domingo, 10 de agosto de 2014

"Nihilismo, una manera de bendecir la vida" de Juan Bonilla


Hay muchas discusiones acerca de cuál es la primera obra de la literatura moderna, pero habrá pocas en torno a la cuestión de cuál es la última obra de la literatura antigua: todos estaremos de acuerdo en que es el Zarathustra de Nietzsche.
Convencido de que el ensayo filosófico resultaba insuficiente como vehículo de expresión de un sistema doctrinal que hasta entonces sólo había conseguido asomar a martillazos que derruían otros sistemas doctrinales, con inigualables perspicacia, erudición y brillantez, Nietzsche escribe en apenas diez días la primera parte de algo que no se sabe muy bien si es novela abstracta, poema en prosa o conjunto de apólogos a la manera oriental que pretenden anunciar la llegada de un nuevo Mesías. Todo eso a la vez, con un tono bíblico al que anima con espíritu burlón, entusiasta, deprimido, cómico, insolente, trágico, amargo. Es un libro bipolar, sin duda. Se publicó en Leipzig en mayo de 1883.Luego vendrían otras tres partes más, la última de las cuales la hubo de imprimir el propio Nietzsche, que sólo regaló siete ejemplares a amigos cercanos. No sería hasta la reedición de las cuatro partes en un solo volumen que rugiría la marabunta ante la aparición de aquel personaje mesiánico. Naturalmente el Mesías no es el propio Zaratustra: Zaratustra es sólo el profeta. Un sabio que se retira a meditar a los treinta años y diez años después siente que ha llegado el momento de bajar al mundo donde algo inevitable ha acontecido: Dios ha muerto, y con él ha muerto también el hombre, de donde el profeta venga a anunciar la llegada de una nueva criatura: el superhombre.
Para la elección de su personaje, el sabio persa Zoroastro, Nietzsche cedió a la melancolía: rescató de su adolescencia la admiración que sentía por un personaje al que conoció, más que en leyendas o libros de historia, a través de un breve texto de Heinrich Von Kleist, "Plegaria de Zoroastro", que se hacía pasar por manuscrito hindú encontrado en unas ruinas. En él, el profeta se dirige al Creador -"que has dispuesto una vida rica, libre y grandiosa", pero de vez en cuando, "haces que caigan las escamas de los ojos de uno de tus siervos para que de una ojeada abarque las necedades y los errores de su especie, le armas con la aljaba de la palabra para que, libre del miedo, y lleno de amor, se adelante a todos para despertarlos de esa duermevela en la que viven. A mí, Señor, me has escogido para esa tarea y me dispongo a cumplir mi deber". La "Plegaria" se presentaba como mero prólogo de algo que Kleist no llegó a completar. El encargado de completarlo, en efecto libre del miedo y lleno de amor, fue Nietzsche.
Cabría preguntarse si es posible hoy leer el Zarathustra sin sentirse obstruido por el ejército de interpretaciones que el libro padeció o el no menos poblado ejército de influencias que generó en lugares y escuelas contradictorios entre sí, desde los vanguardistas que entendieron el mensaje de que la muerte de Dios hacía ascender al Arte a su trono y por lo tanto había que transformar la vida para convertirla en una obra de arte, hasta intentos tan populistas de cantar al héroe individual y solitario e insobornable como las novelas de Ayn Rand. Si Montaigne decía que toda la filosofía posterior a Platón, no era más que una colección de notas a pie de página de la obra de Platón, bien es posible exagerar diciendo que toda la filosofía después de Nietzsche no ha sido más que una colección de notas a pie de página -muchas de ellas, es cierto, para combatirlo- de la obra de Nietzsche, lo que en último término ha ocasionado que Nietzsche haya sido convenientemente malinterpretado para satisfacer unas ansias ideológicas particulares. Es sabido, por poner el ejemplo más evidente, que los nazis sintieron que Zarathustra les anunciaba, haciendo caso omiso a ese fragmento de Nietzsche que dice: "Espero que no seamos ni tan ingenuos ni tan cortos de miras para apoyar ese patriotismo de los terratenientes de la marca nacional y no cantemos a coro su rabioso y cretino grito de odio: Deutchland, Deutchland, über alles...". Si se le lee de manera selectiva, Nietzsche puede ser apóstol de lo que se quiera, del fascismo esteticista tanto como de la democracia real.
George Bernard Shaw dijo del Zaratustra que era el único libro moderno superior a los Salmos de David, y Yeats aconsejaba su lectura como antídoto contra la vulgaridad democrática. El mismo Yeats afianzaba su esperanza en la eugenesia leyendo a Nietzsche, y se jactaba de que, gracias a la tecnología, había llegado la hora en la que unos pocos, los mejores, aplastaran a la masa. De hecho temía que el único peligro que corría el mundo estribaba en que los oprimidos no trataran de levantarse para justificar una guerra, y "los preparados" se conformasen con la decadencia, como "aquellas civilizaciones antiguas que vieron cómo triunfaban sus estirpes gangrenadas". La clase intelectual, como se ve, vio en Nietzsche y en su Zarathustra una herramienta idónea para sus insólitas ansias de aplastar a la masa, de la que por supuesto no formaban parte. El campeón en eso fue D.H. Lawrence, que en Fantasía del Inconsciente defiende que en determinados periodos de la historia la necesidad de los humanos tengan que morir por millones, después de lo cual da tres hurras por la invención del gas tóxico. Jünger sacará de Nietzsche la figura mítica del trabajador como superhombre, y alguno de lo apólogos del libro debió inspirar alguna de sus ficciones a Kafka (¿o no es kafkiana la figura del sepulturero que descubre que en las tumbas que vigila no hay ningún cadáver, y aún así, sigue en su puesto, vigilándolas?). Gottfried Benn, el más alto representante de la "estatización de la vida", reconocía, por su parte, que jamás hubiera escrito un verso de no haber sido por la lectura del libro de Nietzsche.

