viernes, 25 de octubre de 2013

"Metaliteratura de las lombrices"


En los barros literarios encuentro el placer de las lombrices. Como cieno y veo poco, me muevo con dificultad impedido por el lodo pegajoso que me envuelve y, sin embargo, gozo de esta nueva condición. Ya no hay estímulos que afecten a mis sentidos. Lo único que importa es tragar limo hasta hartarme, no escuchar, aislado del mundo en el fondo de los charcos, y de vez en vez salir a la superficie para notar la suavidad del agua y enfangarme de nuevo en los lodos del suelo. Si no soy una lombriz, ¿por qué disfruto de este placer de los invertebrados?, ¿por qué me parezco cada vez más a una piedra?, ¿por qué me recreo en la soledad de las profundidades? Nada me es más grato que el silencio y la oscuridad, nada me reconforta tanto como el hueco que consigo hacerme con el esfuerzo pausado de mi cuerpo empujando poco a poco, anillo a anillo a cada porción de barro que se interpone en mi camino. Y queda un rastro vano a mi paso, pegajoso y estrecho por el que podrá arrastrarse con menor dificultad otro cuerpo cilíndrico y torpe como el mío. Somos muchos los que intentamos atravesar el barro, muchos los que horadamos la carne de la tierra sin conseguir otra cosa que unas pequeñas burbujas que revientan en aire a nuestro paso. Y eso es suficiente: esas pompas de podredumbre que se desvanecen en cuanto nacen, esos efímeros globos de aire corrompido que apenas resisten el soplido del ave que nos devora atravesándonos el cuerpo con la punta del pico.

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