miércoles, 29 de julio de 2015

"Sexo en el franquismo (II)" por Álvaro Corazón Rural

¡Soy cristiano y español, que es ser dos veces cristiano! (José María Pemán)
Decíamos en el capítulo anterior que la sociedad española surgida de la guerra, la nacionalcatólica, reservaba a la mujer un lugar secundario en la sociedad. Tenía que dedicarse a las tareas del hogar, orientar su formación a estos quehaceres y dar hijos que criar, pero sin experimentar placer ninguno, no fuera a ser que su marido la calificara de puta. ¿Cómo se articuló esta maquinaria?
No fue así desde el primer día. Durante la guerra, abrieron la mano. Por una parte, por los soldados. Cuando volvían del frente de permiso, se les toleraba que tuvieran una vida licenciosa. En la retaguardia nacional siguió habiendo prostitución y ocio nocturno.
Solo en Navarra se prohibieron todos los cabarés y bares con camareras.
Aunque no era necesario que los soldados estuvieran de fiesta para el sexo. La violación como arma de guerra, o la mujer como trofeo militar, estuvo a la orden del día y no se trató de hechos aislados perpetrados por indeseables que se crecen en los conflictos. El propio Queipo de Llano alentó las violaciones en sus tristemente célebres arengas radiofónicas: «Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estos comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen», dijo en un discurso que sirvió de consigna para las violaciones sistemáticas.
Durante dos horas, las tropas disponían de libertad plena para dar rienda suelta a instintos salvajes en cada localidad conquistada. Las mujeres entraban en el botín. Preston describe la escena que presenció en Navalcarnero el periodista John T. Whitaker, que acompañaba a los rebeldes, junto a El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército franquista, ante el que conducen a dos jóvenes que aún no habían cumplido veinte años. Una era afiliada sindical. La otra se declaró apolítica. Tras interrogarlas, El Mizzian las llevó a una escuela donde descansaban unos cuarenta soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas. Cuando Whitaker protestó, El Mizzian le respondió con una sonrisa: «No vivirán más de cuatro horas». (Tereixa ConstenlaEl País. 27 de marzo de 2011)
Y no fue solo un fenómeno africano. También las católicas tropas del general Mola dejaron un reguero de sucesos como el de Valdediós, en Asturias, donde una unidad violó y asesinó a catorce enfermeras junto a una niña de quince años. Noticia que tenemos fresquita porque el año pasado el Ayuntamiento de Pamplona de UPN cedió la Ciudadela, un castillo, para que el Ministerio de Defensa les rindiera homenaje a los doscientos cincuenta años de historia de la unidad, la America 66. No sin polémica, también había participado en los fusilamientos del golpe de estado en Navarra, que ascendían a tres mil quinientos.
Lo paradójico es que mientras las milicianas y las mujeres de los defensores de la República eran violadas, encarceladas y rapadas para marcarlas, en la retaguardia nacional surgió un fenómeno curioso. Tuvo lugar cierta emancipación de las mujeres que colaboraban con el fascismo. La guerra sacó del pueblo o de la rutina del hogar a miles de chicas que tuvieron que viajar, relacionarse con otros hombres por su cuenta o asumir responsabilidades. Tras la victoria, en quince o veinte años de dictadura no volvió a verse nada semejante. Como queriendo marcar el hasta aquí hemos llegado, en las nuevas Normas de Decencia Cristiana que se promulgaron a las chicas del Auxilio Social se les bajó la falda de la rodilla hasta el tobillo y en las cartillas de racionamiento se les dejó de dar la «tarjeta de fumador». Hasta ellas, las enfermeras de los nacionales, estaban señaladas.
Queipo de Llano & friends. Foto: DP.
Queipo de Llano & friends. Foto: DP.
Se atribuye al dominico fray Albino Menéndez-Reigada, obispo de Córdoba y confesor de Franco, calificar la guerra con el término de «Cruzada». Un apelativo clave para entender el modelo de sociedad que se impuso tras la guerra. Fray Albino fue el autor del Catecismo Patriótico Español que tuvieron que estudiar los niños hasta que el Concilio del Vaticano II lo convirtió en impresentable. Este religioso fue uno de los ideólogos más destacados de los golpistas que instauraron la idea de que el catolicismo y la identidad española eran indisociables. Una treta para dotar de justificación formal al genocidio «ante los ojos de Dios» y para privar de su nacionalidad al enemigo, para convertirlo en extranjero en su tierra. También le tenemos fresco en la memoria porque en 2008 Cajasur dedicó una exposición en homenaje a su vida y obra conmemorando los cincuenta años de su muerte, con una amplia cobertura en ABC de hilarantes titulares como «obispo de la paz».
Aunque la idea de que el español era católico por el mero hecho de ser español y español por ser católico era anterior a la guerra. En la prensa de Acción Católica en 1934 ya tenemos muestras de esta línea de pensamiento como el Discurso de la catolicidad española, reeditado por el franquismo en 1954, que contiene perlas de este calibre:
El Señor la quiere a Italia, como quiere a todas las naciones. Pero solo una, solo una en el mundo le ha querido a Él, viviendo sin vivir en sí misma. No es que Él se haya distinguido entre las demás —¡qué herejía pensarlo!— es que ella lo ha distinguido entre todos los dioses, distinguiendo entre lo falso, lo verdadero. España, novia de Cristo… Toda la historia española, en el más ambicioso sentido del vocablo, es historia eclesiástica. El pobre Pérez Galdós, con su miope liberalismo de casa de huéspedes, murió sin saberlo. Pero nosotros, sí. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios.
El propio papa Pío XII manifestó que España era la nación «elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe» en un mensaje radiado a los españoles quince días después de la «Victoria». El caso es que, en resumen, cuando Franco hizo reparto del botín, a la Iglesia preconciliar le dejó la educación y la moral pública y privada. Al propio falangista Dionisio Ridruejo, que en 1938 tenía un proyecto para las Organizaciones Juveniles del Movimiento, le apartaron de cualquier tarea educativa porque, entre otras cosas, no era aún padre de familia y como los camisas viejas era un tanto mujeriego.
El único papel que jugó Falange en este aspecto, con ingredientes propios de la naturaleza de su organización antes de los Decretos de Unificación, fue el SEM (Servicio Español de Magisterio) de Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange, que en la inauguración del mismo en 1943 hizo toda una declaración de intenciones: «Las mujeres nunca descubren nada, les falta el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho». Y por eso había que: «apegarlas con nuestra enseñanza a la labor diaria, al hijo, a la cocina, al ajuar, a la huerta; tenemos que hacer que la mujer encuentre allí toda su vida y el hombre todo su descanso».
Del mismo modo, también se instauró el matrimonio católico como obligatorio para todos los españoles. Los que se habían casado por lo civil con la legislación republicana del 32 vieron sus matrimonios anulados y tenían que repetirlos por la iglesia. Eso sí, demostrando con pruebas fehacientes que eran católicos practicantes. En caso contrario, no se les casaba. Aunque peor fue la situación de los divorciados durante la República. En el franquismo se encontraron con que volvían a estar casados con su primera mujer.
Las parejas también tenían prohibido el uso de anticonceptivos. Incluso «la divulgación pública en cualquier forma que se realizase en medios para evitar la procreación» estaba penada por la ley. Un Código Penal, el de 1944, donde aparecía la figura del parricidio «por honor» si se sorprendía a la mujer en acto de adulterio. Un derecho que no se eliminó hasta 1963. ¿Y cómo se aliñaban estas leyes propias del ISIS con la sociedad? Pues con grandes pensadores, como el padre Quintín de Sariegos y su obra Luz en el camino, donde venía a justificar dicha ley por el camino de en medio: «En el 90 % de los casos son ellas las que desperezan la fiera que duerme en la naturaleza del hombre con el ofrecimiento de su cebo apetitoso».
En aquella España el cuerpo de la mujer estaba dividido, como en los pósters de una vaca que había antes en las carnicerías, en partes. En este caso, honestas y deshonestas. Los pies, la cara y los brazos hasta el codo eran honestos. Todo lo demás, deshonesto. Pecado. Mal. Decía el famoso jesuita Ángel Ayala Alarco, pedagogo y propagandista católico, en su Consejos a las jóvenes de 1947: «¡Qué modas tan indignas, tan atentatorias al pudor! (…) Brazos descubiertos hasta cerca del sobaco ¡casi van peor que desnudas!».
¿Y qué era el pecado? Pues, de entrada, como indicaba el libro de bachillerato que aprobó el BOE de agosto de 1939, causa de graves enfermedades:
Según el juicio de los más afamados médicos, las perturbaciones cardíacas, la debilidad espinal, la tisis pulmonar, la epilepsia, las afecciones cerebrales, la enteritis crónica y de un modo especial la sífilis, son ordinariamente triste herencia del pecado deshonesto.
Y al pecado no solo se podía llegar contemplando o tocando un hombro femenino. También había que cuidar la mente. Pedro Riaño Campo escribió en Formación católica de la joven, en 1943, que «la mejor novela es buena para echarla al fuego». El Manual de Acción Católica de 1937 advirtió de que las jóvenes tenían prohibidas las representaciones teatrales. Y en la revista adolescente Mis chicas, de historietas, se advertía a las lectoras «antes de leer un libro, consulta con un sacerdote».
Clases de cocina de la sección femenina.
Clases de cocina de la sección femenina, Barcelona, 1943. Foto cortesía de colección Merletti.
La masturbación, como es sabido, obsesionó a todos estos intelectuales de la Santa Madre y también se utilizó la mentira y la falsificación para «prevenirla». El censor padre García Fígar atribuía a tocarse los siguientes problemas de salud física y mental: «Desnutrición orgánica. Debilidad corporal. Anemia general. Caries dentales. Flojera en las piernas. Sudor en las manos. Opresión grande en el pecho. Dolor de espalda y nuca. Pereza y desgana para el trabajo y hasta imposibilidad de realizarlo. Acortamiento de la vida sexual, imposible de rescatar más tarde. Pérdida de atracción para el sexo contrario y repugnancia al matrimonio. Esterilidad espermatozoica. Retentiva nula. Oscuridad en el entendimiento. Obsesiones y desvaríos. Voluntad débil. Incapacidad para el sacrificio. Aficiones animales».
Por eso también había manuales que indicaban cómo tenían que dormir los niños. Siempre con las manos por fuera de la manta y las sábanas. En los internados había vigilantes mirando cama por cama si esto se cumplía. Se llegaron a recomendar colchones duros. «No lleves ropa interior de lana, porque su calor excesivo puede excitarte», recomendaba un libro de Tihamer TothEnergía y pureza, que circulaba por los internados. «Por la mañana, una vez despierto, no permanezcas más tiempo en la cama. Puedo sentar que el que permanece durante mucho tiempo en la cama por la mañana, después de despertarse, llega a caer en el pecado de la impureza», sentenciaba. Los niños llegaban a tener prohibido hasta meterse las manos en los bolsillos.
