miércoles, 28 de octubre de 2015

De San Clemente a la playa de Barcelona II: Montserrat o el nacionalcatolicismo


Segundo día de estancia en la patria de Mas. La niebla se adueña de las montañas y apenas nos deja disfrutar del imponente paisaje de Montserrat. Pese a todo, la "boira" inclemente no ha apartado a los fieles del lugar de peregrinación. Es martes, octubre y, sin embargo, el emporio catalán de la montaña está repleto de todo tipo de gentes: mendigos, minusválidos, marinos japoneses y, sobre todo, niños, montones de niños marcados con su uniforme o con su pañoleta, en peregrinación insaciable hacia el lugar santo del catalanismo. Una escultura de san Jorge deconstruido lo dice todo en su lápida explicativa: "Montserrat, simbol de la nostra identitat nacional. Amb la collaboració del banc de Sabadell". ¿Qué se puede pedir más?: Sentimiento religioso, nacionalismo y poder económico labrados en dura piedra berroqueña. Igual que en Covadonga, aunque faltaba en Asturias el banco de Sabadell y, es verdad, los marineros japoneses.
En el sorprendente museo de Montserrat, tres miradas terroríficas de Romero de Torres persiguen a los visitantes a lo largo de los corredores. Los personajes modernistas beben ajenjo ajenos al fervor católico de los que han dejado sus exvotos en una sala próxima al museo. Brazos, páncreas y corazones de cera; botitas de niño, cascos de moto, vestidos de novia y cartas escritas desde una fe que provoca escalofríos. Pero las  dependencias que más metros cuadrados ocupan en Montserrat son las dedicadas a las "botigas", incluso más que las iglesias. Los "souvenirs" parecen sacados de un armario antiguo que cuando se abre deja un olor rancio: con los peluches alternan las morenetas, los bolis de colores, licores; las cámaras fotográficas de plástico con diapositivas de la Virgen; cilindros que imitan el mugido de las vacas, esferas de cristal con nieve, chanclas y manoplas con el mapa de Cataluña. Justo encima, los fieles hacen cola para palpar la bola de la Virgen y para contemplar las banderas catalana y española encerradas en una urna de cristal, a resguardo del fervor nacionalista. Varios senderos circundan la montaña. Uno de ellos, jalonado por estatuas de santos, santas y por el cuerpo de bomberos (que tanta gloria ha dado a los calendarios de Navidad), concluye en una cruz. En su pedestal se ofrenda una bandera catalana con claveles rojos y amarillos. Qué volátil puede ser a veces el color de las banderas. Si cambiáramos algunos de esos claveles de lugar, podríamos convertirla en la española y si nos esmeráramos un poco más, en la de la República China y con un poco más de arte en la de Macedonia.  

