viernes, 27 de junio de 2014

Días como abismos


Hay días tan sencillos
como un sobre en blanco.
Se deshacen las horas
sin letras en las solapas
y el papel desnudo 
dice más que todas las palabras.
Son días de leve viento,
de murmullo de cipreses,
de polvo de cementerio.
No ocurre nada,
no hay remitente
ni dirección,
te mueves por la decisión
de la física
y no ocurre nada.
Los abrecartas rasgan la piel
y no mana la sangre
solo se ve el rasguño
de la cuchilla,
sin dolor,
sin venas,
sin alma.
Hay días tan sencillos
que uno se pierde en la ruina
de las ramas tronzadas
y nadie percibe tu derrumbe,
nadie se agacha
a recoger las astillas.
Sin palabras,
sin tormentas,
sin cartero
que lleve tu desidia
a la boca de la sangre.

jueves, 19 de junio de 2014

"Fascinados por los depredadores"


La pompa, el oropel, los fastos, el boato, los rituales del poder producen un escalofrío angustioso, desprenden un olor a sarcófago y un sabor a carroña descompuesta. Los discursos grandilocuentes y vacuos, las alfombras, los tapices, las plumas, las fanfarrias, los desfiles de soldados, las cornetas,  los coches descapotables, los doseles, los escudos, las banderas, excitan y confunden a la multitud enajenada que aúlla de satisfacción. Los voceros del poder se llenan los carrillos con la palabra "histórico" y las gentes caen desarmadas ante el pecho descubierto de un legionario sudoroso. Es difícil no rendirse al hipnotismo de lo convencional.
Mientras tanto, en otra cadena de televisión, las hienas devoran a una pobre gacela entre risas macabras. Un tumulto de depredadores menos dotados observan atentos con la esperanza de tener la ocasión de meter el hocico en el vientre abierto del rumiante. Los buitres y otros carroñeros esperan su turno abriéndose paso con una voz rugosa que suena a vísceras desgarradas. Los cuervos se colocan tras ellos para participar del expolio. Y lo más desagradable, lo que provoca más desazón es que no solo los poderosos se relamen quebrando huesos y sorbiendo sangre, sino que también las posibles víctimas de su voracidad contemplan con agrado, fascinados por la podredumbre y el ritual, el espectáculo de la muerte. Se unen al griterío, a la algarabía de la muestra de poder. Hasta los insectos se agolpan entre el cuero del venado para caer sobre sus restos en cuanto termine el festín de las bestias.Todas las especies menores intentarán más tarde repetir los ritos de depredación que tanto los han deslumbrado, el zorrillo imitará a la hiena, la comadreja al zorrillo, la rata a la comadreja y hasta la araña tejerá su tapiz para atrapar con boato a la mosca.
Es mucho más desagradable contemplar en vivo estos espectáculos. Asistí una vez en los Pirineos a la fiesta de unos buitres devorando el cuerpo de un caballo. Las rapaces rompían el silencio de la montaña con gritos voraces. Su mirada fanática les tiznaba el pico de sangre y vísceras. Mostraban su porte majestuoso y se disponían en escuadras de estamentos, bien disciplinados según su categoría dentro de su sociedad depredadora.
Siempre que contemplo  "Saturno devorando a su hijo" tanto el de Goya como el de Rubens, no sé por qué me vienen a la cabeza las imágenes de una y otra cadena de televisión, me llegan a los oídos los sonidos de las cornetas, de los tambores y salgo con paso marcial a la busca de una alfombra roja para rasgarla y así desprenderme del sabor desagradable del poder en exhibición obscena y complaciente.

martes, 17 de junio de 2014

La PAEG y el amor (Crónicas desde la "indocencia")