Los efectos en la mente de toda esta generación fueron demoledores. Surgieron complejos de castración y traumas por mala conciencia. El propio Francisco Umbral lo describió así en su Memoria de un niño de derechas:
Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo.
Pero el Concordato con el Vaticano de 1953, en el artículo 26 especificaba que la educación tenía que permanecer en manos de estos individuos. «Todos los centros docentes de cualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica». Norma con la que expulsaron a todos los maestros «indignos», es decir, a los que no eran católicos o no eran practicantes (y habían sobrevivido a los primeros compases de la guerra). Del mismo modo que también se eliminaron a los alumnos que contravenían la fe oficial, como los hijos de padres separados o los mismos hijos de gente de izquierdas.
En este regreso a las tinieblas, un infierno psicopatológico, la sexualidad se abarcaba hasta a los niños de dos años. El gobernador de A Coruña, señor Arellano, impuso que los pequeños de dos años en adelante llevasen bañador en la playa. Un lugar en el que por ley todo el mundo tenía que llevar cubierto el pecho y la espalda. Estaba prohibido permanecer fuera del agua en traje de baño. El gobernador de Valencia, Francisco Planas de Tovar, llegó a multar a su propio hijo por quitarse el albornoz en la playa demasiado lejos del agua.
Alonso Tejada contó en el libro que citamos en el primer capítulo de esta serie que en una ocasión en 1950 se organizaron en el palacio de Magdalena unos cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, a los que se apuntaron muchos adolescentes extranjeros. La llegada de chavales de otros países fue interpretada como un triunfo para el régimen. Entonces la imagen internacional de España era impresentable, como no podía ser menos. El problema fue que las chicas que llegaron pronto quisieron ir a la playa con sus bañadores de dos piezas ¡con el ombligo al aire!
Para no impedírselo, lo cual hubiese sido un escándalo en aquel momento tan delicado, la medida que tomaron las autoridades fue acotar la playa para que no pudieran ir los españoles. Se la dejaron solo a los extranjeros, mientras en las playas cercanas los naturales tenían que seguir yendo vestidos completamente y con albornoz. En el aludido Luz del camino decía Quintín de Sariegos: «El hombre que contempla impasible a una joven en maillot o biquini, no es hombre normal: o es un tarado o un pervertido en su naturaleza».
Imagen extraída del libro Celtiberia Show, de Luis Carandell. Editorial Maeva.
Imagen extraída del libro Celtiberia Show, Luis Carandell, editorial Maeva.
El baile también se convirtió en un dolor de cabeza para los guardianes de la pureza. El padre Jeremías de las Sagradas Espinas, que estuvo veintitrés años estudiando «el problema» del baile, escribió este texto que más bien parece un sketch de Tip y Coll, pero era la cruda realidad en 1949:
Un acto puede ser ex se (por sí mismo) torpe por doble motivo: sirve ex obiecto sirve ex modo tangendi (ya por el objeto, ya por el modo de tocar). Son torpes ex obiecto los contactos con las partes torpes, genitales y próximas a ellas, incluso el vientre. Son torpes también ex se por el modo, ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes del cuerpo, cuando existe desorden en el modo.
Todo baile en el que se ejecuten esos actos per se inmorales, será también per se gravemente inmoral, según la definición del baile dada por los magnos teólogos (…) estos bailes son para divertirse sin fornicar. Son el vals, la polka, la mazurka, el galop, el cotillón, etc…
Y hemos aquí ya metidos en el tango y su cortejo de inmundicias, no digo hasta las narices, sino hasta la coronilla. Eso son parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia hecha jirones, embriagándose de lujuria por las plazas y calles de día y de noche. En su aldea no se necesitan casas de Aloprostitución. Ellos y ellas satisfacen en el baile agarrado o el parejeo de día y de noche, en privado o en público, como más gusten, o de todas las maneras, sus concupiscencias sensuales. Todas estas inmortalidades son consecuencia de la pérdida del pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mientras no se le destierre.
Porque el baile entrañaba un gravísimo riesgo para el alma, que era el de tocarse. Entrar en contacto. En La muchacha y la pureza, de Emilio Enciso Viana, de 1952, que tiene una generosa obra dedicada a la mujer joven, se situaba el umbral del peligro por contacto carnal en el mero hecho de coger un brazo. Su razonamiento era impecable en cualquier caso:
Cuando los vestidos, por frivolidad o por tontería de la moda o por descuido, se achican, se ciñen, o de otro modo resultan provocativos, son inmodestos… Hay quien dice: ¿qué tiene que ver en el vestido femenino un centímetro más o menos? Son tonterías de los curas y de las beatas. ¿No ha de tener nada que ver? Ese centímetro hace que en el vestido no exista la moderación, la regla, el equilibrio que exige la decencia cristiana, y es ocasión de que, al verlo, ofenda la pureza. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, que los novios vayan cogidos del brazo? ¿No ha de tener que ver? Esas intimidades, esa licencia de coger el novio el brazo de la novia, es una puerta que se abre al pecado, es una facilidad para él, es un incentivo, es una hoja arrancada a la flor de la pureza, es la corteza que se ha quitado a la fruta.
Cuando una pareja joven iniciaba el noviazgo —la preparación para el matrimonio, puesto que en caso contrario sería pecado— y salían juntos, lo hacían acompañados de una carabina, una mujer más mayor que vigilaba qué hacían. La comunicación de la pareja, descubrirse, explorarse, aunque solo fuese hablando, estaba completamente coartado por esta supertacañona. Tenía que ser todo un fiestón para una pareja joven compartir su intimidad con ella.
Y si los jóvenes eludían la presencia de este anafrodisiaco, las autoridades les perseguían y fiscalizaban cada movimiento. En las ciudades de provincias la prensa local publicaba con frecuencia la lista de parejas que habían sido multadas por «atentar a la moral con actos obscenos en plena vía pública». Y para hacerlo indirectamente más atractivo, se ponían solo sus iniciales. De modo que el juego de descubrir quiénes eran lo hacía todavía más llamativo y el escarnio incluso más molesto.
Pero si tocar un brazo era como pelar la fruta que te vas a zampar, en palabras del mencionado Emilio Enciso, el beso constituía ya un problema de extrema gravedad. El padre Antonio Aradillas, en 1960, dedicó una obra completa a los ósculos, ¿El beso…?, y en uno de los casos que ilustraba algo tan natural como besar a tu novia adquiría tintes de tragedia de película de terror:
Pero un día pudo más la pasión que el cariño, y el novio sorprendió a Maribel con un beso brutal clavado con saña de bestia en la mejilla de nieve de la chica piadosa. El beso del novio se había clavado punzante en la mejilla, y con rabia comenzó Maribel a restregar su cara, intentando borrar toda huella posible. Y claro, la huella se hizo más ancha, más roja y más profunda. Más de sangre. Se le ve a simple vista en su cara… Ha llegado a sentir auténtico asco de todos los labios humanos.
Francisco Franco y el beso. Foto: DP.
Francisco Franco y el beso. Foto: DP.
En esta situación, en las familias de la burguesía lo que terminaba ocurriendo indefectiblemente era que los hijos se desfogaban con las criadas. En el libro de Umbral que hemos traído a colación el escritor lo reconocía sin tapujos. «Las señoras nunca vieron bien que sus hijos se iniciasen con las criadas, pero era para lo que realmente se las contrataba». Según contó también Carmen Martín Gaite en su Usos amorosos de la posguerra española esta costumbre desencadenó muchas tragedias. A menudo las asistentas eran chicas de muy pocos recursos que no tenían ni un hogar al que volver. Cuando eran sorprendidas con el hijo de la casa, eran despedidas. Lo que las arrojaba a ellas en brazos de la prostitución de más bajo nivel para poder sobrevivir.
El padre Mariano Gamo, que se encargó de los ejercicios espirituales de las asistentas de un adinerado barrio madrileño en los sesenta, le explicó a quien esto escribe hace pocos meses que en muchos casos estas chicas ni siquiera tenían asignación, que trabajaban por la manutención, por la cama y tres comidas al día. Si las despedían, estaban en la indigencia. Los señoritos se podían sobrepasar con ellas todo lo que querían y más con cualquier chantaje banal, pero que pudiera suponer para ellas la amenazar del despido, que finalmente se producía por acceder a la coacción. Tremendo.
Y para las chicas de la burguesía, con esta enfermiza educación, lo que se consiguió fue un ejército de frígidas. Cuando se casaban eran ese tipo de matrimonios que hacían el amor a oscuras y con pijama solo con fines reproductivos, sin el menor apetito sexual, en el que como la mujer gozase aunque fuese por casualidad, ultrajaba al marido que la enviaba al confesionario entre insultos. En las páginas del suplemento del diarioABCBlanco y NegroSantiago Loren estimaba en 1970 que en España, entre un 60% y un 70% de las mujeres eran frígidas. José Antonio Valverde y el doctor Adolfo Abril, en su trabajo Las españolas en secreto, comportamiento sexual de la mujer en España, de 1975, cinco años después, llegaban a elevar el porcentaje:
De ahí que podemos estimar las insatisfacciones sexuales femeninas entre un 74% y 78%. Esto es muy claro, que da cada 100 españolas con actividad sexual generalmente dentro del matrimonio, 76 no encuentran satisfacción; de cada cien, 76 no alcanzan el orgasmo y, en muchas ocasiones, ni lo han conocido.
No obstante, esto era la virtud. Lo bueno, lo deseable. Dejemos que lo explique un ilustrado del régimen, por concluir el capítulo de nuevo con una cita del tío de Ana Botella, el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Botella Llusià. Las mujeres que gozaban no eran mujeres, sino marimachos. Así opinaban los científicos de Franco:
Hay muchas mujeres, madres de hijos numerosos, que confiesan no haber notado más que muy raramente, y algunas no haber llegado a notar nunca, el placer sexual, y esto, sin embargo, no las frustra, porque la mujer, aunque diga lo contrario, lo que busca detrás del hombre es la maternidad. […] Yo he llegado a pensar alguna vez que la mujer es fisiológicamente frígida, y hasta la excitación de la libido en la mujer es un carácter masculinoide, y que no son las mujeres femeninas las que tienen por el sexo opuesto una atracción mayor, sino al contrario.

