domingo, 4 de enero de 2015

"El mejor de los caminos que llevan a Roma" por Ernesto Filardi


Roma ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
22 de abril de 1765
Mi muy estimada Elizabeth,
Por fin hemos llegado a Milán. El trayecto desde París ha sido agotador, 
pero no tanto como el tiempo que estuve allí alojado. Lo que es una lástima, 
porque París sería un lugar encantador si no estuviera tan lleno de franceses. 
Aun así no soy el único que se siente destrozado: el carruaje ha quedado 
totalmente desvencijado tras cruzar los Alpes. ¡Qué locura, Elizabeth! 
¡Nos desmontaron las ruedas, las transportaron en mulas y a nosotros 
en palanquines! Espero que esto no sea una metáfora de la brutalidad 
de estas gentes: ya sé que en estas tierras se forjó el Senado romano 
y el Renacimiento, pero que ni una simple rueda sirva aquí para algo 
es una imagen que tardará en olvidárseme. Ahora tengo el firme 
propósito de descansar dos o tres semanas antes de proseguir el viaje. 
Así tendré ocasión de acercarme a los lagos y de conseguir algo más 
de dinero en alguno de los bancos en los que desde Londres me aseguraron 
que tendría crédito.

Milán ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
No voy a negarte que todos estos meses han sido una aventura extraordinaria, 
pero aún no termino de comprender el encanto que tiene para tantos caballeros 
ingleses este llamado Grand Tour. Me sería infinitamente más grato estar 
todo este tiempo a tu lado preparando nuestro enlace en lugar de estar 
rodeado de salvajes. No sé, Elizabeth: los profesores en Oxford siempre 
nos insistían en lo necesario que es para un joven aristócrata como 
yo conocer de primera mano el continente europeo y en especial 
Italia, cuna de la civilización. En el principio fue Grecia, claro; pero 
hay que estar muy chiflado para acercarse a ver unas ruinas que 
llevan siglos en manos de los turcos. Por si fuera poco, mi padre 
estaba tan ilusionado con mi viaje como cuando él mismo lo hizo 
en su juventud y no tengo otro remedio que seguir el camino. Al 
menos tengo la suerte de que para ello me dota con fondos 
casi ilimitados para visitar estas tierras cálidas pero de 
momento hostiles. Digo «de momento» porque en cuanto tenga 
ocasión pretendo acercarme al Teatro Regio Ducal de Milán 
para asistir a alguna de esas extraordinarias óperas de las 
que se habla con tanto entusiasmo. Imagino que me aburriré 
tanto como en cualquiera de los escasos momentos en que 
no rememoro tu dulce sonrisa. Pero ya te haré saber mi opinión 
cuando tenga más tiempo.
Recibe todo mi afecto,
Charles.
6 de julio de 1765
Querido James,
Sé que prometí escribirte antes, pero tú que conoces Italia mejor 
que yo sabes que aquí el ritmo de vida es muy distinto. La vida 
social no es tan ajetreada como en Londres, y sin embargo parece 
que no da tiempo para nada. Pero no escribo para disculparme 
sino para que sepas que sigo vivo. ¡Si supieras qué verano tan 
extraordinario ha sido este! Cuando dejábamos Milán y la serenidad 
de sus lagos pensaba que sería difícil encontrar un lugar más 
apropiado para mi carácter. ¡Qué engañado estaba! Nada más llegar 
a Cremona pasamos por la plaza y me quedé allí petrificado 
casi una hora. Yo por aquel entonces no había conseguido 
aprender una palabra del idioma, pero eso no fue impedimento 
para admirar a toda aquella gente congregada en el mercado, 
delante de esas hermosísimas construcciones renacentistas. ¡Cómo 
huelen los mercados en Italia, James! ¡Y qué distinta la comida por 
aquí, qué sabor tan intenso tiene! Es cierto que nosotros tenemos 
mejores carnes, pero jamás he visto tal variedad de frutas y verduras 
tan sabrosas. En Parma, unos días después, visité el teatro Farnese. 
¿Qué decir de él, aparte de que ojalá nuestro Shakespeare hubiera 
podido gozar de un teatro tan bello? ¿Y ese tamaño? No me extraña 
que apenas haya sido utilizado tres o cuatro veces desde que se 
construyó hace casi ciento cincuenta años. He ahí una gran diferencia 
entre Inglaterra e Italia: nosotros tenemos una concepción más práctica 
de la vida, entendemos lo material como una herramienta al servicio 
de la humanidad y por tanto abominamos de la ostentación —ese 
absurdo capricho tan de moda entre los franceses— mientras 
que creamos unas practiquísimas redes de comunicación. Aquí, 
en cambio, ¡qué hermosamente saben aprovechar la ostentación 
en las ciudades y qué infames y monstruosas son sus carreteras! 
¿Y sabes qué? Me parece que ese modo de entender la vida es 
más adecuado para la felicidad. ¿Es que acaso la belleza no es un 
fin tan deseable como el progreso de la sociedad? Algo similar 
pensé recorriendo las calles rojas de Bolonia, pero donde he caído rendido 
ha sido en Florencia.