sábado, 24 de octubre de 2015

"Tierra quemada" por Antonio Muñoz Molina


EN LAS EVALUACIONES sobre estos últimos años nadie parece caer en la cuenta de la devastación que ha sufrido nuestro país en todo lo relacionado con la educación, la cultura y el conocimiento. En los programas electorales que van adelantándose en los simulacros de debates políticos de la televisión tampoco parece que haya sitio para reflexionar sobre esos problemas, y ni siquiera para mencionarlos. La política consiste sobre todo en hablar a gritos de política. El declive de la enseñanza pública ya no es ni siquiera noticia, a no ser que un profesor resulte gravemente agredido por un papá o una mamá que no hacen nada por educar a su hijo, pero no toleran que la criatura se lleve el más tenue sinsabor en el aula. Un ministro de Educación frívolo y chulesco se fue a París con un cargo opulento dejando a otros la tarea de poner en marcha la nueva ley inútil, confusa y no debatida ni pactada con nadie. Que la ley borrara la Filosofía de la enseñanza no quiere decir que fuera favorable al conocimiento científico. El analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición de la clase dirigente y de la clase política en España.
Un profesor universitario de letras que acaba de jubilarse por abatimiento me cuenta que se cansó de corregir las faltas de ortografía de muchos estudiantes con la misma dedicación que si diera clases en Primaria; profesores de ciencias me dicen que hay cada vez menos alumnos en las carreras de Física o Química. En cualquier capital extranjera donde he estado en el último año me encuentro con los mejores entre los que sí han aprendido: descubren la sorpresa de trabajar en atmósferas favorables a la investigación y al estudio, sin el castigo agotador de ir contracorriente; en la mayor parte de los casos aceptan con melancolía la evidencia de que si quieren progresar en lo que hacen, el precio será no poder regresar. Grave es que los nativos tengan vedado el regreso, pero igual de grave es que no haya posibilidad de atraer al talento forastero. Nada es más fácil que un gran matemático de Nueva Delhi encuentre un puesto en una universidad de California, pero es muy probable que ni al más brillante profesor de la Universidad de Jaén se le abra nunca la posibilidad de conseguir una plaza en la de Murcia.
Del presidente del Gobierno se sabe que es lector del diario Marca y de La catedral del mar. El ministro de Justicia declara que la tortura pública del toro de Tordesillas es una noble tradición cultural. Las únicas tradiciones culturales que se preservan son las que contienen residuos de barbarie o de oscurantismo religioso. El ministro de Economía y el ministro de Hacienda se aseguran de arruinar el teatro con un IVA del 21%. Las televisiones públicas dedican sus mejores horarios al fútbol, a los chismes del corazón y al adoctrinamiento identitario. Se dan ayudas públicas a los bancos y a los fabricantes de coches, pero no a la industria del libro ni a las librerías. Lo que han hecho por los libros estos Gobiernos recientes es cancelar las compras para las bibliotecas. En las de los Institutos Cervantes no hay novedades de los últimos años, y hace tiempo que se cancelaron las suscripciones a las revistas culturales. El desguace de la capacidad de acción cultural de los Cervantes y su sometimiento cada vez mayor a presiones de políticos y diplomáticos es uno de tantos desastres ocultos de estos últimos años.
Hace unos días, en este mismo periódico, Diego Fonseca contaba la historia vergonzosa del legado de Santiago Ramón y Cajal. Treinta mil objetos que atestiguan la vida, los logros científicos y los intereses variados de uno de los grandes héroes intelectuales de nuestro país están arrumbados en una sala de reuniones en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: sus papeles, sus fotografías, sus diplomas, sus dibujos prodigiosos, sus microscopios, los objetos que tocaron sus manos y formaron parte de su vida. Entre 1984 y 1997 esos tesoros habían estado amontonados en un sótano. El deterioro de materiales tan frágiles como manuscritos y placas fotográficas es irreversible. Quién imagina que pudiera suceder algo parecido en Francia con el legado de Pasteur, con el de Darwin en Inglaterra. El año pasado Javier Sampedro informó de la desaparición escandalosa de la mayor parte de la correspondencia de Cajal: 12.000 cartas que atestiguarían su vida privada y sus intercambios incesantes con los mejores neurólogos de su época. El profesor Juan Antonio Fernández Santarén, editor de esa correspondencia, ha denunciado la cadena de irresponsabilidades, de negligencia, de pura desvergüenza, que hizo posible tal despojo: alguien robó en 1976 unas 15.000 cartas depositadas en el CSIC. Unas 3.000 cayeron en manos de un librero de viejo, que al menos tuvo el gesto de vendérselas a la Biblioteca Nacional. De las demás no hay ni rastro.
He estado leyendo estos días los Recuerdos de mi vida de Cajal, en una excelente edición del profesor Fernández Santarén. En ese libro están algunas de las mejores páginas memoriales que se han escrito en España. Es el relato de un largo aprendizaje, heroico en su amplitud y en su dificultad, el de un chico travieso y rebelde de pueblo, en un país atrasado y deshecho por convulsiones políticas, que descubre primero su amor por los animales, por la botánica y el dibujo, y luego su vocación científica, en la que es decisiva su curiosidad congénita y su talento de artista. Llegado a la investigación justo después de los hallazgos formidables de Darwin y Pasteur, Cajal estableció algunos de los cimientos sobre los que todavía se sostienen la biología y la neurociencia. Si nuestra cultura científica no mereciera más desprecio todavía que la literaria o la artística, seríamos conscientes de que Cajal es una de las pocas figuras de verdad universales que ha dado nuestro país: como Cervantes, o García Lorca, o Picasso, o Manuel de Falla, o Velázquez.

