domingo, 29 de noviembre de 2015

"Vía Láctea" por Manuel Vicent


Los ricos bombardean, los pobres ponen bombas; los ejércitos machacan al enemigo masivamente de arriba abajo, los terroristas contraatacan de abajo arriba con espasmos ciegos. En lo alto de tanto odio está la Vía Láctea. Los misiles se sirven de ella para orientar su trayectoria hacia el objetivo con precisión matemática, pero esa lechada nocturna también está al servicio de los sueños confusos de los poetas y del instinto del escarabajo pelotero. Vaghe stelle dell’Orsa. Así empieza el poema de Leopardi, en que recuerda las noches de verano cuando echado en la yerba del jardín mirando el carro de la Osa en el cielo escuchaba el susurro del viento en los fragantes senderos y las voces, el quehacer tranquilo de los criados dentro de casa y pensaba en la arcana felicidad de liberarse del dolor y de cruzar un día el mar y los montes azules. La Vía Láctea se extendía también la otra noche sobre el público que llenaba el estadio de fútbol después de un neurótico control policíaco. Durante el minuto de silencio en homenaje a las víctimas del terrorismo sonó La Marsellesa interpretada por un órgano lento y los futbolistas del Real Madrid y del Barça, alineados en medio de la cancha, llevaban el torso cubierto con un chándal para ocultar los nombres de Qatar y de Emirates que lucen sus camisetas. Mientras sonaba La Marsellesa, yo miraba la Vía Láctea y pensaba en los misiles que corrigen el rumbo con las estrellas, recordaba los versos de Leopardi e imaginaba el trabajo que cualquier escarabajo pelotero estaría realizando en ese momento. El escarabajo pelotero con la paciencia necesaria construye una bola con las heces que encuentra en su territorio y la arrastra hasta el nido para que la hembra deposite en ella una larva. En ese trayecto nocturno el escarabajo se orienta también por la Vía Láctea, como los poetas, como los bombarderos.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Contra el despotismo (E.L. Doctorow)


Un compañero sevillano con el que compartí un año glorioso en la Serranía Baja de Cuenca ha extraído este fragmento del escritor recientemente fallecido, E. L. Doctorow. Se lo agradezco. Deberíamos grabarlo con cincel encima de la pizarra. Es uno de esos momentos literarios que te hacen sonreír con sarcasmo y te desnudan delante de las cámaras. El texto no merece más comentarios, desmantela, con una sonora bofetada, los cimientos de la idiotez de quien se encarama a un púlpito, sea del tipo que sea:

"Eres una mala influencia en mi clase, Albert, dijo. Voy a hacer que te manden a otra. No lo entendí. Le pregunté qué había hecho de malo. Te estás sentado allí atrás sonriendo y soñando despierto, dijo. Si todos y cada uno de los alumnos no me prestasen atención, ¿cómo podría mantener mi amor propio? Con ese comentario aprendí en un instante el secreto de todo despotismo".

E. L. DOCTOROW

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Una cuestión de prosa" por Antonio Muñoz Molina