martes, 28 de julio de 2015

"Pidal y la lírica medieval" por Michel Zink

Una selección de trabajos de Ramón Menéndez Pidal sobre la lírica medieval, precedida de un prólogo de Margit Frenk, estrena una colección titulada Filología: los Maestros. Los artículos, publicados entre 1919 y 1960, no solo rinden homenaje a un sabio inmenso fallecido casi a los 100 años, en 1968. Estos textos van más allá de la filología y su historia. Tratan de cuestiones eruditas, por supuesto, pero también de cuestiones de poética. Y esos problemas de poética no son meros refinamientos de estetas, sino que ponen en tela de juicio la propia historia de la civilización.
El gran combate que mantuvo don Ramón toda su vida fue el del tradicionalismo contra el individualismo. ¿Tradicionalismo? ¿Qué quiere decir? En este caso se refiere a la convicción de que la poesía de la Europa medieval apareció y se difundió por vía oral, como una poesía popular, mucho antes de que se recogiera en manuscritos. El individualismo, cuyo principal propulsor fue el francés Joseph Bédier, casi contemporáneo de Pidal, sostiene que es imposible seguir la pista de la poesía con anterioridad a los primeros textos conservados, elaborados a partir de cero por el genio individual de unos poetas y sabios que recurrieron a fuentes y modelos latinos.
La tesis de Bédier ya no tiene defensores. Eso no quiere decir que haya una claridad absoluta en el pensamiento de don Ramón, que cambió de opinión aunque no siempre lo reconociera, como muy bien explica Margit Frenk en este libro. Pero sus dudas son estimulantes: la duda entre el origen como anterioridad y como causalidad; entre lo tradicional y lo popular; entre el pueblo como conjunto identitario y como capa inferior de la sociedad.
En el centro de sus trabajos se encuentran dos elementos fundamentales que llaman especialmente la atención del lector actual. El primero es que la tradición lírica medieval más antigua es la de la canción de mujer, es decir, un poema amoroso en el que se oye la voz femenina o que canta al amor sentido por una mujer. Las canciones de mujer forman durante toda la Edad Media un contrapunto popular y arcaizante frente a la poesía del amor cortés creada por los trovadores de la lengua de oc. Un ejemplo son las cantigas de amigo gallegas.
El segundo es que los fragmentos líricos más antiguos que se conservan en lengua romance son los de la poesía árabe de Al Andalus. A partir del siglo XI, algunas jarchas (estrofas finales) de la poesía zejelesca están compuestas por citas de canciones mozárabes en lengua romance. Y son precisamente canciones de mujer. Sigue habiendo muchas incógnitas. ¿La poesía zejelesca se limita a incorporar versos en romance o sigue el modelo romance también en su estructura estrófica y musical? Pero la mera existencia de esas incertidumbres demuestra que don Ramón tiene razón al concebir esta poesía como europea, e incluso más, porque la poesía árabe tiene su propia influencia en ella. La circulación de sus temas y sus formas de una lengua a otra no tiene límites.
¿Puedo atreverme a añadir que, al buscar las fuentes antiguas y populares de la poesía medieval, Pidal cedía tal vez más de lo que pensaba al propio reclamo de esa forma literaria? Una poesía que dice salir de las profundidades del pasado, pero lo hace para jugar la baza de la sencillez arcaica frente a otra forma poética que representa la sofisticación aristocrática, en un contraste que realza cada una de las dos. ¿Simple, esta poesía? ¡Quizá, pero muy consciente de sus efectos!
Estudios sobre lírica medieval. Ramón Menéndez Pidal. Centro para la Edición de los Clásicos Españoles. Valladolid, 2015. 406 páginas. 

