domingo, 22 de noviembre de 2015

"Una cuestión de prosa" por Antonio Muñoz Molina


Todo se olvida muy rápido entre nosotros, así que ya no habrá muchos que recuerden la época en la que se puso de moda, en ciertos ámbitos poco ventilados de la cultura literaria española, el término insultante y genérico de “angloaburridos”. Es probable que su inventor fuera Francisco Umbral, que lo usó mucho, pero también lo hizo suyo Camilo José Cela, y con él la cohorte numerosa de columnistas que le daban coba. Angloaburridos eran, o éramos, los escritores jóvenes que en vez de seguir el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de la prosa del premio Nobel, el tronco rancio de lo implacablemente español, imitábamos a escritores anglosajones, cuyos nombres nunca se precisaban, quizás por falta de familiaridad, o hasta de pura información. Un angloaburrido, como su propio nombre indicaba, era alguien que escribía como si tradujera del inglés, sin sangre hispana en las venas, tan tedioso por comparación con aquellos grandes maestros de la prosa nacional como un té tibio comparado con una copa recia de cazalla, un falso cosmopolita lánguido y hasta sospechoso de poca hombría. En una ocasión en la que Cela me honró con un artículo insultante, sus palmeros y costaleros celebraron a grandes carcajadas aquella muestra de ingenio satírico español, enraizada, decían, en lo mejor de las peleas literarias del Siglo de Oro. Uno de ellos, para ridiculizarme más, me comparó a ese tontorrón de las películas del Oeste que entra al saloon y pide un vaso de leche, ganándose el escarnio de la clientela y un puñetazo del sheriff —Cela como un montañoso John Wayne— que después de derribarlo sin ningún esfuerzo se toma un lingotazo de whisky.
Nos llamaban 'angloaburridos' a los jóvenes que no seguíamos el ejemplo tremendista, quevedesco y castizo de Cela, quien me honró con un artículo insultante
Había en todo aquello un gran encono político, porque eran esos años últimos de Gobierno socialista en los que la derecha andaba embravecida por la impaciencia de recuperar el poder. También era un episodio más de la tristísima maledicencia literaria española, que unas veces adopta disfraces de izquierdas y otras disfraces de derechas, detrás de los cuales se percibe siempre el mismo aliento podrido de rencor y desdén. Pero se trataba, en el fondo, de una cuestión de estilo, que se manifestaba en la práctica en una idea de la prosa: la prosa de las novelas y también la de las crónicas y las columnas de periódico, la herramienta lingüística más elemental con la que contamos para narrar el mundo, para intentar comprenderlo o explicarlo; pero con la que también es posible volver turbio lo transparente y confundir a la inteligencia enredándola en palabrería sonora, en puro embuste cínicamente ofrecido en el envoltorio de papel brillante de lo “muy bien escrito”, o en grosería chulesca presentada como autenticidad.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios: la primera ayuda a que parezca que se dice algo no diciendo nada; la segunda sirve para descargar sin ningún peligro la agresividad contra los débiles, especialidad de Quevedo y de Lope cuando se hacían los graciosos acusando a otros de judaísmo o herejía, en una época de prisiones y hogueras inquisitoriales. Inventar la democracia sobre la marcha, como se hizo en España, requería inventar otra forma de prosa, recobrando tradiciones aniquiladas o perdidas, y también, desde luego, imitando modelos exteriores, igual que se imitan instituciones y leyes.
Donde mejor se aprende esta prosa es en la cultura inglesa; en la literatura de invención pero ni mucho menos solo en ella; en la prosa de periódico, en los ensayos, en los libros de historia y en los de divulgación científica, en diarios personales, en reseñas de libros o de arte.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell
Una prosa así es tan imprescindible para comprender la realidad como un instrumento de medición o de observación, un barómetro, un sextante, una lente de aumento. Cada autor tiene un estilo igual que cada persona tiene una voz, pero en la prosa de la que hablo hay muchos rasgos comunes: precisión y flexibilidad; mesura de tono; una capacidad para volver transparente o al menos inteligible lo complejo sin banalizarlo ni simplificarlo; una preferencia por la eficacia expresiva sobre los despliegues de virtuosismo; una fluidez unas veces directa y otras ondulante que se aproxima al discurrir de los procesos mentales; una disposición para volverse invisible, haciéndose táctil, visual, oral, apasionada, irónica, grave, según la materia que trate en cada momento; una actitud tan respetuosa hacia el lector como hacia el propio tema tratado: el tema es digno de conocerse y explorarse; el lector posee su propia inteligencia soberana, de modo que se ofenderá si se le trata como un ignorante o un convencido de antemano, y si hay que persuadirlo habrá que hacerlo con la mejor información posible y con los razonamientos más claros.
Es muy probable que esa prosa, que se formó entre el siglo XVII y el XVIII, llegara a la lengua inglesa desde dos culturas extranjeras: la castellana y la francesa. La prosa de ficción viene de Cervantes; la reflexiva, de Montaigne. En el prólogo del primer Quijote el amigo ingenioso y anónimo le hace al novelista una descripción muy precisadel tipo de escritura en prosa que requiere su gran empeño narrativo, tan nuevo que no hay modelos en los que apoyarse: “No hay (...) sino procurar a la llana que con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuese posible, vuestra intención, dando a conocer vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos”.
La prosa del retruécano y la de la mala leche quevedesca son muy adecuadas para los regímenes autoritarios
De la prosa limpia de Cervantes, culta sin pedantería y llana sin vulgaridad, tan flexible que se adapta a cualquier escenario, personaje, forma de habla, proviene directamente todo el primer gran tirón de la novela inglesa, desde Fielding y Swift a Dickens. Y de las traducciones al inglés de Montaigne, que hizo un amigo heterodoxo de Shakespeare y de Giordano Bruno que se llamaba John Florio, viene la prosa del ensayo, que es muy pronto la de la reflexión política y la de la crítica de la religión y del conocimiento, y también la de la literatura científica, que tantas veces se mezcla jugosamente con la literatura de viajes. No es una prosa de adoctrinamiento, ni de misticismo religoso o patriótico, ni de mareo verbal. Le sirvió a Charles Lyell para contar con una riqueza literaria extraordinaria susPrincipios de Geología, sin los cuales Darwin no habría dispuesto del marco temporal muy poco antes inconcebible que daba solidez a su teoría de la evolución. Le sirvió admirablemente a Darwin, que fue, de una manera inseparable, un gran científico y un gran escritor. Es la prosa en la que David Hume examinó las sutilezas y los engaños de la conciencia y las fantasías adormecedoras o tóxicas de la religión, y en la que Mary Wollstonecraft vindicó luminosamente los derechos de la mujer.
Estoy convencido de que la fuerza misma de esa tradición de escritura en prosa afiló la inteligencia de George Orwell para no dejarse nunca seducir por las promesas del totalitarismo y denunciar antes que nadie sus crímenes, asentados sobre la corrupción del lenguaje. Él mismo lo resumió mejor que nadie: “Una escritura que tenga algo de relevancia solo puede producirse cuando un hombre siente la verdad de lo que está diciendo”.

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