A Cajal su educación como dibujante y su sentido estético le ayudaron a dilucidar la anatomía fantástica de las neuronas. Y su mirada de científico le permitió juzgar con más lucidez que cualquiera de los santones del 98 los motivos del atraso español e imaginar políticas sensatas para empezar a remediarlo. Cajal vivió como oficial médico la primera guerra de Cuba y no olvidó nunca los efectos terribles de la frivolidad política, la incompetencia militar, la corrupción que enriquecía a oficiales e intermediarios con el dinero robado a la alimentación y a la salud de los soldados, que morían de malaria y disentería en hospitales inmundos. En su adolescencia asistió a la hermosa revolución liberal de 1868, tan rápidamente malograda; tuvo una vida tan larga que vio también en su vejez la otra ilusión renovadora de la II República. Hasta sus últimos días vindicó los mismos ideales prácticos que lo habían sostenido en su aprendizaje de científico y de ciudadano: curiosidad, educación, esfuerzo disciplinado, ambición lúcida, patriotismo crítico. Que la mayor parte de sus cartas se haya perdido y que su legado permanezca arrumbado en un almacén es una calamidad y una desgracia, pero también es un síntoma de todo lo bajo que hemos caído, de todo lo más bajo que todavía podemos caer. 


De San Clemente a la playa de Barcelona I: la partida


¿Cómo conseguir en el mundo moderno, en el mundo de los viajes instantáneos, que un trayecto entre Cuenca y Barcelona se convierta en una odisea digna de Ulises? Tomen nota:
1. La emoción de lo imprevisto. Miguel (nuestro alumno aventajado) se ha dejado el DNI en casa. El autobús ya ha salido de la dársena (nunca había utilizado esta palabra). ¿Llegará su padre a Mota del Cuervo antes de que lo haga el autobús?, ¿conseguirá darle el carné a tiempo?, y lo que es más importante, ¿es verdad que los negros tienen las ingles blancas?
2. Ruta del Quijote en autobús de línea. Pese a la intempestiva hora de salida (5:45), vale la pena recorrer las ventas por donde don Quijote y Sancho deambularon. Eso sí, hay que imaginarlas desde el asiento del autobús, a través de la ventanilla oscura, porque es de noche y solo se ve la difusa luz de las farolas y la de los clubs de carretera.
3. Atasco urbano. Después de tres horas y media de aventura en bus, nada mejor que introducirse de lleno en la locura del tráfico madrileño. Solo los elegidos pueden saborear este singular canto a la estridencia y a la desesperación. Una hora y pico de embotellamientos, ambulancias del SAMU y un peculiar taxista de entrecejo poblado. Su aspecto enfermizo muestra falta de sueño y de estupefacientes.
4. Delicias de aeropuerto. El paraíso del paciente y del exhibicionista. Convertirse en carne de matadero y experimentar la sensación de un ternero a punto de ser descabellado es una delicia masoquista que se completa en la cabina del avión: sensación de claustrofobia, apiñamiento, sauna gratis sin toalla, ni partes pudendas a la vista. Las azafatas y un personaje de Telecinco surcan el pasillo mientras Miguel (nuestro alumno aventajado) busca el restaurante.
5. El placer de la llegada y el "ikeísmo". Once horas después llegamos a nuestro destino. A pesar de las esteladas, de la herrumbre nacionalista que alimenta los prejuicios de todos, la gente en Calaf sigue siendo gente. En Calaf, en Estambul y en Teatinos. Nos recibe en Barcelona una profesora jubilada que se desvive por nuestra comodidad. En Calaf nos acogen unos profesores que se desviven para que sobrebebamos y sobrecomamos (escalivada, butifarras y pan de pueblo con tomate; esto sí que es delicia nacionalista). Se desvive por nosotros la corporación municipal en un salón desangelado que más parece un cuarto trastero que un salón de plenos. En la pared, el retrato del ínclito Mas y una bandera estelada. El alcalde habla de la intención de la comarca de Calaf de independizarse de Igualada. Este proceso no tiene fin: la evolución llevará el independentismo hasta el cantonalismo y este podría derivar en el "ikeísmo" (cada uno como rey de su casa), lo que significaría que el último estadio (el más avanzado) de este proceso es el que ya ha alcanzado nuestro alumno aventajado (Miguel), de 16 años, al que su padre le lleva la leche a la cama. Sería pues el máximo exponente del "ikeísmo", un independentista de última generación.
Pero la gente sigue siendo gente, se muestran amables y se desviven por nuestra confortabilidad. De Lorca, de Sevilla, de Alcoy, de Barcelona, de Cuenca, todos bebemos vino, todos nos atropellamos en el primer contacto, todos mostramos nuestra naturaleza, todos gozamos al ver la fascinación de un pequeño pueblo por el teatro. Los vecinos de Calaf ha levantado un auditorio espectacular para disfrutar de la fiesta de los escenarios. Más teatro y menos televisión. Más vida y menos banderas.