Todo se olvida muy rápido entre nosotros, así que ya no habrá muchos que recuerden la época en la que se puso de moda, en ciertos ámbitos poco ventilados de la cultura literaria española, el término insultante y genérico de “angloaburridos”. Es probable que su inventor fuera Francisco Umbral, que lo usó mucho, pero también lo hizo suyo Camilo José Cela, y con él la cohorte numerosa de columnistas que le daban coba. Angloaburridos eran, o éramos, los escritores jóvenes que en vez de seguir el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de la prosa del premio Nobel, el tronco rancio de lo implacablemente español, imitábamos a escritores anglosajones, cuyos nombres nunca se precisaban, quizás por falta de familiaridad, o hasta de pura información. Un angloaburrido, como su propio nombre indicaba, era alguien que escribía como si tradujera del inglés, sin sangre hispana en las venas, tan tedioso por comparación con aquellos grandes maestros de la prosa nacional como un té tibio comparado con una copa recia de cazalla, un falso cosmopolita lánguido y hasta sospechoso de poca hombría. En una ocasión en la que Cela me honró con un artículo insultante, sus palmeros y costaleros celebraron a grandes carcajadas aquella muestra de ingenio satírico español, enraizada, decían, en lo mejor de las peleas literarias del Siglo de Oro. Uno de ellos, para ridiculizarme más, me comparó a ese tontorrón de las películas del Oeste que entra al saloon y pide un vaso de leche, ganándose el escarnio de la clientela y un puñetazo del sheriff —Cela como un montañoso John Wayne— que después de derribarlo sin ningún esfuerzo se toma un lingotazo de whisky.
Nos llamaban 'angloaburridos' a los jóvenes que no seguíamos el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de Cela, quien me honró con un artículo insultante
Había en todo aquello un gran encono político, porque eran esos años últimos de Gobierno socialista en los que la derecha andaba embravecida por la impaciencia de recuperar el poder. También era un episodio más de la tristísima maledicencia literaria española, que unas veces adopta disfraces de izquierdas y otras disfraces de derechas, detrás de los cuales se percibe siempre el mismo aliento podrido de rencor y desdén. Pero se trataba, en el fondo, de una cuestión de estilo, que se manifestaba en la práctica en una idea de la prosa: la prosa de las novelas y también la de las crónicas y las columnas de periódico, la herramienta lingüística más elemental con la que contamos para narrar el mundo, para intentar comprenderlo o explicarlo; pero con la que también es posible volver turbio lo transparente y confundir a la inteligencia enredándola en palabrería sonora, en puro embuste cínicamente ofrecido en el envoltorio de papel brillante de lo “muy bien escrito”, o en grosería chulesca presentada como autenticidad.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios: la primera ayuda a que parezca que se dice algo no diciendo nada; la segunda sirve para descargar sin ningún peligro la agresividad contra los débiles, especialidad de Quevedo y de Lope cuando se hacían los graciosos acusando a otros de judaísmo o herejía, en una época de prisiones y hogueras inquisitoriales. Inventar la democracia sobre la marcha, como se hizo en España, requería inventar otra forma de prosa, recobrando tradiciones aniquiladas o perdidas, y también, desde luego, imitando modelos exteriores, igual que se imitan instituciones y leyes.
Donde mejor se aprende esta prosa es en la cultura inglesa; en la literatura de invención pero ni mucho menos solo en ella; en la prosa de periódico, en los ensayos, en los libros de historia y en los de divulgación científica, en diarios personales, en reseñas de libros o de arte.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell
Una prosa así es tan imprescindible para comprender la realidad como un instrumento de medición o de observación, un barómetro, un sextante, una lente de aumento. Cada autor tiene un estilo igual que cada persona tiene una voz, pero en la prosa de la que hablo hay muchos rasgos comunes: precisión y flexibilidad; mesura de tono; una capacidad para volver transparente o al menos inteligible lo complejo sin banalizarlo ni simplificarlo; una preferencia por la eficacia expresiva sobre los despliegues de virtuosismo; una fluidez unas veces directa y otras ondulante que se aproxima al discurrir de los procesos mentales; una disposición para volverse invisible, haciéndose táctil, visual, oral, apasionada, irónica, grave, según la materia que trate en cada momento; una actitud tan respetuosa hacia el lector como hacia el propio tema tratado: el tema es digno de conocerse y explorarse; el lector posee su propia inteligencia soberana, de modo que se ofenderá si se le trata como un ignorante o un convencido de antemano, y si hay que persuadirlo habrá que hacerlo con la mejor información posible y con los razonamientos más claros.
Es muy probable que esa prosa, que se formó entre el siglo XVII y el XVIII, llegara a la lengua inglesa desde dos culturas extranjeras: la castellana y la francesa. La prosa de ficción viene de Cervantes; la reflexiva, de Montaigne. En el prólogo del primer Quijote el amigo ingenioso y anónimo le hace al novelista una descripción muy precisadel tipo de escritura en prosa que requiere su gran empeño narrativo, tan nuevo que no hay modelos en los que apoyarse: “No hay (...) sino procurar a la llana que con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuese posible, vuestra intención, dando a conocer vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos”.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios
De la prosa limpia de Cervantes, culta sin pedantería y llana sin vulgaridad, tan flexible que se adapta a cualquier escenario, personaje, forma de habla, proviene directamente todo el primer gran tirón de la novela inglesa, desde Fielding y Swift a Dickens. Y de las traducciones al inglés de Montaigne, que hizo un amigo heterodoxo de Shakespeare y de Giordano Bruno que se llamaba John Florio, viene la prosa del ensayo, que es muy pronto la de la reflexión política y la de la crítica de la religión y del conocimiento, y también la de la literatura científica, que tantas veces se mezcla jugosamente con la literatura de viajes. No es una prosa de adoctrinamiento, ni de misticismo religoso o patriótico, ni de mareo verbal. Le sirvió a Charles Lyell para contar con una riqueza literaria extraordinaria susPrincipios de Geología, sin los cuales Darwin no habría dispuesto del marco temporal muy poco antes inconcebible que daba solidez a su teoría de la evolución. Le sirvió admirablemente a Darwin, que fue, de una manera inseparable, un gran científico y un gran escritor. Es la prosa en la que David Hume examinó las sutilezas y los engaños de la conciencia y las fantasías adormecedoras o tóxicas de la religión, y en la que Mary Wollstonecraft vindicó luminosamente los derechos de la mujer.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell para no dejarse nunca seducir por las promesas del totalitarismo y denunciar antes que nadie sus crímenes, asentados sobre la corrupción del lenguaje. Él mismo lo resumió mejor que nadie: “Una escritura que tenga algo de relevancia solo puede producirse cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo”.

