martes, 3 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" X: "Leer poesía en clase".

Leer poesía en clase es rasgarse la piel con las uñas y esperar que los alumnos acudan con algodones a curar la herida. A veces no lo creen y descubren que se trata de un artificio de magia en el que no se hiere a nadie. En ese momento, saltan las risas por las perchas y se ocultan debajo de las mesas hasta quedar pegadas a los chicles calientes. Se cierra el libro y mando tarea para el día siguiente.
Sin embargo, otras veces, se oye respirar al silencio acariciando las pizarras y se eriza el vello en un escalofrío de emoción que no se produce cuando se ha leído el mismo poema en silencio. Quedan brillando las pupilas de cuatro o cinco alumnos y se les cae la barbilla hasta que la recojo con el último verso. El silencio se suma a la expectación y cada pausa es un brillo de palabras que se puede atrapar con una red de luciérnagas. Cuando esto ocurre, cuando leo un poema y se eriza el estuco de las paredes, no hay nadie que pueda detener el hielo que recorre el espinazo. Ocurre pocas veces. Es una delicia que no se repite con demasiada frecuencia, pero cuando se levanta ese viento que desgarra la piel y hace brotar un hilo de sangre que los alumnos lamen con sorpresa, las paredes desaparecen y nos sumergimos en un estanque de voces sin camisa, con el lomo dispuesto para la cabalgada de las palabras.
Lo habitual es otra cosa. En cuanto ellos oyen el arranque del primer verso, un murmullo de risas apagadas descubre su vergüenza y el miedo al ridículo que los acecha. Se rompe la armonía y el poema se hunde en un charco de fango sin ritmo ni medida. Esperan ser llamados para la declamación y tiemblan y se sonrojan y se atropellan y derrumban el escalofrío en un abismo de arritmias. Suele acabar todo en la muerte del poeta.
Sin embargo, cuando es uno de ellos el que consigue elevarse con la cadencia del verso y se desliza por las profundidades de la poesía, la piel se rompe para dejar libres a las arterias. Ocurre muy pocas veces, pero cuando sucede, el placer es comparable al temblor que deja en la memoria la carne deseada y acariciada y mordida por primera vez.  

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