¿Está todo esto en el Zarathustra? ¿Ese nihilismo enfermo de quienes, sin demostrarlo, se creen superiores y, naturalmente, cuando el profeta habla de una "guerra contra la mediocridad", se sitúan de inmediato en el otro bando, el de los aristócratas, los santos y los artistas como si no pudiera caber duda alguna de que ellos no son tan mediocres como todos los demás? ¿Está la necesidad de un plan eugenésico que mejore la fisiología racial para dotar de mayor plenitud a los seres futuros? Sí y no, naturalmente: un libro es como un espejo, si a él se asoma un simio no puede esperar que salga reflejado un apóstol, decía Lichtenberg, pasando por alto que los grandes libros son quizá como espejos deformantes que lo que consiguen es, precisamente, que el simio que se asoma a ellos vea que lo que se refleja es un apóstol y al revés, el apóstol que busca su imagen lo que encuentra es la fisonomía de un simio.
El término nihilismo, al que Nietzsche llega tardíamente, procede de una novela de Turgueniev, Padres e Hijos, al que le dio vuelo un ensayo dePaul Borgeut sobre psicología contemporánea en el que, al estudiar obras de Baudelaire, Flaubert o los hermanos Goncourt, percibe un mortal cansancio de vivir, una tétrica percepción de la vanidad de cualquier esfuerzo. El marbete le vino bien a Nietzsche, que hasta ese momento,llamaba pesimismo o "voluntad de nada" a lo que a partir de entonces sería nihilismo. Pero entendía que ese pesimismo no era más que un síntoma. Lo peor que le puede pasar a un pesimista es que convierta su pesimismo en ideología (justo al contrario de lo que le pasa al optimista, al que lo mejor que le puede pasar es que convierta en filosofía su optimismo). Por eso Nietzsche entendía que el movimiento pesimista no era más que la expresión de una decadencia fisiológica, en ningún caso una escuela de pensamiento. De ahí que los mejores escoliastas de Nietzsche -Heidegger o Deleuze- no hablen de nihilismo en singular, sino en plural, o completen la matriz con adjetivos distintos, pues tan distintos resultan que son auténticos enemigos el nihilismo pasivo o negativo y el nihilismo activo o positivo. Zarathustra es el capitán de éste último, y es por ello que no puede resultar más paradójico que, siendo como es un libro lleno de entusiasmo y plenitud, influyera en autores tan cabizbajos y apagados como muchos de los de nuestro 98, que tomaron el síntoma denunciado por Zarathustra -el pesimismo- como ideología con la que andarse por la vida, sin duda dejando que se filtrara el nihilismo de un Turgueniev, que lo empleó para caracterizar al personaje de Padres e Hijos, y a Dostoievsky, es decir, un nihilismo con conciencia de culpa y, por decirlo así, sin arreglo, sin vías de escape. Un callejón sin salida.
 El nihilismo activo es en esencia afirmativo, y no conoce la culpa: "Nosotros, los inmorales, abrimos nuestro corazón a toda especie de comprensión y afirmación. Negar no nos resulta fácil, pues basamos nuestro honor en la pura afirmación". El nihilismo es la coartada perfecta para la acción, según lo supo ver un jovencísimo Fernando Savater, y no un bajar los brazos o tirar definitivamente la toalla para dar por perdido un combate. Como se ve, nada que ver con lo que el propio Nietzsche llamaba "el fatalismo ruso", un me da lo mismo ocho que ochenta, según el cual el soldado ruso al que le resulta muy dura la campaña en la que se ha enrolado se tiende en el suelo a esperar su final (a esto Deleuze lo llamaba "pesimismo de la debilidad").
Es éste Zarathustra afirmativo, rebelde, entusiasta, el que protagoniza las más hermosas páginas del libro de Nietzsche. Ridiculiza, en efecto, al que se entrega al dolor, al que se humilla y reza, sí, pero porque entiende que hay que correr hacia la muerte con el frenesí de quien practica un deporte por superarse, convencido de una sola cosa: la vida es inmortal y por lo tanto no necesita de un inventor, ni siquiera de un fin: se vale y se justifica por sí sola. Todos los conceptos que pone sobre el tapete Zarathustra están animados por la energía de quien está apelando a la vida para que ésta se dé en su vórtice, es decir, en su máximo punto de esplendor. De ahí su condición dionisíaca: vivir no es otra cosa que tener el don de la ebriedad. Que ello subvierta los valores morales que han venido acompañando al hombre hasta el advenimiento de la nueva criatura es condición obligada de ese entusiasmo, toda vez que esos valores morales no han servido para salvar a nadie sino con pobres efugios dogmáticos que la ciencia ha echado abajo. Y el canto que emprende Zarathustra al avisar de ese advenimiento es un canto que afirma la vida como suficiente en sí misma, no necesitada de las muletas de explicaciones metafísicas: vivir es ya de por sí suficiente milagro y la condición indispensable del milagro es que no tenga explicación. Este entusiasmo insensato -es decir, sin sentido- por la vida le lleva por definición al odio acerca de todo aquello que perjudique esa intensidad del vivir: la enfermedad, por supuesto, es una de sus enemigas, la decrepitud otra. Ni que decir tiene que los enemigos de Nietzsche entenderían esto como una falta de piedad -falta de piedad que sin duda hay- por los enfermos, los viejos, los, como dice el propio texto, maltrechos. Pero no se entiende, o no se quiere entender, que al colocar la vida intensa en el más alto peldaño del existir, todo lo que colabore a que no se dé en su vórtice de energía, no tiene más remedio que causar la repugnancia de quien construye el himno, o la sucesión de himnos, a una vida que se puede valer por sí misma para insuflar aliento y divinidad a quienes posee o la poseen. Entender de esto que cualquier sistema que sentara sus bases en Zarathustra lo que debe hacer es sacrificar a los enfermos, es no darle a Zarathustra la consideración primera que tiene: la de personaje literario. Sería como si alguien quisiera proyectar en un sistema dogmático las locuras de Don Quijote, haciéndolo escapar de su indispensable condición de figura ficticia.