martes, 17 de noviembre de 2015

"Que tire la primera piedra" por Ernesto Filardi


En el principio todo era claridad en la literatura. Sentimientos puros, moralinas, moralejas y amor más allá de lo concebible. La justicia poética garantizaba que el justo sería salvado y el pecador condenado a muerte, al infierno y la mayoría de las veces a ambos. El Romanticismo trajo sus nubecillas oscuras, claro está, con esos chiquillos revoltosos que gritaban al borde de los acantilados y coqueteaban con quitarse la vida a sí mismos y devolvérsela a otros. Parecía más sensato dejarles que hicieran, porque es lo que tiene la juventud, que es muy escandalosa y le gusta provocar. Y mejor permitir que se desahogaran por escrito, no fueran a liarla como años antes había pasado en la Bastilla. Que Victor Hugo incitara a una nueva revolución en sus novelas o sus piezas teatrales era algo incluso tolerable. El sistema podía hacerse cargo de ello. Las formas no es que fueran las adecuadas, pero de algún modo aquellos ruidosos iconoclastas buscaban algo noble: una nueva jerarquía social que, aun basada en ideas escandalosas, pretendía instaurar una nueva definición de la justicia y el orden.
Todo era, por decirlo así, manejable. Tuvo que ser Baudelaire el que hiciera saltar todo por los aires al escribir que es el diablo quien empuña los hilos que nos mueven. Invocaciones a Satán, cuerpos humanos descomponiéndose en un camino, hombres que se sienten libres tras matar a su esposa o mujeres que maldicen a Dios mientras planean matar a su hijo recién nacido. Un estilo tan novedoso y catárticamente cruel no podía dejar indiferente a nadie: sus seguidores e imitadores surgieron como la espuma en poco tiempo y el mal y el pecado se adueñaron de lo que hasta entonces había sido, por lo general, un inventario controlado de costumbres, hazañas y miserias del ser humano.
Jamás el mundo cambió tanto y tan deprisa como en el periodo que transcurre entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. Una globalización 1.0 a la que no todos supieron adaptarse. Al hablar de esta época suelen venirnos a la mente el colonialismo, el avión, el cine, el psicoanálisis… Y es también el momento en que el diablo entra por la puerta grande del arte para ser algo más que un villano de comparsa. La gran literatura comienza a llenarse de protagonistas oscuros y malvados, algo que hasta el momento se reservaba para los mal llamados géneros menores. Los escritores se entregan con ardor a su nuevo objetivo: indagar en las raíces del mal, retratar lo que de podrido tiene nuestra sociedad. Mirar a la cara al diablo para tenerlo como compañero de juegos. En algunos casos no era más que una provocación para epatar beatas y en otros un nuevo modo de reivindicar la bondad y la belleza del mundo dando un gran rodeo, como la vacuna recién descubierta que inocula la enfermedad para poder curarla.
En una categoría especial están los textos en que el pecado y el diablo son el arma con la que el escritor da un golpe sobre la mesa para mandar al cuerno a la sociedad que le ha tocado en suerte. Oscar Wilde lo hizo varias veces tanto con su Salomé, que es el más hermoso canto al exceso de los siete pecados capitales, como con El retrato de Dorian Gray, una reivindicación del horror como forma de escapar de un mundo insensible y enmohecido.
En España, quien mejor y con más elegancia supo llevar el pecado por pancarta fue don Ramón María del Valle-Inclán. Aunque Max Estrella considera a Goya el verdadero autor del esperpento, es en las llamadas obras míticas donde las pinturas negras del sordo de Fuendetodos toman vida en el escenario. Y qué vida, válgame Dios. La Galicia rural de la santa compaña, de los cruceiros y los trasnos, es el marco ideal para recrear las pasiones enajenadas de los héroes clásicos. Si el esperpento —y volvemos a las palabras de Max Estrella— es Aquiles reflejado en los espejos deformes del callejón del Gato, en la Galicia mítica Ulises es un forajido que gusta de matar a sus amantes y Andrómaca una alcohólica lasciva a quien el diablo le lame la entrepierna.