sábado, 17 de octubre de 2015

"Manuel Jabois: viva Azcona" por Manuel Jabois


Empezaré por José Luis Cuerda, que se fue de Albacete a Madrid porque su padre ganó un piso en una timba. Allí un día el hombre sentó a la familia en un sofá y se quedó mirándolos a todos mientras se encajonaban en silencio. Al cabo de cinco minutos habló: “Estoy pensando en comprar un coche y quería saber si vosotros sabéis ir en uno”. Finalmente lo compró: un 600 rosa.
Con los años Cuerda quiso contar con Fernán Gómez en su primer trabajo. El agente del actor le escribió aceptando la oferta con un par de condiciones: “Mi representado no puede leer seguidas más de 31 líneas de diálogo y no hará al día más de un folio y medio de rodaje”. Cuerda transigió: “Todos sus diálogos son inferiores a 31 líneas salvo uno que tiene 32. Y nunca rodará más de un folio y medio al día salvo uno que haría un folio y medio mas tres líneas”. “Por razones obvias”, contestó el agente, “mi representado no participará en la película”.
José Luis Cuerda, servilleta atada a la camisa, embromador y jocoso como un gran Falstaff, habla en un restaurante de Pontevedra mientras disfruta de su sanclodio, que imagino pisado por él en grandes capachos de sus viñedos. Una hora antes recordaba a Luis Ciges, que apareció un día en el rodaje hecho polvo porque su mujer le había pedido el divorcio, “y lo peor es la razón que me ha dado: que quiere una vida mejor; ¡nos ha jodido!”. Berlanga se fue con la División Azul a Rusia y una noche le tocó hacer guardia en medio de la estepa. Imbuido de heroicidad, permaneció con los ojos muy abiertos mirando hacia el horizonte con el fusil en alto. “Era tal la oscuridad que más que a los rusos tenía miedo a Drácula”, le dijo a David Gistau. Cuando empezó a amanecer en aquel páramo nevado se dio cuenta que había pasado la noche delante de una pared. Cuerda hizo Amanece, que no es poco, una de las rarezas más exquisitas del cine español, resumen  casi armonioso de aquella España de la que procedían sus antiguos cómicos (“un hombre en la cama es un hombre en la cama”, le advierte un padre a su hijo cuando les toca dormir juntos). Ciges vivía en el cruce de Marqués de Aranda con Ferraz, y cuando se aburría salía con un amigo a la terraza a ver accidentes: “Es el cruce en el que más choques hay de Madrid”, decía mientras veía a señores haciendo aspavientos al lado de dos coches empotrados.
Aquella España, sí. Pero es abril de 2008. Ha muerto hace un mes Rafael Azcona. “La mejor persona que yo he conocido en mi vida”, dice Cuerda. “El cerebro más despierto, la ética más estricta. Siempre digo que las dos mejores películas de la Historia son Plácido y El apartamento. Porque miran de frente a la condición humana, al hombre. A su misma altura”. En eso tenía que ver la máxima de Azcona, que decía que los cineastas españoles no eran mejores porque viajaban en taxi, no en autobús. Él decía que había que mezclarse con la gente, estar al pie de la calle y curiosearlo todo. “Yo de lo que abomino es de esas películas en las que durante hora y media te torturan con problemas irresolubles, y luego, en los metros finales, la cosa se arregla por arte de birlibirloque para que nos vayamos a casa tan contentos. ¡Qué estupidez, esa del final feliz como garantía del taquillazo! ¿Lo tiene Romeo y Julieta?”, dijo a la revista Kane 3.
El padre de Azcona se llamaba Dionisio y era sastre además de cojo, miembro de una cuadrilla llamada los Cojos Toreros; aunque la familia pasó muchas penurias, en casa se cosía y se planchaba cantando zarzuelas.Bernardo Sánchez Salas, en el prólogo al libro Por qué nos gustan las guapas (Pepitas&Pimentel, 2012), primera de las tres partes de la obra completa de Azcona en La Codoniz, recuerda que con 14 años estuvo a punto de entrar de mancebo en la farmacia de Jesús González Cuevas, en su Logroño natal. Para entonces el chico Azcona se escribía cartas a sí mismo en las que fantaseaba poniéndoles fecha del futuro y situándolas en lugares exóticos, como Honolulu, 1 de junio de 1979. El chico pintaba y escribía, y casi desde el primer número compraba La Codorniz, lo que le llevó al humor, pues él, diría después, había empezado escribiendo versos porque una señora rubia no le hacía caso.