¡Cuánta pasión había puesto en ese examen!, ¡cuánto amor!, seguro que los correctores se lo reconocerían.
Cuando leyó los temas del examen de Lengua se quedó igual que cuando su madre le preguntó por las vueltas del dinero que le había dado para la cena de Graduación. No se acordaba de nada, no es exacto, no sabía nada, porque nunca había leído ese tema, o eso creía. Ni siquiera durante el curso. Era el primer examen y se empeñó en sacarlo adelante, a pesar de su ignorancia. El texto del comentario parecía estar escrito en suajili y a la oración no se le veían los verbos. Se resolvió a solucionar el problema con una iluminación divina, esperó el fogonazo, y llegó. Diez minutos después de recoger el examen, comenzó a escribir sin pausa, como si conociera a Alberti, a Lorca y a Cernuda de toda la vida. Solo se acordaba de estos nombres, aunque también le sonaba Garcilaso, al que citaría en último extremo. Si no había escuchado mal, el amor era un tema que recorría cualquier época poética. Se centró en él y contó la obsesión que lo idiotizaba, su aventura con la muchacha que lo había rechazado cinco veces ese mismo año y que la noche de la Graduación lo había besado como quien descorcha una botella. Su impresión había sido tan traumática que desde entonces solo veía la lengua retorcida de la chica enredándose con la suya. No la había vuelto a ver desde esa noche. Le dijo que tenía que estudiar, no quería distracciones y después de diez largos días la vio aparecer entre los que esperaban la llamada del presidente del tribunal como un espectro salido del fondo de los libros. Quiso decirle algo, pedirle reclamaciones por las noches perdidas, por las noches en vela, por haber arrasado con su memoria y con cualquier otra idea que no fuera la de su boca absorbiéndolo como una bellísima aspiradora.
No podía hablar de otra cosa, cuando llegó la iluminación comenzó a escribir en los tres folios por las dos caras un poema sin rima en el que se desbocaba toda la pasión amordazada desde el día de la Graduación. Derramó tantas imágenes visionarias, tantas metáforas irracionales, tantas sinestesias, tanto verso libre que se sintió inmensamente satisfecho al ver los folios en blanco tintados con una pasión que lo llevaba acongojando más de diez días. Solo quedaba atinar con el autor: la iluminación parecía haber huido, agitó el bolígrafo con el azogue de un enajenado, golpeó el pupitre con él hasta que le llamaron la atención y se decidió por fin. Firmó el poema, el que le daría la nota necesaria para cursar la carrera..., ¿qué carrera?..., cualquiera que lo llevara junto a ella. Lo firmó, sin dudar, intentando imitar la rúbrica de un gran escritor: Alberti, no; Cernuda, tampoco, Lorca, menos; Garcilaso de la Vega, epígono (le sonaba bien esta palabra) del 27. Colocó una tilde de lujuria sobre la esdrújula mientras contemplaba la nuca de hielo de quien le había descorchado la desesperación.

viernes, 13 de junio de 2014

"Cuando los escritores destruyen a sus colegas" de Claudio Magris

“El odio y la envidia encuentran su expresión más abyecta en la pluma de quienes construyen con palabras el sentido del mundo”, dice el autor de esta nota imperdible sobre las bajas pasiones de los que empuñan la pluma.”
Según Brecht, Baudelaire es un poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido recicladas; mientras que para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus, Eliot y Pound; la Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical, pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.
Los poetas insultan a los poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos, desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo de Drews —pero no sólo este— muestra el escenario literario (y en general el artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político.
Este mezquino y faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya, metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa quitarle nada a Beethoven y que se pueden y se deben amar a la vez a Brecht y a Baudelaire, a Proust y a Beckett.
Como en la casa del Padre, según el proverbio de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna. Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad, de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia: envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad, como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino, miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?
Los premios literarios, con sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas que al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales, muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas, evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo (como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros, siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres dedicados a las Musas.
La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito, con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían citar.
Quizá uno de los muchos aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la búsqueda o el rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia, fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria, y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende, como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.
El arte ilumina a fondo estas contradicciones y para hacerlo está obligada —o naturalmente llevada— a identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras, que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras, pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del Paese.
El espíritu del hombre, se dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas —también en las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo hace Nabokov, es un craso tropezón.