Son varias las obras que Valle sitúa en Galicia, siendo su trilogía de Comedias bárbaras el gran canto épico de la avaricia, la lujuria, la soberbia y sus cuatro hermanas en la España profunda. Y sin embargo, pocos textos de la literatura pecaminosa universal pueden presumir de la fuerza expresiva y demoledora que tiene Divinas palabras ya desde su mismo arranque: sentados a la puerta de una parroquia está una pareja, la mujer con su recién nacido en brazos y sangrando tras la bofetada que el hombre le ha dado porque ella se niega a abandonar al crío. Pedro Gailo, el sacristán, sale de la iglesia no para ayudarla sino para echarlos de allí, no sea que espanten a los fieles:
Pedro Gailo —¡A otro lugar era el iros con vuestros malos ejemplos, y no venir con ellos a delante de Dios!
Lucero —Dios no mira lo que hacemos. Tiene la cara vuelta.
Pedro Gailo —¡Descomulgado!
Lucero —¡A mucha honra! ¡Veinte años llevo sin entrar en la iglesia!
Pedro Gailo —¿Te titulas amigo del Diablo?
Lucero —Somos compadres.
Poco después de este diálogo, Lucero matará a la madre y al crío para librarse de ambos. Así, teniendo a uno de los personajes principales sintiéndose libre como el sol cuando amanece sobre las flores del mal, Valle podrá comenzar tranquilamente a plantear la trama principal. La semejanza con lo que hemos contado de Baudelaire en el segundo párrafo no es casual, pero se ve que a este don Ramón de las barbas de chivo tal sarta de pecados y delitos no le parece suficiente. No deja de ser fascinante que la exuberancia demoníaca del poeta francés sirva aquí tan solo de pequeño aperitivo para presentar a un personaje. Estamos en una pieza teatral, recuerden, y sobre el escenario se puede y se debe añadir más chicha que a un poema, por muy diabólico que este sea. Si Baudelaire forjó su obra sin más ayuda que la de su inspiración y un poco bastante de opio, hachís y alguna otra cosa, ¿qué podría conseguir un admirador suyo que además contaba con las pinturas negras de Goya, un entorno tan propicio para la brujería como la tierra de las meigas y un país convulso como lo fue la España deMaura y Alfonso XIII al poco de estallar la Revolución bolchevique? La respuesta, porque no es una pregunta retórica, es todo. Todo lo que se propusiera. Y por suerte, Valle-Inclán se propuso mucho literariamente hablando.
La historia gira en torno a Laureaniño el idiota, un enano hidrocéfalo cuya madre lo lleva en una carreta por ferias y mercados para sacar unas monedas a quien quiera ver al niño de cerca. Cuando ella muere, el niño será la herencia suculenta que se repartirán con avaricia desmedida los hermanos de la difunta. Uno de ellos, el ya mencionado sacristán Pedro Gailo, dejará que sea su esposa Mari-Gaila quien se encargue de continuar sacando tajada de la malformidad del crío en los días que les corresponden de custodia. Pero Lucero, ahora llamado Séptimo Miau tras volver a la soltería, no dejará que se le escapen ni las monedas de los viandantes ni las piernas de Mari-Gaila.
Por si todo esto fuera poco, y para evitar dudas sobre la condenación de las almas de estos personajes, la musa más expresionista de don Ramón se viste de gala para ayudarle a llenar el tablado de engendros demoníacos, lujurias incestuosas y exabruptos en bocas desencajadas. Aún faltan tres años para que Murnau estrene suNosferatu, pero da un poco igual porque ya sabemos que en el mundo no hay vampiros. Otra cosa, claro, son las meigas de Galicia, que rondan a sus anchas en Viana del Prior y en las pedanías de alrededor, como aquella en la que morirá el pobre Laureaniño por culpa del alcohol que le ofrecen unos cuantos farandules de farra mientras la esposa del sacristán se entrega a Miau. Llegados a este punto, el público comienza a impacientarse esperando a que de un momento a otro llegue el juicio final que borre a tanta calaña de la tierra.
Pero aún estamos a mitad de obra. Aún tenemos que ver al sacristán borracho y muerto de celos que pasa de querer limpiar su honra presentándose ante la justicia con la cabeza rebanada de Mari-Gaila a intentar vengar su cornamenta encamándose con la hija de ambos. Nos queda ver la escena que haría sonreír al Goya que pintó los aquelarres más oscuros, cuando el mismo demonio ayuda a Mari-Gaila a regresar volando a casa con la pesada carreta y el cadáver de Laureaniño a cambio de un viaje entre sus piernas:
El macho cabrío revienta en una risada y desaparece del campanario cabalgando sobre el gallo de la veleta (…) Mari-Gaila se siente llevada en una ráfaga, casi no toca la tierra. El impulso acrece, va suspendida en el aire, se remonta y suspira con deleite carnal. Siente bajo las faldas las sacudidas de una grupa lanuda, tiende los brazos para no caer, y sus manos encuentran la retorcida cuerna del cabrío.
El cabrío —¡Jujurujú!
Mari-Gaila —¿Adónde me llevas, negro?
El cabrío —Vamos al baile (…).
Mari-Gaila —¡Ay, que desvanezco! ¡Temo caer!
El cabrío —Cíñeme las piernas.
Mari-Gaila —¡Qué peludo eres!
Mari-Gaila se desvanece, y desvanecida se siente llevada por las nubes. Cuando tras una larga cabalgada por arcos de luna abre los ojos, está al pie de su puerta. La luna grande, redonda y abobada, cae sobre el dornajo donde el enano hace siempre la misma mueca.
Hace más de ciento veinte años que se estrenó la Salomé de Wilde mientras su autor estaba en la cárcel por delitos contra la moral pública. Casi cien desde que Valle publicó Divinas palabras, aunque tardó catorce años más en llevarse a escena. Desde entonces, decenas de miles de obras se han escrito en todo el mundo. Unas cuantas de ellas, y algunas muy recientes, pretendieron recuperar esa orgía inexplicable de pecado, destrucción y belleza. La realidad es que muchos de esos textos solo llegaron a ser un modo ridículo e impostado de corearcaca y pis para que las señoras que pagaban de más para presumir de perlas falsas se hicieran las escandalizadas removiéndose en sus palcos reservados. No sería justo, sin embargo, decir que ningún dramaturgo ha estado a la altura lírica y diabólica de Wilde o de Valle: bastaría mencionar a Genet o a Koltèspara desmontar esa falacia. Aun así, hablamos de obras que, un siglo después, siguen fascinando a un público entregado y quebrando la cabeza a escenógrafos y directores que no terminan de saber bien cómo transmitir esa fuerza teatral y poética al escenario sin que quede ni ridículo ni pasado de rosca. A ver quién es el listo que sabe encontrar el punto medio de la credibilidad en las mieles del exceso.
Al igual que en Baudelaire, el tránsito por el pecado de Valle es una búsqueda de lo eterno. Si el poeta maldito bendecía a Dios por dar el sufrimiento como divino remedio a nuestras impurezas, la obra de Valle termina con Mari-Gaila recibiendo el cálido cobijo de la voz divina tras ser apedreada por los vecinos del pueblo por adúltera. Será su propio marido quien pronuncie las consabidas divinas palabras en latín a las que se refiere el título: «Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lapidem mitta». Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y el pueblo, por supuesto, detiene la lapidación. Cómo no hacerlo, si cada uno de los personajes es una radiografía de esa España envidiosa, egoísta y soberbia que tanto conocemos y reconocemos.
Nosotros, público de hoy, seguimos siendo vecinos de Viana del Prior. Es por eso que también bajamos las manos. Nuestras conciencias se vuelven a conmover por aquella emoción litúrgica que no terminamos de comprender. Nuestras viejas almas infantiles respiran un aroma de vida eterna al ser testigos de que otra realidad es posible. Una realidad cruel y escatológica, impregnada del olor dulzón de los pecados más ocultos. Algo más resuena en el aire mientras el telón desciende lentamente. Es un susurro, un eco apenas perceptible pero creciente: el aliento trágico de los héroes míticos que están regresando al hogar de nuestras vidas. Los desterramos de ellas cuando nos metieron en la cabeza aquello del racionalismo y el orden social, y en este tiempo sin nosotros han conocido la imperfección, la gula, la soberbia y el incesto. Es en textos como estos donde aprendieron a sentirse cómodos, donde consiguieron instalar su nuevo reino. Un reino amargo, épico e infernal en el que refugiarnos, por fin, cada vez que necesitemos escapar de este valle de lágrimas y bostezos en que hemos convertido nuestros pasos.


