jueves, 8 de mayo de 2014

Me enamoré de un banco de Los placeres y otros fluidos


Me enamoré de un banco,
me entregué a él
sin condiciones,
encantado por la pantalla plana
de sus televisores.
Nunca me sentí atraído
por la voz del dinero,
sin embargo,
caí rendido ante el inglés
campechano
de su director,
ante su aire de conductor
de autobús de línea.
Me enamoré de un banco,
desfloró mi inocencia
como un amante bárbaro
que atropella a una novicia.
Me deslumbraron sus créditos,
me perdieron sus intereses
y cuando le entregué
mi flor,
él se hastió de mí.
Me sodomizó con violencia,
me golpeó con comisiones,
me flageló con su soberbia,
me insultó en sus cartas
(que ya no eran personales,
sino del consejo de accionistas).
Me redujo a la agonía
de necesitar sus golpes.
Solo alguien más sádico
podía sustituirlo.
Por eso, me enamoré 
de una compañía telefónica
y gocé con la perversión
morbosa de las penalizaciones,
de las mordidas mafiosas,
de las telefonistas de cine negro,
de las facturas hinchadas,
del gansterismo sin escrúpulos.
Me derramo en el placer
de los sumisos,
de los que gustan de los tacones
clavados en la espalda,
de los que aman los latigazos
secos de las llamadas
escalofriantes,
de los que se complacen
con la bofetada limpia
del móvil en la mejilla,
de los que no renuncian 
al supremo orgasmo
de conocer, algún día,
a un accionista de una gran compañía
para solicitarle que
me arranque el hígado
de un empellón de amor
a través de mi recto entregado.

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