miércoles, 11 de junio de 2014

Necedad


No dudéis de la necedad,
existe.
Girad la cabeza 45 grados
en un sitio público,
sin duda localizaréis
a cinco o seis víctimas
de su expansión.
No lo dudéis,
existe
y es invasiva,
contagiosa,
voraz.
Se apodera de las piezas
más tiernas,
y las infecta silenciosamente,
sin ruido,
hasta transformarlas en
cecina indigesta.
Nadie lo duda,
existe,
pero nadie cree estar contagiado,
todos nos imaginamos a salvo de ella,
todos hablamos de los que la sufren,
de los tontos de baba
que nos asolan,
sin percibir que podemos ser uno de ellos.
No dudéis de la necedad,
está junto a nosotros,
sobre nosotros,
dentro de nosotros,
existe, 
nos ama,
nos posee,
nos envuelve.
Mirad hacia el espejo,
está ahí,
invisible tras nuestra mirada
de ovino imbécil.

lunes, 9 de junio de 2014

"Las cartas sucias de James Joyce a Nora"

Hay quienes encuentran en su pareja el mejor compañero de faenas entre sábanas. Parejas que se entregan sin temor ni tapujos, quienes encuentran su perdición sexual en su compañero de vida.
Uno de ellos fue el afamado irlandés James Joyce, uno de los escritores más influyentes del siglo XX; su obra literaria suele ser un referente obligado cuando se habla del llamado modernismo anglosajón. Más allá de las obras mundialmente conocidas como Ulysses, también mantuvo una relación epistolar con su esposa Nora Barnacle. En esas cartas el autor muestra su lado erótico con palabras altamente explícitas, llenas de complicidad con su amada, con una fuerte carga de lujuria y perversión que hizo que sus descendientes las mantuvieran ocultas hasta hace pocos años. 

james-joyce

Poco después de la muerte de su madre, James Joyce conoció a Nora Barnacle, quien trabajaba en un hotel de Dublín y de quien el también poeta se enamoró ferozmente. Fue a ella, a su dulce y pícara Nora, a quien envió correspondencia sucia en la que describía sus más oscuros deseos:

6 de diciembre de 1909

44 Fontenoy Street, Dublín
¡Noretta mía! Esta tarde recibí la conmovedora carta en la que me cuentas que andabas sin ropa interior. El día veinticinco no conseguí las doscientas coronas sino sólo cincuenta, y otras cincuenta el día primero. Esto es todo en lo que al dinero se refiere. Te envío un pequeño billete de banco y espero que al menos puedas comprarte un lindo par de bragas,  te mandaré más cuando me paguen de nuevo. Me gustaría que usaras bragas con tres o cuatro adornos, uno sobre el otro, desde las rodillas hasta los muslos, con grandes lazos escarlata, es decir, no bragas de colegiala con un pobre ribete de lazo angosto, apretado alrededor de las piernas y tan delgado que se ve la piel entre ellos, sino bragas de mujer (o, si prefieres la palabra) de señora, con los bajos completamente sueltos y perneras anchas, llenos de lazos y cintas, y con abundante perfume de modo que las enseñes, ya sea cuando alces la ropa rápidamente o cuando te abrace bellamente, lista para ser amada, pueda ver solamente la ondulación de una masa de telas y así, cuando me recueste encima de ti para abrirlos y darte un beso ardiente de deseo en tu indecente trasero desnudo, pueda oler el perfume de tus bragas tanto como el caliente olor de tu sexo y el pesado aroma de tu trasero.
Te habrán impresionado las cosas sucias que te escribo. Quizás pienses que mi amor es una cosa sucia. Lo es, querida, en algunos momentos. Te sueño a veces en posiciones obscenas. Imagino cosas muy sucias, que no escribiré hasta que vea qué es lo que tú me escribes. Los más insignificantes detalles me producen una gran erección. Un movimiento lascivo de tu boca, una manchita color castaño en la parte de atrás de tus bragas, una palabra obscena pronunciada en un murmullo de tus labios húmedos, un ruido sin recato, repentino, de tu trasero y entonces asciende un feo olor por tus espaldas. En algunos momentos me siento loco, con ganas de hacerlo de alguna forma sucia, sentir tus lujuriosos labios ardientes chupándome, follar entre tus dos senos coronados de rosa, en tu cara, y derramarme en tus mejillas ardientes y en tus ojos, conseguir la erección frotándome contra tus nalgas y poseerte sodomíticamente.
¡Basta per stasera!
Espero que te haya llegado mi telegrama y lo hayas comprendido.
Adiós, querida mía a quien trato de degradar y pervertir.
¿Cómo sobre esta tierra de Dios es posible que ames una cosa como yo?
¡Oh, estoy tan ansioso de recibir tu respuesta, querida!


