sábado, 2 de mayo de 2015

Estampas I


Las abarcas de su abuelo se hunden en el barro. El frescor del agua del pozo. La sintonía de "Elena Francis" (nana, nananaranana, nanananana, nana, nan...) sale de la radio, a los pies de la abuela, mientras ella remienda un pantalón de pana. El rosal silvestre crece y alumbra la entrada de la casa de campo. Un cristal en forma de huso se incrusta en un muro encalado. El abuelo, con la primera luz, se afeita con navaja barbera y se muerde la costra del labio cuando la cuchilla le muerde la piel. El baño en el abrevadero de las ovejas. La barriga raspada por la poca profundidad del agua. El miedo a la hondura de la balsa y a los monstruos que esconde el agua densa y verde. El miedo a la oscuridad, al aullido del lobo en las noches de verano. La algarabía de la cosecha del trigo en la era, durante una noche tan clara que no parece noche. Las estufas de humo ahuyentan las tormentas de granizo. El parte del tiempo se escucha con atención, en silencio, el mismo silencio que rompen las cucharas golpeando la cerámica durante las comidas y las cenas. La piedra de cal hierve en el agua del carburo y la llama surge silbando para crear perfiles monstruosos. Las servilletas blancas rezuman suero, se huele la leche de oveja y chorrea en los estantes de madera la blancura de los quesos. Los silos en la cámara guardan el trigo y la cebada, dunas de grano que arañan los roedores. El miedo de la noche, la amistad de la luna acompaña al muchacho entre las cepas. Se limpia con una pámpana verde o con una piedra pulida. El miedo de la noche, el aullido del lobo. La voz balsámica de la abuela sonando entre los consejos de Elena Francis y el zumbido de las abejas y las moscas. Las rosas silvestres coloreando la cal de la fachada. Un tebeo de Agamenón ahuyenta las sombras. El agua de la balsa se vacía en los surcos del riego, ríos por donde compiten los barcos de choza. Las abarcas hundidas en el barro y el azadón abriendo nuevo curso al agua liberada. Las gallinas nos han robado las palabras, cloquean sin descanso y el gallo avisa al abuelo para que sangre delante del espejo en forma de huso. Los hombres no hablan, clavan las abarcas en la tierra, se envuelven de polvo y conducen a las ovejas hasta los pastos más lejanos. Entre los silos, en lo más alto de la casa, dormita el muchacho muerto de miedo arrullado por los roedores que arañan las dunas de trigo. Agamenón no es un príncipe griego, valeroso, capitán de la victoria contra los troyanos, sino un labriego con boina que hace reír y alumbra las noches y apaga las voces de los lobos y se yergue en medio de los silos y pisa con su 54 de pie a los ratones que enturbian el silencio. "Igualico, igualico que el defunto de su agüelico", ríe el muchacho y se acaricia la barriga, arañada durante el baño en el abrevadero. Ríe y se duerme en u sueño profundo. El suelo de la cámara cede y el muchacho vuela sobre su cama hasta el establo, allí lo espera una mula torda que, asustada, da coces sobre el pesebre. El muchacho, a pesar del estruendo, no quiere despertar.

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