sábado, 17 de octubre de 2015

"Manuel Jabois: viva Azcona" por Manuel Jabois


Empezaré por José Luis Cuerda, que se fue de Albacete a Madrid porque su padre ganó un piso en una timba. Allí un día el hombre sentó a la familia en un sofá y se quedó mirándolos a todos mientras se encajonaban en silencio. Al cabo de cinco minutos habló: “Estoy pensando en comprar un coche y quería saber si vosotros sabéis ir en uno”. Finalmente lo compró: un 600 rosa.
Con los años Cuerda quiso contar con Fernán Gómez en su primer trabajo. El agente del actor le escribió aceptando la oferta con un par de condiciones: “Mi representado no puede leer seguidas más de 31 líneas de diálogo y no hará al día más de un folio y medio de rodaje”. Cuerda transigió: “Todos sus diálogos son inferiores a 31 líneas salvo uno que tiene 32. Y nunca rodará más de un folio y medio al día salvo uno que haría un folio y medio mas tres líneas”. “Por razones obvias”, contestó el agente, “mi representado no participará en la película”.
José Luis Cuerda, servilleta atada a la camisa, embromador y jocoso como un gran Falstaff, habla en un restaurante de Pontevedra mientras disfruta de su sanclodio, que imagino pisado por él en grandes capachos de sus viñedos. Una hora antes recordaba a Luis Ciges, que apareció un día en el rodaje hecho polvo porque su mujer le había pedido el divorcio, “y lo peor es la razón que me ha dado: que quiere una vida mejor; ¡nos ha jodido!”. Berlanga se fue con la División Azul a Rusia y una noche le tocó hacer guardia en medio de la estepa. Imbuido de heroicidad, permaneció con los ojos muy abiertos mirando hacia el horizonte con el fusil en alto. “Era tal la oscuridad que más que a los rusos tenía miedo a Drácula”, le dijo a David Gistau. Cuando empezó a amanecer en aquel páramo nevado se dio cuenta que había pasado la noche delante de una pared. Cuerda hizo Amanece, que no es poco, una de las rarezas más exquisitas del cine español, resumen  casi armonioso de aquella España de la que procedían sus antiguos cómicos (“un hombre en la cama es un hombre en la cama”, le advierte un padre a su hijo cuando les toca dormir juntos). Ciges vivía en el cruce de Marqués de Aranda con Ferraz, y cuando se aburría salía con un amigo a la terraza a ver accidentes: “Es el cruce en el que más choques hay de Madrid”, decía mientras veía a señores haciendo aspavientos al lado de dos coches empotrados.
Aquella España, sí. Pero es abril de 2008. Ha muerto hace un mes Rafael Azcona. “La mejor persona que yo he conocido en mi vida”, dice Cuerda. “El cerebro más despierto, la ética más estricta. Siempre digo que las dos mejores películas de la Historia son Plácido y El apartamento. Porque miran de frente a la condición humana, al hombre. A su misma altura”. En eso tenía que ver la máxima de Azcona, que decía que los cineastas españoles no eran mejores porque viajaban en taxi, no en autobús. Él decía que había que mezclarse con la gente, estar al pie de la calle y curiosearlo todo. “Yo de lo que abomino es de esas películas en las que durante hora y media te torturan con problemas irresolubles, y luego, en los metros finales, la cosa se arregla por arte de birlibirloque para que nos vayamos a casa tan contentos. ¡Qué estupidez, esa del final feliz como garantía del taquillazo! ¿Lo tiene Romeo y Julieta?”, dijo a la revista Kane 3.
El padre de Azcona se llamaba Dionisio y era sastre además de cojo, miembro de una cuadrilla llamada los Cojos Toreros; aunque la familia pasó muchas penurias, en casa se cosía y se planchaba cantando zarzuelas.Bernardo Sánchez Salas, en el prólogo al libro Por qué nos gustan las guapas (Pepitas&Pimentel, 2012), primera de las tres partes de la obra completa de Azcona en La Codoniz, recuerda que con 14 años estuvo a punto de entrar de mancebo en la farmacia de Jesús González Cuevas, en su Logroño natal. Para entonces el chico Azcona se escribía cartas a sí mismo en las que fantaseaba poniéndoles fecha del futuro y situándolas en lugares exóticos, como Honolulu, 1 de junio de 1979. El chico pintaba y escribía, y casi desde el primer número compraba La Codorniz, lo que le llevó al humor, pues él, diría después, había empezado escribiendo versos porque una señora rubia no le hacía caso.