martes, 21 de julio de 2015

"Sexo en el franquismo" (I): las secuelas, por Álvaro Corazón Rural

Hace pocos días le pregunté a una muchacha qué le gustaría ser: «¡Extranjera!» me contestó. (Gonzalo Torrente BallesterTriunfo, 1979)
Tengo una colección de libros llamada «Temas sexuales» que se imprimió en 1933 y 1934, tiempos de la II República española. Solo sé, por la publicidad de la colección que he visto en la hemeroteca, que en las librerías que los vendían también podía uno adquirir títulos como Los pobres contra los ricos o Ensayos socialistas. Lo cierto es que son solo unos cuadernos de divulgación sexual con sus aciertos y sus errores, porque no faltan ideas que a día de hoy consideramos majaderías, la verdad sea dicha, como ejercicios gimnásticos para realizar desnudos bajo el sol, mostrados en fotografías en uno de los volúmenes, que servirían de afrodisíaco al activar «excitaciones mecánicas».
Pie: ¡Ojo! Nos dice nuestra amiga Ana Thiferet que «casi cualquier postura de yoga en pelotas bajo el sol es afrodisíaca». Y concretamente, esta mujer está haciendo una variante «raruna» de la asana ‘mitad de cobra’. E insiste Ana en que, de hecho, «hay mogollón de asanas que podrían ser útiles para el sexo. Por eso de descubrir el cuerpo, disfrutarlo, relajarse…»
¡Ojo! Nos dice nuestra amiga Ana Thiferet que «casi cualquier postura de yoga en pelotas bajo el sol es afrodisíaca». Y concretamente, esta mujer está haciendo una variante «raruna» de la asana mitad de cobra. E insiste Ana en que, de hecho, «hay mogollón de asanas que podrían ser útiles para el sexo. Por eso de descubrir el cuerpo, disfrutarlo, relajarse…».
Pero uno no puede evitar fijarse y sorprenderse por algunas afirmaciones que traen, ya que, dadas las características del periodo histórico que vino después, llaman la atención por el contraste. Dice así un párrafo de la entrega El arte de hacerse amar:
El hecho de haberse iniciado en las relaciones amorosas no quiere decir que hayan de terminar, no digamos ya en una unión legalizada, sino que ni siquiera en una realidad sexual libre (…) puesto que aquellos que han vivido más licenciosamente son los que encuentran más felicidad en la vida conyugal (…) A esas edades en que el ardor juvenil es como una llama viva que todo lo quema y todo lo arrasa y que con lo primero que da al traste es con los conceptos prohibitivos de la vieja moral.
Estos extractos que acaban de leer, en el régimen que instauró el general Franco después de cometer un genocidio contra los españoles, eran más peligrosos que los textos de Bakunin. Estoy exagerando, pero desde luego el Estado los perseguía con la misma tozudez y perseverancia. Y muy especialmente, los prevenía con la censura de las comunicaciones públicas y el adiestramiento de la juventud en las escuelas. Sin embargo, a día de hoy, el comportamiento que describe el mencionado texto es el de gran parte de la población, por no decir la mayoría, antes de emparejarse o casarse.
Aunque, antes de entrar en el esquema ideológico del franquismo y su educación reflejada en la conducta sexual de los españoles de aquel tiempo, repasemos primero los estragos que causaron en varias generaciones.
Un ejemplo en vídeo, que les entre por los ojos. En 1990, TVE estrenó un programa, Hablemos de sexo. En la web del ente hay un capítulo completo. Es el dedicado a la masturbación. Vean las opiniones recogidas por la calle a los españoles, especialmente a los que ya tenían cierta edad. Escalofriantes muchas de ellas. Muchos, a una década del siglo XXI, veían normal pegar a un hijo al que se sorprende masturbándose. Uno habla de colgarlo. Dicen que hay que gritarles.
Y del mismo cariz son las cartas que escribieron durante todo ese año los lectores a los periódicos indignados con la emisión de un programa de educación sexual. En ABC se preguntaba un caballero si con la campaña del Gobierno de «Póntelo, pónselo», promoviendo el uso del preservativo en las relaciones sexuales ante la epidemia de sida de los ochenta, y con el espacio de Elena Ochoa Hablemos de sexo lo que se pretendía era «fomentar en los jóvenes la práctica indiscriminada del disfrute carnal». Otro protestaba porque «lo emiten en prime time y los adolescentes escuchan asombrados que la masturbación no es perjudicial». Una señora no daba crédito: «han dicho que el sexo anal no es perverso». Y el más simpático era un señor que, muy preocupado, informaba al diario: «se emite cuando los adolescentes están despiertos». ¿Quizá vería más lógico que un programa de educación sexual solo lo pudieran ver los que ya han tenido hijos?
Mientras, en La Vanguardia, a un catedrático de la Universidad de Barcelona, Alfonso Balcells Gorina, del Opus, le publicaron una tribuna donde decía que el sida era una enfermedad del comportamiento, que se debía curar con «un cambio personal, de actitudes y de costumbres», pero no con educación sexual, que era según él: «tantas veces puro erotismo reduccionista del sexo a la esfera corporal, inhumano y egocéntrico, anatomía y fisiología con ribetes pseudocientíficos, como en el programa Hablemos de sexo de la televisión pública y otros parecidos, que las familias consideran lamentables y contraproducentes».
Esto quince años después de la muerte del invicto caudillo. Si vamos más atrás, tras su desaparición y el cambio de régimen, en los locos años ochenta, dijo recientemente Grace Morales en el último Mondo Brutto, el número 43, que en la célebre Movida hubo «más droga que sexo». Y si ya ponemos la lupa en las secuelas perceptibles en el año 1976 la cosa empeora hasta niveles surrealistas. En un libro que publicó Óscar CaballeroEl sexo del franquismo, este recogió casos que le habían planteado sexólogos de la época y que hablaban por sí solos de la educación y salud sexual —y por qué no decir mental— de parte de los españoles que salían del franquismo, especialmente las generaciones educadas en la posguerra o en los pueblos.
Por ejemplo, al doctor Martínez López, cita, le llegó un chico de Lleida quejándose de que se había casado hacía poco y que a su mujer no «le cabía nada». Él le respondió que si ella tenía el himen muy duro, que había casos, lo podía solucionar un ginecólogo. Pero no, resultó que al chaval le habían explicado que tenia que bajar las bragas a su mujer y metérsela por el agujerito y el único agujerito que conocía era el del ombligo. El doctorFrederic Boix Junquera explicaba a continuación que ese tipo de dudas no escaseaban, que había casos en que las madres solo les enseñaban a las hijas a quitar las manchas de semen de los colchones. Otro doctor, de Villalba, en Madrid, cuenta en estas páginas que trató a un matrimonio que acudió a su consulta —ella, porque él no se atrevía— a decir que no podían tener hijos por mucho sexo que practicaran. Cuando terminó preguntándole cómo lo hacían, dijo «lo normal, por detrás». Resulta que «lo hacían así porque ella, desde niña, había oído que por delante era pecado y, además, igualmente tenía orgasmos regulares».
La ignorancia era transversal, no solo sucedían estos episodios en las capas más humildes. Incluso en la alta sociedad había problemas sexuales y malentendidos derivados de la falta de conocimientos elementales. Este doctor también aportaba el relato de la vida sexual de una mujer adinerada que entonces tenía cuarenta años y cinco hijos:
Cuando me casé ninguna persona me había anticipado qué iba a sucederme en la noche de bodas (…) Mis padres habían concertado un matrimonio con el hijo de una familia cuya posición económica era mejor que la nuestra (…) Nadie me habló de sexo, ¿y cuál era mi recuerdo del colegio? Recuerdo que nos bañábamos envueltas en una bata para no ver ni dejar ver nuestro cuerpo. Yo ignoraba hasta la masturbación (…) Por otra parte había visto a mi novio solo en tres oportunidades (…) La noche de bodas lo único que yo sabía era que dormiría con él y debería obedecerle en todo (…) El primer acto fue horrible. Estábamos los dos prácticamente vestidos. Él era torpe y yo noté un dolor muy agudo con la penetración. No conocí el orgasmo hasta tres meses más tarde, una noche en que me acosté embriagada después de cenar. (…) A los seis meses de casada, él me pidió que pusiera su pene en mi boca. Me negué. No quería tener hijos tan joven y estaba absolutamente convencida de que me quedaría embarazada si él colocaba su pene en mi boca.
Esos ejemplos, estas secuelas, son el resultado de una de las mayores y más importantes imposiciones del franquismo: la frigidez femenina. El marido que llamaba puta a su mujer porque esta había tenido un orgasmo no era infrecuente. Ya en un especial sobre sexo de la revista Triunfo en 1970 encontramos el diagnóstico: «La frigidez femenina se ha trabajado. Ahora comienza a considerarse un mal. La idea del honor ha funcionado como un anafrodisiaco. La mujer considera una virtud amar sin placer porque equipara el placer al pecado».
En un ABC de 1976 se ponía de manifiesto esta educación para la frigidez en un editorial contra la educación sexual y a favor de la castidad que contenía frases para enmarcar: «se presenta la satisfacción del impulso sexual como una fuente de placer físico que se alcanza en una especial clase de retozo o juego por el cual no hay que preocuparse (…) Hay también una virtud que ennoblece la sexualidad del hombre: se llama castidad, y como virtud significa la fuerza que mantiene la limpieza del cuerpo y del alma. Ciertamente, no estamos en tiempos en los que la castidad tenga buena prensa…». Caballero explicó en su libro que esta mentalidad era una de las principales causas del fracaso matrimonial de tantas parejas españolas, «matrimonios que después de tantos hijos no conocen lo que es el orgasmo. La relación sexual mecánica y el tedio ante el acto sexual tiene demasiados practicantes en nuestro país». Desolador.
Noticia recogida en La Vanguardia; jueves 1 de marzo de 1973.
Noticia recogida en La Vanguardia; jueves 1 de marzo de 1973.
Pero eso es lo que supuso la dictadura. Un regreso a la castidad tradicional española, un concepto antediluviano. Según un artículo de Rafael Huertas y Enric Novella, «Sexo y Modernidad en la España de la II República», publicado en la revista Arbor del CSIC, en 1932 ya había en España una Liga Española para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas, filial de la Weltliga für Sexualreform fundada en 1928 en Berlín por el doctor Marcus Hirschfeld (las imágenes que solemos ver de los nazis quemando libros cuando toman el poder en 1933 son las de cuando asaltaron la sede de este instituto el 6 de mayo de ese año).
También circulaba por España en aquel periodo la obra de Hildegart Rodríguez, que abogaba por la «libre elección de la maternidad», el método anticonceptivo para alcanzar una sexualidad más libre. Además, abogaba por una educación sexual desde la escuela. Una necesidad que esgrimía de forma unánime «prácticamente toda la literatura médica de la época», señalan estos investigadores, como el doctor Ángel Garma, que se quejaba de que si a un adolescente se le educaba en el rechazo a su propia sexualidad tendería a desconfiar de las personas que le rodeasen al crecer. Y también demandaba una educación sexual basada en valores como la veracidad y la tolerancia. Ponía de ejemplo que el que a los niños se les enseñase que los niños vienen de París solo tenía como consecuencia que «se les estropea la parte lógica del pensamiento». Pero ya se sabe, y bien conoce la religión, lo manipulable que es alguien a quien le han inculcado ideas irracionales antes de que esté en edad de razonar.
También la República trajo la primera ley de divorcio de la historia de España. Y otra afrenta mucho más grave, que le costó la vida a tantos maestros durante el genocidio, la legislación del sistema de enseñanza republicano, que introducía la «coeducación» (ahora educación mixta): se fundieron las escuelas masculinas y femeninas en una. Ante esta transformación, el papa Pío XI se manifestó condenando expresamente el nuevo modelo en su encíclica «Divini Illius Magistri». El pontífice protestaba porque este sistema educativo se basaba en el «pernicioso» y «erróneo» principio «negador del pecado original». El falangista Onésimo Redondo lo calificó de «crimen ministerial contra las mujeres decentes». Y el padre José Antonio Lauburu explicó en su conferencia «La educación de los hijos» en 1935:
¿Va a ser ciencia dar la misma dirección intelectual a los que no solamente en el sexo, sino en sus notas psicológicas, son marcadamente diferentes? ¡No, señores, no es ciencia! Ni la conocen ni les interesa. Lo que sí les interesa es la promiscuidad de los sexos, precisamente en las épocas de la pubertad y de las pasiones más violentas, para atentar contra el pudor y entender las pasiones azuzándolas con las burlas y desprecios irónicos a la religión y la moral.
El franquismo prohibió la coeducación el 1 de mayo de 1939. Es conocido que a los maestros que defendieron el sistema, especialmente en Andalucía, Extremadura, Castilla y Galicia, se les fue a buscar a su casa uno por uno sistemática y organizadamente para meterles cuatro tiros y enterrarlos en una cuneta ¡donde todavía están muchos de ellos! Se cumplieron los deseos de Onésimo Redondo cuando dijo que la coeducación o emparejamiento escolar era «un capítulo de acción judía contra las naciones libres, un delito contra la salud del pueblo, que deben penar con sus cabezas los traidores responsables». Dicho y hecho.
Escuela de niñas, España, años cuarenta. Foto: DP.
Escuela de niñas, España, años cuarenta. Foto: DP.
Ni siquiera en 1970 los propios legisladores franquistas más avanzados lograron introducir la coeducación por la oposición de la Iglesia. En el diario Pueblo el presidente de la Federación Española de Religiosos de Enseñanza justificó el inmovilismo: «Los riesgos morales son grandes. La Iglesia no se opone a una convivencia de sexos, sino a sustituir fácilmente una legítima comunidad por una promiscuidad de carácter tendenciosamente igualatorio».
Igualdad era la palabra. Porque la razón que subyacía era evidente: educar a chicos y chicas juntos suponía igualarlos. Dicho de otro modo, que la mujer dejaría de tener una educación diferente a la del varón. SegúnLuis Alonso Tejada en su libro La represión sexual en la España de Franco, efectivamente el propósito del sistema educativo del régimen era limitar las posibilidades intelectuales de las niñas y mujeres y orientarlas hacia actividades de inferior rango cultural y social: enviarlas directamente a las tareas del hogar.
Esto luego derivó, sigue Tejada, en un menor interés de los padres por los estudios de sus hijas y elevados porcentajes de analfabetismo femenino. Las cosas cambiaron a partir de 1960, pero la generación de mujeres de posguerra quedó marcada. Las mujeres adultas tenían un desinterés por todo lo intelectual y cultural que necesariamente las distanciaba de sus maridos. No era posible una comunicación real y auténtica y, por lo tanto, en términos sexuales, un elevado porcentaje de matrimonios naufragaban por la lógica insatisfacción sexual y afectiva derivada de esta situación. Pero las muy católicas autoridades estaban convencidas de que debía ser así. El tío de la exalcaldesa de Madrid, doña Ana Botella, ilustre rector de la Universidad Complutense entonces, el doctor Botella Llusià, así lo explicaba:
En esta educación juvenil de la mujer es un error educar a las mujeres igual que a los hombres. La preocupación que deben recibir para la vida es radical y fundamentalmente distinta. Una formación encaminada no a hacer de ella un buen ciudadano, sino una buena esposa y una buena madre de familia o, si se queda soltera, un ser útil a sus semejantes.