Por decirlo bíblicamente, hemos sido capaces de comer por fin del fruto de aquel árbol prohibido, el de la Ciencia del Bien y del Mal, y hemos aprendido que la moral es una falsa moneda que defendía una Institución más alta y más falsa aún: nuestro propio miedo a la vida, necesitado de inventarse fantasías que sólo venían a poner en evidencia nuestra debilidad. El miedo inventó a Dios: si dejamos de tener miedo, no será necesario Dios. Lo que llamamos justicia no es otra cosa que el afán de venganza para sostener un sistema en el que triunfa la voluntad de poder. Quien niega al mundo, la belleza del mundo, la energía del mundo, no es Zarathustra, que para abundar en ese entusiasmo, resulta un libro donde se celebra constantemente la naturaleza, sino precisamente la moral que nos tuvo apresados en sus omniscientes dogmas. La pregunta fundamental, nos dice Nietzsche, no es por el "ser" sino por el "vivir": "no conozco ningún ser que esté muerto". La nada, esos dos paréntesis de nada entre los que ocurre la existencia de cualquiera, esa nada que en Schopenhauer era fin -y por lo tanto daba origen al principio del pesimismo- en Nietzsche es más bien un trampolín para transformar la angustia de ser en la pura celebración de vivir. Para ello no podía el autor darle a su libro una forma doctrinal, sino hacer estallar su talento más provocador y pujante, el de poeta. Zarathustra , anunciando el tiempo nuevo (en el que por cierto será derrotado por el hombre rutinario, por ese Estado en el que "se le da el nombre de vida al lento suicidio de cada uno") es, fundamentalmente, un poema antiguo, con la fuerza exacerbada de la Ilíada y el lirismo misterioso de Gilgamesh.

Entre sus intérpretes, ninguno mejor que el propio Nietzsche, que llenando de anotaciones uno de sus cuadernos para explicar su libro, alcanzó a escribir: "La disolución de la moral conduce, en sus consecuencias prácticas, a la individuación atomística, y a la división de cada individuo en multiplicidades: una fluctuación absoluta. Por eso resulta necesario, ahora más que nunca, encontrar un amor, un nuevo amor". Y ese nuevo amor era la vida porque sí, es decir, la vida inmortal que nos bendice mientras la habitamos. Porque como el propio Nietzsche apuntó: "Hay que dejar de ser seres que rezan para convertirse al fin en seres que bendicen." Esa capacidad de bendición es la que anega, impulsa y mantiene vivo a Zarathustra.

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