“Cuando estábamos con el guión de La lengua de las mariposas, yo escribía una escena en la que una mujer apoyaba su espalda en la pared y se le escapaba una lágrima”, dice Cuerda. “¿Una lágrima?”, saltaba Azcona: “¡una mierda!”. Al autor de la trilogía Nacional o La vaquilla se le sobreentienden ciertas maneras. Como que enEl bosque animado Cuerda sugiera acercar la cámara a un cadáver y Azcona, piadoso, diga: “Déjala estar, que bastante tiene con lo suyo”. No haber visto Plácido es no haber entendido nada de este país y estar en él por estar, como un turista. España es un lugar en el que siempre hay un inocente persiguiendo a alguien para que le dé una fortuna con la que pagar la letra del motocarro. Un país en el que quien va al trabajo como al matadero es el verdugo. Un sitio en el que la aristocracia decadente, en su lecho de muerte, pide que entre el servicio, “que les encantan estas cosas”. Ese país que Azcona escribió era el que no se podía fingir, porque lo hacían las cerebros más insolentes y prodigiosos de Madrid, que no era Madrid sino lugar de reunión, por eso en los cafés años antes se ponían y se quitaban reyes, y en 1965 Raúl del Pozo lamentaría al volver del entierro de Ruano: “No lo pasaremos tan bien hasta que se muera Azorín”.
Azcona decía que sin humor habríamos desaparecido. Solía citar a Samuel Johnson: “Todo aquel que escriba una línea sin haber dinero de por medio es un insensato”. ¿Y es necesaria la escasez de medios o incluso la censura para afilar el ingenio?, le preguntaron una vez. “Eso es una falacia. No creo que a la hora de engendrar un hijo, y por el bien de la criatura, haya que machacarle al padre un testículo”.
Juan Cruz lo trató a partir de 1996. Siempre hay un momento en la vida de los hispanohablantes en que los trata Juan Cruz, un rito parecido al de la primera comunión, y Juan Cruz los exprime en anécdotas como si fuesen zumo dorado. Suele escribirlo después hermosamente si tiene el día fértil, y a Azcona le dedicó un texto estupendo, vibrante, desestereotipado. “El tiempo me devolvió un Azcona distinto a aquel misántropo que mi imaginación había dibujado. Al contrario, era un ser muy delicado con los otros, pugnaba por hacerlos felices y rara vez podías verle resentimientos, resquemores u odios. Es de una generación de hombres complejos —Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Dionisio Ridruejo— que la historia dotó de contradicciones internas que les llevaron al ensimismamiento, el desencanto o el alcohol; lo que había alrededor era una ruina, y a veces una ruina de la inteligencia, y ese ambiente que no era metafórico sino duro y real como una escarpia, a él lo dejó igualmente risueño, descreído pero profundo: miró alrededor y hacia adentro para retratar una sociedad difícil desde el humor; comenzó a ejercerlo donde entonces se podía, en los cafés y en La Codorniz; (…) se resistió en Madrid como gato panza arriba y no regresó a ningún regazo de Logroño: siguió adelante, como un apátrida, como un alma desprovista de banderas. Un día le pregunté: “Rafael, ¿y no te vas de vacaciones?”. “¿Yo? Si ya me fui de Logroño”.
En los primeros años de la capital lo escribió todo, hasta las revistas de decoraciones. Entró en La Codorniz, donde se multiplicó escribiendo y dibujando como Azcona, Arrea, Profesor Azconovan, Az o Repelente, en honor a su saga más exitosa: El repelente niño Vicente. Allí desplegó las alas como un cormorán de vuelo inmediato y veloz, siempre ácido, a medio camino entre la biografía y el delirio, con textos disparatados y tiernísimos que despegaban solos a la primera línea, cuando no antes. “Siempre me ocurre lo mismo; apenas soy presentado a alguien, el interfecto me dice: “Hombre, ¿y cómo no se llama usted Pepe?”, empieza en Por qué no me llamo Pepe. En Recuerdos de un hijo único cuenta cómo jugaba con el cadáver de su abuelo hasta que se estropeó, cómo martilleaba a su tía Eulalia o le quemaba el bigote a su abuela con gasolina. “No hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz de la miseria”, escribió este genio. “En La Codorniz nadie se atrevió nunca a mirar así. Toda la cuestión era una forma de mirar. Y Rafael consistía en una mirada, en unas gafas que iban rectificando el foco”, dice Sánchez Salas.