domingo, 19 de julio de 2015

"La revolución desde el sofá" por José Antonio Pérez

Seguro que a alguien se le ha ocurrido antes, pero lo cierto es que nunca he leído nada al respecto. Algunos seguramente lo llamarían terrorismo. Terrorismo mediático o publicitario o anticapitalista. Terrorismo perroflauta.
Lo bueno del asunto es que generaría un cierto caos económico y social sin que nadie perdiese la vida. Sin amputaciones, ni gritos, ni sangre en la acera. Lo malo es que resulta mucho más fácil de imaginar que de poner en práctica.
Para que la idea pueda llevarse a cabo, se necesitaría la colaboración de 12.000 españoles, más o menos. Pero no 12.000 cualesquiera, claro, de lo contrario sería muy sencillo. Necesitamos a los 12.000 españoles que tienen un audímetro en sus (aproximadamente 5000) casas. Esas 12.000 personas que deciden, por aquello de la estadística y la convención, qué programas ven sus 47 millones de compatriotas. Esas 12.000 personas que, con solo presionar un botón cada vez que se sientan frente a sus televisores, sostienen un negocio multimillonario.
Si, de algún modo, toda esa gente fuese persuadida para que dejase de ver televisión, se produciría un colapso inmediato en el sistema audiovisual y publicitario español. No hace falta que lo dejen para siempre; bastaría un día o dos o una semana para sembrar un considerable caos y generar unas pérdidas colosales. Los ejecutivos de televisión amanecerían con tablas llenas de ceros y nada más que ceros. Un Barça-Madrid sin espectadores,Falete en bañador saltando al vacío, Imanol Arias gritando Merche, me cago en la leche, en mitad de la nada.
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La vulnerabilidad del sistema quedaría al manifiesto. Sin audímetros, ¿cómo saber qué ve la gente cuando la gente ve televisión? Las encuestas no son fiables, porque, ante el encuestador, los españoles tienden a descubrir súbitamente su amor por los documentales y por los animales y por Jordi Hurtado. No, eso no funciona. Solo podemos confiar en los audímetros, solo ellos sirven para mantener el negocio, desde el fútbol a la campaña de Navidad. Sin los audímetros, cundiría la desconfianza en las televisiones, en las agencias de publicidad, en las centrales de medios. Y sin confianza, ya lo sabemos, los negocios se van al garete.
Todo esto es ciencia ficción, por supuesto. Me temo que sería imposible localizar a esas 12.000 personas y convencerlas de que aceptasen el juego. Aunque ellas no perderían mucho. Casi nada, en realidad. Lo único que obtienen colaborando con la empresa de medición de audiencias son unos ridículos regalos-tipo-domicilia-aquí-tu-nómina. Tostadoras, planchas, termos, ese tipo de cosas. ¿Acaso no resulta mucho más gratificante tomar parte en un colapso económico que coleccionar puntos canjeables para la Nespresso? Pasados 20, 30 años, esa gente podría contar a sus nietos y al personal de la residencia que tomó parte en un crack solo por el placer de hacer algo en la vida además de comer y dormir y sonreír forzadamente día tras día tras día. Que reventó una burbuja de billones de euros con tan solo no mover un dedo. Con solo no apretar el botón. Que inició la revolución del sofá, con el mando a distancia como única arma. Alguien lo dijo una vez: pocas cosas hay más democráticas que la televisión. 

viernes, 17 de julio de 2015

FOTOS CON HISTORIA: "PARADOJAS DE HAMLET"


-Mira, Yorick, cómo te ves. Tú, el bufón de la corte, el que hurgaba en el ojo del rey, el que de todo se reía y a todo el mundo ridiculizaba. Tú, Yorick, enano bastardo, que no reparaba en nada con tal de provocar la risa. Tú, Yorick, escéptico, burlón, amante del vino, de la lujuria, de la gula, del placer por el placer. Tú, Yorick, ahora muestras una risa macabra, encerrada para siempre en una asquerosa calavera. Tú, Yorick, descarado y descarnado, mira cómo te ves.
-Y tú, mi príncipe. Tú, que siempre te mostraste grave, confuso, angustiado por la vida. Cobarde indeciso, a quien molestaba la risa y estorbaba la alegría. Tú, amigo de los muertos.Tú, mi príncipe, el que odió a la mujer hasta provocar su suicidio. Tú, mira en qué te has convertido.   

miércoles, 15 de julio de 2015

FOTOS CON HISTORIA: "LA BENEMÉRITA" (Fotografía de Cristina García Rodero)


Cuando os lo cuente, no me vais a creer. Estos dos guardiaciviles tan serios, tan formales, tan en su papel de vigilantes del orden, son los dos hombres más delicados de mi pueblo. Fijaos cómo me han vestido, con una mitra de papel que ellos mismos diseñaron para el carnaval de Tarazona. En cuanto olió la fiesta, Mauricio (el del bigotón) desempolvó los patrones del "Burda" y, con paciencia de relojero, diseñó la mitra que veis, orgullo y gloria del carnaval. Lo tendríais que haber visto con el salto de cama que se pone para dormir; esgrimiendo la tiza de modista entre sus dedos, entusiasmado; mientras Meritorio (el que está a mi izquierda), le daba un masaje tonificador en los omoplatos.
Mauricio y Meritorio son pareja de hecho, aunque nadie en el pueblo lo sabe. Me adoptaron de recién nacida y hasta ahora me he cuidado mucho de desvelar el secreto.
Pero ya está bien, me siento orgullosa de ellos, y lo voy a proclamar a los cuatro vientos: mis padres se aman como los protagonistas de "Esplendor en la hierba", con pasión adolescente. Meritorio es más serio, aunque cuando Mauricio le besa el cuello, se estremece al sentir el cepillado de su bigote, como un gato en enero. No he visto persona más feliz en el mundo.
Les gusta ver el "curling" por televisión, sentados en el sofá cogidos de la mano. Se emocionan cuando los jugadores barren la pista y el disco se desliza con pereza; gritan, se encienden y, si gana su equipo, se funden en un beso interminable.
Que todos lo sepan: son mis padres y se quieren como los protagonistas de "Esplendor en la hierba". Si Lorca los hubiera conocido, les habría dedicado un romance.

lunes, 13 de julio de 2015

FOTOS CON HISTORIA: "Las apariencias engañan" (Fotografía de Cristina García Rodero)

Aunque aquí me veáis con la chorra al aire, el torso desnudo, una botella en la mano y mi gorra de la Caja Rural encasquetada hasta las cejas, no se deben sacar conclusiones apresuradas. A mí no me gustan las fiestas, soy abstemio y suelo ser friolero. No hay que fiarse de las apariencias. Durante mi etapa de bioquímico en la Central Lechera Asturiana, elaboré un trabajo de campo que consistía en comprobar los beneficios del cuajo para la expulsión de piedras del riñón. Como podéis ver en la imagen, las que están detrás de mí, son las chicas del laboratorio que observan con curiosidad científica el éxito del experimento que estábamos llevando a cabo. Yo me presté de conejillo de indias: tras la concienzuda labor ingrata del laboratorio, me metí entre pecho y espalda tres libras de cuajo. Los efectos fueron inmediatos, pero había que constatarlos para bien de la comunidad científica. Para tal fin salimos a la calle. La fortaleza de mis riñones después de la ingesta del cuajo en crudo se plasma en esta instantánea que pasará a los anales de los avances científicos. Solo hay que ver ese chorro recto y potente. Lo de la gorra de la Caja Rural fue una concesión a mi hermana que trabaja en esa entidad bancaria desde hace trece años y quería rendirle un homenaje. Va por vosotros, investigadores del mundo.

