martes, 2 de agosto de 2011

Presentación y estudio de "Criaturas del Piripao" (VII)


Sigue el interesante análisis de David Arona (qué voy a decir yo) sobre los personajes de mi novela.

Suero Laínez es el personaje que nos abre las puertas de Almente, una vez allí el universo se acompleja, es un micromundo de tal calibre que diluye a nuestro cicerone para mostarnos la alta sociedad almentina. Con él llegamos a D. Alvar, noble cuñado de Doña Miranda que le roba a Fray Berto la posibilidad de gozar de la enferma y al propio Suero del que parece prendarse: “Ojos hay que de legañas se enamoran…” Don Alvar que renunció al vicio nefando por los disgustos que le ocasionó en la corte recae en él de la mano del trovador. La naturaleza es imprevisible y domina tanto al representante de la iglesia como al de la nobleza. Ambas instituciones exhiben, como pilares de la España imperial, firmeza, dignidad y contención, pero sus ministros y nobles suelen ser débiles, indignos y proclives a dar rienda suelta a sus apetitos materiales, unos aberrantes y, otros, los del Egipcio de dudoso gusto.

Fray Berto es un personaje lineal, obsesionado con la lujuria, pero especialmente dirigida a las damas de alto copete. Su complejo de inferioridad respecto a la nobleza se convierte en un motor del morbo y su deseo sexual irrefrenable hacia doña Miranda ni siquiera la muerte logra enfriarlo. Más bien al contrario. Desde que la ve enferma en la cama, con la camisa pegada al cuerpo, empapada por el sudor, el fraile se consume en su monomanía de poseerla. En principio, vuelve a recordarme al hermano Salvador de Los girasoles ciegos, la pulsión sexual de ambos representa la propensión de la iglesia de poseer y dominar todo aquello que su vista alcanza. Si releéis el comienzo de La Regenta os aparecerá la imagen del Magistral como un gran gourmet que se deleita ante el delicioso bocado de Vetusta. Fray Berto, espoleado por su lujuria, muestra que para el poder, parapetado tras una orden militar o tras una sotana o tras un escudo nobiliario, no existe la privacidad de sus súbditos, ni el derecho a la intimidad, atropella sin ningún miramiento las vidas ajenas sin considerarlas como humanas.

Pero más allá de una interpretación sociopolítica, me gustaría enunciar tan solo una implicación psicoanalítica del asunto. La obsesión hacia la muerte de las religiones monoteístas trata de ocultar, negar y reprimir la vida natural y su máxima expresión: el sexo y el placer sexual. Paradójicamente, esta represión, sustituida por el placer morboso hacia la tortura y la muerte –la Inquisición fue, entre otras cosas, una excusa para legalizar y sacralizar la crueldad y el asesinato masivo- no logra enterrar la pulsión sexual (como dice el refrán francés: “la naturaleza vuelve al galope”), sino desatarla de manera deforme y aberrante. En el caso de fray Berto se unen eros y tánatos en su afición necrófila, pero si lo pensamos fríamente, este vicio del cura de Almente es mucho más inofensivo que los multiples casos de pederastia insinuados en la literatura (recordemos como acaricia Ubertino da Casale a Adso en El nombre de la rosa, o lo lacónico de la explicación del Lazarillo acerca de por qué había dejado de servir al cura de Maqueda: “por cosas que no digo salí de él”) y desgraciadamente registrados en la realidad en otros tiempos y en los nuestros, en todos los lugares del mundo, hasta el punto de que el Papa Benedicto XVI aparenta preocupación por los escándalos de pederastia de sacerdotes católicos de todo el mundo. Cuando el molde artificial de cualquier dogma, norma o ley trata de negar nuestra naturaleza humana, que implica un instinto sexual, siempre provoca la aparición de este instinto deformado y el desarrollo de otros instintos hasta la hipertrofia: estoy hablando del instinto de poder. Ejemplo de ello, lo podemos comprobar en la novela a través del interrogatorio de Don Lino a Torralba.

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