirar de reojo al arte musulmán, sobre todo en las zonas del sur de Europa y Tierra Santa, donde, no lo olvidemos, llegan las cruzadas.
En cualquier caso tememos un nombre, el abad Hugo de Semur. Él será el responsable de la reforma del monasterio que recibe el nombre de Cluny III. La iglesia del monasterio será el modelo de todas las grandes catedrales románicas, pero el románico no es solo un arte de catedrales y grandes basílicas, como las catedrales de Ripoll y Santiago de Compostela o la basílica de Santa María de Vezelay, es también un arte de pequeñas ermitas e iglesias rurales, como las iglesias del pirineo catalán, o como San Baudelio de Berlanga, e incluso es un arte de criptas, como la cripta de San Isidoro en León. En cualquier construcción románica encontraremos mucho muro, mucha piedra, muy poca luz, poca altura y sensación de solidez, de edificio muy pesado y robusto. No lo hacen por gusto. Por un lado muchas iglesias son edificios defensivos (la iglesia de Santa María de Santa Cruz de la Serós, en Huesca, con su estrecha y oculta escalera para escapar de las razias moras), por otro lado está el asunto del peso de la cobertura. Las bóvedas de cañón derivan su peso a los muros laterales. No hay contrafuertes, como en el gótico. No se pueden poner ventanas porque si pones muchas ventanas el muro no aguanta el peso de la bóveda y el edificio se hunde. Pero los muros tienen una ventaja: se pueden pintar. Y en el románico tenemos esas magníficas pinturas al fresco que no tenemos en el gótico.
Hemos dicho que la primera gran iglesia románica es la de Cluny III. También en Francia, unos doscientos años después, aparece el otro gran estilo de la Edad Media, el gótico. También surge en un monasterio, con una nueva orden, el Cister, creada por Roberto de Molesmes y difundida por Bernardo de Claraval. Al gótico le corresponde vivir el renacimiento urbano de los siglos XIII y XIV, hasta la llegada de las pestes que a partir de 1347 pararán en seco el desarrollo y el crecimiento de la población europea. Por tanto las catedrales góticas ganarán en esplendor a las románicas. Hay más dinero. Hay más ambición. Y el resultado son edificios más altos. El arco apuntado sustituye al arco de medio punto. Tenemos una nueva bóveda, la de crucería, y tenemos los arbotantes, que trasladan el peso a los contrafuertes. Podemos llenar los muros de ventanas, grandes ventanas, incluso podemos hacer que casi desaparezcan los muros, como en la Capilla Real de París. Y por si los edificios no son ya bastante altos, les ponemos remates puntiagudos (los chapiteles o pináculos o agujas caladas) y levantamos los cimborrios románicos.
Pese a todo los arquitectos volverán a mirar a los romanos, ya lo he dicho, pero no de un modo inconsciente sino con pleno interés. Se ha dicho muchas veces que los libros de arquitectura de Vitruvio fueron redescubiertos por un humanista florentino en 1414 en el monasterio de Montecassino. Parece ser que es una leyenda, pero en cualquier caso es un hecho fundamental que el nuevo tiempo, esa Europa que ha sobrevivido a la peste y que ya no es la Europa de la Edad Media sino otra cosa que aún está por definir, se lanza a desenterrar el pasado clásico en todas sus formas. No estaba olvidado, desde luego, pero es ahora cuando aparece la Academia Platónica en Florencia, cuando vuelven las grandes esculturas de bronce (como los condotieros de Donatelo y de Verrochio), cuando se empiezan a traducir los viejos pergaminos griegos, cuando se vuelven a leer los libros de política de Tito Livio, y cuando un orfebre que nunca había construido nada se pone a estudiar las ruinas de Roma y descubre cómo puñetas se puede terminar la catedral de Santa María de las Flores, a la que le faltaba la cúpula. Hemos llegado a Brunelleschi y con él hemos llegado a la gran catedral renacentista.
