lunes, 9 de diciembre de 2013

Crónicas desde la "indocencia" XVI: "El placer de corregir exámenes"

Fotografía de Juan Luis López Palacios

Recibir los exámenes de los adolescentes cuando suena el timbre al final de clase es un placer de dioses. Pocos gustos hay comparables a sentir las palabras latentes de la angustia transpirando a través de los folios aún calientes. Cuando en casa salen del sobre, vuelven a cobrar vida y relucen en la mesa como un premio sin parangón a la labor educativa. Se deshojan uno a uno con delicia, con el sentimiento del que está devorando un manjar y no quiere llegar a la última cucharada.
Todo el que se dedique a la enseñanza lo sabe, nada hay más grato, nada hay más placentero que la corrección de los ejercicios completados con denuedo por los alumnos. Sentir cómo el mamotreto de folios nunca se termina, leer con los ojos del revés, alelado ante tanta literatura de primera calidad, ver cómo han desarrollado las preguntas que con tanta precisión cuestionan los entresijos de la obra de Góngora o deleitarse con las líneas bien trazadas de un análisis sintáctico.
¿Quién no querría participar de este privilegio?, ¿quién, en las tardes de domingo, no pagaría por sumar las cifras decimales de cada una de las respuestas y colocar en rojo chillón el maravilloso 4,5 en la esquina derecha del ejercicio?, ¿quién no mataría por sentir la responsabilidad de que un simple número vaya a hacer reír o a hacer llorar a un muchacho de 12 o de 18 años?, ¿quién no dejaría cualquier trabajo por leer las diferentes reflexiones en torno a la retórica hueca del modernismo? Sí, sin duda es uno de los mayores privilegios de nuestro oficio, una de las prebendas de las que nadie habla y solo los que la gozamos conocemos su beneficio.

 ¿En qué cabeza cabe que algunos iluminados propusieran acabar con estos ejercicios que sacan la hiel de los estudiantes y nos elevan a los educadores al más elevado de los edenes?, ¿a qué cabeza loca se le pudo ocurrir que había que acabar con los exámenes para comenzar la revolución del sistema educativo?, ¿quién dijo que estos controles no hacían sino acumular ovejas al rebaño y promover la competencia insana del sistema capitalista, que solo conseguían abofetear la creatividad del individuo y someterlo al engranaje mecánico que interesa al poderoso? No sé, alguien que odiaba nuestro oficio de sencillos funcionarios y el placer consecuente de estampar sellos numerados en la frente de los adolescentes. Por suerte, la nueva ley nos promete una orgía de exámenes y reválidas con los que podremos revolcarnos a conciencia en el establo de las cifras. ¡Vivan nuestros insignes administradores y su sed por complacernos!  

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