lunes, 29 de diciembre de 2014

Otra vez 29 de diciembre

Me he despertado antes de tiempo, como siempre en esta fecha, desde hace tres años. El recuerdo de mi padre me desvela antes de que amanezca. Su mirada desasosegante -la última antes de sumirse en el sueño de la agonía- me despierta en la penumbra de la habitación y me estremece. No se le oye, no veo su rostro, solo esa mirada de vidrio empañado que ilumina la madrugada como los ojos de un lobo en la espesura de un bosque. Miro a mi alrededor, no sé si estoy dormido o despierto, se quiebra la realidad y entonces escucho sus últimas palabras: "Es el fin de la existencia", extraídas de unos jipíos flamencos de Manolo Caracol.
Nadie me reconforta desde hace tres años de un vacío que remuevo todos los días con la palma de la mano. Escurro el brazo en una fosa enorme y tanteo sin suerte, no palpo nada, nada sólido me llena los dedos. Desde hace tres años. Lo veo allí sentado, oteando el fin, ajeno a lo que se mueve a su alrededor, con el desconcierto del que ya no se siente miembro de la vida, sin fuerza ya para levantarse, solo con energía para reclamar tranquilidad, alejamiento: "¡Dejadme en paz, mecagüendiós!", la expresión es dura, recoge con espanto la renuncia a la compasión, el rechazo a los remilgos de los que rodean a los moribundos. No quiere verse acicalado ni compadecido. Su victoria es su carácter, no le queda otra cosa.
Lo añoro, no me acostumbro a ir a la casa de mis padres, a la tienda donde trabajaba, a los campos por los que paseaba y no encontrarlo, no verlo, aunque fuera encorvado en una silla esperando la muerte con los ojos perdidos en la espesura del bosque. Nunca le hablé con dulzura porque no nos enseñó a hacerlo, porque su pasado se lo impedía. Solo cuando reposaba en la cama, recién fallecido, me atreví a tumbarme junto a él, le rocé la cara con el dorso de mi mano  e intenté susurrar las palabras que no pude decirle en vida. Tampoco lo conseguí. Solo salió de mi boca un gemido anacrónico de niño desvalido: "¡Mi papa, mi papa!" y me acurruqué junto a la muerte compasiva, que acababa de silenciar a los estertores de la morfina.  

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