“Cuando estábamos con el guión de La lengua de las mariposas, yo escribía una escena en la que una mujer apoyaba su espalda en la pared y se le escapaba una lágrima”, dice Cuerda. “¿Una lágrima?”, saltaba Azcona: “¡una mierda!”. Al autor de la trilogía Nacional o La vaquilla se le sobreentienden ciertas maneras. Como que enEl bosque animado Cuerda sugiera acercar la cámara a un cadáver y Azcona, piadoso, diga: “Déjala estar, que bastante tiene con lo suyo”. No haber visto Plácido es no haber entendido nada de este país y estar en él por estar, como un turista. España es un lugar en el que siempre hay un inocente persiguiendo a alguien para que le dé una fortuna con la que pagar la letra del motocarro. Un país en el que quien va al trabajo como al matadero es el verdugo. Un sitio en el que la aristocracia decadente, en su lecho de muerte, pide que entre el servicio, “que les encantan estas cosas”. Ese país que Azcona escribió era el que no se podía fingir, porque lo hacían las cerebros más insolentes y prodigiosos de Madrid, que no era Madrid sino lugar de reunión, por eso en los cafés años antes se ponían y se quitaban reyes, y en 1965 Raúl del Pozo lamentaría al volver del entierro de Ruano: “No lo pasaremos tan bien hasta que se muera Azorín”.
Azcona decía que sin humor habríamos desaparecido. Solía citar a Samuel Johnson: “Todo aquel que escriba una línea sin haber dinero de por medio es un insensato”. ¿Y es necesaria la escasez de medios o incluso la censura para afilar el ingenio?, le preguntaron una vez. “Eso es una falacia. No creo que a la hora de engendrar un hijo, y por el bien de la criatura, haya que machacarle al padre un testículo”.
Juan Cruz lo trató a partir de 1996. Siempre hay un momento en la vida de los hispanohablantes en que los trata Juan Cruz, un rito parecido al de la primera comunión, y Juan Cruz los exprime en anécdotas como si fuesen zumo dorado. Suele escribirlo después hermosamente si tiene el día fértil, y a Azcona le dedicó un texto estupendo, vibrante, desestereotipado. “El tiempo me devolvió un Azcona distinto a aquel misántropo que mi imaginación había dibujado. Al contrario, era un ser muy delicado con los otros, pugnaba por hacerlos felices y rara vez podías verle resentimientos, resquemores u odios. Es de una generación de hombres complejos —Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Dionisio Ridruejo— que la historia dotó de contradicciones internas que les llevaron al ensimismamiento, el desencanto o el alcohol; lo que había alrededor era una ruina, y a veces una ruina de la inteligencia, y ese ambiente que no era metafórico sino duro y real como una escarpia, a él lo dejó igualmente risueño, descreído pero profundo: miró alrededor y hacia adentro para retratar una sociedad difícil desde el humor; comenzó a ejercerlo donde entonces se podía, en los cafés y en La Codorniz; (…) se resistió en Madrid como gato panza arriba y no regresó a ningún regazo de Logroño: siguió adelante, como un apátrida, como un alma desprovista de banderas. Un día le pregunté: “Rafael, ¿y no te vas de vacaciones?”. “¿Yo? Si ya me fui de Logroño”.
En los primeros años de la capital lo escribió todo, hasta las revistas de decoraciones. Entró en La Codorniz, donde se multiplicó escribiendo y dibujando como Azcona, Arrea, Profesor Azconovan, Az o Repelente, en honor a su saga más exitosa: El repelente niño Vicente. Allí desplegó las alas como un cormorán de vuelo inmediato y veloz, siempre ácido, a medio camino entre la biografía y el delirio, con textos disparatados y tiernísimos que despegaban solos a la primera línea, cuando no antes. “Siempre me ocurre lo mismo; apenas soy presentado a alguien, el interfecto me dice: “Hombre, ¿y cómo no se llama usted Pepe?”, empieza en Por qué no me llamo Pepe. En Recuerdos de un hijo único cuenta cómo jugaba con el cadáver de su abuelo hasta que se estropeó, cómo martilleaba a su tía Eulalia o le quemaba el bigote a su abuela con gasolina. “No hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz de la miseria”, escribió este genio. “En La Codorniz nadie se atrevió nunca a mirar así. Toda la cuestión era una forma de mirar. Y Rafael consistía en una mirada, en unas gafas que iban rectificando el foco”, dice Sánchez Salas.
