sábado, 20 de febrero de 2016

"Umberto Eco, el escritor y los signos" por Rafael Narbona


La muerte de Umberto Eco plantea varios interrogantes. ¿Es posible hacer literatura de masas con la dignidad de una obra inspirada por una alta exigencia artística? ¿Tiene sentido mantener las clásicas distinciones entre géneros o hemos entrado en una época caracterizada por la hibridez? ¿Hay límites entre lo ficticio y lo real que no deben traspasarse? ¿Cuál es el papel del escritor en una sociedad que tiende a menospreciar el hecho estético y no reconoce la autoridad de los intelectuales? Umberto Eco se doctoró en 1954 en la Universidad de Turín, con una tesis que se publicaría dos años más tarde con el título El problema estético en Santo Tomás de Aquino. Profesor de comunicación visual en Florencia, se especializó en semiótica y en 1962 publicó Obra abierta, un inspirado ensayo que reproducía las principales tesis de la Escuela Hermenéutica de Hans-George Gadamer: no hay obras cerradas y con un sentido unilateral y definitivo, sino textos en movimiento caracterizados por la polisemia y la polifonía. El sentido no debe buscarse en la realidad empírica, sino en un orbe inteligible, semejante al Mundo de las Ideas de Platón. Wittgenstein no se equivocaba al postular que el sentido del mundo se encuentra más allá de sus límites físicos. En el caso de la literatura y el arte, no hay una verdad revelada ni una escisión ontológica. Simplemente, la referencia del hecho estético es el la historia del hecho estético, con su tradición precedente y las inevitables transformaciones que experimenta una obra con el paso de las generaciones. Cada interpretación es un nuevo estrato que engrosa el perfil de un texto. Por eso, la crítica y la creación literarias son arqueología, pero arqueología viva, dinámica, que -lejos de preservar el pasado- lo multiplica en distintas direcciones. 

Corroborando las tesis de Roland Barthes, Eco postula que en cada obra hay una estructura que soporta los cambios introducidos por cada lector y cada época. No se trata de una estructura estática, sino elástica que convierte la experiencia estética en una interlocución entre el autor y el espectador, o entre el autor y otro autor. Cualquier obra es una fusión de horizontes. Es imposible concebir a Leopardi, sin Dante y Hölderlin. La literatura siempre es un palimpsesto, pues la escritura (o el arte) siempre deja una huella, un surco, que otros aprovechan para crear nuevas formas.

Umberto Eco profundiza su análisis de la cultura y la creación artística en Apocalípticos e integrados (1964), interrogándose sobre el valor de la cultura de masas. Eco se aleja de las posiciones apocalípticas o aristocráticas, que desdeñan la cultura popular. La distinción entre alta y baja cultura formulada por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930) le parece estéril, pues la cultura popular no es el fruto de una degradación estética, sino la expresión de una época o, por utilizar un concepto hegeliano, una figura que encarna el devenir del Espíritu. Superman es un mito moderno, tan valioso como Heracles, Aquiles o Sansón. El superhombre del cómic norteamericano no es una vulgarización del mito del héroe, sino una actualización del viejo drama del paladín, campeón o semidiós, cuyo poder esconde una trágica vulnerabilidad. En el caso de Superman, el talón de Aquiles se convierte en exposición a un mineral extraterrestre, la famosa "kryptonita". Este recurso no significa bajar un escalón en la escala épica, sino renovar su potencial dramático.

El nombre de la rosa, que apareció en 1980, es la plasmación literaria de esta interpretación de la cultura. Ambientada en el siglo XIV, la peripecia de fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso Melk en la abadía de los Apeninos ligures se despliega como una trama policial, con grandes dosis de suspense. Es indiscutible que el éxito de la novela procede de esa intriga, pero la cadena de misteriosos asesinatos se revela compatible con los conflictos teológicos entre franciscanos y dominicos. Los franciscanos reivindican la pobreza evangélica y la ternura de Jesús, que advirtió: "Misericordia quiero, no penitencia". No conciben límites en el poder de Dios y creen que podría haber creado un mundo donde el pecado fuera virtud o el tiempo avanzara macha atrás. Incluso podría haber engendrado un universo donde no existiera Dios. Por el contrario, los dominicos creen que Dios está limitado por la Razón. Su voluntad es omnipotente, pero no puede cambiar las leyes de la naturaleza, invirtiendo el orden temporal o transformando el mal en excelencia moral. La aparición en la biblioteca de la abadía de la extraviada sección de la Poética aristotélica dedicada a la comedia amenaza con añadir nuevas fisuras a la Cristiandad, justificando el escarnio de cualquier verdad de fe, con el pretexto de no oponer cortapisas ni objeciones al humor. La risa es subversiva, insolente e impúdica. No puede contar con el respaldo del Filósofo, término que se atribuía por excelencia a Aristóteles en el siglo XIII. Ocultar ese manuscrito justifica perpetrar los crímenes más horrendos.

Creo que el mejor Eco se encuentra en los tres títulos citados. El resto de su obra tiene un indudable interés, pero carece de la misma altura. Eco intentó repetir la fórmula de El nombre de la rosa con El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010), pero con resultados mucho más mediocres. No olvido su Tratado de semiótica general (1975) y su ensayo Lector in fabula (1979), que aportaron brillantes ideas sobre la intertextualidad, los signos y la comunicación. Sin la profundidad de Gadamer o Ricoeur, Eco abordó el tema de la comprensión, una forma de conocimiento alternativa a la verificación empírica de las ciencias naturales, que ha reducido la verdad a tristes evidencias, proscribiendo experiencias como la fe y menoscabando la trascendencia del fenómeno estético.

Al igual que Borges, Eco preconizó la autonomía del hecho literario. El escritor no se nutre necesariamente de vivencias, sino de lecturas. Escribir es una extraña forma de vivir, pero no está de más recordar que la palabra es la principal seña de identidad de la especie humana. Creo que ahora estamos en condiciones de responder a las preguntas del inicio de esta nota. El nombre de la rosa es la prueba irrefutable de que la cultura de masas no está divorciada del rigor estético. La reciente muerte de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor (1960), corrobora esta tesis. Los límites entre lo real y lo ficticio deberían ser inexistentes en el ámbito de lo imaginario, pues la creación artística exige una completa libertad.

En Número Cero (2015), Eco critica al periodismo sensacionalista, pero desliza otro mensaje no menos importante: el escritor es un demiurgo que dilata lo real. Por eso mismo, resulta absurdo respetar la canónica de los géneros. A sangre fría (1966), de Truman Capote, es a la vez novela e investigación periodística. El nombre de la rosa es novela histórica y policíaca, teología y filosofía, e incluso se permite una breve incursión en el romance y la pulsión sexual. Eco no fue Camus ni Unamuno, pero siempre se mantuvo al corriente de los cambios políticos y sociales, expresando opiniones que agradaron a unos e irritaron a otros. No ocultó su antipatía hacia Ratzinger ni su aprecio hacia la labor reformadora del Papa Francisco. Su visión de las cosas a veces pecó de cierto apresuramiento. Como buen italiano, se apasionaba con facilidad, lo cual no suele favorecer la ecuanimidad. ¿Soñaba Eco con el paraíso? Es posible. Si era así, su fantasía le atribuiría forma de biblioteca. No me cuesta mucho trabajo imaginarlo en la Biblioteca de Babel, discutiendo con Borges sobre el tiempo o los universales. 

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