martes, 9 de diciembre de 2014

Vivir


Hablar de lo que no se quiere hablar,
salir con quien no se desea ver.
Vivir donde nunca habría habitado.
Visitar los lugares más odiosos.
Conversar de inanidades que dejan 
un sabor a veneno que corrompe.
Asistir a reuniones cuando 
se necesita soledad.
Cubrir de vulgaridad el cuerpo,
la palabra y el alma.
Trabajar para vivir o trabajar para bien morir.
Narcotizarse para aguantar.
Así es la realidad.
Esta es la materia con que matamos
los días
hasta envolvernos en una crisálida
de hastío y sumisión.
La supervivencia, las convenciones,
los compromisos, las obligaciones,
con toda esta argamasa nos construimos. 
Nos impregnamos
de una viscosa capa que apesta si la olemos.
Conversar con quien no deseamos,
ocupar nuestro tiempo con actos que 
nunca
realizaríamos si tuviéramos voluntad,
si no nos obligara ese poder invisible que nosotros mismos ayudamos a fortalecer.
Completar la agenda (expresión infame, "completar la agenda") con citas indeseables hasta vernos a nosotros mismos con la misma aversión que a quienes habríamos evitado.
Y darnos cuenta de nuestra muerte,
de que la sustancia adiposa nos ha convertido en odres de viento,
cuando ya es inútil arrancarse la piel,
porque no recubre nada, ni siquiera músculos, no digo ya arterias. 
Y comprobar que solo nos quedan el arte, la música, las palabras y a veces el pasado (el amor se evapora en el hueco de la inconsistencia).
Y añorar, al oír una melodía o al escribir un verso o al contemplar unas ruinas, lo que era la vida. Y sentir el vello erizarse y reducirse el aliento y hasta humedecerse los ojos con lágrimas patéticas de melancolía.
Y sentir como una enfermedad la idealización del recuerdo,
y temblar ante una hoja manchada con la experiencia de otro
que sí ha vivido 
o que lo finge muy bien en sus palabras,
y estremecerse con el aleteo de una voz que no es de nuestro mundo
mudo,
y desconcertarse ante el pálpito de unas piedras
más vivas que nuestro corazón.

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