domingo, 3 de agosto de 2014

Goethe y Roma



En la Vía del Corso, muy cerca de la plaza del Popolo, se encuentra la casa donde residió Goethe en Roma a finales del siglo XVIII. El autor alemán viajó hasta la capital italiana para despejar sus dudas sobre el clasicismo y sobre todo, para encontrarse con la carne y la vida. Solo odiaba cuatro cosas de Roma: "el tabaco, las pulgas, los ajos y los cristianos". Del tabaco se han deshecho las administraciones públicas modernas, no así del resto. Los estragos de las pulgas se dejan ver todavía en las piernas rubicundas de los turistas del norte; el ajo (por suerte) sigue imperando en la cocina romana, casi libre, en la ciudad vieja, de las malditas franquicias que han arrasado con todas las ciudades occidentales; y en cuanto a los cristianos, su proliferación es manifiesta y con seguridad más molesta y escandalosa que en tiempos de Goethe.
La plaza del Popolo se abre hermosa a la vida y al erotismo que se respira en las Elegías Romanas del autor alemán, pese a estar presidida por dos iglesias gemelas. La majestuosidad de los edificios religiosos no puede, a pesar de todo, con el bullicio de la vida (aunque sea producto de una impostura de las agencias de viajes). Goethe canta a la lujuria y a la pasión de las noches romanas, se deja llevar por la ciudad que ha amamantado a todos los dioses paganos y a los autores que imita en sus versos (Catulo, Ovidio, Marcial...). Quería gozar de los restos de la cultura pagana que aún quedaban en Roma. Los cristianos habían llenado la Arcadia de llagas, pecados, remordimientos y terrores: convirtieron en un cenagal de miseria el gran paraíso del sol. Volver, por tanto, al paganismo y a la Antigüedad constituía recuperar la juventud y la alegría del mundo y del género humano que el cristianismo había estropeado.
La casa de Goethe es un museo patrocinado por dos marcas comerciales de coches de lujo alemanes, no ofrece pocas curiosidades, una de ellas el conocimiento de que en esas habitaciones transcurrió la vida más excesiva del genio, en la que se liberó de los hierros de las costumbres germanas. Ni siquiera el patrocinio de "Mercedes" da realce a este museo, incrustado entre tiendas de camisas y de ropa deportiva.Sin embargo la sombra del Werter se oculta tras las paredes vacías de las habitaciones y entre la insulsa exposición de sus manuscritos.
"Los tesoros que me llevo conmigo los van a disfrutar todos", decía Goethe cuando partía hacia Alemania, convencido de que la ciudad lo había transformado. Había conocido de primera mano las maravillas que se había resistido a ver hasta tener madurez suficiente para disfrutarlas y se había revolcado en todos los tugurios y con todas las mujeres que pudo. Volvía de Roma convencido de que su estancia en la ciudad lo había cambiado y  de que los lectores de su obra se lo agradecerían. "No se puede comprender esta ciudad hasta que no se vive en ella", dijo, y no le faltaba razón. Valgan algunos versos de estas Elegías Romanas para mostrar la fascinación y el peligro de su goce:
"No me paré a pensarlo, cogí a la fugitiva; amorosa,
ella me devolvió de inmediato besos y abrazos expertos.
¡Qué feliz fui!... Pero, calma, el tiempo ha pasado.
y me desligo de vosotros, lazos romanos."

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