JJ_nora
8 de diciembre de 1909 

"De libros prohibidos y bibliotecas digitales (I)" de Manuel Pérez Rodríguez

PORCONES



La Inquisición Católica, dado el desafío planteado por la irrupción de la Reforma Luterana, y a fin de mantener en el Occidente Europeo su hegemonía, combatió la heterodoxia, la disidencia religiosa y el espíritu crítico por medio de la censura y de la eliminación física de libros y personas. El Santo Oficio hispano, que actúa con plena independencia del romano, en su incesante lucha contra la herejía lastrará el desarrollo ideológico, crítico y científico hasta el final del Antiguo Régimen.
Esta entrada es una invitación sincera a conocer estos fondos prohibidos y los índices que con mayor o menor diligencia los compilaron, de la mano de interesantes colecciones bibliográficas, como la de autores heterodoxos de Luis Usoz, el inventario de papeles de censuras de obras impresas efectuado por A. Paz y Meliá, o la biblioteca de libros prohibidos del Consejo de la Suprema Inquisición, que están siendo digitalizadas y difundidas en línea por la Biblioteca Nacional de España a través de su Biblioteca Digital Hispánica.
El acoso al Humanismo hispano: El primer Índice de Fernando de Valdés (1551)
En los reinos peninsulares el control gubernamental sobre los libros impresos da comienzo con los Reyes Católicos, al pedir al Papa Sixto IV dotar de Inquisición a la Corona de Castilla. En efecto, merced a la Bula Exigit sincerae devotionis affectus (1 de noviembre de 1478) se concede a los monarcas la capacidad de nombrar obispos y sacerdotes que ejerzan de inquisidores en sus reinos. En esta misma línea, y para vigilar qué se publicaba en sus reinos, la Pragmática dada en Toledo en 8 julio de 1502 regula la concesión de licencias de impresión en Castilla, prohibiendo a libreros, impresores y mercaderes “imprimir de molde ningún libro de ninguna facultad o lectura, o obra que sea, pequeña o grande, en latín o en romance, sin que primeramente hayan para ello nuestra licencia y especial mandato”. Las licencias serían concedidas desde entonces por los presidentes de las Chancillerías de Valladolid y Granada y por los obispos de las diócesis de Toledo, Sevilla, Granada, Burgos y Salamanca. El libro así publicado obtenía un privilegio de impresión exclusivo de 10 años, si bien es cierto que en la Corona de Aragón aún se podía imprimir cualquier libro, incluso sin el consentimiento de su autor.
Unas décadas más tarde, la incendiaria irrupción de las Tesis en contra de las indulgencias del agustino Martín Lutero trajo consigo la producción de abundante literatura polémica religiosa, la cual intentaría ser atajada y controlada por las autoridades políticas y eclesiásticas de los distintos países del Imperio. Los hechos se suceden de forma vertiginosa:En 1520 una Bula pontificia de León X condena al fraile y sus escritos -la turba comenzará a quemar sus libros y efigies inmediatamente. La prohibición de libros luteranos en los territorios peninsulares es promulgada el 7 de abril de 1521 por el Inquisidor General, el cardenal Adriano de Utrech -antiguo preceptor del emperador y futuro pontífice-. En un último intento por frenar el cisma, tiene lugar en Worms la entrevista de Carlos V y el nuncio con Lutero, pero como éste persiste en sus tesis, el Edicto de Worms (25 mayo de 1521) lo declara abiertamente hereje, ordenando además la destrucción de sus obras en todos sus dominiosDesde entonces se suceden las cartas enviadas a los diversos tribunales inquisitoriales para hacer cumplir el citado decreto, ratificado el año siguiente por el Papa Clemente VII -a este respecto son de enorme interés las publicaciones volanderas que partidarios de Reforma y Contrarreforma  llevan a cabo para declarar la naturaleza diabólica de sus opuestos religiosos.
Centrándonos en el ámbito hispano, en 1523 ya tenemos noticia de que el Inquisidor Ayala se ha visto obligado a visitar el Tribunal de Calahorra porque había sido hallada e incautada una caja con libros luteranos (Francisco Bethancourt). Comisarios, inquisidores y calificadores pasan entonces a inspeccionar ciertas librerías: Impiden la entrada y salida de las mismas mientras dura la inspección, piden bajo juramento al librero que les facilite la memoria de los libros que posee en su establecimiento y preguntan acerca de posibles ventas de libros prohibidos.
El Humanismo se convierte en el blanco de las hostilidades de la Inquisición (Joseph Pérez)Los humanistas aplican los métodos de la filología a toda la literatura, incluida la religiosa, convirtiéndose de esta manera en sospechosos de herejía. Se entabla una guerra abierta entregramáticos humanistas y teólogos escolásticos, con lo que los estudios de hebreo llegan a ser peligrosos. Tal es así que la Inquisición arremete contra los primeros grandes humanistas hispanos, como Antonio de Nebrija -muy cercano a los argumentos filológicos de Lorenzo Valla a la hora de acercarse a las Escrituras-, Miguel Servet -descubridor de la circulación sanguínea, con su obra condenada Sobre los errores de la Trinidad y quien, en su huida de la península, será finalmente quemado en Ginebra a manos del reformista francés Juan Calvino-. Pero también contra las lecturas humanistas de la Biblia efectuadas por Erasmo de Rotterdam -éste, protegido del círculo erudito de Carlos V, pero citado y elogiado por Lutero, rechazará prudentemente una cátedra en Alcalá ofrecida por Cisneros con un “Non placet Hispania”- y sus seguidores hispanos: los hermanos Alfonso -secretario de cartas latinas de Carlos V y defensor del saco imperial de Roma- y Juan de Valdés -protegido del marqués de Villena y autor de un Diálogo de doctrina cristiana condenado por la Inquisición, tendrá que huir a Italia-, los hermanos Juan y Francisco de Vergara, -ambos de ascendencia judeo-conversa, Francisco, acusado de “alumbrado”, esquivará la ejecución previo pago de 1500 ducados de oro y de su exhibición pública en auto de fe (21 de diciembre de 1535), amén de 4 años de cárcel- y Juan Luis Vives -de familia conversa, estudia en París y, ante la quema pública judaizante de su padre y de los huesos de su madre, preferirá vivir a distancia a caballo entre Londres y Brujas-.
Los humanistas Miguel Servet  y Luis Vives escultura sita en la fachada de la BNE, obra de Pere Carbonell Huguet