Entre sus consejos a literatos jóvenes, el profesor Azconovian empieza advirtiendo que entre ellos “se ha extendido la costumbre de no comer con regularidad. Craso error” y sigue lamentando que los escritores novatos se enamoren de “señoritas muy decentes, muy buenas y muy limpias, pero pobres como imbéciles. Crasísimo error”. Para hablar del sentido del humor de aquel tiempo suyo en el que empezaba hacerse un nombre refería una anécdota que contaba Agustín de Foxá sobre un padre viendo una corrida de toros en compañía de su hija de cinco años. La niña coge una gran rabieta y el padre le dice para consolarla: ‘No llores, tonta, mira como el toro le saca las tripitas al caballito”. A su muerte David Trueba lo recordó en El Mundocomo un sindiós: “Solía decir: ‘Cuando yo muera, tirad mi cadáver por un terraplén y, a ser posible, que se lo coman los cerdos; pero nada de agua bendita”. Esto era porque  no le preocupaba morir, que solo provoca trastorno a los que quedaban, sino la enfermedad: “lo desvalido, lo vulnerable, lo asqueroso, lo obsceno que te hace”.
Por qué nos gustan las guapas es la montaña de escritura que Azcona acumuló en La Codorniz, sencilla y fácil, irregular, tan cristalina que enamoró a Ferreri para meterlo a hacer guiones. Es un humor surrealista a veces en textos breves que juntos, incluidos sus ripios, funcionan como  montaña rusa. Es la década de los 50 bajo la mirada aterrada y compasiva de Rafael Azcona. “No he formado parte nunca de eso que ahora se llama la juventud. Nosotros lo que queríamos era ser mayores”, le dijo hace doce años a una de las mejores periodistas de España, Cristina Fallarás, escritora de prestigio y por ello metáfora profundamente azconiana del país: a punto de ser desahuciada y viviendo por debajo del umbral de la pobreza. “¿Está enganchado a algo?”, le preguntó ella. “A la jodida vida”.
Cuerda está a los postres. Tenía razón Azcona con eso de no subirse al taxi y pasear o montarse en el autobús, dice de repente. “El otro día caminaba al mismo paso que dos tíos y uno de ellos le estaba diciendo a otro: ‘Te voy a meter una patada en los cojones que te voy a arrancar la cabeza, no sé si me explico’. Ese ‘no sé si me explico’. Pura literatura”. Recordamos una frase de Manuel Vicent: “No existe el miedo al folio en blanco, sino al escrito”, que me trajo a su manera otra de Azcona, a quien le preguntaban si se alarmaba por las noticias del consumo de drogas de la juventud: “Eso es porque la televisión no podrá dar nunca la noticia de que hoy no se ha drogado nadie”. De todos nuestros jóvenes cadáveres fue al que más ganas se me quedaron de conocer en vida, porque de Umbral algo sé por Gistau, que lo acompañaba en la dacha cuando María España se iba y el viejo escritor se quedaba mirando fijamente al joven: “¿Tú me harías la merienda?”.
Si a algunos el cine español les parece malo no es porque lo sea, sino porque no lo escribe Azcona; ponga usted a un malagueño a pintar después de Picasso. El cine español es difícil de hacer, sobre todo la comedia, que es cuando se radiografía un país en su versión final, como si todos los géneros condujesen a la compasión y por tanto a la verdad. A mí España no me parece tan disparatada como la que leía, pero no sé si porque se la espera o se espera a Azcona, que era el que mejor la miraba. Debió dejar las gafas en herencia, y de paso el bonobús.
Murió el Domingo de Resurrección. No le hizo feliz el cine ni nada. De hecho, se preguntaba dónde estaba escrito que el hombre tuviese derecho a ser feliz.