domingo, 15 de noviembre de 2015

Recomendaciones lectogastronómicas: hoy, Miguel de Cervantes


Cervantes es un huevo frito en sartén de hierro acompañado por unas patatas a lo pobre con aroma de ajo y aceite de oliva. Todo servido en una cazuela de barro desportillada, para comerlo con las manos, empapando el pan de hogaza en el huevo y atenazando con los dedos las patatas chorreantes. Una delicia sencilla que muy pocos aborrecen y muchos celebran, un manjar de pobres que se amansa en el paladar como el rodar de un carro de bueyes. De segundo, Cervantes es un guisado de caza, de los que se dejan cociendo en las ascuas a fuego lento hasta que el caldo se puede apresar entre los dedos como materia sólida. Carnes recias que por la magia del fuego y del tiempo van dejando su aspereza en el agua que los riega y se enternecen como los infantes cuando embocan el pezón de la madre.
Cervantes es aire, fuego, tierra y sobre todo... vino, vino con cuerpo que atraviesa el paladar y el esófago para caldear las tripas y hacer hervir la cabeza con imaginaciones y ocurrencias que despiertan risa y melancolía, a partes iguales. "Dadme de lo caro, que el agua no alimenta" dice Sancho a una ermitaña para reclamar lo que pide el cuerpo. ¿Y dónde quedan los tan cacareados "duelos y quebrantos"? Esos se los comió todos don Miguel, a carrillos llenos y masticando con las encías, que las muelas ya habían naufragado en el asendereado trajín de los años.  

domingo, 8 de noviembre de 2015

De San Clemente a la playa de Barcleona IV: "Don Quijote en la playa y Frank Sinatra en Igualada"


