sábado, 16 de noviembre de 2013

"Poesía, lenguaje, poetas y no poetas" de Natalia Carbajosa

Hoy quiero hablar de poetas que me parecen más poetas todavía cuando reflexionan
sobre la poesía y la vida en sus contadas incursiones en la prosa; de novelistas cuyos
párrafos más felices suenan a poesía; y de poetas-novelistas que hacen de su prosa,
a mi entender, parte de su mejor obra poética. No puedo garantizar que no 
salgamos de este embrollo con las ideas más confusas que ahora mismo, en el inicio. 
Pero eso sí, el que avisa no es traidor.
Lo que singulariza a estos autores, según mi criterio de lectora, es su capacidad para
 hacer del lenguaje, en primer lugar, lenguaje, y no otra cosa; para hacernos caer en
 la cuenta de que las palabras tienen peso, volumen, sonido. Y solo cuando esa 
delicada operación se ha realizado con éxito, esto es, cuando en lugar de invitarnos 
a pasar fugazmente por las palabras como si fueran transparentes, nos obligan a 
detenernos un rato largo sobre ellas, solo entonces detona el pensamiento que 
contienen con un vigor inesperado que se nos antoja nuevo y antiguo a la vez. 
Sostenemos entonces las palabras en el cuenco de las manos como quien 
acabara de descubrir un tesoro y lo mantiene así, tembloroso y precario, 
en medio de la nada.
De entre el primer grupo (poetas que también escriben poesía cuando escriben 
prosa, aun sin pretenderlo), existen ejemplos célebres y solemnemente tipificados, 
como el «la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo» del Juan 
de Mairena de Machado. Pero hay en ese texto mucha más miga que apunta ya no 
solo a la poesía, sino a la propia expresión del pensamiento no evidente de la que 
es objeto la poesía: «Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si 
dijéramos en una copa más honda de nuestro espíritu».
Y ya que hablamos de recipientes, pues las imágenes de los mundos abstractos 
(o sutiles, siguiendo con Machado) necesitan concretarse en objetos cotidianos 
reconocibles, recordemos a Sophia de Mello, poeta portuguesa del siglo XX, 
amiga del mundo clásico y de las revoluciones sociales, que acompaña sus 
poemas con disquisiciones del tipo:
Miro al ánfora: cuando la llene de agua me dará de beber. Pero 
ahora ya me da de beber. Paz y alegría, deslumbramiento de estar en el 
mundo, reunión.
Sophia de Mello Breyner (1919-2004)
Sophia de Mello no escribe largos tratados de teoría literaria, sino breves 
introducciones en prosa a sus libros de poemas (véase su obra completa, 
publicada por Galaxia/Gutemberg) que son ejemplos de concentración de 
pensamiento y estallido de imágenes. Igual que en un poema.
Algo parecido sucede en el caso del precoz poeta austríaco de finales del 
siglo XIX Hugo von Hofmannstahl, del que tan admirablemente 
habla en sus memorias (El mundo de ayer) su compatriota Stefan 
Zweig. Al igual que autores tan diversos como RimbaudRilkePessoa 
Thoreau, Hofmannstahl habla de la expresión poética desde la negación 
e incluso la renuncia (Carta de Lord Chandos, 1902), esto es, como aquello 
que no es posible materializar. Su discurso enlaza por una parte con esa 
«copa más honda de nuestro espíritu» de Machado, y por otra con la 
atención a los objetos de de Mello; objetos que contienen, más allá de su 
utilidad, aquello que no se puede expresar:
No me es fácil explicaros en qué consisten esos buenos instantes; las 
palabras me abandonan nuevamente. Porque es algo completamente 
indefinido e incluso indecible lo que se me declara en tales momentos, 
colmando cualquier suceso de mi círculo cotidiano con un desbordante 
raudal de vida superior, como una copa. No puedo esperar que me entendáis 
sin ejemplos, y debo pediros indulgencia por su banalidad. Una regadera, 
un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un pobre cementerio, 
un lisiado, una pequeña casa de campesinos, todos ellos pueden convertirse 
en cuenco de revelación.