domingo, 12 de julio de 2015

FOTOS CON HISTORIA: "Joana y la pasión" (Foto de Cristina García Rodero)


Joana es una hembra de armas tomar. Ahí donde la veis, toda de negro y sin una libra de carne a la vista, es la más fogosa del pueblo. Macho que pilla, macho que desgracia. No tiene colmo esta mujer. Muchos han huido de aquí y otros han cruzado la acera, no quieren cuentas ya con el sexo femenino. Joana es como las mantis religiosas, solo que ella deja con vida a sus amantes. Los exprime de tal manera que no deja virilidad para ninguna otra mujer. Una vez que caes entre sus brazos, nada te puede salvar. Tiene un poder de atracción devastador, absorbe tu sexualidad como los mosquitos la sangre. Su indumentaria no aparenta lo que esconde debajo, por eso lo deja todo al misterio. No hay mente humana que pueda imaginar lo que hay tras su bata negra y sus medias de lana.
Hoy estábamos echando la partida y la hemos visto venir hacia la taberna. Por suerte, tiene un punto débil: un problema de vista que le impide ver en las alturas. En cuanto aparece, nos subimos todos a este banco, nos cubrimos con la boina (si podemos) y esperamos a que pase la tormenta. Los que aquí estamos somos los únicos que ella no se ha pasado por la piedra y vivimos un calvario. No queremos transformarnos como el Ángel ni como el Daniel, que ahora se llaman Petra y Leocadia. Si alguien puede echarnos una mano, si alguien conoce una solución para este tipo de amenazas, que llame al ministerio de Medio Ambiente o a los GEOS o a Change o a Avaaz. Un pueblo entero va a desaparecer, ¿os vais a quedar de brazos cruzados?    