Entre sus consejos a literatos jóvenes, el profesor Azconovian empieza advirtiendo que entre ellos “se ha extendido la costumbre de no comer con regularidad. Craso error” y sigue lamentando que los escritores novatos se enamoren de “señoritas muy decentes, muy buenas y muy limpias, pero pobres como imbéciles. Crasísimo error”. Para hablar del sentido del humor de aquel tiempo suyo en el que empezaba hacerse un nombre refería una anécdota que contaba Agustín de Foxá sobre un padre viendo una corrida de toros en compañía de su hija de cinco años. La niña coge una gran rabieta y el padre le dice para consolarla: ‘No llores, tonta, mira como el toro le saca las tripitas al caballito”. A su muerte David Trueba lo recordó en El Mundocomo un sindiós: “Solía decir: ‘Cuando yo muera, tirad mi cadáver por un terraplén y, a ser posible, que se lo coman los cerdos; pero nada de agua bendita”. Esto era porque  no le preocupaba morir, que solo provoca trastorno a los que quedaban, sino la enfermedad: “lo desvalido, lo vulnerable, lo asqueroso, lo obsceno que te hace”.
Por qué nos gustan las guapas es la montaña de escritura que Azcona acumuló en La Codorniz, sencilla y fácil, irregular, tan cristalina que enamoró a Ferreri para meterlo a hacer guiones. Es un humor surrealista a veces en textos breves que juntos, incluidos sus ripios, funcionan como  montaña rusa. Es la década de los 50 bajo la mirada aterrada y compasiva de Rafael Azcona. “No he formado parte nunca de eso que ahora se llama la juventud. Nosotros lo que queríamos era ser mayores”, le dijo hace doce años a una de las mejores periodistas de España, Cristina Fallarás, escritora de prestigio y por ello metáfora profundamente azconiana del país: a punto de ser desahuciada y viviendo por debajo del umbral de la pobreza. “¿Está enganchado a algo?”, le preguntó ella. “A la jodida vida”.
Cuerda está a los postres. Tenía razón Azcona con eso de no subirse al taxi y pasear o montarse en el autobús, dice de repente. “El otro día caminaba al mismo paso que dos tíos y uno de ellos le estaba diciendo a otro: ‘Te voy a meter una patada en los cojones que te voy a arrancar la cabeza, no sé si me explico’. Ese ‘no sé si me explico’. Pura literatura”. Recordamos una frase de Manuel Vicent: “No existe el miedo al folio en blanco, sino al escrito”, que me trajo a su manera otra de Azcona, a quien le preguntaban si se alarmaba por las noticias del consumo de drogas de la juventud: “Eso es porque la televisión no podrá dar nunca la noticia de que hoy no se ha drogado nadie”. De todos nuestros jóvenes cadáveres fue al que más ganas se me quedaron de conocer en vida, porque de Umbral algo sé por Gistau, que lo acompañaba en la dacha cuando María España se iba y el viejo escritor se quedaba mirando fijamente al joven: “¿Tú me harías la merienda?”.
Si a algunos el cine español les parece malo no es porque lo sea, sino porque no lo escribe Azcona; ponga usted a un malagueño a pintar después de Picasso. El cine español es difícil de hacer, sobre todo la comedia, que es cuando se radiografía un país en su versión final, como si todos los géneros condujesen a la compasión y por tanto a la verdad. A mí España no me parece tan disparatada como la que leía, pero no sé si porque se la espera o se espera a Azcona, que era el que mejor la miraba. Debió dejar las gafas en herencia, y de paso el bonobús.
Murió el Domingo de Resurrección. No le hizo feliz el cine ni nada. De hecho, se preguntaba dónde estaba escrito que el hombre tuviese derecho a ser feliz.


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