¡Vaya con los poetas-poetas! parecen tener fijación con los cuencos, las copas, 
las ánforas. Esos «buenos instantes» de Hofmannstahl, como las epifanías 
de Joyce o comoquiera que llamemos a los momentos de extrema y fervorosa 
lucidez que toda persona, poeta o no, experimenta alguna vez en su vida, necesitan 
de un continente, un receptáculo que los almacene. De ahí al uso lúdico de los 
objetos comunes por parte de las vanguardias pictóricas y poéticas de principios 
del siglo XX, hay un mínimo paso.
Crucemos a continuación el puente hacia los poetas-novelistas que, escriban 
en el formato en que escriban, siempre hacen poesía. Es el caso de un gigante 
del lenguaje del siglo XX como Álvaro Cunqueiro. Solo por obras como 
Herba aquí ou acolá, podría pasar a la historia de la literatura como un 
gran juglar. Pero donde su poesía se decanta, en ocasiones, del lado de la 
melancolía, la prosa refulge con el único ánimo de elevarse sobre cualquier 
pensamiento a ras de suelo, antes que nada en la propia declaración de intenciones 
del autor:
Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que 
llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero 
ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos 
días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los 
profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas 
veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, 
la razón de continuar.
Álvaro Cunqueiro (1911-1981)
Y es que, detrás del creador de textos inolvidables como Merlín y familia, 
Crónicas del Sochantre Las mocedades de Ulises, hay un funámbulo 
del lenguaje tan refinado como su ilustre paisano, Valle-Inclán. Mencionados 
estos dos nombres, es mi ocasión para proponer aquí una infundada tesis a la que he 
llegado por el único método investigador, de dudosa fiabilidad científica, de la lectura: 
a saber, que los gallegos son, entre los castellanohablantes, igual que los irlandeses 
entre los angloparlantes, los de mayor talento para sacar brillo al puro lenguaje que 
reluce detrás de las palabras. Debe de ser que el toque celta convierte a sus criaturas 
en poetas, a pesar de cómo maltratan a su bardo los rudos habitantes de la aldea 
de Astérix.
Clarice Lispector (CC)
Clarice Lispector (CC)
De la mano de Cunqueiro y Valle-Inclán nos asomamos a los novelistas-novelistas, esto es, los que no son poetas. He escogido a dos autoras en cuya disparidad encuentro una complementariedad perfecta. Natalia Ginzburg, judeo-italiana, cronista de la vida familiar durante la Segunda Guerra Mundial, es una autora eminentemente narrativa, y escribe con desacostumbrada claridad, como si nos contara cosas de abuelas en torno a la mesa camilla de la cocina.Clarice Lispector, brasileña de origen ucraniano y también judía, sofisticada, adscrita a los compases finales del modernismo brasileño, tiene una escritura oscura, que apenas cuenta nada, pero que hipnotiza a quien a ella se entrega. A pesar de lo cual, ambas suenan extrañamente inocentes, escribiendo —así, como quien no quiere la cosa— en una prosa que, sin ninguna pretensión poética, a mis oídos lo es, y más que mucha poesía:
No tenían en absoluto la pinta de dos que están a punto de casarse, dijo él. No tenían ningún aire jactancioso o triunfal. Parecían dos que hubieran tropezado por casualidad uno contra otra en un barco que se estaba hundiendo. Para ellos no había música de charanga, dijo él. Y eso era lo más bonito, porque cuando el destino se anunciaba con sonora música de charanga siempre había que ponerse un poco en guardia. La música de charanga por lo general no anunciaba más que cosas pequeñas 
y sin fuste, era una manera que tenía el destino que burlarse 
de la gente. Pero las cosas serias de la vida pillaban de sorpresa, 
brotaban de repente como el agua.
(Natalia Ginzburg, Nuestros ayeres, 1952).
Estoy engañándome, tengo que regresar. No veo locura en el deseo de 
morder estrellas, pero todavía existe la tierra. Porque la primera verdad 
está en la tierra y en el cuerpo. Si el brillo de las estrellas duele en mí, 
si es posible esta comunicación distante, es porque alguna cosa semejante 
a una estrella se estremece dentro de mí. Estoy de vuelta al cuerpo. Volver 
a mi cuerpo. Cuando me sorprendo en el fondo del espejo me asusto.
(Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje, 1944).