Si se va a Roma hay que ver el Panteón. Si se va a Estambul hay que ver Santa Sofía. Si se va a Florencia no hay que ser vagos y hay que subir a la cúpula de Santa María de las Flores. Sé que cuesta, está muy alta, hay escalones y escalones y más escalones, y los escalones no se acaban nunca. Pero solo desde dentro de la cúpula se puede entender la cúpula de Brunelleschi. Y cuesta entenderla, pese a todo, porque en realidad son dos cúpulas, o mejor dicho, es una cúpula que esconde en su interior un tambor octogonal, porque se construyó sin andamios, porque se utilizó un sistema de construcción (los ladrillos, y sobre todo, el modo de colocación de estos, intercalando hileras de ladrillos trasversales) inventado por alguien que no dejó ni una nota escrita sobre cómo se hizo, nada que pudiera servir a futuros arquitectos, y porque antes de ponerse a construir su cúpula, Brunelleschi, desilusionado por haber perdido el concurso para las segundas puertas del Baptisterio frente a Ghiberti, se pasó un buen montón de años estudiando sobre el terreno las ruinas romanas.
Pero es que Brunelleschi, además, nos dejó un nuevo modelo de iglesia cristiana, una iglesia que vuelve a la basílica romana pero con una novedad radical: lo más importante de la iglesia es lo que no se ve, lo que no se puede tocar, lo intangible, lo inmaterial: el tratamiento de la luz. ¿Alguien ha visto una zona de sombra en la iglesia de San Lorenzo? No. No hay sombras. Ni hay exceso de luz en otros puntos. Todo allí es uniforme, todo está bañado por la misma atmósfera tenue y diáfana. ¿Y de dónde le viene la luz? Pues no se sabe bien. No tenemos grandes rosetones góticos. La luz parece venir de cualquier lado, pero toda es igual. Y toda es igual porque el arquitecto se ha preocupado por distribuir el espacio de tal modo que ningún lugar de la iglesia se diferencie de los otros, parezca más importante, trasmita una sensación distinta del resto. En una iglesia románica o gótica uno, nada más entrar, sabe que tiene que ir de la puerta hacia el altar, que está al fondo. Cuando uno entra en San Lorenzo se pierde, todo es igual de hermoso, de suntuoso, de armónico. Esté donde esté, mire donde mire, uno sabe que está en un lugar especial, privilegiado.
Vignola devolverá la oscuridad a la iglesia. Recordará un poco al románico pero en este caso su oscuridad es voluntaria, y está reservada solo a las capillas laterales, mientras que la nave central, la única nave central, está toda iluminada. Pero Vignola ha conocido de primera mano el manierismo de Miguel Ángel, y los que le encargan su iglesia, los jesuitas, saben que toca pelear con todas las armas contra los reformadores.
Con Brunelleschi empieza lo que luego continúa Miguel Ángel en su cúpula de San Pedro, lo que luego continúa Christopher Wren en la catedral de Londres, ya en el Barroco, ya en el siglo XVII, lo que continúa Jules Hardouin Mansart en su, también barroca, Iglesia de los Inválidos, lo que se desparrama, en los siglos XVIII y XIX en todas y todas las cúpulas neoclásicas. Salirse de la norma tiene su precio. Brunelleschi no quiso agremiarse, no quiso pertenecer a un sistema donde el individuo contaba muy poco, y tuvo muchos problemas por ello. Como también Mozart se negó a vivir de un único mecenas y por tanto fue condenado a la pobreza. Lo normal es seguir a los maestros, que para eso son maestros, copiar y no innovar, reproducir y no inventar.

Pero el arte avanza al ritmo del mundo. Llega el siglo XX y el hierro, el acero, el hormigón y el vidrio son los elementos básicos de la arquitectura. Y viene Auguste Perret y se atreve a hacer una iglesia de hormigón armado y nada más, es decir, solo hormigón, hormigón, hormigón y hormigón. ¿Se puede pensar en un material más feo, soso y vulgar para una iglesia? Pues si visitan Notre-Dame du Raincy verán que fea no es. Otra cosa es lo que pensaron los que la vieron en 1923. Pero a veces uno se tropieza con un cura atrevido y entonces… bueno, entonces nos podemos tropezar con la iglesia de la Riola, de Alvar Aalto, o nos podemos tropezar con el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, que parece mentira que sea un edificio de la España franquista, y encima la casa del Señor, pero sí, mira tú por dónde, va y el edificio más moderno de la época es una iglesia, y no contentos con el edificio en sí, se atreven a meter esculturas de Oteiza y de Chillida, y para eso había que ser muy pero que muy atrevido… ¿Quién dice que la iglesia es reaccionaria? Pues algunos de sus edificios no lo son, desde luego.

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