Florencia ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Fue un amor a primera vista. Aún antes de entrar a la ciudad, 
desde lo alto de la colina el Arno nos saludaba satisfecho y 
embriagador. ¿Y qué te podré decir de la majestuosa cúpula 
de la que el propio Miguel Ángel ya dijo que era la más bella 
del mundo? Llevo aquí varias semanas e intuyo que 
aún me quedaré algunas más: comienzo a defenderme notablemente 
con el toscano y gracias a eso he conocido a gente muy interesante 
dispuesta a enseñarme algunos de los mejores rincones de esta 
extraordinaria ciudad. Podría llenar cientos de hojas con mis 
experiencias aquí, pero ahora he de dejarte porque me esperan 
para una fiesta en casa del señor Mann, el célebre ministro británico 
que está aún más enamorado de esta ciudad que yo mismo.
Un fuerte abrazo,
Charles
9 de octubre de 1765
Querido padre,
Le escribo esta vez no solo para solicitarle más dinero, sino para 
agradecerle de corazón su insistencia en enviarme a estas tierras. 
Como sabe, me encuentro en Roma y no creo que pueda existir 
sobre la faz de la tierra otro lugar en donde mejor puedan entenderse 
las lecciones que la historia está dispuesta a enseñar al que sabe 
escuchar atentamente. Esta es tierra de virtud y moral verdadera, 
padre, y estoy satisfecho de haberla conocido de primera mano. 
Entiendo ahora que esta ciudad ha transformado mi carácter: usted 
sabe bien que quizás debido a mi juventud jamás me he considerado 
muy devoto, pero la sola contemplación de los ritos religiosos me ha 
hecho considerar que no somos más que hijos de nuestro Señor y 
que su presencia a nuestro lado es la mejor de las bendiciones posibles. 
Sin embargo, y a pesar de la indiscutible grandeza de la iglesia de 
San Pedro, me siento más afín al delicado asombro que se respira en 
templos más pequeños. Es tanta la variedad de iglesias la de esta 
ciudad que cada día procuro acercarme a una distinta y aun así sé 
que jamás conseguiré conocerlas todas. Pero hay un lugar especial 
en mi corazón para Santa María della Vittoria, cuya célebre imagen 
de santa Teresa me recuerda a esta conversión que estoy sintiendo.