Llegan don Quijote y Sancho a Barcelona la noche de san Juan para ser derrotados, para descender a los infiernos de la realidad. Quedan impresionados por el mar, más extenso que las lagunas de Ruidera, y por el estruendo de las galeras. Llegan para comprobar la malicia de los muchachos, la sensibilidad de sus caballerías y el espíritu burlesco de los poderosos. Llegan para visitar la ciudad, para que las gentes gocen del placer de reírse del caballero loco que ya andaba en libros. Llegan pues para comprobar que en todas partes cuecen habas y en Barcelona a calderadas. Llegan para visitar una imprenta y ver cómo se componen los libros. Llegan para ver una galera y comprobar cómo esos ingenios con la ayuda de los vientos y del látigo se mantienen sobre las aguas para hacerle frente al turco. Llegan para que en la playa de Barcelona sufra el caballero un revés definitivo. Derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, volverá a su vida de hidalgo y morirá cuerdo y llorado con sentimiento por su escudero. En Barcelona, como cuenta Cide Hamete, no se hace nada distinto a lo que ya se ha hecho con la figura del caballero: todos lo conocen, todos se ríen de él, todos lo utilizan como un pelele al que zarandear..., las ansias de diversión tienen a veces como instrumento la mala baba de toda la vida.
En los paseos de don Quijote por la ciudad no tuvo la oportunidad de ver los edificios modernistas, ni la Sagrada Familia, ni el mercado de la Boquería, ni las plazas abiertas y espaciosas, ni turistas orientales; pero sí disfrutó del puerto, del mar. A nosotros no nos estaban esperando los muchachos para poner aliagas en el culo de las caballerías; los muchachos los llevábamos nosotros, en modernos jumentos de chapa y cristal. Ellos, como don Quijote, se enfrentaron al mar con la boca abierta y la respiración entrecortada. El mar siempre ahoga al hombre del interior. El mar y las grandes ciudades portuarias. "Esto es mejor que Madrid", se les oía decir a algunos cuando hablaban a través de los móviles con sus familias. La chanza, la burla y las ganas de diversión, eso sí, también se han mantenido con el tiempo.
Por la noche, en Igualada, un karaoke se convirtió en el escenario perfecto para desarrollar ese espíritu jocundo que nos vincula a los personajes del Quijote. Algunos de los lugareños parecían sacados de la España profunda de los 70. Se cantaba a Manolo Escobar, a Eros Ramazzoti, a los Chunguitos... No sé si es un truco de la memoria, pero creo que alguno de los intérpretes vestía pantalones de campana y camiseta remangada hasta el hombro. Y no sería de extrañar, porque cuando salió al centro de la pista el Frank Sinatra de Igualada, el público enmudeció. Cantó "A mi manera" en español con la pasión que el Fary ponía en su torito guapo. Indescriptible. Hay que ir a la ciudad textil para deleitarse con el poder de la máquina del tiempo. Los chupitos de melocotón volaban en el interior del local, mientras el galán local cantaba con voz meliflua el "Jardín prohibido" de Sandro Giacobbe. Puro Cervantes o Torrente, no sé, las bolas de cristales me confunden.        

miércoles, 4 de noviembre de 2015

De San Clemente a las playas de Barcelona III: Cavas, vinos y modernismo.


Entre los viñedos próximos a San Sadurní de Noya, despiertan artísticas masías que esconden lo más auténtico de la cultura popular catalana. En una de ellas, disfrutamos del modernismo bucólico: el interior de las estancias habilitadas como restaurante ofrecen al visitante una muestra de buen gusto, sencillez, modernidad y sosiego. La comida no desmerece el decorado de interiores y aún menos la calidad de sus vinos. Un doble barcelonés de Álvaro Vitali nos deleita con "seny" y chistes de los 70. El otoño nos espera con el dorado de las vides y la humedad de la tierra. En otra de las masías camuflada entre lomas y parras, un "celler" sencillo y transparente nos deleita con una clase magistral sobre la elaboración del cava. Su castellano asciende con pausa, se detiene, se preocupa por nuestra atención, nos regala los oídos con una calma extraída del degüelle del brut. El producto de sus cepas y de su dedicación acaricia el paladar sin agresividad, con la frescura seca del cava bien labrado.Una tarde en el centro de Cataluña, en la vena más atractiva de su sangre, saboreando el agradable espíritu de los payeses, de las cremas de calabaza, de sus vinos. Una tarde en la corriente sanguínea del espíritu popular, que sabe tan antiguo y amable como el tinto manchego o el bobal de Utiel.      

lunes, 2 de noviembre de 2015

Revisión de los tópicos: "Beatus Ille"


Dichoso aquel que huye
del mundanal ruido
y sigue la escondida senda...
Dichosos los pastores
que se solazan
con el ganado dócil
entre carrascas,
en vías nacionales
y hasta extranjeras.
Que recogen los restos
de las ovejas muertas
en las cunetas
y pierden los pleitos
entre moquetas.
Dichoso aquel que huye
del mundanal ruido
(y subrayo) y sigue la escondida senda (¡escondida!)...
Dichosos campesinos
que en soledad
recogen la cosecha,
se parten el lomo
y de mayores
apenas se enderezan.
(Quitemos el dichoso)
...aquel que huye
del mundanal ruido...
y sigue...
Dichoso aquel que huye
de las redes sociales
de los móviles,
de las televisiones,
de la tecnología,
y vive bajo un puente,
al albur de los vientos
y tempestades.
Dejémoslo así:
...aquel que huye
(y no es un refugiado,
ni un paria, ni un mendigo...)
Dejémoslo en aquel que 
y terminamos.