La mecha de la polémica religiosa se iba extendiendo también por las universidades europeas: En la década de los 40 se suceden los índices de libros prohibidos de las universidades de Venecia (1543), la Sorbona (1544), Lovaina (1546 y 1550), Lucca (1545), Siena (1548) y Salamanca (1583). Pero será el citado Índice de la Universidad de Lovainaen el que se apoye el nuevo Inquisidor General, Fernando de Valdés, quien habrá de reeditarlo en 1551 con un apéndice dedicado a libros españoles: En el mismo la obra de 16 autores fue condenada en su totalidad, prohibiéndose 61 obras concretas, y decretando regulaciones sobre Biblias, libros hebreos y árabes, así como obras impresas sin autorización.
Paralelamente, libros luteranos y calvinistas traducidos al castellano estaban penetrando de contrabando por la ruta marítima comercial de Flandes. Desde 1553 comisarios inquisitoriales acuden a puertos y fronteras para visitar los navíos antes de desembarcar mercancías y pasajeros: Se interroga a las tripulaciones, se inspeccionan los libros transportados y se arresta en su caso a los sospechosos. La Inquisición exigía ser la 1ª en revisar los barcos, lo que a menudo provocará roces con los funcionarios de aduanas, pero lo cierto es que apenas se encontrarán libros heréticos.