Roma ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Pero hay algo más de lo que debo hablarle, y es que he comprendido 
que no hay mayor mal que la vanidad del mundo. No cabe duda de que 
Inglaterra tiene el prestigio suficiente como para convertirse en un 
grandísimo imperio, pero me basta pasear por el foro o por el 
Coliseo para entender que de aquellos grandes emperadores hoy 
no queda más que un vago recuerdo y un puñado de piedras 
bellísimas pero corroídas por el paso del tiempo. Deberíamos todos 
aprender la lección, padre, y desear que cuando no seamos nada 
ojalá estemos tan cerca del cielo como al mirar hacia él desde el interior del Panteón.
Le envío todo mi afecto y le reitero mi agradecimiento, extensible 
a mi adorada madre. No quiero que se preocupen por este cambio 
tan repentino en mí, sino que se alegren de saber que regresaré 
siendo una persona completamente nueva y transformada gracias 
a este Grand Tour. Si puede, no olvide hablar con el banco para 
que den la orden de ampliar mi crédito en Roma: son muchas las 
obras pías que pueden hacerse aquí y quisiera, en la medida de lo 
posible, ser recordado como un notable benefactor de esta ciudad 
que tanto ha hecho por mi humilde persona.
Atentamente,
Su hijo Charles
12 de enero de 1766
Carissimo James,
Come stai? Scusa si al escribirte se me cuela alguna parola, pero el 
alma y el vino della bella Italia son tan parte de mí como el aire que 
respiro ogni mattina. Estoy de vuelta en Roma y no sé cuánto tiempo 
me quedaré aquí. Si fuera posible, tutta la vita! Ah, Roma, chè bella 
puttana! ¿Sabes? Me gusta aún más esta ciudad tras haber recorrido 
estos meses Nápoles y Sicilia. No tengo nada que objetar de ellas, 
claro, pero Roma es como una experta amante a la que se le toma 
más cariño cuanto más vuelves a ella. ¡Qué delizia de ciudad! Todos 
los caminos llevan a Roma, sí, pero este Grand Tour es sin duda el 
mejor de todos ellos. A ti te puedo decir todo esto, James, porque 
nos conocemos lo suficiente como para no escandalizarnos el uno al 
otro con nuestros vicios, a los que deberíamos llamar virtudes de los 
sentidos. Afortunadamente este invierno está siendo más fresco de lo 
habitual y es fácil convencer alle ragazze para riscaldarsi un tanto. 
¡Qué carnes tan prietas tienen las italianas, y cuánto les gusta hacer y 
dejarse hacer! ¡Y cómo gritan quando sono in letto! También hay por 
aquí algunas compatriotas nuestras que se han animado a hacer 
este viaje, pero no me interesan lo más mínimo. Nunca se sabe si 
van a ser lo suficientemente discretas, aunque ellas mismas son 
las primeras en disfrutar de los encantos degli italiani. Esto es lo 
que siempre me dice Stefano, mi cicerone particular desde hace 
meses: que las inglesas son puritane hasta que llega un italiano 
susurrando y les quita la sílaba ri. Fue él quien me convenció 
para visitar las ruinas recién descubiertas de Pompeya, donde 
me determiné del todo a disfrutar de la vida.

Pompeya ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
Te seré sincero: ya había tenido mis primeros escarceos en Milán, pero 
en Pompeya comprendí que en cualquier momento podemos ser 
polvo y cenizas. No sabemos lo que seremos mañana, así que no 
hay más verdad que el cuerpo y sus placeres. ¡Ay, James! ¡Ojalá 
pudieras conocer a Stefano! Apuesto a que te parecería un joven lo 
suficientemente interesante como para que los tres juntos pudiéramos 
retomar aquellos divertimentos privados que tú y yo compartíamos 
entre clase y clase. Sicilia sería un lugar encantador para ello: apenas 
llegan los británicos tan al sur por miedo a los piratas, pero es una isla 
en la que uno puede encontrar lo que quiera: los mejores templos de la 
Magna Grecia, buena comida, naturaleza…  ¡No me digas que no te atrae 
la idea de subir a la cima de un volcán!
Te dejo ya, porque hay un baile de disfraces en un palacete privado y aún 
tengo que asearme para ir debidamente preparado, porque ya sabes que 
aquí cuando termina el baile empieza «la fiesta». Mi padre sigue creyendo 
que soy uno de esos beati aburridos que tanto le gustan y no parece tener 
problema en seguir manteniéndome. Y si en algún momento descubre mi 
verdadera vida… Pazienza! No hago más que imitar sus faltas de juventud, 
así que ¿quién sabe? Quizás también logre imitar sus virtudes cuando tenga 
su edad.
Tuyo siempre,
Charlie
27 de abril de 1766
Elizabeth,
Llevo ya más de un año en Italia y aún no dejo de sorprenderme. He recorrido 
casi todo el país: tras Roma he pasado por Rimini, Mantua, Padua… Ciudades 
bellísimas todas ellas que merecen ser descritas con más detalle. Pero ahora 
estoy en Venecia, una ciudad que parece haber sido construida para que la 
belleza se adueñe violentamente de cada una de las almas que la pueblan. 
Se habla mucho del carnaval veneciano, pero nada de lo que se diga jamás 
podrá hacerle justicia. Y esto no sucede solo con el carnaval: San Marcos, 
los canales, Murano, Santa Maria dei Miracoli…  Es imposible visitar esta 
ciudad sin quedarse sin habla.

