domingo, 3 de mayo de 2015

Estampas II


El lateral izquierdo corría la banda con ímpetu, había cruzado ya el medio campo y solo se interponía ante él un defensa de cien kilos con cintura de plomo.
¿Cómo había llegado hasta esa posición? Siempre jugó como central y nunca se había enfrentado a jugadores con barriga de preñada. ¿Cómo se había torcido su futuro de futbolista hasta los campos de segunda regional? Había sido un central de físico imponente, recio, sin demasiada técnica, pero con la suficiente pegada y sentido de la estrategia como para triunfar en el primer equipo. Cuando jugaba en el juvenil, disfrutaba con la pelota, gozaba de la solidaridad de pertenecer a un grupo que se divertía en común, que reía tanto en el campo como fuera de él cuando se reunían para tomar la cerveza de después. El juego era lo importante. Al acostarse, pensaba en el partido de la semana, en subir al área contraria y cabecear a gol en el último minuto. Celebraba cualquier jugada con sus amigos, con los camaradas del instituto, con los que lo arropaban en sus fechorías y en sus calaveradas. La responsabilidad solo pasaba por disfrutar de los 90 minutos trenzando jugadas vistosas, por culminar los pases al hueco con acierto.
No era muy hábil con el regate, pero evitó con facilidad la entrada mastodóntica del central de cien kilos. Evitó la patada en mitad de la rodilla y siguió en su incursión hasta la línea de fondo. De reojo vio en la banda a un abuelo sentado en una silla de anea, con la barbilla apoyada en un cayado de pastor. Había dejado a su propio portero bebiendo de una bota de vino que un aficionado del equipo contrario le obligó a no rechazar. Tras la portería, un muro servía de límite entre el campo de fútbol y el cementerio.
Su progresión fue premiada con la subida al primer equipo. Llegó a jugar en algún campo importante, pero ya no era igual. No estaba cómodo, ya no era un juego. Debía competir por su puesto y empezó a pensar demasiado. Cuando le llegaba la pelota, sus movimientos dejaron de ser espontáneos, los nervios lo atenazaban, solía pifiar cada uno de los pases y llegaba siempre tarde al balón. La sociedad con el libre ya no era mecánica, lo oía gruñir en cada una de sus acciones. "Las chicas te están sorbiendo el tuétano", "otro que se echa a perder", "les gusta demasiado la juerga", "ya no disfrutan entrenando como antes", "no tienen voluntad ni capacidad de esfuerzo", "en cuanto se les pone dura, se les reblandecen las piernas"... El fútbol se convirtió en angustia. Los partidos ya no eran una fiesta, el momento más esperado de la semana, sino un trago amargo que había que endulzar como se pudiera. A mitad de temporada era reserva fijo y dos partidos después lo bajaron al equipo de segunda regional.
Cuando se aproximaba a la línea de fondo, pensó, "¿qué voy a hacer ahora?, yo no le doy a un bote con la zurda, ¿cómo había que poner la pierna?, no sé si pararme o centrar al paso..." En ese momento notó el garrote del abuelo enganchando su pierna izquierda. La zancadilla le hizo caer de bruces sobre la tierra prensada. Fue un alivio. La tangana la contempló desde el suelo.

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