Y emprendemos el viaje de vuelta hacia los poetas-prosistas, esto es, los que 
indistintamente cultivan uno u otro género. La única autora viva de esta selección, 
Ana Blandiana, es una singular cronista fantástica de la dictadura de Ceaucescu 
en su Rumanía natal, un poco a la manera de Kundera en Checoslovaquia. Blandiana 
es una excelente poeta y, sin embargo, son sus relatos los que a mí, particularmente, 
me hacen volver una y otra vez sobre una frase, una imagen, una palabra, para 
desentrañar aquel elemento foráneo que —¡zas!— se ha colado en la lógica de un 
discurso que en el fondo no es tal:
Se preguntaba incluso, arrullándose a sí mismo, qué sueño iba a tener y, solo 
después, se hundía en él. Pero antes de esto, como cada noche, después de 
desabrocharse el último botón y de dejar caer toda la ropa, hizo su habitual 
gimnasia: sentado estratégicamente en aquella zona de la habitación más 
libre de muebles, estiraba al máximo, abría y cerraba sus alas anquilosadas 
por el desuso. Varias veces repitió concienzudamente este movimiento. 
Y, solo después, se durmió.
(Proyectos de pasado, 1982).
Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).
Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).
La prosa/poesía de Ana Blandiana 
es una especie de actualización de los 
bestiarios medievales: las criaturas 
fantásticas se pasean por sus páginas 
con la naturalidad propia de los 
cuentos de hadas o las pesadillas. Es 
quizá esta manera indirecta de decir 
la única apropiada para aquello 
que, como apuntaba Hofmannstahl, no 
se puede expresar.
El último de mis elegidos, 
compañero de generación de Ginzburg 
y el más destacado entre ellos, Cesare 
Pavese, constituye otro ejemplo de 
poeta-novelista. Más allá del tantas veces 
repetido verso «vendrá la muerte y tendrá 
tus ojos», de sus desalentadoras memorias 
El oficio de vivir y sus novelas y libros 
de relatos, Pavese escribió un texto 
extraño, imposible de adscribir a ningún 
género, cercano en su actualización del mundo 
clásico a los de Cunqueiro, llamado Diálogos con Leucó. Quien lo haya leído, convendrá conmigo en que 
es una verdadera cumbre de la poesía no escrita para ser poesía. Con él cerramos el círculo de la expresión 
del pensamiento poético que reclama en su ayuda la presencia de los objetos cotidianos. En palabras
 de Mnemósine a Hesíodo:
¿No te has preguntado por qué un instante, similar a tantos del pasado, deba de golpe hacerte feliz,
 feliz como un dios? Tú mirabas el olivo, el olivo en la senda que recorriste todos los días durante
 años, y llega un día en que el hastío te deja, y tú acaricias el viejo tronco con la vista, 
como si fuese un amigo recobrado y te dijera la palabra justa que tu corazón esperaba. Otras 
veces es la ojeada de un transeúnte cualquiera. Otras la lluvia que insiste hace días. O el grito 
estrepitoso de un pájaro. O una nube que jurarías haber visto ya. Por un instante el tiempo se 
para, y esa cosa trivial la sientes en el corazón cual si el antes y el después ya no existieran.
Cesare Pavese (1908-1950)
La conclusión de este diálogo es la exhortación de Mnemósine a Hesíodo: «Intenta decir a los 
mortales estas cosas que sabes». Todos los escritores aquí citados recogen el guante lanzado por 
la diosa, que va más allá de la voluntad de escribir. Se trata de escribir sobre lo que no se 
puede expresar, lo que no se anuncia con charanga, lo que imprime sus huellas —que siempre 
vienen del cielo— en el cuerpo y convierte a las palabras en cuencos, cuencos que reflejan el brillo 
de ese líquido extraño que han llegado a contener. «Buscar el secreto profundo de la vida es el grande, 
nobilísimo ocio», sería otra manera de decirlo, en palabras del juglar de Mondoñedo. Cualquiera que 
sea el procedimiento, las palabras a su servicio se convierten, lo quieran sus autores o no, en poesía.
Y para no acabar con la amargura del recuerdo de Pavese, poeta-suicida de alargada sombra, concluiré 
con el gesto verbal, siempre ascendente, de Cunqueiro, llevando en su compañía a otro ilustre 
corredor de relevos de la poesía: «El Gibelino y yo vamos, al borde de la tiniebla, creyendo que 
toda hora es alba». Que así sea.

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