viernes, 10 de julio de 2015

"Voy a echar la partida" por Juan Tallón


En este país, durante años, solo hubo una partida. La partida de cartas. La Partida. Y era sagrada en millones de casas, como el brasero o como la copita del desayuno. La echaba tu padre, la echaba tu abuelo, y si sabías lo que es bueno, un día la echabas tú. Podías licenciarte en Derecho jugando una partida tras otra en la cafetería de la facultad. Solo tenías que levantarte de vez en cuando para fotocopiar apuntes. En realidad, aquello no era tanto una partida de cartas como una misa. O una orgía. O el acogedor infierno. No faltabas a la cita por una enfermedad, ni por una celebración familiar, ni porque naciese tu hijo. En Vilardevós (Ourense), hablamos recurrentemente de aquella partida en la que a Indalecio Yáñez le llegaron, en mitad de un subastado, con la nueva de que había nacido su cuarto hijo. «Arrastro», dijo sin levantar los ojos del tapete, metiendo un triunfo en la mesa, para allanar el horizonte. El bar aguantó la respiración y el tiempo palpitó en la atmósfera. Cuando Indalecio recogió la baza y contó los puntos de cabeza, se volvió y preguntó, apartando un segundo el palillo de la boca: «¿Niño o niña?». Y, naturalmente, continuó la partida. A eso me refiero cuando digo «sagrada».
El jugador de cartas primitivo, que un día, hace mucho tiempo, entró en el bar y pensó «este es mi hogar», estableció entonces sus valores: partida, trabajo, familia. Por este orden. Tampoco es que se precisen más ideales. Con tres valores así, firmes, recios, se puede escribir la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de Imanuel Kant. Ni un tipo como Kant, ahora que lo citamos, supo sustraerse al embrujo del billar, como detalla James Boswell en Visita al profesor Kant. Hay que desconfiar de la gente sin vicios, que nunca encuentra una razón para llegar tarde a casa, incluso para no llegar. Allá ellos, claro. Pero conviene saber que acostarse temprano y levantarse temprano, como advirtió James Thurber, hacen de un hombre alguien saludable, próspero y muerto.
La partida de cartas dice más de ti que los cuatro tomos de tu autobiografía. Más que el hecho de ser de aquí, o de allí. Cualquier jugador de raza, de firmes y recios valores, sabe que uno no necesita tanto ser algo concreto, como tener un buen puro, cerillas y que las cartas estén bien barajadas. Todo lo demás, sobra. No pinta nada. En ocasiones, no deberíamos tener ni una familia. Ni pertenecer a un país. Basta estar solo con tu puro, tu licor café para mojar la punta del cigarro, como si fuese una galleta, y las cartas, donde siempre podrás prever tu destino.
Coleccion _Visión fotográfica de Asturias_. Vida cotidiana. Modesto Montoto
La partida es tu única patria, a la que te agarras en el naufragio. Va con el jugador a todas partes, y en el catálogo de sus partidas está toda su historia. A menudo se trata de un individuo que en su vida solo tiene tiempo para las cosas insignificantes e inútiles, pero eso ya es mucho más de lo que pueden decir otros. Además, la utilidad resulta un concepto tramposo, inasible, con el que no puedes ni dar toques con el pie, como si fuese un balón. «¿Para qué sirve la literatura?», se preguntaba Roberto Bolaño, y respondía enseguida: «La literatura no sirve para nada. La literatura solo sirve para la literatura. Para mí eso es suficiente». El jugador no podría contar nada bello, divertido o dramático que no pasase durante una de sus partidas, pese a no servir para nada. Son su autobiografía. Todo está ahí, escrito. El jugador auténtico, el que no va a un entierro, aunque sea el suyo, si coincide con ese momento sagrado que es el tute, o el mus, nunca da carpetazo a una partida sino mucho después de acabarla. Se levantan juntos de la mesa, y salen del bar juntos, y se van a casa agarrados de la mano. Todos necesitamos una obsesión. Te ayuda a levantarte cada mañana, te da calor en las noches de invierno.
Pocas obsesiones tan bellas y atroces, recuerdo, como la de don Hilario, sacerdote de Arzádegos hasta los años 70. Controló durante décadas el contrabando y el juego ilegal en la frontera entre Ourense y Portugal, y se moría por el tute. Era común que se distrajese de los asuntos eucarísticos para hacer negocios, pero sobre todo, por jugar al tute. Lo amaba por encima de todo, por encima de la vida eterna, por encima de la palabra de Dios. No tenía, por momentos extensos, solitarios y planos, otra cosa en la cabeza que el tute. Tute, tute, tute. Algunas tardes, forzado por las circunstancias, llegó a dar la confesión en la bodega del bar. La partida lo hostigaba por dentro. Hubo un acoso perfecto, locuaz y oscuro, durante una de las misas de domingo. Ya al final, don Hilario se volvió hacia la feligresía. Era el momento de proclamar el «Dominus vobiscum». Lo había hecho miles de veces. En cada oficio, aquellos años, se pronunciaba hasta en ocho ocasiones. En la última, el celebrante se volvía al pueblo mientras enunciaba la frase, elevando y juntando las manos sobre su cabeza, como en clase de pilates. Pero en ese horrible instante, algo distraído, don Hilario pensó en alto y proclamó con fervor: «¡Triunfan bastos!».
Todos tenemos nuestro «momento sagrado». Y que no nos lo toquen. Por eso es sagrado. Josep Pla tenía sus cigarrillos del país, de los que era tan partidario, aunque fuesen africanos, como confesaba él mismo. Onettitenía sus novelas policiales. Keith Richards tiene, bueno, ya sabemos qué tiene Keith Richards. John Steinbeckdecía que no había nada como el primer trago de cerveza, así que tenía eso. Juan Carlos I tiene la caza (la caza en general). Los seguidores del Atlético tenemos la evocación del doblete. José Bergamín tenía ese soneto que le gustaba recitar mientras subía las escaleras al ático que alquiló cuando regresó del exilio. El protagonista deAmerican Beauty, Lester Burnham, tenía la ducha, donde le gustaba cascársela a primera hora, y ese era el mejor instante del día. Podríamos estar así toda la vida. No importa qué malo esté siendo tu día, o tu semana, incluso tu vida, porque cuando llega el «momento sagrado» cualquier gravedad o preocupación se desvanecen.
GRUPO DE CUATRO MUJERES JUGANDO AL MUS EN LA CALLE KALEZAR DE OÑATI
El jugador tiene la partida, como es obvio, y se aproxima al instante perfecto lentamente, para saborearlo mejor, como si Schopenhauer tuviese razón y la vida fuese un ingente episodio en el bendito reposo de la nada. Por la mañana hace un par de recados, tal vez ojee el Marca, y a mediodía sale a tomar una caña y un pincho de tortilla. En el tiempo que permanece en su trabajo no se producen novedades dignas de mención. Ha aprendido a ser invisible, a hacer como si no fuese a trabajar, pero sin dejar de hacer como si estuviese siempre en la oficina, caso de tener oficina. También ha aprendido a que todo lo relacionado con el trabajo le resbale, pero sin ignorar que, en su escala de valores, el trabajo viene después de la partida, y antes que la familia. Por otra parte, el jugador de cartas no padece los avatares del paro, y cuando los sufre, sabe cómo reponerse de esa tristeza, y de cualquier tristeza: echando la partida. Su único miedo sería que una tarde llegase al bar y no hubiese quórum para jugar al tute. Sería una mala señal, tal vez un indicio directo de que el mundo ha empezado a explotar. Fuera de esa calamidad, nada malo puede pasarle al jugador. ¿No tiene sentido? Tal vez. Qué importa. En última instancia, el sentido importa tanto como la utilidad. Uno de los lemas del jugador es, precisamente, «a la mierda el sentido». Tu obsesión te esclaviza, pero también te guarece.
Todo el sopor del día se atenuaba a medida que llegaba el «momento». Horas antes, soñabas con el minuto en el que acababas de comer, te levantabas de la mesa y anunciabas: «Voy a echar la partida al bar». Parecía una frase ordinaria, con verbos trillados y sustantivos comunes. Tú la pronunciabas, sin embargo, como si fueses a cambiar el destino de la humanidad. No hubieses acentuado con más efervescencia eppur si muove o I have a dream. Para ti la partida era más importante que el heliocentrismo y todos los derechos civiles juntos.
Ni siquiera tomabas postre. Algo ardía ya inevitablemente dentro de ti, algo parecido a un hormigueo, a la electricidad, incluso a cierta sensación de inmortalidad, como cuando en el cine de los 80 el protagonista, lleno de rabia y dolor, ordenaba a sus secuaces: «Dejádmelo a mí». Antes de salir de casa, abrías un cajón de la cocina y tomabas un palillo de los planos, para fumarlo durante toda la tarde. Obviamente, te despedías de la familia, por si tardabas varios años en regresar. Pero sin escenas. No tenías sentimientos. No te valían de nada en la partida.
Partida de cartas
El jugador camino del bar era una postal habitual. Y eterna, como tantas imágenes que fijas en la infancia. Cada barrio poseía sus «instituciones», esa clase de jugadores de cartas que salían de casa a la hora de siempre, y cuando llegaban al café, saboreando ya el momento, ni siquiera tenían que pedir lo siempre. Venía solo. El vecindario podía adivinar la hora exacta solo viendo a ese jugador pasar delante de su casa, exultante, en pos de la partida. No fallaba. Su paso proporcionaba esa precisión que daba, según parece, el cuartel de la Gestapo en la Prinz Albrecht Strasse de Berlín, donde fusilaban con tanta puntualidad que la gente, al escuchar las descargas, ponía en hora los relojes.
Cuando llegaba, el bar bullía. Algunas partidas iban ya por la mitad. Otras eran la misma partida desde hacía años, y no tenían ni mitad ni principio. Simplemente, los jugadores se habían olvidado de acabarlas y regresar a casa, donde sus hijos se habían casado, tenido a su vez nuevos hijos, que ahora se situaban detrás del abuelo, mirando fijamente sus cartas, sin comprender nada, pero fascinados. Aquel nieto que todos fuimos alguna vez, acariciaba cada detalle que no entendía antes de llevárselo a la boca, como un caramelo. Solo así podría recordarlos 30 años después, como si aún estuviesen en movimiento. Todo le parecía prodigioso, bello e irreal, como en los cuentos de Hansel y Gretel. El contumaz golpe en el tapete al arrojar la carta; los silencios rotos y reparados; el humo arenoso, que ascendía tan despacio, hipnótico, que en realidad descendía; el cigarro que se consumía lentamente en el abismo de la mesa, hasta quemarla. Todo era maravilloso, hasta lo más ridículo, incluida la caída de la ceniza al suelo. Tu creías que hasta eso podía deparar un instante brillante, como cuando en El ángel azulEmil Jannings, el profesor, se desliza debajo de la mesa para recoger los cigarrillos que se le han caído entre las piernas de Marlene Dietrich, y en vistas de que aquel se distrae, la mujer pregunta: «Señor profesor, ¿hay algo por ahí interesante?».
La partida era una bajada al infierno que te arrullaba, como esas tardes de verano en las novelas de Scott Fitzgerald, donde caes a tu abismo personal, pero no te importa porque pides y pides de beber en una noche sin fin. Entre tanto, caen los cafés, caen los chupitos, cae la tarde a pasos cortos, das la vuelta al palillo, pides que te traigan una faria nueva. Tú por lo menos la fumas. No pocas veces te sientas al lado de un tipo gordo, sudoroso y malhablado, que fuma grandes puros, pero siempre apagados. En realidad, el cigarro que sostiene entre los dedos, y que siempre es el mismo, es un trasunto de batuta, bolígrafo y seguramente un poco de polla. La partida, en última instancia, es una gran metáfora. Y esa clase de sabias maestras que te enseñan que el ser humano puede sobrevivir a base de cigarrillos, brandy y café al menos hasta que cumple los 100 años.
Podríamos decir que la partida es un mundo, pero en realidad es un universo. Aunque lo suficientemente pequeño e indescifrable para que el mundo no quepa en él. Incluso aquellos elementos de los que estaríamos dispuestos a decir que no forman parte de la partida, como el ruido de la máquina moliendo café, las moscas o los cacahuetes del suelo, pertenecen a la ceremonia íntimamente. En cierto sentido, también intervienen en el juego todos esos individuos, de pie, o sentados, que siguen la partida desde la lejanía, como aquellos aficionados del Barça, cuando el equipo aún jugaba en el estadio de La Escopidora, que se sentaban en la tapia perimetral para ver los partidos. A veces son el coro murmurante. A veces son la conciencia que no escuchas. A veces son los que aplauden, es decir, la escoria. A veces solo son los que tienen un cigarro. A veces son ratas asquerosas. Es especialmente enojoso ese señor que chasquea la lengua todo el tiempo, disconforme con lo que ve. Por suerte, todo se recompone cuando un jugador se vuelve, lo mira con desprecio, y pregunta si tiene algún problema en la boca, o quiere tenerlo. Después de todo, el jugador de cartas es un hombre sin miedo a la muerte. Ni siquiera teme a perder. ¿Qué es la victoria sino más que un minuto, un segundo que se deshace en las manos? En realidad, solo se trata de jugar, de que pase la vida gozosa, lentamente, en el calor del hogar. Lejos de la partida, el jugador siente que el mundo carece de caminos. Por eso, cuando la fiesta concluye, y se apagan las luces, y no puede sino regresar a su casa, siempre se pregunta, angustiado, como cuando lo has perdido todo: «¿Y ahora qué voy a hacer?».