domingo, 8 de junio de 2014

"Los historioescépticos" de Juan Bonilla



Ilustración: Ulises


Ambrose Bierce definió bien la Historia en su diccionario del diablo: "Relato casi siempre falso de hechos casi siempre banales protagonizados por curas casi siempre miserables y militares casi siempre idiotas". Podía haber añadido: y redactado por escritores casi siempre ingenuos o demasiado bien pagados. A menudo he citado esta frase brillante y malvada, pero creo que a partir de ya voy a cambiarla por esta otra que he encontrado en La invención del pasado (Editorial Debate) de Miguel-Anxo Murado: "¿Para qué sirve la historia? La respuesta puede parecer una ironía: sirve para cambiar el pasado". A demostrar qué poco de ironía hay en su definición de la utilidad de la historia dedica el narrador gallego las deslumbrantes 200 páginas de un libro que, si yo tuviera la mala costumbre de subrayar libros, hubiera martirizado con subrayados y signos de admiración en los márgenes.
El pasado no es la explicación del presente, sino su justificación, de ahí que sea tan fácil -tirios y troyanos lo hacen a menudo- acusar a los otros  de "tergiversar la historia" o de "falsificar el pasado". Porque se parte de la no sé si muy plausible convicción de que la historia puede ser algo objetivo, de donde hayan tenido éxitos frases como la de Santayana -quien ignora su historia está condenado a repetirla- o aquella que se lee en El Quijote y que tanto gustaba al Pierre Menard de Borges: "La verdad, cuya madre es la historia...".
Sin embargo, con prosa cristalina y argumentación irrebatible, instruyendo y deleitando, Murado viene a demostrar cómo se ha utilizado la historia para, en efecto, inventar -más que inventariar- el pasado y producir en nosotros una conciencia histórica inevitablemente deformada con respecto a aquello que podríamos llamar "la verdad de los hechos". Va el autor ofreciendo radiantes apuntes de cómo se forma el conocimiento histórico, de dónde surge, cómo se desarrolla, y mediante esos apuntes se revisan de manera radical hechos históricos populares cuyas versiones oficiales -repetidas por tierra, mar y aire, por escrito y por pintado y por filmado- no pueden resultar más distorsionadas e imaginarias. Es interesante señalar que para Murado -para los propósitos del libro de Murado- la diferencia entre historia popular (es decir la que cree saber la mayor parte de la gente) y la historia académica (es decir, la escrita por especialistas para especialistas) es irrelevante, precisamente porque lo que hoy es historia popular nació en su día como historia académica: lo que en su libro interesa es desvelar el proceso mediante el cual se opera el milagro de que una acabe convirtiéndose en la otra. Muy gráficamente lo dice así el autor al comienzo de su libro: "Nos interesa describir el fenómeno, no juzgarlo. Lo que haremos será abrir la historia como si fuese la tapa de un motor para ver cómo funciona." Y ese funcionamiento está tan lleno de falsificaciones -a veces firmadas por prestigiosos santones de la historia-, reliquias inventadas y necesarias para apoderarse del pasado, errores que a base de repetirse alegremente quedaron como cromos camuflados de documentos, imágenes -realizadas por hábiles pintores que muchos historiadores tomaron por reporteros- que acabaron grabándose a fuego en la conciencia colectiva a la que no le iba a importar demasiado que estuvieran llenas de inverosimilitud.