lunes, 5 de octubre de 2015

Reliquias paganas: el santo prepucio de Artur Mas

Año 2050, 11 de septiembre. La Plaza de Cataluña esperma de emoción. Las masas se congregan en la procesión de la Diada para celebrar el traslado del prepucio de Artur Mas desde la catedral de Barcelona al monasterio de Montserrat. Por fin la iglesia ha dado su beneplácito y ha reconocido la reliquia como un verdadero resto de adoración que se conserva incorrupto desde que el estadista y santo muriera el 25 de agosto de 2030. Una urna de vidrio guarda los restos, que son conducidos por el arzobispo de la ciudad hasta el centro de la plaza. Allí, sobre una peana rojigualda, una virgen de la más rancia estirpe catalana, sin mácula charnega, ni rastros de sucio castellanismo, saca el pellejo de la urna y lo alza ante el griterío enfervorizado de la masa. Las mujeres lloran, los niños se comen los mocos y los hombres se rasgan el pecho con las uñas cuando ven iluminarse a la muchacha virgen al acercarse el prepucio a los labios.
 Se rememora el milagro ocurrido otro 11 de septiembre, el del año 2016, cuando Empar Ramírez, santa mártir catalana, acuciada por las hordas españolas encabezadas por el sabio Rajoy, se tuvo que inmolar delante de los ejércitos castellanos congregados para liberar a la patria. El prepucio de Artur Mas le devolvió la vida, la trajo de una muerte segura. Aún lo recuerdan los más viejos del lugar: Empar era carnicera y hacía pocos ascos a los hombres. Salió de mañana buscando un varón que la satisficiera, pero se encontró con que ese día se celebraba el día grande de Cataluña y no era un jornada propicia para la pasión carnal. Artur Mas había ofrecido su prepucio el día anterior a los santos de la ciudad como promesa de que no pasaría un año más como ciudadano español. El sabio y omnipotente Rajoy, alarmado por la ofensa de Mas, se prestó para encabezar él mismo los ejércitos que garantizaran la unidad y la decencia de España. Al llegar a la Plaza de Cataluña, Rajoy se dio de bruces con Empar. Ella, confiada en la buena impresión que su físico causaba en la muchachada hombruna, calibró que Rajoy se le rendiría en menos de cinco minutos. Le rebañó la baba que le caía del belfo y se la llevó a los labios. El casto y sabio español no advirtió el gesto de lujuria y, creyéndola la cabecilla de la Independencia, le atravesó el pecho con la Tizona del Cid. El arzobispo de Cataluña recogió a Empar del suelo casi sin vida y la colocó en el centro de la plaza, junto a la fuente donde Mas arengaba a la masa independentista. Todos, hasta los soldados españoles, enmudecieron al ver la estampa del obispo llevando en brazos a la carnicera con el pecho abierto por el espadazo de Rajoy y el dedo pringado con la baba de Rajoy. El estadista y santo catalán, ni corto ni perezoso, sabiendo de las propiedades milagrosas de los prepucios de los elegidos, se sacó la chorra, cortó el pellejo sobrante y lo colocó en los labios de Empar. Al notar el sabor espeso de la carne recién aireada, la carnicera mostró un gesto de desagrado, pero, al instante, todos pudieron comprobar cómo la hemorragia del pecho se detenía, cómo el pecho se le cerraba y cómo la santa del independentismo catalán, Empar Ramírez, clamaba: "¡Un hombre!, ¿es que no hay un hombre en toda Barcelona?". Algunas cadenas de televisión interpretaron que el milagro lo produjo el pellejo; otras, estaban seguras de que fue obra de la saliva del español.
Hoy, 11 de septiembre de 2050, algunos catalanes añoran su pasado español como el que pierde un uñero en una excursión de montaña. La mayoría adora el pellejo incorrupto de San Mas y saborea el calor del establo que proporciona la patria.Otra mayoría venera las babas del español.
En Madrid, mientras tanto, perdidas Euskadi, Galicia, Comunidad Valenciana y Andalucía, se discute la independencia de la Comunidad Murciana y piden a lingüistas alemanes que no reconozcan el panocho como lengua franca de los pueblos mediterráneos. El sabio Rajoy es invocado como Pelayo en ayuda de los menguados reinos castellanos. Unas gotas espesas y blanquecinas se veneran en la Almudena y confían en su efecto milagroso. Algunos ya aspiran la "s" y otros dicen "chacho" en vez de "muchacho".