Venecia ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).
He tenido el privilegio de entablar cierta amistad con el pintor más 
célebre de la ciudad: Giovanni Antonio Canal, al que aquí llaman 
Canaletto. Se dedica a pintar cuadros de Venecia para que los 
viajeros del Grand Tour tengan un buen recuerdo de la ciudad al 
regresar a casa. Yo he adquirido cierta soltura con el dialecto 
veneciano, pero puedo conversar con él en inglés porque vivió varios 
años en Londres. Hace unos días estábamos en el patio de uno de los 
cientos de palazzi que hay por aquí. Le pregunté si echaba de menos 
Inglaterra. Sin dejar de pintar, me sonrió y dijo claramente: «Ni por 
todo el oro del mundo volvería a ese país tan grandilocuente». Fue 
extraño, ¿sabes? Mi padre me envió aquí para adquirir habilidades 
sociales y diplomáticas, aprender idiomas y desarrollar una personalidad 
culta para poder ejercer mi carrera una vez de vuelta en Londres. Pero he 
descubierto que yo tampoco quiero volver.
De eso quería hablarte, Elizabeth. Hay un rincón al que acudo siempre 
que tengo ocasión: el teatro San Benedetto. Como sabes, durante 
este año me he convertido en un verdadero aficionado a la ópera. Durante 
el carnaval se estrenó una muy divertida de Paisiello, un compositor del que 
posiblemente no hayas oído hablar pero que aquí es muy admirado. Se 
titulaba Le nozze disturbate. Las bodas interrumpidas. No creo que se me 
olvide ese título porque yo, Elizabeth, voy a interrumpir la nuestra. Quizás 
debiera decirte que lo hago con todo el dolor de mi corazón, pero no 
quisiera continuar con esa hipocresía tan afectada que tanto nos caracteriza 
más allá del Canal de la Mancha. No soporto la idea de volver allí y no puedo 
pedirte que hagas tú el viaje hasta aquí. Es más, no estoy seguro de que quiera 
pedírtelo.
De camino a Venecia entramos en Verona. Una ciudad notable y famosa en 
el mundo porque entre sus calles transcurre la obra de amor más grande 
jamás escrita. Hace un año pensaba que cuando llegara a esa ciudad no 
dejaría de sollozar con tu recuerdo. Pero una vez allí, lo único que me venía 
a la cabeza era que mi viaje estaba llegando a su fin y no podía imaginarme 
la vida en el húmedo y próspero Londres sin el rojo de estos ladrillos, sin 
este olor a pescado, sin este vino que acaricia al tragar. Parecerá una locura, 
pero sin locuras solo somos un puñado de huesos de esos que se describen 
en los manuales de anatomía.

Verona ca. 1890. Fotografía: Detroit Publishing Co. / Library of Congress (DP).

Rompo contigo, Elizabeth, igual que rompo con mi vida anterior. Quien ha 
conocido este bel paese sabe que es difícil no enamorarse de estas tierras. 
Llevo aquí más de un año y siento que no os amo tanto como a ellas. Espero 
que puedas comprenderlo, igual que te deseo la felicidad que yo no podría 
darte lejos de este sol que me abraza y esta gloria en los ojos cada día.
Tu amigo,
Carlo

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