Los ejemplos con los que carga el libro de Murado son muchos y la mayoría de ellos capitales de nuestra historia: desde Numancia a la camisa de Isabel la Católica (personaje tan poco relevante, por cierto, que hasta el siglo XVIII no mereció su primera biografía), desde la rendición de Breda a los jueces de Castilla, desde el imperio de Carlos V al Barrio Gótico, desde la Tizona del Cid, en fin, a los fusilamientos de mayo que pintó -aunque nunca presenció- Goya. "Ningún informe histórico puede recuperar la totalidad de ningún acontecimiento pasado, porque su contenido es prácticamente infinito. Ningún informe puede recuperar el pasado tal como fue, porque el pasado no era un informe", escribió Lowenthal, y Butterfield decía que "la memoria del mundo no es un cristal luminoso que brilla, sino un montón de fragmentos rotos, unos pocos destellos de luz que se abren paso a través de la oscuridad".
¿Por qué le damos tanta importancia a la historia?, se pregunta Murado. Y se contesta que seguramente porque nadie se la piensa demasiado, es decir, nos convencemos de que es importante porque es importante y la manera en la que se nos presenta tiende a reforzar ese valor inexplicado: como una verdad revelada, puesto que, de hecho, no puede basarse en una experiencia personal ni es comprobable en la práctica. Así pues, la historia es literatura y ya dijo Aristóteles que "el historiador y el poeta no difieren entre sí".
Miguel-Anxo Murado, escritor capaz de escribir un magnífico libro sobre su experiencia en Palestina -Fin de siglo en Palestina o un conjunto de narraciones tan magistrales como las de su libro Fiebre (los dos en Lengua de Trapo)-  ha escrito un espléndido libro para ayudarnos a descreer en la Historia. Uno de sus principales daminificados -uno de los inventores de la idea de una vieja España- es Menéndez Pidal, que no tuvo empacho alguno en envejecer señalar (en la edición crítica que realizó) el Poema del Mío Cid, que él consideraba un documento histórico -ni siquiera apreciaba mucho su potencia poética- que venía a dotar a Castilla de una épica. No le importaba mucho que el propio Poema dijese quién y cuándo lo escribió: necesitaba adelantar su fecha de composición y agarrarse al cuentito de la tradición oral. Luego se sacó de la manga el Romancero para poner orden en nuestra lírica. Dedicó dos tomos a La España del Cid en el año 27, y más tarde inventó también que Carlos V tuvo alguna vez idea de imperio. Murado va poniendo en evidencia al gran sabio, con mucha ternura, eso sí, pero sin dejar de recordar a lo que tendría que enfrentarse todo aquel que osara poner en entredicho "las verdades" de Pidal  (el británico Colin Smith desveló que Pidal "corrigió" el castellano del manuscrito del Poema para que pareciese más antiguo, y desde que lo hizo -con demostración de rayos X- la universidad española lo arrojó al vacío por la osadía).
La invención del pasado es un radiante elogio del escepticismo, esa auténtica conquista social. Tucídides, el primer historiador que se tomó en serio el pasado, fue también el primero en darse cuenta que su reconstrucción era imposible. Y como dice Murado "el escepticismo es también un conocimiento, y puesto que la historia es algo natural e instintivo, una carga que estamos obligados a llevar, queramos o no, es importante saber quitarle importancia para que no nos aplaste."